jueves, 30 de junio de 2005

La clínica y las naves

Los primeros acercamientos que tuve a la poesía de Alejandra Sofía González Celis (Santiago, 1976), -con todo y su nombre completo-, se dieron cuando era un bisoño y esperanzado postulante a la carrera de periodismo en la Universidad Diego Portales. Allí me fue regalado, además de una pila de folletos y trípticos, la antología poética “Apuntes a la base del fuego” (1997), la cual albergaba, bajo la tutela del poeta Andrés Morales, las primeras armas de poetas, entonces más jóvenes que hoy. En ese libro aparecían los poemas de 11 integrantes de un taller literario, de los cuales solamente han sobrevivido dos: Michelle Reich y Alejandra Sofía González Celis. En el librillo ese González expone poemas que serían el germen del posterior volumen “La enfermedad del dolor” (Ediciones del Temple, 2003) que ya entrega su segunda edición, luego de la primera, aparecida en el año 2000.Este libro pretende ser un viaje directo al peor de los centros asistenciales de salud, donde los pacientes que yacen en esas camas públicas y nunca suficientes, sufren en cuerpo y alma toda clase de dolencias, y también sufren los aún más dolorosos tratamientos de cura. González sufre una enfermedad, la enfermedad que parte el alma en dos, y que no puede volver a ser unida, es la enfermedad del trayecto que todo ser humano recorre en este mundo, la enfermedad del dolor, el dolor de vivir. Quizás mejor será decir que es la enfermedad de la desesperanza, porque la autora no deja la puerta abierta a una ilusión, pues el paciente está siempre al borde de la muerte, y siempre padeciendo un sufrimiento que parece aumentar con los “tratamientos”, no tiene más perspectiva que el yacer en la cama del hospital, tal como lo hace el enfermo de Pezoa Véliz, pero en este caso de forma mucho más descarnada. Ciertamente acá no caen aguas mustias, y la tristeza no se espanta durmiendo. Aquí es otro el juego, un juego donde no hay posibilidad de ganar. “No llorábamos por las heridas/ ni por las enfermeras/ ni por el constante perforar de pieles/ no acostumbradas a ser cuevas de catéter/ ni por la comida que ingeríamos sin molestar/ o la continua carencia de padres/ Llorábamos por las noches/ por el niño nuevo de la cama de al lado que lloraba/ que se iría en uno o dos días/ que nos recordaba la obligación del llorar”, con poemas como este Alejandra González va construyendo su universo de asepsia y de malestar puro. Quizás el poema “7” sea el que condensa toda la intención, resume de qué va el libro: “Tibia y dormida/ encima de siete baldosas/ he sido arrastrada a esta orilla del camino/ donde las lágrimas de los niños/ fueron convertidas/ en sal de comer// no hay antídoto para este mal// no hay ninguna pastilla que/ nos saque lo de adentro del cuerpo/ y nos lo cambie por otro// Nunca podremos imaginar cuándo// empezó todo esto”. Todo lo que viene después es una variación del leit motiv del poema, variación donde González dispone, como el arsenal de instrumentos quirúrgicos dispuesto para desgarrar la carne y el espíritu de un paciente, las miles de formas posibles de expresar lo mismo: lo patológico del dolor y lo insoluble del padecimiento. No hay lugar para la sugerencia, las imágenes, a ratos saturadoras, son una alegoría constante y directa a lo central: el dolor sin solución.Alejandra González entrega una poesía eficaz, fuerte, descorazonadoramente honesta, desprovista de esperanza (guardando las proporciones, como T. S. Eliot en “La tierra baldía”), desprovista totalmente de caminos que lleven a seguir, con algún grado de sentido, el tránsito por el mundo. Todo se recubre de la pátina del dolor, inclusive el lenguaje, las palabras y los signos; de hecho la última parte del libro es un glosario donde muchas palabras de uso cotidiano, en su mayoría referentes a dolencias y recintos hospitalarios se rebautizan y adquieren un significado nuevo, adscrito a la visión dolorosa de la autora. Veremos si en el futuro la autora da un giro esperanzador, tal como Eliot.

Atar las naves

Enrique Winter (Santiago, 1982) hace su aparición en el mundo de la poesía con su opera prima “Atar las naves” (Ediciones del Temple, 2003). La lectura del libro da cuenta de que Winter es uno de los valores novísimos de la poesía criolla, y entrega un libro que confirma también los diversos galardones que ha recibido a su corta edad. Esto es, entrega un libro de poemas a los cuales cuesta entrar, pero no por una oscuridad arbitraria y caprichosa, usual “bomba de humo” con que algunos poetas disfrazan su falta de pericia. Winter despliega una “niñez” que conjuga crueldad y ternura, tal como se ve en el poema “Soltar la cuerda”: “Nunca aprendimos a saltar la cuerda/ Mis padres la olvidaron/ en el bazar de Presidente Errázuriz/ dos nueve cero uno./ Al techo del lugar sigue amarrada,/ balanceando a mi abuelo”. Pero los poemas que siguen demuestran a un autor que sabe manejar a su beneficio la sintaxis y las imágenes, pintadas con la dosis justa de recuerdos, sentimientos y observaciones de lo interior y lo exterior. “Terminales comunes”, quizás uno de los puntos más altos del volumen así lo confirma: “Sólo la vuelta de otras niñas en bicicleta/ da origen a la plaza en donde puedo escribirte.// Los círculos concéntricos del cielo/ trazan decenas de gaviotas// mientras tu mano se esculpe a sí misma/ (vuelos de águila sobre el tocador).// Estos retoques a la piel del mar/ hacen de los pelícanos cucharas/ en las pestañas del océano.// El agua es tu perfil,/ oculto por la niebla de los puertos/ girando en bicicleta”. Winter entrega una poesía de interesantes cualidades estilísticas y de lenguaje, a la vez que demuestra la habilidad de crear imágenes que apariencia pueden ser confusas, pero que realmente poseen una capacidad sugestiva, y que, por decir poco, demuestran un talento del autor de conjugar con sutileza el impulso poético (usualmente caótico y desbocado en personas de la edad del autor) y lo sucinto de un lenguaje, tenue, pero desafiante, que no es difícil porque sí, ni por apariencias, sino por bagaje, por carga interior del autor.Winter despliega en este libro una suerte de poesía “neolárica”, siguiendo en cierta medida la línea de Jorge Teillier; sin embargo, en Winter es Santiago y no Lautaro la cuna de los recuerdos, con todo lo que ello conlleva. Memorias de infancia, fiestas adolescentes y pinceladas del paisaje urbano son las estaciones del viaje que recorren las naves de Enrique Winter, naves que zarpan y atraviesan un itinerario estilizado (el autor prodiga aliteraciones y algunas otras destrezas formales) con imágenes delicadas y poesía breve, pero cargada de significados, referencias y anclajes con el pasado y las vivencias del autor y la interacción con el paisaje urbano.

Alejandra Sofía González Celis
“La enfermedad del dolor”
Ediciones del Temple, Santiago, 2003, 91 págs.

Enrique Winter
“Atar las naves”
Ediciones del Temple, Santiago, 2003, 88 págs.

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