lunes, 30 de mayo de 2005

No voy a lograrlo, querida

Ésta fue la amarga confesión del poeta norteamericano Hart Crane, que pagó el costo irremisible de una vida signada por los excesos, que lo hundieron en una crisis de la cual no saldría sino con la muerte.

En viaje en el vapor S.S. Orizaba a Estados Unidos desde México, Hart Crane (1899-1932) saltaba por la borda, tras ser golpeado por marineros que el poeta tratara de seducir. En el mismo viaje se enfrascó en una disputa con su amante Peggy Cowley, quizás la gota que rebalsó su amargo vaso de muerte, trágica y poco decorosa. Éste fue el turbio fin de una vida no mucho mejor; con todo, Hart Crane mantuvo siempre la premisa que le permitía seguir navegando por las aguas oscuras de su existencia: una irrenunciable vocación poética.
Harold Hart Crane nació en Garrettsville, Ohio en 1899. Su madre fue una mujer posesiva que siempre quería a su hijo junto a ella; su padre, fabricante de dulces, no vio con buenos ojos a este niño inestable, ansioso, y con una particular voracidad por la poesía. Ninguno de los dos aprobó el sueño del adolescente de irse a vivir a Nueva York para escribir poesía. A los 16 debuta con el poema “C33”, número de celda de Oscar Wilde, mientras estaba recluido en la prisión de Reading, y a quien Crane rendía sincera pleitesía.
Su poesía se nutrió de diversas fuentes. Las anglosajonas, como Shakespeare, Marlowe y John Donne, o bien las francesas como Rimbaud o Laforgue. Este último poeta ejerció en Crane influjo similar que en T. S. Eliot, y como éste, también Hart Crane combinó influencias europeas con poesía tradicional en lengua inglesa. Cantaba a las máquinas y al cine con verso isabelino. Tras deambular constantemente entre Cleveland y Nueva York se instala definitivamente en La Gran Manzana, como lo anheló desde niño. Se acercó a las figuras literarias del momento, como e.e. cummings y Allen Tate.
La publicación de Edificios Blancos (White Buildings, 1926), y su obra más relevante, El Puente (The Bridge, 1930), le valieron la beca Guggenheim. Viajó por EE.UU., Europa, el Caribe y finalmente México, desde donde no volvería con vida. Durante estos periplos estaba por completo volcado a la creación poética, creación que generó también reacciones de rechazo, incluso de desprecio como la de William Carlos Williams.
El Puente es una suerte de épica americana. Ya había adoptado la manera de T.S. Eliot de utilizar el paisaje urbano. Para el “canónico” crítico norteamericano Harold Bloom, El Puente es “desigual en certeza pero va más allá que La Tierra Baldía en aspiraciones y logros. Lo que el autor de The Waste Land hizo con Londres (“ciudad irreal”), Crane lo hizo con la ciudad norteamericana, no de una en específico, pues absorbía los paisajes que visitaba, pero con especial preferencia por su Ohio natal y finalmente Nueva York (del puente de Brooklyn toma el nombre su poema máximo), así lo atestiguan versos de “Purgatorio”: “Mi país, oh mi país, mis amigos/ -estoy separado- aquí de ustedes en una tierra/ donde toda vuestra lumbre alumbra -rostros- destello de salivas/ como algo abandonado, desamparado -aquí estoy/ y estas estrellas están -la alta meseta- los rastros/ del Edén -y el árbol peligroso- ¿son el paisaje de la confesión?- y si confesión, ¿también absolución?”.
La fe de Crane en un provenir mejor para Norteamérica está plasmada en El Puente, obra que tomó varios años para ser compuesta, por la inconstancia del trabajo del autor, que se llevó a cabo en el Caribe, Europa y Nueva York. Crane pretendía fundir en un todo las fuerzas que mueven elementos distanciados como el arte, los negocios, la historia y el pasado estadounidense con el presente y la ciudad.
Crane reconoce que la influencia de T. S. Eliot fue importante, en especial en lo que se refiere a nuevas técnicas poéticas, como el mencionado uso de la ciudad. De Eliot, Crane pensaba que “es un callejón sin salida, pero curiosamente puede ser utilizado para dirigirnos a otras posiciones y a nuevas posturas”. De esa vertiente surgen los símbolos que serían el ingrediente de una poesía nueva, reaccionando contra La Tierra Baldía, que consideraba como un “impasse” de Eliot.


Lejos de todo

Crane no logró materializar un nuevo proyecto épico-poético, esta vez describiendo la conquista de México por parte de Hernán Cortés. La escritura de El Puente, la Gran Depresión y las muertes de su padre y su editor, Harry Crosby, lo hicieron caer en crisis. De ello fue testigo la escritora Katherine Anne Porter, que alojó a Crane en México, donde lo veía consumirse en un odio intestino bañado de licor. Porter fue espectadora del tormento y la frustración de Crane, tanto por el destino de Estados Unidos, así como por la imposibilidad del poeta de concretar su nueva épica. El diagnóstico de Katherine Porter es triste, por exacto, de la vida y condición de Crane, “él no nos odiaba, se odiaba y tenía miedo de sí mismo”.
Crane ahora comenzó a sentir el rechazo hacia él y a su poesía por su condición homosexual. Contemporáneos suyos como Allen Tate y Arthur Winters le empezaron a pasar la cuenta. En críticas a El Puente Winters encontró fallas al poema, las mismas que se le endosaron a Walt Whitman (maestro de Crane en inspiración, no así en estilo), por no apegarse a una escala de valores sólida. Los mismos reproches velados a la homosexualidad de Whitman, fueron desempolvados y reciclados para socavar la labor de Crane, que entendió, con dolor, los mensajes que le estaban mandando. Defendió la “diferenciación de experiencia” que insuflaba su poesía, su desesperación, su soledad. “La torre rota”, su poema postrero lo acredita así: “Y así fue que entré en el mundo roto/ para rastrear la compañía visionaria del amor, su voz/ un instante en el viento (ignoro adónde se fue)/ no para retener largo tiempo cada elección desesperada”.
Por sobre la expresión o cuestiones de género, está el móvil último de la poesía de Hart Crane: el entrelazar su presente con el pasado tradicional inglés, el pasado isabelino, abundante en los más amados autores del poeta norteamericano, Marlowe, Webster, Donne, etc., siguiendo los caminos de la épica que antes trazó T. S. Eliot, y que más tarde continuaría Saint John Perse con Anábasis.
Las aterradoras jornadas de alcohol iracundo continuaron, hasta que el 27 de abril de 1932 el damnificado fue el propio Hart Crane. Ya estaba sin un centavo y aparejado con Peggy Baird Cowley, su última compañera. Luego de pelearse con marinos del Orizaba, e incluso de haber sido encerrado en su camarote, Crane se apareció en el dormitorio de Peggy, y su veredicto fue claro y desolador, “no voy a lograrlo, querida. Caí en desgracia totalmente”. Minutos después se lanzó a las aguas del Atlántico el hombre que fue catalogado como “el último isabelino”, el heredero de la intensidad del canto auténtico al mundo moderno de Walt Whitman y del estilo comprimido de Emily Dickinson, para captar los tormentos de la vida.
La poesía de Hart Crane recuerda las ruinas de magníficos edificios antiguos, de ruinas antiquísimas. Poesía que requiere una lectura arqueológica, esmerada reconstrucción y tamizado para poder apreciar su prístina forma. Crane se desvaneció en el Golfo de México, aunque le hayan lanzado un salvavidas –desde luego tarde-, se desvaneció como él mismo lo dijo en un poema, como “la fabulosa sombra que solamente el mar conserva”.

*Publicado originalmente en Revista de Libros de El Mercurio, N°784, 14 de mayo de 2004

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