jueves, 10 de noviembre de 2005

Demonio conocido




La lectura del libro Demonio de la nada (RIL, 2005) del poeta nacional Andrés Morales (Santiago, 1962) deja claras unas cuantas cosas. La primera y más evidente es la labor celosa de este poeta y profesor universitario, que se las ha arreglado para ofrecer al público lector nuevos volúmenes de poemas con cierta regularidad. Por lo mismo desde 1982, año en que aparece su libro Por ínsulas extrañas, Morales ha nutrido el mercado editorial con su poesía, amén de los provechosos trabajos ensayísticos que ha realizado -donde destacan Altazor de puño y letra (1999) y De palabra y obra (2003)-. También ha descollado por su labor como antologador, donde la impecable Anguitología es una de sus piezas más notables, además de la labor que ha emprendido en dar a conocer la poesía croata, dada la ligazón del poeta con ese país balcánico.Otro rasgo que se jalona con la lectura de este libro, y también de los anteriores del autor, es que ha mantenido un estilo imperturbable durante décadas. Respetuosísimo del ritmo, los libros de Morales están bañados en una mirada permanente y recurrente a tradiciones más señeras de la poesía en lengua castellana, especialmente a la poesía española y con preferencia a la Generación del 27 (lo que se puede comprobar no solamente en la lectura de la obra del autor, sino también quienes han asistido a sus clases pueden darse cuenta de esta deuda). Sin ir más lejos, Demonio de la nada, está antecedido por versos del poeta español Emilio Prados, de los cuales rescata uno para titular su última entrega. Lorca tampoco se queda afuera, y dentro del volumen un poema está dedicado a Federico.Morales es un poeta aplicado, cuidadoso de la métrica, consciente de que su escritura debe llevar un paso constante y seguro, al tiempo que el poema se construye de piezas uniformes que deben ser ubicadas con precisión. “Andrés Morales se instala en lo sonoro de un ritmo perfecto”, escribió Juan Cameron. A un mismo ritmo fluye la poesía de temas recurrentes, y que además son los grandes temas en los cuales Morales ha circundado. Ya sea la muerte, la reflexión acerca del tiempo y la memoria (como lo atestiguan sus últimos libros Réquiem (2001) y Memoria Muerta), Andrés Morales se desplaza con elegancia, cadenciosamente, sin agresividad, por temas de grueso calibre. Como nota aparte, la segunda parte del libro, titulada “Cinco cuerpos del pecado” está basada en cinco fotografías de Cora Requena. Quizás lo ideal habría sido que hayan estado contrastadas con los textos que las inspiraron, y que, como se anuncia, fueron escritos específicamente para esas imágenes.Demonio de la nada da la impresión de ser una continuación de Memoria Muerta, libro editado por LOM hace un par de años. La memoria y las vivencias del autor también juegan un papel importante en este volumen, y que denotan un cambio escritural, que desde su libro Réquiem alargó su aliento, y se alejó de una poesía de singular belleza que roza el haiku y que está agrupada en la antología que la Universidad Diego Portales le editó el 2001 (quizás su mejor libro). Esto no significa que la poesía de Andrés Morales haya perdido calidad por este cambio, por el contrario, Morales se aferra a un estilo y da cuenta de una consecuencia, que mal mirada se consideraría repetición, sonsonete, o fórmula gastada, pero que, vista a la luz de una trayectoria y las credenciales del autor, podemos consignar como oficio, como estilo, como fidelidad a una tradición poética.Demonio de la nada es una nueva estación en la periódica labor poética de Andrés Morales, una labor que al tiempo que ha demostrado una regularidad, también ha mostrado capacidad de mutar, sin traicionar rasgos que la han hecho característica (como la cuestión del ritmo, algo en apariencia intransable para el autor), quizás sea esta estación un antecedente de otro cambio, una nueva variación de un ritmo constante y seguro con el que Andrés Morales ha ilustrado la poesía chilena.


Andrés Morales
“Demonio de la nada”
RIL, Santiago, 2005, 81 págs.

martes, 2 de agosto de 2005

Un muerto maravilloso





Hoy Jorge Teillier (Lautaro, 1935, Viña del Mar, 1996) tendría 70 años. Los mismos 70 años que nos separan de la muerte misteriosa y trágica de Carlos Gardel. Miembro sobresaliente de una de las generaciones poéticas más sólidas de la historia de nuestra literatura –la Generación del 50-, compartió filas en este selectísimo grupo de creadores, con nombres tan descollantes como Enrique Lihn, Armando Uribe, David Rosenmann Taub, Jorge Cáceres, Carlos de Rokha, Miguel Arreche, Efraín Barquero, y muchos otros grandes. Detallar el currículum de Jorge Teillier es algo fútil, pero valga la mención anterior a la Generación del 50, quizás la última camada consistente y armónica que se pueda recordar en nuestra poesía, y, huelga señalarlo, inalcanzablemente superior a nuestra producción poética actual.No vamos a venir a señalar aquí el peso específico que tiene Teillier en la poesía chilena, ni cuánto sigue marcando los caminos de los versificadores contemporáneos (botón de muestra: Bernardo Colipán), ni tampoco despotricar ni rasgar vestiduras ante la negligencia imperdonable de las autoridades de turno que no le concedieron jamás el Premio Nacional de Literatura, ni tampoco nos vamos a deshacer en explicaciones algo siúticas respecto de que es lo “lárico” y lo lindo y maravilloso que es.Sí es de suyo contingente referirse a los esfuerzos que hacen las editoriales por refrescar y darle una cara nueva a las obras de estos poetas. Quien escribe ya se refirió con anterioridad a la labor que hacen las ediciones de la Universidad Diego Portales con la obra de Enrique Lihn. Y en este caso Editorial Universitaria se despacha otra importante publicación con el libro “Muertes y Maravillas”, originalmente editado en 1971. Ya antes esta casa editora había reflotado libros como “Lo soñé o fue verdad” y “Para ángeles y gorriones”. “Muertes y maravillas” es quizás uno de los libros más importantes de Teillier. Al menos incluye dentro de sus páginas textos emblemáticos que lo retratan de pies a cabeza, poemas que son sus claves, su visión del mundo y de la poesía. Ejemplo palmario de esto son poemas como la “Crónica del forastero”, o el notable prólogo/arte poética que es “Sobre el mundo donde verdaderamente habito”. Algunas frases lúcidas y decidoras: “La poesía es la universalidad, que fundamentalmente se obtiene por la imagen (...) A su debido tiempo, me parece que todo poeta en esta sociedad se suele considerar un sobreviviente de una perdida edad, un ente arcaico (...) El poeta es un ser marginal, pero de esa marginalidad y de ese desplazamiento puede nacer su fuerza: la de transformar la poesía en experiencia vital, y acceder a otro mundo, más allá del mundo asqueante donde se vive. (...) El poeta es el guardián del mito y de la imagen hasta que lleguen tiempos mejores (...) la poesía es la lucha contra nuestro enemigo el tiempo, y un intento de integrarse a la muerte”. Pensamientos perspicaces y atinados de uno de nuestros poetas más atinados. Entonces, y yéndose un poco por la tangente con las dispensas correspondientes, este libro y todas las reediciones que se hacen en nuestro país (que podrían ser más), son un aparejo cardinal, los utensilios infaltables que han de ser utilizados en la infaltable, esencial y cardinal tarea que es acercar la poesía a la gente, más que con golpes de efecto, más que con voladores de luces, más que con carnavales culturales muy carnavalescos y muy poco culturales, más que con inyecciones inciertas de dinero incierto a fondos inciertos, en vez de medidas efectivas, como rebajar impuestos a los libros. Porque saltimbanquis, payasos y batucadas más, pero lo libros siguen costando una fortuna. Ciertas editoriales están dando en el clavo, y qué mejor martillo que Jorge Teillier como para evidenciarlo. Pero queda tanto clavo chueco...


Jorge Teillier
“Muertes y maravillas”
Editorial Universitaria, Santiago, 2005, 157 págs.

martes, 12 de julio de 2005

Permaneciendo de pie en esta vida

Dentro de ese equívoco canon de medidas de buena conducta que se da en llamar lo “políticamente correcto” se encuentra aquella dedicada hacia nuestros pueblos originarios. Nada puede ser peor visto hoy que aportillar a quienes pertenecen a pueblos nativos. Se pecaría de algo casi imperdonable en nuestra sociedad. Es un faux pas del cual es muy poco probable redimirse. Si bien esta medida puede hacerse extensiva a la literatura (ya se hizo extensiva a la política, como buena medida para ganar prosélitos), la realidad nos muestra que no es así. Sin embargo, en este caso debería hablarse de lo “poéticamente correcto”, pues las cuestiones de raza no tienen ningún tipo de influencia cuando lo que se intenta es descubrir la buena poesía. Los poetas mapuches se han tenido que dar a conocer por sus propios medios y en su propia tierra. Son ellos los que generan sus propios espacios de expresión, y con particular fuerza y cohesión; no son pocas las antologías poéticas sureñas que se editan en diversas ciudades más allá de la Frontera. Da la impresión de que generan una suerte de hermandad. Por lo menos han logrado introducir ciertos cambios, como por ejemplo el haber despertado a algunas letras medio dormidas de nuestro alfabeto, como la “w” y la “k”.Con todo, dentro de los cánones de la poesía chilena actual, esta hermandad ha tenido pocos poetas reconocidos. Pruebas al canto, en la famosa y requetemanoseada antología “Cantares” de Raúl Zurita, solamente un poeta “autóctono” fue consignado en la dispar selección, es el caso de Juan Paulo Wirimilla. Otros más célebres como Elicura Chihuailaf o Jaime Luis Heunún (que sí fue consignado en el número 9 de esta revista) brillan por su lamentable ausencia.Un compañero de andanzas del autor de “Puerto Trakl” es Bernardo Colipán (Rahue, 1966, aunque LOM lo haya hecho nacer un año más tarde en la solapa del libro), una de las voces más potentes de la poesía mapuche –huilliche, en estricto rigor-, actual. “Arco de interrogaciones” (LOM, 2005) es una de las primeras aventuras editoriales que este profesor, antólogo y poeta emprende en solitario. Antes ya había publicado “Pulotre, Testimonios de vida de una comunidad huilliche. 1900-1950” (Editorial Universidad de Santiago, 1999). Al revisar las páginas de “Arco de interrogaciones” surgen inmediatamente algunos rasgos bien poco disimulados en estos versos. La ligazón con Jorge Teillier es evidente. Esto resalta especialmente en poemas como “Para todos tiene el silencio un gesto”, notoriamente tributario de los poemas “Sentado frente al fuego” (del libro “Para Ángeles y Gorriones”, 1956) y “En la secreta casa de la noche” (del libro “Poemas del País de Nunca Jamás, 1963). O bien en el poema de Colipán “Difícil como el de Sechuán es el camino a Panguimapu” (la palabra Sechuán aparece tildada en el título, pero no en el texto del poema. Inexplicable), donde “el hermano muerto” campea casi igualito a como lo hace en “Un desconocido silba en el bosque”. No es que digamos que Colipán le copia a Teillier, para nada. Lo que sucede es que el poeta huilliche de Rahue ha heredado los mismos pinceles, las mismas brochas y pinceles que los que utilizó magistralmente el poeta lautarino. Su técnica aún evoca una presencia grande del maestro, evoca el estado en que aún el pupilo no ha podido superar al maestro, evoca un parricidio literario que seguramente ha de venir.Ahora, esta afiliación a Teillier trae sus ventajas. Colipán evoca en sus poemas la nostalgia que evoca el autor de “Muertes y maravillas”, crea ese mismo ambiente, con lluvia, cerezos, mapuches, retenes de carabineros, simpleza campestre. Bernardo Colipán maneja esos mismos elementos, la imagen campesina, húmeda, familiar (no quiero llegar a usar la palabreja “lárica”). Teillier y Colipán han crecido en mundos similares (no creo que difieran mucho entre sí, Rahue y Lautaro), estas cosmogonías los han forjado a ambos, y en ambos han dejado profundas huellas, tanto así que han dominado su palabra poética. Al menos así fue en Teillier, en Colipán esto se verá con el tiempo, pero todo indica que seguirá en esa senda.Colipán pone en evidencia todos sus orígenes. Es una apuesta arriesgada, saca a la luz todo su mundo, lo expone a que gentes de cualquier especie emitan cualquier tipo de comentarios sobre él (tal como está sucediendo en estas líneas). Con todo, el autor entrega momentos felices en su texto, versos acertados, cargados de la profunda –y no siempre armónica- amalgama entre el mundo indígena y el hombre blanco que llega a interrumpirlo todo. De ese sincretismo Colipán (y la mayoría de nuestros poetas autóctonos) es heredero, condición que ha sido convertida acertadamente en verso. En ese sentido, la apuesta de Colipán queda bien dibujada en sus propias palabras, en “El áspero sueño del cronista”: “Aunque estas palabras/ no tengan ningún sentido/ ni oculten alguna clave de lectura/ o refieran solamente a sí mismas/ o aunque simplemente/ yo las callase, las escribo/ suponiendo que sin ellas/ habría sido imposible/ permanecer/ de pie en esta vida”. Elocuentemente Colipán nos dice en su poesía, de qué va su poesía, una poesía que remite a la historia, a las tradiciones, a las creencias, mediante imágenes que están cargadas del entusiasmo, de la emoción. Pinceladas precisas, imágenes marinadas en añoranza, en vida que es una estación de espera de lo venidero, “En casa de Isidora Marimán sorprendimos a Dios/ llorando dentro de una semilla”, “la muerte es un accidente, lo demás no tiene importancia”, “El silencio,/ tu sabes/ es un rostro semejante a un espejo olvidado.”. Es todo esto, y, por momentos la justa mixtura del mundo ajeno a todo esta cultura, mundo donde pueden penetrar los personal estéreo, CD’s, la Coca-Cola, Leo Dan y Michael Jackson. Algo que habría sido deseable en este libro es la inclusión de un glosario, o al menos alguna nota a pie de página (las que hay son insuficientes), pues bastantes son las palabras propias del idioma mapuche que se usan en el libro, pero de las cuales los winkas no tenemos mayor noción. Discriminación al revés, quizás.Bernardo Colipán ha dado un buen paso con este libro. Un paso seguro para darse a conocer en el universo poético que aún no le da el reconocimiento que merece. En ediciones futuras veremos qué pasos –o qué nuevas interrogaciones-, sigue dando Colipán, pasos que hasta ahora lo han sindicado como una de las voces representativas (en el sentido extenso de la palabra) de la cultura huilliche y su poesía.

Bernardo Colipán
“Arco de interrogaciones”
LOM, Santiago, 2005, 115 págs.

viernes, 1 de julio de 2005

La exaltación de un cansancio profundo o la lucidez de Enrique Lihn

Es la opinión de este crítico que las editoriales chilenas debieran dedicar una buena parte de sus esfuerzos en reeditar los grandes libros de poesía que han surgido en Chile. Es una realidad que al menos esa intención existe, como se ve en algunos proyectos (lamentablemente no todos) de muchos de los postulantes que recientemente fueron favorecidos con dineros del Gobierno. Y esto, más que por la siempre necesaria labor de recuperación, de renovación y memoria de nuestros grandes artistas, por el simple y poco auspicioso motivo de que bien poco se los considera a la hora de editar libros, especialmente de poesía.Por todo lo anterior, el libro “La pieza oscura”, de Enrique Lihn (Ediciones U. Diego Portales, 2005) es un acierto. Por descontado damos el hecho de que es un acierto por la calidad del autor del libro. Lihn era para Roberto Bolaño uno de los poetas más lúcidos de la poesía nacional, y ciertamente que, tanto por la acostumbrada precisión de los dichos del autor de “Los detectives salvajes”, así como por la incuestionable excelencia de la poesía de Lihn, quien escribe está plenamente de acuerdo con lo antedicho.En este sentido, esta nueva entrega de la bisoña pero vigorosa editorial de la U. Diego Portales es un aporte, que viene a continuar las buenas ediciones de los “Poemas del otro” de Juan Luis Martínez, “Lear, rey & mendigo” de Nicanor Parra, y “El Paseo Ahumada”, del propio Lihn. En otro plano, es también interesante el rescate en cuanto imágenes del poeta, como se ve en las portadas de los libros. En el caso específico de este libro, obra del fotógrafo Álvaro Hoppe. En el renovado prólogo del libro, a cargo del poeta Kurt Folch, quedan retratadas dos cosas; la primera de ellas es que la necesidad de rescate existe, pues este libro de Lihn (como pasa con muchos grandes poetas nuestros) causó escasa repercusión en su momento; la segunda de ellas es que este rescate se produce en nuestros días, con los poetas jóvenes, que son fieles avales de que Enrique Lihn y Nicanor Parra siguen siendo las figuras más influyentes y admiradas por los las nuevas camadas poéticas actuales, a la vez que son ellos, Parra y Lihn, dos de los más importantes poetas de la lengua castellana en la segunda mitad del siglo pasado. Folch señala en el prólogo: “Un lector, un buen lector, debe poner atención a Lihn: le conviene”. Bueno, le conviene, claro, pero ahora pasa algo mejor: puede hacerlo. Volviendo al tema de la lucidez lihneana, -ya repasando las páginas de “La pieza oscura”-, podemos constatar que Lihn como nadie ha comprendido profundamente la labor del poeta y todas sus aristas. Por lo mismo, creo que si hubiera que señalar a alguien capacitado para decodificar ese misterio que fue el silencio de Rimbaud (polémica prostituida y manoseada como pocas, e incomprendida como pocas) ese sería Enrique Lihn. Sin ir más lejos, Lihn “envidió el no a ese ejercicio”. Pero el avanzado entendimiento de Lihn se ve en este libro en poemas como “Elegía a Carlos de Rokha” (otra asignatura pendiente en el departamento de rescates poéticos), se refiere a la poesía como “la exaltación de un cansancio profundo,/ sólo una rabia negra que tiende a confundirse/ con la oscuridad”. Lihn deja claro que sabe, y en este caso, que también comprende a Carlos de Rokha y su existencia, labor tan difícil de emprender como comprender a la poesía misma.Quizás una labor aún más encomiable sería, en vez de entregarnos a Lihn por partes, editar sus necesarias obras completas. Por lo menos ha quedado demostrado en que en las ediciones de la UDP capacidad hay. Quizás eso sería pedir demasiado, pero, por lo pronto, vamos bien.

Enrique Lihn
“La pieza oscura”
Ediciones U. Diego Portales, Santiago, 2005, 67 págs.

jueves, 30 de junio de 2005

Donde van a soñar los artistas

A 120 años de la construcción de este hotel neoyorquino, éste ya puede jactarse de una reputación no poco interesante: el ser el alojamiento y fuente de inspiración de decenas de poetas, escritores y artistas, desde Dylan Thomas hasta Andy Warhol, pasando por Mark Twain y Vladimir Nabokov.

Desde 1884, la fachada y los 10 oscuros pisos de ladrillo y balcones de hierro del Hotel Chelsea señorean la esquina de la calle 23 con 222 West. Si bien hoy ha dado paso a otros rubros, como una discoteque rave, antes tuvo uno de no poco esplendor, el ser el alojamiento de las figuras más prominentes del arte norteamericano. Es probable que haya sido el hotel que más escritores y artistas ha alojado en el mundo, como piensa el escritor brasileño Rubem Fonseca. Originalmente fue construido para ser un edificio de departamentos de lujo, de hecho ahí se vieron los primeros duplex y penthouses de Nueva York, transformándose en hotel definitivamente en 1905, luego de que no resultara el negocio habitacional; antes de esta época, el Chelsea estaba ubicado en el centro del distrito teatral de Nueva York.
Si bien este hotel se empapó febrilmente de los 15 minutos de fama que le prodigó la invasión que hizo Andy Warhol y su caterva de artistas (entre los que estaban incluidos Lou Reed y Velvet Underground), desde antes su celebridad residía en ser el lugar donde iban a parar personalidades literarias, que para el ojo común norteamericano de ese entonces, pasaban por seres extraños, diletantes y desadaptados.
El primero que figura en la larga lista de huéspedes del Chelsea está Mark Twain, quien vivió en el hotel, al igual que Tenessee Williams y Eugen O’Neill. Pero también estaban los que iban y venían como el poeta galés Dylan Thomas o el escritor Brendan Behan. En los años 20, Edgar Lee Masters, autor de la célebre Antología de Spoon River se mudó al hotel y residió y escribió en él por más de dos décadas, destacando sus escritos biográficos y su autobriografía, Across Spoon River.
Si bien el Chelsea nunca llegó a funcionar oficialmente como maternidad, sí se dieron a luz entre sus paredes muchas cosas importantes. Muchos libros fueron incubados en las habitaciones de este refugio. Esto se dio particularmente después de la Gran Depresión, pues el hotel fue arrendado a la marina mercante, y la Segunda Guerra Mundial, que despobló el hotel de marinos, y lo llenó nuevamente de escritores.
Thomas Wolfe terminó de ensamblar su novela autobiográfica de 1940, You can’t go home again, luego de la no poco tortuosa labor de estudiar y ordenar los muchos montones de hojas que atestaban su habitación. Había llegado al Chelsea a fines de los años treinta, luego de haber vivido en el hotel Albert, su primera residencia neoyorquina, luego de emigrar de Harvard. Allí escribió Of time and the river, historia que cuenta los pasos de un joven que abandona su casa, para estudiar en una universidad lejos, deseando convertirse en escritor.
Muchas de las legendarias y temidas borracheras de Dylan Thomas ocurrieron en el bar del Chelsea, que por lo regular estaba repleto de escritores y artistas, de todas índoles y calidades. Las palabrotas del galés solían llenar el ambiente, mientras tomaba, al mismo tiempo cerveza y whisky. Un día de noviembre de 1953, mientras redactaba el guión de una obra de Igor Stravinsky, su ebriedad le pasó la cuenta definitiva, luego de romper su propia marca tomándose 18 vasos de whisky. El 9 de ese mes falleció en el hospital Saint Vincent, luego de haber sido recogido desde el hotel Chelsea.
En 1951, armado con su personalísima máquina de escribir y una buena dosis de benzedrina, Jack Kerouac creó uno de los primeros borradores de lo que luego sería En el camino. Kerouac no sería el único beatnick en transitar por el Chelsea, Gregory Corso y Allen Ginsberg también vivieron allí. William Borroughs finiquitó en el Chelsea El almuerzo desnudo, y Arthur C. Clarke creó la aventura espacial, que luego traspasaría al celuloide Stanley Kubrick, 2001: Odisea del Espacio. Arthur Miller se cansó de vestirse cuello y corbata para ir a buscar su correo al hotel Plaza, luego se uniría a la lista de alojados del Chelsea, más relajado e informal. El mismo Miller describió de cuerpo entero el ambiente del hotel: “El Chelsea no era parte de América, no tenía aspiradoras, ni reglas, ni gusto, ni vergüenza. Era una fiesta de nunca acabar”.


Locura total


Como muchas cosas en los años sesenta, el hotel Chelsea también experimentó los vaivenes de los años del hippismo, la revolución de las flores, las drogas y el amor libre. El Chelsea ya se había ganado la fama de ser “la meca de la contracultura”. Quien fue el principal causante de esta “sacada de zapatos” fue Andy Warhol, quien solía quedarse en el Chelsea, pero no solo, sino abundantemente acompañado de ese largo y desigual séquito de pupilos y protegidos que el padre del pop art lanzó a la fama. De Warhol es precisamente el filme Chelsea girls, que pretende ser un homenaje al recinto, con la participación medular de sus pupilos Edie Sedgwick y Candy Darling, y protagonizada por la cantante Nico. El poeta y cantante folk Leonard Cohen fue uno de los protagonistas de las juergas desenfrenadas del Chelsea de los sesenta. Cohen recuerda que “allí hubo mucho sexo, mucha droga, amor y un estupendo restaurante español en la esquina. Aparentemente fue algo divertido, pero en el fondo hubo muchas historias negras y tristes”.
Si antes beatnicks y outsiders llenaban las 250 habitaciones del neoyorquino hospedaje, ahora su lugar era ocupado por hippies y estrellas de rock. Los Twains, Kerouacs, los Edgar Lee Masters fueron reemplazados por las Janis Joplins, Jimi Hendrixs y Frank Zappas. De un Dylan se pasó al otro, Thomas le dejó la pieza a Bob. El clima se hizo mucho menos apacible en el hotel. Las peleas amorosas, discusiones y excesos de las estrellas llegaron a rematar incluso con supuestos asesinatos, como el que habría perpetrado el músico punk Sid Vicious a su novia Nancy Spungen. La vida bohemia y artística que se vive en este hotel fue revivida por la película Chelsea walls (2001), dirigida por Ethan Hawke, en la que los nuevos artistas, encarnados por Kris Kristofferson y Uma Thurman tratan de buscar la inspiración que iluminó a sus antecesores de carne y hueso.
Toda la fama del Chelsea, insuflada exclusivamente por sus huéspedes, originarios de los cinco continentes, quedó consignada en los libros de registro del hotel. Entre los ulustres extranjeros que pasaron por el Chelsea un día se cuenta Jean Pual Sartre y Simone De Beauvoir, Frida Kahlo y Diego Rivera, y Edith Piaf. Estos registros dan la razón a Fonseca, acerca de ser el Chelsea el indiscutido rincón de los artistas, escritores, poetas y rockeros que buscaron en sus habitaciones tesoros tan disímiles como la inspiración necesaria para escribir los renglones más notables de la literatura moderna, o una pequeña y efímera degustación del glamour seductor de un hotel que es desde hace años una auténtica leyenda.

*Publicado originalmente en Revista de Libros de El Mercurio, N° 795, 30 de julio de 2004

Cántamela despacito

Cuenta la leyenda que Sergio Coddou (Santiago, 1973) estaba algo reticente a poner en un libro los poemas que venía atesorando desde hace más de una década, y que fueron los poetas Alejandro Zambra y Andrés Andwandter quienes animaron a Coddou para que “Lyrics” (Ediciones Rottweiler, 2005) viera definitivamente la luz. En todo caso, Coddou no aparece como las callampas después de la lluvia en el escenario literario nacional. No pocos artículos en prensa (incluida nuestra revista) y, también muy importante, su mención honrosa en la última versión de “Santiago en 100 palabras” avalan un desenlace que aparentemente se caía de maduro, y que con la materialización en “Lyrics” se confirma satisfactoriamente. Esta opera prima de Coddou no es como otros libros inaugurales, es decir, conjuntos algo antojadizos, armados arbitrariamente, con más furor que madurez. Sergio Coddou tenía estos versos en barbecho, y se nota. Una buena lección para muchos jóvenes poetas que se los comen las ansias de publicar, especialmente cuando miran al lado, y aparecen muchos precoces que ya sacaron su producto de las imprentas. A la larga, la paciencia paga.Cabe también hacer mención a Ediciones Rottweiler (Alejandro Zambra & Andrés Andwandter), que con este volumen hace su primera aparición pública. Si bien se puede pecar de un optimismo que roza la inocencia al creer que un nuevo sello de poesía perdurará y crecerá, dado el harto conocido y difícil escenario de las editoriales de poesía, es de todo mérito este primer (y ojalá no último) libro de Rottweiler, una edición bien presentada, correctamente diagramado y agradablemente diseñado, virtualmente sin erratas; todo un ejemplo para unas cuantas ediciones que se hacen más bien “al tres y al cuatro”, y cuyos productos finales dejan que desear. Habrá pocos recursos, pero eso no es excusa para hacer las cosas mal, y eso la gente de Rottweiler lo ha entendido.Volvamos a Coddou. El autor nos pone en un escenario manifiesto: el recorrido de vida, sazonado éste por la poesía y la música. Desde los años tiernos en que Coddou y compañía le sacaban sonido a “tarros de pintura, sillas secuestradas de la cocina, y guitarras de tenis”, hasta ahora, en que encontramos a un autor que ha logrado armar un conjunto armónico, con un verso recio, de un autor inteligente, que es capaz de entregar imágenes interesantes, transportarnos a la niñez, y darnos el paseo del adolescente que crece escuchando música, con el inseparable cigarrillo, y termina leyendo poesía. El conjunto es variopinto, a modo de cancionero, si se quiere, donde cada uno de los tracks tiene el particular vigor, ese vigor rockero que también pega en otros poetas de la misma generación de Coddou.Como en todo proceso de crecimiento, el autor denota la permeabilidad ante las influencias externas. Parra (salpimentado con Lihn) se nota claramente, “para que esto no termine en pelea/ hay que acudir a su eminencia,/ el papa negro que nos regaló este invierno”. Algo de Huidobro, “el río automático/ el rito neumático/ el gesto reumático/ el canto traumático (...)”. Rastros de haikú, como en el poema “Mirlo”, entre otros, que van entrelazándose a las referencias “músico-vivenciales”, generando un mosaico que retrata el coming of age de este poeta.A punta de fuerza, precisión en la mezcla “poesía-rock”, Sergio Coddou saca la voz. A este paso, de seguro la audiencia (especialmente la interna propia del poeta) le pedirá el bis.

Sergio Coddou
“Lyrics”
Ediciones Rottweiler, Santiago, 2005, 93 págs.

Jorge Cáceres ya no es azar

“Una vez el azar se llamó Jorge Cáceres/ y erró veinticinco años por la tierra,/ tuvo dos ojos lúcidos y una oscura mirada,/ y dos veloces pies, y una sabiduría,/ pero anduvo lejos, tan libremente lejos/ que nadie vio su rostro.”, así retrata Gonzalo Rojas a su compañero de andanzas mandragóricas, Luis Sergio Cáceres Toro (1923-1949), mejor conocido en las letras chilenas como Jorge. Y como bien señala el autor de “Contra la muerte”, anduvo lejos y pocos pudieron apreciar realmente su rostro, su genialidad, su misterio.Por estas, y por muchas otras razones, el libro “Cáceres. El mediodía eterno y la tira de pruebas. Obra Completa” (Cuarto Propio, 2005), obra del historiador Luis de Mussy, viene a llenar un vacío, de esos que abundan en nuestra cultura nacional, esos que son no otra cosa que el simple desconocimiento de quienes algunas vez de nombre escuchamos, o cuyas leyendas, alimentadas más de morbo o espectacularidad que de realidad, nos nublan la visión y no nos dejan fijar la mirada en lo importante, en este caso, la obra no solamente literaria de Cáceres, sino también su paso más que destacable por la danza y la plástica. Así lo supieron ver y valorar en la cuna de la cultura mundial en las primeras décadas del siglo XX, París, lugar donde Cáceres impresionó, tal como lo hizo acá a Gómez-Correa/Cid/Arenas, al paladín surrealista André Breton.La edición que ha realizado la Editorial Cuarto Propio es una edición de lujo. La ocasión no merecía menos. En un gran formato (casi seiscientas páginas en un tomo tamaño “guía telefónica”), nos da cuenta del escaso cuarto de siglo que vivió Jorge Cáceres, años que, empero, bastaron y sobraron para maravillar a quienes lo conocieron, tanto en Chile como en Europa. La completa revisión que hace Luis de Mussy de la vida de Cáceres permite una tarea que es muy necesaria en nuestra literatura, el derribar los personajes de leyenda (o como trilladamente se dice, “poetas malditos”), e instaurar a la persona. Es una labor que es complicada de emprender, pero que la reclaman a gritos otros artistas nacionales; botón de muestra, Carlos de Rokha.El libro revisa la vida del “delfín” de la Mandrágora, que, a los 15 años ya había maravillado a sus colegas surrealistas chilenos, con una gran dosis de genio, en este caso multidimensional, pues Cáceres, además de poeta y artista plástico, fue crítico de jazz, bailarín, fundador del Ballet Nacional. Con un nutrido archivo fotográfico y pictórico, enriquecido por una investigación profunda (que incluye un epistolario, referencias críticas, y artículos relacionados), que revela un esfuerzo importante, y que da como resultado la creación y el descubrimiento, más que el rescate, de un artista casi inédito en la historia de la cultura chilena, de los que no solamente sobresalen por su calidad artística, sino también por la ética insobornable del artista genuino, de aquellos, como bien señala la filósofa española María Zambrano, que entregan no otra cosa que toda su vida, sin reservas y siempre con lucidez.Antes de este libro, y volviendo a los versos de Gonzalo Rojas, Jorge Cáceres no era más que azar, leyenda, poeta algo maldito, que murió de una forma misteriosa (hecho último que es caldo de cultivo inmejorable para hacer nacer la fantasía), luego de esto, en la historia cultural reciente, hay una persona claramente inidentificable, y con logros y obras sorprendentes. Luis de Mussy en el prólogo de este libro se señala una cantidad de metas, de objetivos, los que, tras la lectura de este volumen, podemos establecer que se cumplen a cabalidad. A saber (y parafraseando al propio recopilador), poner el trabajo de Cáceres al alcance del observador, reconocer el valor de la figura de Cáceres, dar a conocer lo que publicó, y, lo más importante, “recuperar todas las dimensiones de la trayectoria y la vida de este artista chileno” y así, derribar mitos. Los cuatro años que ha durado esta investigación han rendido buenos frutos.No obstante hay que mencionar un par de pifias, que extrañan en esta obra de gran calado, una de ellas es la “españolización” del poeta mexicano Amado Nervo, y la otra es la mención de un “M. Hokkenheimer”, como intelectual emigrado a Estados Unidos. Creemos que Luis de Mussy se refiere a Max Horkheimer (1895-1973), sociólogo y filósofo alemán, miembro de la Escuela de Frankfurt (más famosa por Adorno y Benjamin). Si bien estas fallas algo garrafales existen, no empañan el libro en su conjunto, uno de los buenos y notables sucesos editoriales de lo que va corrido de 2005, al mismo tiempo que es un ejemplo a seguir, a imitar, pues es extremadamente necesario que rescates como este se sigan produciendo, para sacar del fango del desconocimiento a muchos creadores chilenos. Luis de Mussy ha señalado el camino, vale la pena seguirlo, y es de esperar que muchos así lo hagan.

Luis G. de Mussy R.
“Cáceres. El mediodía eterno y la tira de pruebas. Obra Completa”
Editorial Cuarto Propio, 2005, 589 págs.

Wacquez se pasa

La última chupada del mate en cuanto a cultos literarios se llama Mauricio Wacquez. Con esto dejamos descansar un poquito a Roberto Bolaño, que ya ha de estar bastante harto con sus adoradores –los fieles de siempre, como los aparecidos, que nunca faltan, y que solamente después de la victoria son generales-. Tal como el autor de “2666”, Wacquez, profesor de filosofía de profesión, pasó los últimos años de su vida en un pueblito español, yendo exclusivamente de escritor por la vida; otro apostador valiente, qué casualidad. La revitalización del hasta hace poco desconocido Wacquez está viniendo desde distintos frentes, tanto editoriales universitarias, así como las “establecidas”, se han encargado de reflotar la escritura de este autor, que ha estado cerca de naufragar, y que, afortunadamente para nuestra poco sólida narrativa, se ha salvado de las tinieblas. Dentro de los salvavidas editoriales figura la Editorial Sudamericana, que ha emprendido la loable empresa de publicar dos novelas de este autor (“Epifanía de una sombra” y “Frente a un hombre armado”) y ha hecho lo propio con “Excesos”, volumen de relatos.Ya nos estamos enterando de rasgos característicos de este colchagüino, traductor de Flaubert y de Kenizé Mourad. Primero su relación con nuestro país desde la distancia, distancia que solamente era en lo geográfico, pues los textos de este libro están datados en lugares peregrinos de la Europa francófona, pero tratan sobre el Chile que Wacquez demostraba nunca haber abandonado del todo. Un desterrado que abandonó en cuerpo, pero siguió residiendo en alma.Así, estos “Excesos” se configuran mediante una base de recuerdo, pero se alargan y se transforman, al tener precisamente es ingrediente: el exceso, entendido en este libro como los apegos obsesivos de los personajes de los cuentos, del amor incompleto, de la dependencia que roza la enfermedad. Ya sea en el expediente del incesto o en la borrosa sexualidad, esos son los límites que no serán traspasados, por los seres desvalidos que pululan en las páginas inteligentes y algo lóbregas del buen Wacquez. “Su cobardía, su seriedad, que más que todo era falta de imaginación, su violencia, los sesenta años que nos separaban, hicieron que todo el amor entre nosotros resultara imposible”, escribe en “Excesos”, botón de muestra del espíritu del libro, relaciones que no llevan a nada, cuyo florecimiento correcto y “sano” es casi inconcebible.Por cierto que hoy, estos “excesos” erizan menos pelos que los que erizó en 1971, fecha original de publicación en volumen. Mal que mal, ya tenemos en el cuerpo a un Pedro Lemebel, y ya está bastante de moda manosear eso de las “escrituras marginales” a la hora de escribir. Pero huelga señalar que Wacquez está por sobre eso que se dan en llamar “cuestiones de género”, y queda más que confirmado que la calidad de la pluma destroza las modas pasajeras.Así, Wacquez nos plantea un texto como “El papá de la Bernardita”, texto que coquetea con la ternura que disfraza el acertado repaso y la reflexión de lo familiar, los apegos, las dependencias, al más puro estilo de Jorge Marchant Lazcano (otro que convendría empezar a leer atentamente, aunque esté vivo, y haya ilustrado la pantalla de TV con sus guiones de telenovelas como “Loca piel”) de “La Beatriz Ovalle”. La adolescente narradora del cuento de Wacquez resume de qué va el valor del volumen, es decir, la mirada corta que narra la inocente superficie y que, precisamente por ser corta, es de poco alcance, dejando el innuendo como valor fundamental, como la profundidad de un mar al que Wacquez nos sugiere sumergirnos, mediante –aunque suene contradictorio- chispazos de oscuridad, que develados sin arte alguno, en el caso particular de este relato, sería similar a un expediente del caso Spiniak.Mauricio Wacquez es otra animita literaria más a la que hay que prenderle velas. Otra tumba más en el mausoleo de la literatura perdida que hay que visitar y ponerle flores. Afortunadamente ya tenemos sus escrituras, su paso por la tierra no está perdido. “La obsequiosidad me sirve para desarmar a la gente”, escribió Wacquez. Ya hay unos cuantos dominados, y de seguro, habrá muchos más.

Mauricio Wacquez
“Excesos”
Editorial Sudamericana, Santiago, 2005, 115 págs.

Tócate otra, Elfriede

Elfriede Jelinek (Austria, 1946) es nuestra última galardonada con el Premio Nobel de Literatura, y desde el mismo instante en que se le comunicó que había sido distinguida con el codiciado galardón empezó con sus lindezas. La primera de ellas es que iba a enviar a un emisario a que le fuera a buscar el diploma (con su jugoso cheque, por supuesto), ya que sufre de una timidez crónica, y siente verdadero horror ante la idea de convertirse en un personaje público. Idea última que suene a contraproducente, cuando la misma Jelinek ha tenido una vida no precisamente reservada. En 1980 se despachó la frase “Austria es un país criminal”, ante la conexión, en ese entonces, del gobierno con el nazismo. Más que timidez, la condición que Jelinek vivió casi desde siempre fue la de ser un ser al margen de la sociedad. Siendo hija de un checo judío, en la Austria de la posguerra, la condición de outsider se aprende o se aprende.“La Pianista” (Random House, 2005) es una novela que se puede leer perfectamente desde una clave autobiográfica. Elfriede Jelinek comparte unas cuantas características con Erika Kohut, la protagonista de esta oscura historia. Jelinek fue una estudiante de música, que estuvo bajo el alero de una madre sobreprotectora, que deseaba para su retoño no otra cosa que la genialidad. El revivir estos recuerdos significó dolor para la Jerlinek, que tuvo que salir de su ostracismo cuando los ojos y oídos del mundo se tornaron hacia el Nobel 2004. Tras los tortuosos estudios musicales, Elfriede Jelinek cambió de giro, e ingresó a la literatura con el expediente de muchos escritores, la poesía. En el intertanto, comenzó un flirteo con los movimientos sociales y estudiantiles, flirteo que se transformó en la adopción definitiva de una forma de vida. Sus obras de teatro y novelas se tiñeron de la pátina social, teniendo como blanco principal el papel de la mujer en la sociedad, y también su condición particular en el matrimonio. En su libro “Deseo” se evidencia esto. La Pianista es menos “heroica” que la novela antedicha, pues Elfriede Jelinek se ha encargado de componer un relato macizo, que fluye con un río de voces, de conciencias, de exámenes incesantes a la sociedad y a sus integrantes. Una constante pasada de rayos X (quizás a la manera de los dispositivos que auscultan el equipaje en los aeropuertos, todo al descubierto). La escena teatral, la secuencia fílmica, encajan en una construcción bien armada, lo que ha causado más de algún quebradero de cabeza, tratando de encasillar a Jelinek en una parcela específica, labor asaz inútil. El resultado de esto es la enfermiza historia de amor (o algo que intenta serlo desesperadamente), entre la frustrada pianista (y por lo tanto profesora) Erika Kohut, con un alumno, la aparente liberación de una vida opresiva, todo por cuenta de la omnipresente madre de Erika. Esta historia fue llevada a la pantalla grande por el director Michael Haneke (película que le dio a Jelinek fama mundial). En este mismo tenor, la historia –particularmente la relación madre-hija-, recuerda irremisiblemente a “Carrie” o bien a “Pink”, el personaje megalómano interpretado por Sir Bob Geldorf, en “The Wall”. La diferencia con este último es que Pink es una suerte de “insensible sexual” (ruego la indulgencia del lector), en cambio la Kohut es puro instinto, voyeurista de tomo y lomo, que da rienda suelta a sus apetitos, que se sacian espiando en los parques a las parejas que fornican, frecuentando peep shows, y cines porno; todo esto cuando se puede escapar de la sombra de la madre. Esta vida de amargura, frustraciones y chatura (matizada por las digresiones musicales que introduce Jelinek) toma un giro decisivo cuando aparece en escena Walter Klemmer, estudiante del Conservatorio donde Erika Kohut enseña. Klemmer se enamora (o al menos, así lo cree) de la Kohut, quien a su vez ve en el pupilo una suerte de “pato de la boda”. Alguien tiene que pagar por este desastre, y para la Kohut, Klemmer será aquel. La relación acaba con sangre, y demás está decirlo, sin ningún ápice de felicidad, satisfacción o siquiera escape genuino de este mundo oscuro y enfermo en el que viven estos personajes, perdedores que no tenían chances de ganar en una carrera decidida de antemano, perdedores que igualmente, danzan al compás de lejanas melodías, de Schubert (“pequeño gordinflón alcohólico), Chopin, Mozart, Beethoven.Elfriede Jelinek, con un detallismo macabro e hábil, logra montar un relato que fluye como un río negro, pestilente, putrefacto, pero a cuya corriente es imposible quitarle los ojos, quizás por el temor y el masoquismo inexplicable de que en las turbias aguas de esta corriente quizás veamos nuestras propias caras.

Elfriede Jelinek
“La Pianista”
Random House Mondadori, Barcelona, 2004, 285 págs.

Más allá de la poesía

Quizás uno de los escritores chilenos más legendarios del momento es el poeta David Rosenmann-Taub (1927), quien ha logrado lo que miles de otras personalidades de la literatura nacional ni siquiera vislumbran, ni tampoco les interesa: el hacer ruido única y exclusivamente por su obra. El “altoparlante” de este poético ruido ha sido la editorial LOM, que editó “País más allá” (2004), cuarta entrega de la poesía de Rosenmann-Taub, luego de “Cortejo y Epinicio” (2002), “El Mensajero” (2003) y “El Cielo en la Fuente/La Mañana Eterna” (2004). Ya de antes este autor había construido su mito, que además del ingrediente poético, incluye la casi increíble y muy envidiable beca de la que goza desde 1976, otorgada por la Oriental Studies Foundation, que, en palabras simples, le paga por escribir poesía y dictar unas cuantas conferencias al año, qué mejor. Lo anterior, y las referencias indirectas de terceros, como su gran amigo, Armando Uribe, que no ha dudado en calificarlo, con vehemencia, como el “poeta vivo más importante y profundo de toda la lengua castellana”.Y para hacer todavía más sorprendente el mito, Rosenmann-Taub realmente escribe una poesía totalmente distinta a cualquier cosa que veamos en nuestras librerías. Muy mal leída, la poesía de Rosenmann-Taub daría la impresión de ser hermética, “escrita en complicado”, con palabras obsoletas y anacrónicas, con poemas casi epigramáticos. Pero eso es desde una óptica pobre y deplorable. De más está decir que la realidad nos entrega, afortunadamente, a un poeta que domina a cabalidad la materia prima de la poesía, el lenguaje, y lo hace de tal forma que es capaz de construir estructuras mínimas y cuasi perfectas, propias de un trabajo que se ha ido destilando casi por medio siglo. Si por ahí se definió a la poesía como el arte de forzar el lenguaje, entonces Rosenmann-Taub es el poeta por antonomasia. Dueño de un estilo y una maestría eficaz y poderosa, Rosenmann-Taub sirve a la fábula que otros han alimentado, con poesía única, con un lenguaje vivificador de la palabra, y de una poesía cargada de significación, música y ritmo. Más simple, a Rosenmann-Taub no se le escapa nada, y al lector no debería escapársele la posiblidad de revisar esta poesía, única en nuestras letras.

David Rosenmann-Taub
“País más allá”
LOM, Santiago, 2004, 177 págs.

Los Cantares de Zurita

Nuevamente el poeta chileno Raúl Zurita está en el ojo del huracán, esta vez por la antología “Cantares, nuevas voces de la poesía chilena” (LOM, 2004). Hay que decir, en todo caso, que ya a estas alturas, cualquier cosa que esté ligada con Zurita le causa escozor a un grupo de personas. Palos porque boga, palos porque no boga.Nada más lejos de la intención de este crítico está el involucrarse en esta chimuchina, antojadiza y escandalosa. No intentaré terciar en las majaderas discusiones, dimes y diretes que han surgido, como por ejemplo ese ruidoso y hueco combate de pesos menores que se ha librado hace algunas semanas en la Revista de Libros del Mercurio. Porque lo que está más allá de todos los artículos de prensa, más allá de todos los fuegos cruzados, más allá de mi-canon-sobre-el-tuyo, más allá del aprende-a-leer, y más allá de toda la bulla pasajera, quedará el libro. Ése ha de ser el objetivo único de examen. Y cuando digo esto, también hay que superar las cortapisas que pone el propio antologador, que, pasado de entusiasmo, como es habitual en él a la hora de abordar el tema de la poesía joven, ha expuesto, por ejemplo, que la aparición de este libro es lo más grande que ha sucedido en la poesía chilena desde “Poemas y Antipoemas”. Reitero, hay que concentrarse exclusivamente en el libro. Y no puedo dejar de subrayar el “exclusivamente”.Quizás es imposible confeccionar la antología perfecta. Siempre va a faltar alguien, siempre va a sobrar alguien, siempre habrá alguien que aportille el criterio de selección, siempre habrá alguien que aportille al seleccionador. Confeccionar una antología es hacer una apuesta que se sabe perdida de antemano. Pero igual se hacen. Y son necesarias. Esta también lo es.Ahora, cabe a este crítico (y a todos los críticos) el señalar lo anterior, quién falta, quién sobra, referirse a los criterios de selección. El aportillar al antologador es labor indeseable, y que, lamentablemente, encuentra en este caso particular –el de Raúl Zurita- a hartos especimenes que se encargan de tan triste empresa. La idea es enmendarle la plana al antologador, pero con un objetivo que seguramente es compartido, el “hacer canon” (no “canonizar”), esto es, dar a conocer, divulgar a los poetas que habrán de animar las letras chilenas de acá en adelante, y contribuir a armar el panorama literario. Esto es labor tanto del antologador como del crítico. Juntos construyen el canon (divorciemos la palabra “canon” de todo prejuicio, por favor).Vamos al libro. A este le sobran páginas, o años. Quizás el tope temporal debió haber sido, con mucho, 1981. El mezclar y equiparar a poetas como los consagrados -a estas alturas el rótulo está bien puesto- Germán Carrasco, Javier Bello o Leonardo Sanhueza, con desconocidos y jovencísimos como Luisa Rivera y Eduardo Fuentes, ciertamente no le hace bien al conjunto, si es que lo que se pretende es obtener un corpus armónico, coherente y que mantenga un buen estándar de calidad. Ya se sabe que, “quien mucho abarca, poco aprieta”.Segundo. Da la impresión de que ser parte de la Escuela de Literatura Creativa de la Universidad Diego Portales es una buena credencial para figurar en el libro. Hay figuras que merecen estar por derecho propio, como Alejandro Zambra y Rodrigo Rojas, “compañeros de trabajo” de Raúl Zurita. Los colegas portalianos de Zurita se ganaron su derecho hace años, con buena poesía, que es lo fundamental. Lo delicado viene cuando se trata de los alumnos. Los pupilos, claro está, no comparten aún la altura de sus profesores, y es por ello que su presencia en esta antología es discutible. La intención seguramente es encomiable, pero en este caso, esta se debe supeditar a la armonía del conjunto. Zurita quiso darle un espaldarazo a niñitos que escriben sus cosas, y lo hacen relativamente bien para su edad (me refiero a los escolares), pero incluirlos fue un error. Recurro al fútbol, Juvenal Olmos no incluiría en la selección adulta a un chiquillo de la sub 17 que le pega bien y la domina, pero que jamás ha jugado en un primer equipo en su vida. Bueno, acá Zurita puso de titular al cabro "bueno pa' la pelota".Entonces, al criterio temporal, debe unirse este también, es decir, de los portalianos, solamente los académicos. Y de los niñitos, ojalá los que ya hayan rendido la PSU. Ya vendrá el tiempo de los alumnos. Si son buenos poetas, saldrán a la luz por sus propios medios, algo similar esbozó Raúl Zurita a la hora de referirse a las omisiones.Unido a lo anterior, podríamos mencionar a los que faltaron, que perfectamente podrían (y quizás deberían) reemplazar a algunos que figuran, especialmente hacia el final de la selección. Si bien el antologador pide sentidas disculpas por los poetas que no están, el hecho no cambia, simplemente no están, y hay que decir quiénes de los que no están deberían estar, especialmente cuando hay algunos que están, pero que no deberían estar... todavía. Por ejemplo, Se echa de menos a Rodrigo Olavarría (figuran sus “partners” de “Poquita Fe”, Héctor Hernández y Felipe Ruiz). El “criminal” Jaime Pinos, que escribió uno de los libros de poesía más interesantes del último tiempo, no fue incluido. Úrsula Starke, Marcela Saldaño y Antonia Torres, tampoco. El químico orquestal Max del Solar tampoco está, ni Cristóbal Joannon. Los “templarios” Enrique Winter, Michelle Reich, Mario Ortega, tampoco clasificaron. Tampoco está Héctor Figueroa, ni ninguno de sus “esperpénticos” compañeros. Otro gran ausente es el poeta porteño Ismael Gavilán, cuyo volumen, “Fabulaciones del aire de otros reynos” es uno de los mejores y menos conocidos poemarios editados en los últimos años. Juan Cristóbal Romero, autor de "Marulla", y también de la notable antología de Armando Uribe, "El viejo laurel", ni en las cómicas. La lista puede seguir, y es necesario que la lista de “Cantares” se modifique teniendo en cuenta estos nombres, y otros que se le escapan al crítico que suscribe estas líneas. En otra esfera de cosas, hay también faltas. Poco cuidado en la edición. Por ejemplo, luego de los poemas de Andrés Anwandter se señala que estos vinieron del libro “Espcies internacionales”. Tal cual. Otra similar, el libro de David Bustos (recién editado por Ediciones del Temple) figura con el erróneo nombre “Zen para patrones”. El poema "La niña Lucía" de Paula Ilabaca, que fue publicado por primera vez en el número 7 de esta revista, en esta antología se llama "La niña rosa", y es fechado el 2002, cuando fue publicado el 2003. Existen más faltas de ortografía que las deseables y en definitiva se demuestra insuficiente atención en la edición. Esto es inadmisible para un libro que se supone que es lo mejor después de “Poemas y Antipoemas”, ¿o no?. En realidad, es inadmisible para cualquier tipo de libro.Con todo, esta antología, como todas, es necesaria, que haya aparecido es mejor que se haya mantenido en silencio, pues, si hiciéramos el necesario ejercicio de abstraernos de la contingencia más o menos desagradable que ha rodeado la aparición de este libro, y nos concentramos en su contenido, veremos que existe un volumen que supera a su predecesor, este es, la Antología de la nueva poesía chilena, confeccionada por Francisco Véjar, que también recibió una buena dosis de palos. Ahora, también es necesario que también se corrijan las selecciones y las fallas en las siguientes ediciones, para que Zurita y la poesía joven de Chile "canten" en un tono mejor de lo que hay ahora.

“Cantares. Nuevas voces de la poesía chilena”
Selección de Raúl Zurita,LOM, Santiago, 2004, 311 págs.

En compañía de Torche

Entrar en la escritura de Pablo Torche (1974) es entrar en algo que poco conocido. Oiginal, atrevido, novedoso, son adjetivos que se pueden usar para calificar “En compañía de actores”, su segundo libro. Pero al leer no se puede dejar de notar la ligazón que tiene el narrador con el delirante y feroz Patrick Bateman, el protagonista de “American Psycho”, suavizado con un poco de Ignatius Reilly de Kennedy Toole y quizás una pizca de Henry Chinaski de Bukowski. Si bien no hay derramamiento de sangre en el volumen de Torche, sí hay una observación cuidadosa del mundo que rodea al narrador (¿Torche mismo?), una narración que pone de relieve el malestar.El examen descarnado y con una sinceridad desgarradora se entrega mediante un expediente poco usual, un largo monólogo interior, una suerte de fluir de la conciencia, que ciertamente desafía todos los rígidos postulados que se suelen verter en las aulas donde se enseña ese ejercicio que se da en llamar “estructura narrativa”. La apuesta es arriesgada, pues usar este expediente hace muy posible que el discurso caiga en el sonsonete monocorde, en la pataleta verborreica, o en la reflexión psico-filosófica tan pesada como un paquete de cabritas.Afortunadamente Torche sale airoso del desafío. Emula correctamente a Thomas Bernhard, con una prosa que revela la inteligencia de su autor, reflexionado y haciéndole una finta al lugar común, lugar donde muchos escritores nacionales han quedado entrampados. Un libro inteligente para los tiempos que corren.

Pablo Torche
“En compañía de actores”
Ediciones B, Santiago, 144 págs.

El entusiasta de la familia

Jorge Edwards (1931) nos ilustra con su última obra, “El inútil de la familia” (Alfaguara, 2004), dedicada a su díscolo y genial tío Joaquín Edwards Bello, una obra que desde hace años el autor de “Persona non grata” y “El museo de cera” quería escribir. Basta con revisar la entrevista que tuvo hace unos años en “La Belleza de Pensar”. Sin embargo, de entrada, Jorge Edwards se nos pasa de revoluciones, y se pone descuidado. Se despacha esta frase: “No está demás agregar que (Edwards Bello) fue Premio Nacional de Literatura y Premio Nacional de Periodismo, el único caso en la historia de las letras chilenas en que ambos galardones recayeron en la misma persona”. El lector mínimamente letrado (o que no se haya quedado dormido en clases de castellano) notará el grosero y vergonzoso olvido que el autor tuvo respecto de cierto literato llamado Daniel de la Vega; no sólo doble, sino que triple coronado de las letras chilenas (Literatura 1953, Periodismo 1962 y Teatro 1963). Un segunda edición reclama a gritos un prefacio corregido.Claramente, Jorge se nos entusiasmó más de la cuenta.Superado este impasse el texto fluye como suele fluir la prosa de Jorge Edwards. Esto es, el revival de los hechos históricos (ya sean las andanzas del autor con Neruda, las extrañas vicisitudes de Toesca o el recuerdo del tío favorito). Encarar este texto buscando revivir los textos de Joaquín (usaré el nombre de pila de ambos para diferenciarlos, con todo respeto) es un error, mejor buscar la prosa de Jorge, la del dibujo y la pincelada llena del sabor local del Santiago de buena parte del siglo XX, ese que Joaquín combatió, criticó y finalmente conquistó con sus crónicas, y a su vez en el que el sobrino vive hoy. Jorge tiene la virtud de haber transformado a Joaquín de personaje en persona, es decir, aterrizarlo, desembarazarlo de ese romanticismo y entusiasmo desmedidos (que el propio Jorge no dominó en el prólogo) que generó el dandy dilapidador de fortunas, la “oveja negra” de una familia de rancia aristocracia que no siguió el destino predeterminado e inflexible que los “niños bien” tenían en la época de Joaquín.Jorge Edwards señala que no pretende hacer crítica literaria formal, pero en gran medida, la hace, pues los capítulos de la novela, cruzados de anécdotas y de personajes (que van desde las gordas jamonas que hacían las delicias del cachondo a Joaquín hasta personajes actuales, deslumbrados por el cronista de La Nación, como Rafael Gumucio, el “memorialista prematuro”), son también comentarios –no poco sustanciosos- a la obra de Joaquín, a la vez que son anecdotarios de la fauna literaria que pululó alrededor de Joaquín. Jorge Edwards crea una obra maciza, rica en personajes y anécdotas, amena y a veces turbulenta, como lo fue la vida de su querido y admirado tío Joaquín.

Jorge Edwards
“El inútil de la familia”
Editorial Alfaguara, 2004, 358 págs.


*Originalmente publicado en el Periódico Plan B, N° 35, 2 de diciembre de 2004

Ni corto ni perezoso

En silencio, casi pidiendo permiso, Alberto Fuguet ataca nuevamente con un nuevo libro, “Cortos”, un conjunto de relatos que evidencia el supuesto “cambio de giro” del autor hacia el cine. Cambio que en realidad no es tan rimbombante como la contraportada del libro lo anuncia, aunque sí ha variado el esquema que nos ilustró con títulos como “Mala Onda” o “Sobredosis”. Fuguet ha querido acercarse al Paul Auster de “Smoke”, (incluso cierta tipografía usada es similar al filme de Wayne Wang), y si bien hay un buen trecho entre ambos, estos cortos tienen sus virtudes.Dentro de sus cojeras, destaca la compulsiva y majadera manía que tiene Fuguet de poner en boca de sus personajes máximas, frases para el bronce, refranes improvisados y otros lugares comunes ("No es necesario recorrer el mundo para encontrar tu lugar", "es mejor un tolerante egoísta que un solidario intolerante", "no importa lo que estudias sino aquello en que te conviertes"), que ciertamente no le hacen bien al relato. Pero cuando sale del sermón, el volumen fluye de buena forma, con relatos que van desde el gore -ya que estamos en el cine-, de un compañero que le estallan los globos oculares, el pelambre rancio del mundillo periodístico, un delirante viaje por Nuevo México, una entrevista a un surfista con una vida trágica, entre otras.Fuguet se desnuda en este volumen, y deja a la vista sus raíces, esas del “Vitacura profundo”, y da la impresión que ya ha dejado atrás las vicisitudes de sus inicios (aquellas que Valente destrozó en una carnicería ya legendaria), y se ha metido de lleno en el mundo del cine. Pero ojo, a no engañarse, este libro sigue siendo un libro, sigue siendo la esencia del Fuguet clásico, un cuenta cuentos decadentes, un cronista vilipendiado, un culturalista pop, que en esta ocasión nos entrega su trabajo más interesante.

Alberto Fuguet
"Cortos"
Editorial Alfaguara 2004, 319 págs.

*Publicado originalmente en el Periódico Plan B, N°33, 4 de noviembre de 2004

Odio lo que odio, premio que te premio

¡Al fin, Armando Uribe! ¡Al fin! Si, al fin el Premio Nacional de Literatura le cae al poeta rabioso número uno de nuestra querida y elitista franja de tierra. No se engañe el lector por las exclamaciones de un principio, el tema del Premio Nacional dista bastante de causar entusiasmo en este crítico. Meramente porque ya parece imposible el separar la previa de la entrega del máximo galardón de las letras nacionales, de la maquinaria oscura y –lamentablemente- automática que surge para generar todo tipo de turbiedades en el horizonte. El caso de Uribe es especial, estuvo en la trinchera crítica (recuerdo todavía ese programa de TVN, referente al premio de ese entonces, otorgado finalmente a Volodia Teitelboim, donde Pablo Huneeus terminó de confirmar su galopante mentecatez), ahora se vira la tortilla y casi desdentado vate se pasa (o lo pasan) a la acera de enfrente, no sin merecimientos, aunque sea majadero en decir que “por falsa modestia debo decir que no soy merecedor. ¡De ninguna manera!”.No vamos a establecer acá el valor de Uribe, sería asaz tonto tomar posiciones maniqueas respecto de una obra premiada. Tampoco se harán apologías a los que no les tocó esta vez (Barquero, Hahn, etc.), porque es cosa de tiempo, no de calidad. Paciencia, que les llegará, de todas maneras, de no mediar desaguisados mayores.Contestatario, insigne cartero abierto (“opinólogo”, dirían hoy) y erudito como pocos, su biblioteca de miles de ejemplares pesa en sus obras, y no es la excepción Las críticas en crisis (LOM, 2004), el último de sus libros lanzado no casualmente a pocos días de la premiación. Pero hay que tener en cuenta estos dos conceptos, contestatario y erudito, pues son los que marcan más de medio siglo de carrera literaria, y que le dan un sello característico a Armando Uribe, que en lo inmediato, hace que los medios de comunicación lo busquen casi como por osmosis cuando haya un suceso (ya sea político o literario) en el que nuestro ahora laureado poeta pueda meter cuchara, casi siempre con lucidez.En este texto en cuestión pasa igual, Uribe se mueve por las páginas de la tercera parte de la saga de las críticas (antecedidas por “Las críticas de Chile” y “A peor vida”), con el tono habitual con que el poeta lo hace, es decir, con una rima sólida, galante, lírica y erudita, que se cuestiona permanentemente la alcurnia del escritor, o bien la validez misma de sus escritos (mal que mal, Uribe ha mencionado que su “vanidad” está en su trabajo en Derecho y no en la poesía). Las críticas en crisis es, entre otras cosas, un paseo poético por los autores de cabecera del autor, o al menos eso se supone. Desfilan no inoportunamente por estas páginas Dante, Cervantes, Shakespeare, Hesíodo, Beckett, Balzac; así como en los libros que antecedieron este (los dos mencionados antes) lo hicieron Homero o su muy apreciado Catulo.Nunca le hizo asco a la muerte –no solamente en esta trilogía, sino en obras pretéritas-, sino que como Quevedo la ha enfrentado cara a cara, alabándola, poniendo en lo alto su fuerza, “¡Aquí voy yo dice la muerte!”, escribe, y también: “Entre los muertos yo soy uno/ de ellos, el más pequeño de ellos./ Somos nosotros los pequeños/ difuntos ya sin uñas, uno/ que ya no es número ni en sueños,/ una minucia sin cabellos./ Quienes queremos ser ninguno”.Uribe repasa, y al repasar, quiere dar pinceladas de que la cosa no va más. Se ha visto a Nicanor Parra cumplir 90 años, en plena vigencia, vigor y ejercicio, y esto es lo primero que surge en la mente de las personas, antes de notar cualquier cosa, antes siquiera de repasar sus poemas. Bueno, con Uribe pareciera pasar al revés, a pesar de ser casi veinte años menor que Parra. No es que el autor del “Engañoso laúd” no tenga ya más ganas de escribir, pero precisamente sí escribe como preparándose, como empezando a degustar lo que le depara una vez que abandone su vida mortal (esperemos que no luego), “Cuando muera, en el período agónico/ -breve o no- de las inspiraciones/ respiratorias y poéticas con sones/ parecidos al ritmo de los pares y nones,/ ¿qué sentiré? Lo mismo que en el cónico/ -por no decir: cómico- estado en que me encuentro/ justamente hoy ahora, cesando desde dentro”. Entiéndase bien, Uribe no se echa a morir, ni mucho menos, pero enfoca su mirada y su pluma en una suerte de compañera sempiterna, que camina sin abandonarlo. Pasa del desencanto (demostrado especialmente en “A peor vida”) a la curiosidad, al borroso vislumbre de lo que sea que haya más allá del umbral.En todo caso, más acá está Uribe –entre otras cosas-, el premiado Uribe, el caballero Uribe, el rabioso Uribe, el enamorado Uribe (en este volumen no dejó de consagrar su escritura a Cecilia Echeverría, su difunta esposa). José Miguel Ibáñez, hace casi 30 años, se refirió la poesía de Uribe como “brutalmente sincera y directa”, y a Uribe como un escritor que trabaja “desde el rincón más doloroso de sí mismo (...) esta poesía se construye desde la desnudez del yo en carne viva”. Este comentario fue editado en 1975 tanto en el diario El Mercurio, así como en el fundamental libro “Poesía Chilena e Hispanoamericana actual”, de Nascimento, sin embargo, está plenamente vigente, ya sea que se escriba para comentar “No hay Lugar”, o Las Críticas en Crisis, o sea Uribe es de una sola línea, consecuente, sin ser monocorde ni monotemático. Aunque no lo quiera, Uribe es nuestro laureado animal poético, una de nuestras últimas voces lúcidas.

Armando Uribe
“Las Críticas en Crisis”
LOM, Santiago, 2004, 133 págs.

Más de lo mismo

Dos libros de poesía hacen su aparición en nuestro horizonte editorial, "Antimujer" (Al Margen Editores, 2004) y "¿Hacer el amor?" (Colección Sexo XXI, 2004). El primer volumen fue escrito por Carolina Sepúlveda (Santiago, 1978) y el segundo por María Luz Moraga (Santiago, 1945). A pesar de que hay una diferencia de edad significativa entre ambas autoras, las dos, en sus registros particulares, no ofrecen novedades significativas para la poesía.Partamos por Carolina Sepúlveda y "Antimujer", su opera prima. No se puede decir mucho de este libro, salvo que se nota a las claras que es una primerísima e inexperta obra. Los temas no varían casi nada de muchos otros libros de poetas (no poetisas) que se han publicado últimamente, es decir, un libro íntegramente confesional, un diario de vida, un poco más estilizado, donde habla un yo desmesurado y monocorde, y donde los poemas no son más que referencias personales al sexo (donde ya se usan palabras ultramanoseadas como "perra"), la vida en familia, la relación de pareja y otros temas íntimos, y por consiguiente, de ínfimo alcance. Si el lector ya leyó libros como "Hija de Perra" de Malú Urriola, "Abyecta" de Elizabeth Neira o la reciente "Obra Poética" de Teresa Calderón ya habrá encontrado mejores instancias de donde nutrirse en este sentido. ¿Qué quiere decir el título? ¿Poesía que va contra la mujer? ¿Poesía que emula a Parra, a Huidobro (hay guiños de Altazor en el primer poema del libro)? Creo que el título correcto para esta publicación sería, remedando al peruano Jaime Bayly, "Aquí no hay poesía" novedosa".Carolina Sepúlveda entrega una obra únicamente sensorial, es decir, no hay una reflexión acabada (o reflexión alguna), o un minuto de pausa, en el cual la autora pueda superar la adolescente e ingenua barrera de decir "lo que se siente". Da la impresión de que Sepúlveda escribe según siente las cosas, tal como una colegiala deprimida, del cuerpo al papel sin intermediarios. Por lo mismo, la escritura es monocorde, los recursos de lenguaje son precarios y recurrentes, las palabras se repiten en molesta redundancia. En este último sentido el vocabulario que utiliza la autora es simplemente paupérrimo, tanto por escaso así como por sobrexplotado. El libro se construye con no más que unas pocas palabras, con presencia de léxico animal (patas, hocico, carne, sangre, boca, dientes, etc.) que se repiten y se repiten hasta la saciedad, e incluso la indigestión. Todo el texto tiene soportes insuficientes, por lo que indefectiblemente tambalea. Palabras que pretenden ser fuertes, pero que ya no tienen efecto alguno por el abuso que se ha hecho de ellas, no particularmente por Sepúlveda, sino por la gran cantidad de poetas que la anteceden. Todo esto lleva a que todos los poemas digan lo mismo, es decir, muy poco en realidad.Es una escritura atolondrada, totalmente carente de riesgo y netamente sensitiva, lo que claramente dista muchísimo de ser sinónimo de calidad. Ahora, hay poquísimos momentos rescatables en el libro, que son precisamente en los que la poeta se aleja de la confesión/catarsis/diario-de-vida, que intenta con la escritura, y también donde la autora trata de usar un vocablo que no sea el de su escuálido y gastado léxico. No hay mucho éxito en esa empresa tampoco. En el volumen hay citas a Marguerite Duras y Blanca Varela, esperamos que Carolina Sepúlveda profundice y aprenda en estas lecturas (y en muchas otras) antes de entregar un segundo volumen, uno que realmente sea una voz diferente. Queda un consuelo para Sepúlveda, después de "Antimujer" solamente se puede mejorar, esperamos.En una solapa del libro se incluye un nutrido palmarés de Carolina Sepúlveda, que entre otros logros se cuentan becas nerudianas, premios en juegos florales mistralianos e inclusión en antologías, pero luego de leer "Antimujer", uno lamenta que tan auspicioso currículum preceda a tan irrelevante volumen de poesía. Un libro cuya publicación debió haberse estudiado más a fondo, porque como éste ya los hay por montones, y, por cierto, mucho mejores. Algo más aventajado es "¿Hacer el amor?", quinto libro de poesía de María Luz Moraga, escritora que ha tenido momentos mucho más felices en la investigación, crítica literaria y la enseñanza. La trama es la misma, la pareja, el sexo (y sus variantes, incluido internet), ese tema que de ser tabú, ahora es monserga o mojiganga (mayoritariamente por la sobreexposición en los medios) que todavía usan no pocos poetas en Chile, creyendo ser "transgresores" o "innovadores". No lo son. María Luz Moraga tampoco. Si hay algo que diferencia este volumen del de Carolina Sepúlveda es que acá hay más. Sí, más palabras, imágenes más diversas y ricas, poemas constituidos y también más ramplonería (la tapa y la contratapa del libro rozan el mal gusto) y versos descartables, que en su intento de ser "pornos" o "eróticos" se pasan de burdos, bobalicones y chocarreros. ¿Qué pretende Moraga con su libro? ¿Terapia de shock? ¿Sacudir al lector? ¿Hacerlo reír? ¿Innovar en la poesía chilena? Pues bien, Moraga fracasa inapelablemente en todas y cada una de estas empresas, que son condición sine qua non para que una obra artística tenga algún valor. Pero hay cosas que rescatar, en comparación con el libro de Carolina Sepúlveda. Acá hay poemas, versos hilados, imágenes que gozan de alguna fortuna. Pero se pierden porque no son nada nuevo bajo el sol; son versos correctos, pero alguien ya los escribió hace mucho tiempo, o bien sucumben ante fruslerías escriturales (muestra de ello son los ¿poemas? "Acto sexual" y "Hotline"). María Luz Moraga llega tarde. "Al principio/ te admiré como se admira/ a un dios en el Olimpo// Al final tuve que despreciarte/ como se desprecia/ a una sabandija", versos de este tenor ya los hemos visto en poesía chilena, y reflejan gran parte del libro, un libro correcto en sus mejores momentos, mas repetido.Insisto, mejor será recurrir a Elizabeth Neira, Malú Urriola, Teresa Calderón (alguna vez colaboradora de Moraga), que hablaron primero y mejor, sin necesidad de recurrir a la grosería o a recursos tan chabacanos como copiar avisos eróticos que aparecen en los diarios santiaguinos. Ese es el riesgo de las autoediciones, si no hay editores competentes para atajar los desmadres o detectar con ojo avizor las caídas, se publica cualquier cosa. "¿Hacer el amor?" contiene en sus páginas finales una "bibliografía", donde, dicho sea de paso, se citan libros considerablemente mejores que el de Moraga, como los antedichos de Malú Urriola y Teresa Calderón, junto con textos de Freud, "Los hijos del limo", de Octavio Paz, Bataille o el infaltable Neruda. Suponemos que es otro de los desafortunados chistes que abundan en el libro, pues no cabe en la cabeza la posibilidad de que se hayan citado otros textos de tan variada índole para construir este libro ligero. Nuevamente, promisorio palmarés en las solapas, decepcionante resultado en el corpus, y en el caso de Moraga este dato es no menor, pues esta hoja de vida cuenta con puntos altos y atractivos (ser finalista en el concurso poético de Casa de las Américas no es bicoca), sin contar el hecho de que es el quinto libro de Moraga, es decir, no es novata en el asunto.Seguimos buscando la excelencia y la buena poesía chilena. En estos dos libros ya no la encontramos.

Carolina Sepúlveda
"Antimujer"
Al Margen Editores, Santiago, 2004, 80 págs.

María Luz Moraga
"¿Hacer el amor?"
Colección Sexo XXI, Santiago, 2004, 67 págs.

Malú superstar

Malú Urriola (Santiago, 1967) actualmente vive momentos felices. Su cuarto libro, “Nada” (LOM, 2003) se llevó hace poco el Premio Municipal de Literatura 2004, en su modalidad poética. “Superstar sorprendente y deliberada”, como la califica Diamela Eltit en la generosa y algo enrevesada contraportada del poemario, no deja entrever mayor goce o jolgorio en su más reciente volumen de poemas.En la página 94 del mismo, la autora resume de qué va (o iba a esas alturas) todo el resto de la obra: “Escribo a escondidas y me avergüenzo./ Lo que para otros es gloria, para mí es nada./ Nací para acaecer en medio de las noches./ Para contemplar la magnitud de los días./ El de hoy es amarillo, ni una nube cruza la tarde,/ no hay viento ni hace frío./ Nada soy y no tengo nada que ofrecerte,/ salvo estas insulsas palabras que bien podrían no importar./ Que son la luz y el ocaso de mis días”. Cosa poco frecuente en la crítica, la autora del libro le hace gran parte de la tarea a quien escribe estas líneas.Vamos por parte. Partamos descartando lo que no es efectivo. “Nada soy y nada tengo que ofrecerte”. Ello es falso, Malú Urriola se consagró, a punta de verso rocanrrolero -cuyo retintín, ya algo obsoleto, sigue presente en esta obra-, dentro de la poesía chilena (no diré “femenina” u otra categoría antojadiza y efímera), y ciertamente que ha ofrecido algo, y que hoy también ofrece algo, una reflexión no grave, no densa de lo que vive una poeta, de la vida de una poeta particular de Santiago de Chile. No da para juicio acerca de la poesía, pues acá hay retazos, impresiones, pinceladas íntimas sobre la palabra, sazonadas con sendos oh, my god, Paradise, Ocean Pacific, etcétera.“Escribo a escondidas y me avergüenzo./ Lo que para otros es gloria, para mí es nada./ Nací para acaecer en medio de las noches./ Para contemplar la magnitud de los días”. Efectivamente, Malú Urriola da la impresión de adoptar una postura estilo “yo la peor de todas”, poniendo en duda, o por lo menos en perspectiva, su escritura poética. Recalco el “su”, porque Urriola no ha dado señas de salir de un intimismo que permita tildar de “universales” -aunque quede grande el vocablo-, o al menos de “amplio espectro” estas reflexiones acerca del oficio del poeta.Incluso más, vienen de perillas las palabras de Enrique Lihn (que ciertamente Malú Urriola ha de tener entre sus lecturas de cabecera, porque se nota): “Si se ha de escribir correctamente poesía/ no basta con sentirse desfallecer en el jardín/ bajo el peso concertado del alma o lo que fuere/ y del célebre crepúsculo o lo que fuere”. La autora no aloja ni roza la lucidez genial de Lihn (en realidad ¿quién lo hace o puede hacerlo hoy?), “envidiándole el no a este ejercicio” a Rimbaud. En buenas cuentas, Malú Urriola no es una Bartleby, está condenada a escribir, aunque le pese, aunque lo único que rescate sea la perspectiva de levantarse por la mañana y contemplar el día hasta su ocaso.“(…)estas insulsas palabras que bien podrían no importar”. Quedó claro que a alguien le importaron estas palabras. Tanto como para premiarlas. Pero hay que señalar que, a la luz de la lectura de “Nada”, este verso de Malú Urriola no es del todo desacertado. La repetitiva variedad de menciones a lo que sería la palabra, le da vaguedad al conjunto, mucho abarcar para poco apretar. Poco se puede sacar en limpio. Retomando la contraportada de Diamela Eltit: “la escritura es interrogada acuciosamente”, pero, ¿qué resulta de esta pesquisa? ¿que la autora solamente valora los días y sus noches?Entonces, hay que hacer distinciones. La primera es que lo interrogado o lo señalado con el dedo por la Urriola no es la palabra, la poesía, la literatura, o cómo ella nace, sino la vida misma del ser humano en esta vida “posmo”. Malú Urriola logra eso con una buena dosis de imágenes notables y con más de algún pensamiento bien hilado, bien articulado, que da cuenta de que la autora no es una mera “posmoderna muchacha”, que se le pasa todo delante de las narices sin pensar. Luego, su valor será aquél, el ser una mirada, un testimonio de vida, no pesado, no viscoso, desprovisto de pretensiones de inmortalidad, bronces o laureles, lo que, por cierto, siempre se agradece. Sin embargo, este “alivianamiento” del discurso no viene por recursos o técnicas que la autora haya usado deliberadamente, sino del hecho mismo de entregar una visión personal, con buen número de aciertos, y otro tanto de caídas.En “Nada” hay algo, una superstar que, esperemos, siga avanzando y continúe en la siempre encomiable senda de la vigorosa poesía.

Malú Urriola
“Nada”
LOM, Santiago, 2003, 101 págs.

El poeta barroco y atrevido del mundo cotidiano más oscuro que el común de los poetas

Una buena forma (si no la mejor) de encarar una crítica literaria es hablar con franqueza. Sería de bastante mal gusto que tras leer un libro y no haber captado su contenido a la perfección, el que escribe estas líneas empezara a mandarse a las partes y a esbozar juicios, echando mano a cuanta referencia literatosa se relacione con el libro en cuestión. En el caso de “El barro lírico de los mundos interiores más oscuros que la luz” (Contrabando del bando en contra, 2003), el asunto es más o menos similar. La experiencia de acercarse a esta lectura es intensa y a ratos delirante. La capacidad poética de Héctor Hernández Montecinos (Santiago, 1979) es sorprendente, porque rellenar todo este volumen no es poca labor, y ciertamente que no pudo haber sido emprendida por un aficionado.Pero habremos de partir por algo más simple, pero no por ello menos importante. La edición es desordenada, y dentro de este desorden hay un yerro bastante lamentable y que le hace un muy flaco favor al libro, el que sus páginas no estén numeradas. Dicho sea de paso, están apareciendo ediciones poéticas sin numerar, con páginas en blanco a diestra y siniestra, lo que denota flojera de los autores o los diagramadores. En este caso se hace particularmente molesto este error, pues al ser un libro tan grueso, cuesta muchísimo ubicar poemas o textos dentro del libro. Si hubiese sido un libro de 30 páginas o una plaquette, pase, pero no con un libro cuyo grosor es bastante mayor que los que comúnmente se publican en poesía. Si fue flojera del diagramador o un gesto del autor, no lo sabemos, pero lo correspondiente son las páginas numeradas, más aún en estos tiempos cuando los computadores podrían realizar este trabajo en un tris.Ahora, yendo al texto, Héctor Hernández presenta un abanico poético que demuestra que al autor no le vienen con chicas. Esto es, Hernández no es un primerizo, sino un experimentado, que se ha embarcado en su propuesta poética propia (con editorial y todo), apostando por su poesía y la de otros. No por nada la Revista de Libros del diario El Mercurio lo instaló (si bien no en la oncena titular, sino que en la banca), en la “selección sub-30” de poetas chilenos, en la que participaron: “escritores, además de talleristas, antologadores y críticos. Concretamente, encuestamos a Pía Barros, Luis López-Aliaga, Sergio Parra, Matías Rivas, Bruno Cuneo, Juan Cameron, Armando Roa, Elvira Hernández, Francisco Véjar, Carmen García e Ignacio Arnold, editores estos últimos de la revista Plagio (y jefes directos de quien escribe estas líneas), vitrina privilegiada de las nuevas tendencias”. Flores y publicidades aparte y volviendo a la crítica, en el sentido de la propuesta propia, en este libro y en los anteriores, especialmente en “Este libro se llama como el que yo una vez escribí”, la palabra se mueve a sus anchas, sin ambages ni tapujos, y muestra a un poeta desinhibido y arrojado. De la contratapa del libro rescato una frase sobre “No!”, que señala que la poesía de Hernández se escapa a todo intento de categorización. De aquí la franqueza a la que apelé al comenzar este escrito. Es de suyo peliagudo categorizar un trabajo donde campean las citas literarias que hacen referencia al libro y las formas de leer (Deleuze), frases comerciales, abundante lenguaje “soez” (no es crítica, ojo, sólo mención), recursos de imagen, plásticas disposiciones de texto, desarmaduría de la palabra, juego, intimidad, tensión, estiramiento del elástico, -y el dolor en los dedos al soltarlo-, el horror del incesto, la violación, la sexualidad, y así.Hernández es verdaderamente un poeta infrecuente, lo que escribe no se parece a nada (o casi nada) de lo que se haya visto. No es un aparecido, y traslada con una sinceridad inclaudicable y singularísima, todo su bagaje de vida, de estudios, vivencias, pensamientos. Por lo mismo, una prenda de garantía en este y en los otros libros de Héctor Hernández, el autor no nos va a vender gato por liebre. Sin embargo, el antes mencionado grosor del libro no debería ser tal, pues no todo pasa limpio. La poda es necesaria, ya que da la impresión de que el autor simplemente escribe y traspasa, sin editar o discriminar, no hay cedazo, privilegio propio de quien maneja un proyecto editorial propio, y no tiene que rendir cuentas a nadie. Con todo, es deseable un poco más de edición, por último por motivos prácticos, pues con poda se hacen libros más cortos y se gasta menos plata.No es una lectura fácil para cualquiera, pero creo que no puede faltar, si la idea es conocer o trazar un mapa de la poesía chilena joven, en la cual Héctor Hernández se ha hecho un nombre propio, a punta de poema golpeador, verborreico, barroco, delirante, inaprensible. El libro ofrece una combinación copiosa de lenguajes, que pasan por el collage, la descomposición del idioma, pero también momentos de aquello que se puede llamar “alto vuelo poético”, en los que Hernández demuestra que es un poeta tanto de versos recios y atrevidos, así como de experimentos variopintos e intrépidos. Da lugar al horror y a la ternura, da lugar a la poesía en sus múltiples vertientes.Según se cuenta, queda una “tercera patita” de la odisea poética de Héctor Hernández, la esperaremos, y veremos qué sorpresas nos tiene reservadas el autor para el futuro.

Héctor Hernández Montecinos
“El barro lírico de los mundos interiores más oscuros que la luz”
Contrabando del bando en contra, Santiago, 2003, X págs.

No toquen a Víctor Hugo

Hace un rato ya bastante largo que Víctor Hugo Díaz (Santiago, 1965) viene deambulando, no sin rumbo preciso, por los vastos y anchos derroteros de la poesía chilena de las últimas décadas. Dentro de sus andanzas se cuentan los libros "La comarca de los senos caídos" (1987), "Doble vida" (1989), y "Lugares de uso" (2000), -obra que puso fin a diez años de silencio-, hasta llegar a su última entrega, "No tocar" (Editorial Cuarto Propio, 2003). Díaz es un miembro de una generación postergada, la del Post-87 -como señalara Gonzalo Millán-, que además la integran poetas como Guillermo Valenzuela o Sergio Parra, entre otros, generación cuya marca profunda, era el estar sumergida, pero creando, bajo el yugo dictatorial.No tocar mantiene una coherencia con los libros anteriores de Díaz, es una continuación, sin ser repetición, de un estilo bien consolidado, que consiste en ir más allá de la postal impresionista de una ciudad que fagocita con aparente crueldad a sus habitantes. Este libro representa la instalación en la palabra de una imaginería sutil que pinta, con destreza detallista y sentidos abiertos, el devenir de los invisibles derrotados que pululan por las bares, oficinas, moteles, calles, callejones y tugurios de la gran ciudad. Desde "La comarca de los senos caídos" hasta "Lugares de uso", la óptica de Díaz varió desde los despojos humanos, la ciencia ficción y los rincones urbanos, pero manteniendo una premisa fundamental: el observar atentamente, el reportar impunemente, ya sea la muerte en vida, la incomunicación y el vaciamiento de significado de nuestros símbolos y lugares habituales, cualidad que se mantienen en "No tocar": “El dedo extranjero oprime el obturador/ que retrata esta postal de familia (...) La fotografía descansará en la transparencia del álbum/ Algo que mostrar a los amigos// Perderá el color igual que la memoria/ se verá borrosa/ pero se quedará”. El ritmo de la imaginería se ha frenado, de secuencias han devenido cuadros.Díaz no emprende una cruzada justiciera, no es “la voz de los sin voz”, sino que es una voz más que sobresale en este mar de murmullos. Su poesía es la voz que despunta, y que cumple ciertamente (o al menos lo intenta con ahínco) lo deseable en las obras de arte: ser una clarinada de alerta de la ceguera hipnótica (regada de abundantes teleseries, farándula y realities shows) que no nos permite estar alertas de dónde está la pelota. Con guiños más claros (Juan Luis Martínez) y otros más entreverados (T. S. Eliot), "No tocar" se introduce en temas que van más allá de lo urbano, como lo es el de los detenidos desaparecidos, y la tristeza y el dolor de aquellos que perdieron a un ser querido durante el terror de la dictadura. Lo loable es que el efecto se logra mediante imágenes vivaces, pero poderosas: “El padre no está en casa y nunca llama por teléfono/ Se fue a vivir a una fosa o al fondo del mar (...) Su silencio no coincide con los ojos/ con la camisa en la foto blanco y negro/ que ella se cuelga al pecho”. Tras encontrarse con "No tocar", hay dos cosas que se agradecen. La primera es que aparezcan obras con objetivos como los antes enumerados (sean estos creados o no de forma deliberada por el autor), pero que se pueden resumir en una frase gringa, “keep the eye on the ball” (mantén los ojos en la pelota, estate atento), o bien con la fórmula de Mafalda, pues acá lo importante se impone por sobre lo urgente. La segunda cosa que agradecer es que este objetivo venga en un expediente correcto, encomiable y de calidad, y también en envase chico, pues el volumen es breve, pero bueno.

Víctor Hugo Díaz
“No tocar”
Editorial Cuarto Propio, Santiago, 2003, 42 págs.

La clínica y las naves

Los primeros acercamientos que tuve a la poesía de Alejandra Sofía González Celis (Santiago, 1976), -con todo y su nombre completo-, se dieron cuando era un bisoño y esperanzado postulante a la carrera de periodismo en la Universidad Diego Portales. Allí me fue regalado, además de una pila de folletos y trípticos, la antología poética “Apuntes a la base del fuego” (1997), la cual albergaba, bajo la tutela del poeta Andrés Morales, las primeras armas de poetas, entonces más jóvenes que hoy. En ese libro aparecían los poemas de 11 integrantes de un taller literario, de los cuales solamente han sobrevivido dos: Michelle Reich y Alejandra Sofía González Celis. En el librillo ese González expone poemas que serían el germen del posterior volumen “La enfermedad del dolor” (Ediciones del Temple, 2003) que ya entrega su segunda edición, luego de la primera, aparecida en el año 2000.Este libro pretende ser un viaje directo al peor de los centros asistenciales de salud, donde los pacientes que yacen en esas camas públicas y nunca suficientes, sufren en cuerpo y alma toda clase de dolencias, y también sufren los aún más dolorosos tratamientos de cura. González sufre una enfermedad, la enfermedad que parte el alma en dos, y que no puede volver a ser unida, es la enfermedad del trayecto que todo ser humano recorre en este mundo, la enfermedad del dolor, el dolor de vivir. Quizás mejor será decir que es la enfermedad de la desesperanza, porque la autora no deja la puerta abierta a una ilusión, pues el paciente está siempre al borde de la muerte, y siempre padeciendo un sufrimiento que parece aumentar con los “tratamientos”, no tiene más perspectiva que el yacer en la cama del hospital, tal como lo hace el enfermo de Pezoa Véliz, pero en este caso de forma mucho más descarnada. Ciertamente acá no caen aguas mustias, y la tristeza no se espanta durmiendo. Aquí es otro el juego, un juego donde no hay posibilidad de ganar. “No llorábamos por las heridas/ ni por las enfermeras/ ni por el constante perforar de pieles/ no acostumbradas a ser cuevas de catéter/ ni por la comida que ingeríamos sin molestar/ o la continua carencia de padres/ Llorábamos por las noches/ por el niño nuevo de la cama de al lado que lloraba/ que se iría en uno o dos días/ que nos recordaba la obligación del llorar”, con poemas como este Alejandra González va construyendo su universo de asepsia y de malestar puro. Quizás el poema “7” sea el que condensa toda la intención, resume de qué va el libro: “Tibia y dormida/ encima de siete baldosas/ he sido arrastrada a esta orilla del camino/ donde las lágrimas de los niños/ fueron convertidas/ en sal de comer// no hay antídoto para este mal// no hay ninguna pastilla que/ nos saque lo de adentro del cuerpo/ y nos lo cambie por otro// Nunca podremos imaginar cuándo// empezó todo esto”. Todo lo que viene después es una variación del leit motiv del poema, variación donde González dispone, como el arsenal de instrumentos quirúrgicos dispuesto para desgarrar la carne y el espíritu de un paciente, las miles de formas posibles de expresar lo mismo: lo patológico del dolor y lo insoluble del padecimiento. No hay lugar para la sugerencia, las imágenes, a ratos saturadoras, son una alegoría constante y directa a lo central: el dolor sin solución.Alejandra González entrega una poesía eficaz, fuerte, descorazonadoramente honesta, desprovista de esperanza (guardando las proporciones, como T. S. Eliot en “La tierra baldía”), desprovista totalmente de caminos que lleven a seguir, con algún grado de sentido, el tránsito por el mundo. Todo se recubre de la pátina del dolor, inclusive el lenguaje, las palabras y los signos; de hecho la última parte del libro es un glosario donde muchas palabras de uso cotidiano, en su mayoría referentes a dolencias y recintos hospitalarios se rebautizan y adquieren un significado nuevo, adscrito a la visión dolorosa de la autora. Veremos si en el futuro la autora da un giro esperanzador, tal como Eliot.

Atar las naves

Enrique Winter (Santiago, 1982) hace su aparición en el mundo de la poesía con su opera prima “Atar las naves” (Ediciones del Temple, 2003). La lectura del libro da cuenta de que Winter es uno de los valores novísimos de la poesía criolla, y entrega un libro que confirma también los diversos galardones que ha recibido a su corta edad. Esto es, entrega un libro de poemas a los cuales cuesta entrar, pero no por una oscuridad arbitraria y caprichosa, usual “bomba de humo” con que algunos poetas disfrazan su falta de pericia. Winter despliega una “niñez” que conjuga crueldad y ternura, tal como se ve en el poema “Soltar la cuerda”: “Nunca aprendimos a saltar la cuerda/ Mis padres la olvidaron/ en el bazar de Presidente Errázuriz/ dos nueve cero uno./ Al techo del lugar sigue amarrada,/ balanceando a mi abuelo”. Pero los poemas que siguen demuestran a un autor que sabe manejar a su beneficio la sintaxis y las imágenes, pintadas con la dosis justa de recuerdos, sentimientos y observaciones de lo interior y lo exterior. “Terminales comunes”, quizás uno de los puntos más altos del volumen así lo confirma: “Sólo la vuelta de otras niñas en bicicleta/ da origen a la plaza en donde puedo escribirte.// Los círculos concéntricos del cielo/ trazan decenas de gaviotas// mientras tu mano se esculpe a sí misma/ (vuelos de águila sobre el tocador).// Estos retoques a la piel del mar/ hacen de los pelícanos cucharas/ en las pestañas del océano.// El agua es tu perfil,/ oculto por la niebla de los puertos/ girando en bicicleta”. Winter entrega una poesía de interesantes cualidades estilísticas y de lenguaje, a la vez que demuestra la habilidad de crear imágenes que apariencia pueden ser confusas, pero que realmente poseen una capacidad sugestiva, y que, por decir poco, demuestran un talento del autor de conjugar con sutileza el impulso poético (usualmente caótico y desbocado en personas de la edad del autor) y lo sucinto de un lenguaje, tenue, pero desafiante, que no es difícil porque sí, ni por apariencias, sino por bagaje, por carga interior del autor.Winter despliega en este libro una suerte de poesía “neolárica”, siguiendo en cierta medida la línea de Jorge Teillier; sin embargo, en Winter es Santiago y no Lautaro la cuna de los recuerdos, con todo lo que ello conlleva. Memorias de infancia, fiestas adolescentes y pinceladas del paisaje urbano son las estaciones del viaje que recorren las naves de Enrique Winter, naves que zarpan y atraviesan un itinerario estilizado (el autor prodiga aliteraciones y algunas otras destrezas formales) con imágenes delicadas y poesía breve, pero cargada de significados, referencias y anclajes con el pasado y las vivencias del autor y la interacción con el paisaje urbano.

Alejandra Sofía González Celis
“La enfermedad del dolor”
Ediciones del Temple, Santiago, 2003, 91 págs.

Enrique Winter
“Atar las naves”
Ediciones del Temple, Santiago, 2003, 88 págs.

La antipoeta Teresa

A sus jóvenes cuatro décadas Teresa Calderón (Santiago, 1955) ve publicada en libro su Obra Poética (Al Margen Editores, 2003). El volumen reúne los cinco libros de poesía que en vida ha publicado esta profesora de castellano: Causas perdidas (1983), Género femenino (1989), Imágenes rotas (1995), Aplausos para la memoria (1998) y El Poeta y Otras Maravillas (2003).La lectura de estos poemas demuestra que Teresa Calderón está por momentos excesivamente marcada por la antipoesía de Nicanor Parra. La única diferencia reside en la óptica, la de un profesor de física de mediados del siglo XX en el caso de Parra, y la de una profesora de castellano de colegio fino en los albores del XXI, en el caso de Calderón. Ya varias décadas separan ambas obras, décadas en las que en el ambiente literario chileno, especialmente en la poesía, se ha arraigado la convicción que Parra es el padre literario a matar, la influencia a superar. Amén de las obvias proporciones que hay que guardar al comparar estas dos poesías. Son claramente distinguibles los recursos calcados de la antipoesía que ha utilizado Teresa Calderón, el uso del humor fino, a veces trivial, la frase popular a la que están asociados recursos festivos. No señalaremos acá que hay un acento original, pues ése es un atributo que solamente pudo ser utilizado en su momento para referirse a la obra de Nicanor Parra, y que al hacerlo efectivamente, está totalmente agotado, nace y muere en Parra. En cuanto a técnicas formales, absolutamente ninguna novedad.Lo novedoso está en la temática, muy opacada por el uso de un expediente demasiado añejo como la antipoesía. Teresa Calderón entrega una obra poética que recorre un camino, desde la acidez del discurso femenino, pasando por el recuerdo de infancia, la visión de la vida y la muerte hasta rematar en la última etapa de su poesía, en una mirada liviana (por el uso y abuso de la mentada antipoesía, el lenguaje coloquial, y la cultura pop, casi como tic) del poeta y su labor. El extenso recorrido por la poesía de Calderón entrega también momentos valiosos. Estos son precisamente en los que la palabra está totalmente desembarazada de “femme fatalismos” –propios de ese invento antojadizo, artificial, medial y mentecato llamado “guerra de los sexos”-, referencias menores y antipoesía trasnochada, que tiene, con todo, momentos amenos, como en “Celos que matan pero no tanto”, poema quizás precursor de una línea que retomaría a ultranza Elizabeth Neira y su libro “Abyecta”. Pasa esto en poemas como “Infancia” del libro Causas perdidas, que entrega interesantes imágenes y atmósferas bien delineadas, con sugerencia y profundidad: “¿Qué niño se escabulle/ por la vieja cerradura de la casa/ y en qué espejo se hunde? (...) La espada es sólo el sueño/ de la piedra en otro tiempo./ El pasado nada más todo el olvido”. Comparar poemas como el anterior con los muy descartables e inferiores del último libro del compendio (“ESTOY RODEADO/ de viejos vinagres, todo a mi alrededor”) también revela que Teresa Calderón ha involucionado, pasando de unas entregas llamativas y promisorias en "Causas perdidas" o "Imágenes rotas" a una casi impresentable en "El poeta y otras maravillas". El título debió quedarse en “El poeta”, porque maravillas no hay muchas, sí un lenguaje desgastado, plagado de giros coloquiales que pretenden otorgar frescura, soltura y humor al poema, pero que fracasan inapelablemente, y repeticiones de tópicos en desuso como el rimbauldiano “Yo es otro”.Al final, luego de la lectura de esta antología poética de Teresa Calderón surge la duda de qué habría sido mejor, si editar este grueso volumen, que deja a la vista del lector los evidentes contrastes entre unos libros y otros (lo que hace cojear al conjunto completo), o bien haber incursionado en la segura y feliz reedición (ya que están de moda las reediciones) de los puntos altos de la obra de esta poeta, esposa de poeta, hija de poeta y madre de poeta, a saber "Causas perdidas" o "Imágenes rotas". Pero no se sabrá, es tarde ya.

Teresa Calderón
“Obra poética”
Al Margen editores, Santiago, 2003, 260 págs.