lunes, 29 de septiembre de 2008

No sólo de pan… y vino

Ha pasado una nueva entrega del Premio Nacional de Literatura, quizás la premiación más vilipendiada de la historia de nuestro país, de nuestro simpático y particular país. Condecoración que genere y haya generado más pelotera, hay pocas, por no decir ninguna. La maquinaria de prensa, tal como hay que reportear a la primera guagua que nace segundos después de las 12 de la noche del 1 de enero, o (para ponernos a tono con el mes) dónde está la mejor empanada de pino del dieciocho, así también se reportea a la nómina de candidatos a la medallita y sus respectivos méritos. Muchos van más allá y se encargan, como diligentes sabuesos, de inducir la cuña encendida del enemigo de algún nominado –siempre los hay-, o de las viudas de algún obliterado –siempre injustamente-, por las autoridades de turno. Ruido, inevitablemente. En fin, una chimuchina que a los primeros que aburre es a los propios candidatos, quienes todos los años deben soportar (con un estoicismo envidiable, a estas alturas) el puntudo llamado telefónico, el mail indiscreto, el café con el reportero de turno, quien, con discutible entusiasmo, va en busca de la papa caliente, de la cuña que saque ronchas, de los sempiternos balazos contra el medio cultural y literario, de la polémica efectista.
Con estos archiconocidos antecedentes sobre la mesa, se entregó el galardón máximo de las letras nacionales a Sergio Efraín Barahona Jofré, ciudadano chileno que es algo más conocido por su nom de plume, Efraín Barquero (Curicó, 1931). Primero, lo primero. ¿Es merecido este premio? Sí, lo es. La poesía de Barquero, por trayectoria y calidad, lo merece. Pero ahora ¿hay alguno de los aspirantes habituales que no lo merezca, si es que el premio se otorga basado fundamentalmente en la trayectoria? Difícilmente. Una mejor imagen de esta presea, antes que el gallinero que muchos sacan a colación, es la de la sala de espera. Ahora hicieron pasar al despacho a Barquero, le dieron su diploma, su pensión vitalicia, y ya está. Tarde o temprano serán Óscar Hahn, Carmen Berenguer, y muchos otros, que siguen en la sala, aguardando, escribiendo, leyendo el diario, etc.
Las editoriales, importantes e infaltables figurines en este baile de máscaras, coordinan el paso doble con novedades en función del momento en que se vaya a otorgar el estímulo. En este caso, LOM aporta “El pan y el vino” (y demuestra un interesante, aunque incompleto rediseño, pues la diagramación interior y el papel son los mismos, de la prolífera colección “Entre mares”), el último poemario del vate radicado en Marsella, quien en esta edición echa mano a unos elementos que son casi marca registrada en la estética de Barquero, como el pan, el vino, la tierra, la familia, y la santificación y glorificación en el lenguaje de las ceremonias domésticas; tópicos que le han valido dudosos motes como “el poeta de la tierra”; esto porque quedarse con estos pocos signos es no hacerle justicia a un autor bastante más prolífico, y con una escritura que ha recorrido hartas más estaciones que estos banquetes con pan, vino y tierra. Sólo una muestra de la hermosa poesía que hay en “El pan y el vino”: “siempre hay alguien más que nos mira/ es el extraño que al cruzar/ como si hubiera olvidado algo que fue suyo en la infancia/ como si quisiera recobrarlo al verte comer con tanta inocencia una manzana”.
Barquero tiene una poesía mucho más rica de lo que se ha hecho ver, no es heredero ni mentor de nadie, no es continuador ni gurú de generación. Las ceremonias y ritos de Barquero, esas engañosas simplicidades, ¿no son acaso más cercanas a los “hombres, gente de polvo y de toda especie” del épico y esencial Saint-John Perse, que a un prócer latino del Canto General nerudiano o de algún “recado” mistraliano? Es más, ¿acaso versos como los arriba mencionados, no son más parecidos, al empático Pink Floyd (miren a dónde fuimos a parar) de temas como “Echoes” antes que a cualquier poeta chileno?
Este comentario se escapará por la tangente y le señala a usted, querido lector, que descubra la poesía de Efraín Barquero (empiece por la antología editada por el propio sello LOM), que no recibió el Premio Nacional porque le tocaba (bueno, en cierta medida sí), sino porque es un gran y genuino poeta que, aunque suene medio escandaloso, aún hay que descubrir.


Efraín Barquero
“El pan y el vino”
LOM, Santiago, 2008, 63 páginas.




*Publicado originalmente en El Periodista N° 157, 26 de septiembre de 2008

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