viernes, 25 de abril de 2008

Erección y urgencia

Sucede con los poetas –o con la gran mayoría de ellos-, que pasan por aquello que se da en llamar la “temporada en el infierno”. Y si bien algunos versificadores fingen o insuflan una mala parodia de la miseria para recalentar poemas de poca monta, otros, los buenos poetas, saben transmitir el patetismo de las acerbas circunstancias que vivimos todos los días. Con todo, la vida le ha sonreído por momentos a Víctor Hugo Díaz (Santiago, 1965). Desde “No tocar”, su último poemario publicado en 2003, el autor se agenció ese mismo año el Premio Pablo Neruda (con diploma, medalla y cheque en divisa estadounidense incluido). Pero hay algo que signa la escritura de Díaz, algo que si bien no posee la constancia suficiente como para considerarlo una “marca registrada”, sí nos da cuenta de que existe un desgarro, y más evidente todavía, una carencia que es imposible de disimular o disfrazar. Mal que mal, el autor es un ser humano.
“Falta” (Ed. Cuarto Propio, 2007) es la materialización poética de esa carencia, de ese recorrido honesto, vital e ineludible por circunstancias aciagas o simplemente ignoradas, así como por ese constante análisis urbano que ha realizado Víctor Hugo Díaz en la mayoría de sus libros –en algunos más, en otros no tanto-, de poesía. Vuelta a lo anterior, los malos poetas recalientan sus vicisitudes, pero los buenos son capaces de sacarles provecho, limar la amarga piedra para que reluzca un diamante en medio de la miseria, en medio de lo inadvertido.
Esta última entrega de Díaz (que mantiene su brevísima extensión, poesía a cuentagotas, casi sin querer molestar, que es ya una tónica) conserva un rasgo que retrata la mirada del poeta, su irrenunciable ligazón con lo cotidiano, y su retrato por medio de una palabra medida, compuesta al detalle, jamás desperdiciada, sin importar que circulen por las páginas del volumen la cocaína y el tolueno, pues son parte de esa realidad que es la comezón del poeta, el malestar constante al que no se le da la espalda, sino por el contrario, se acomete con lo más honroso que se tiene a mano: la palabra, hic et nunc, sin más. Sin buscar trascendencia, sino presencia. Botón de muestra, “¿Sabes leer las piedras?/ Yo las he pateado como envases y letras vacías/ camino mirando al suelo./ De vez en cuando, una pausa/ el cigarrillo que espera los labios/ humeante en el cenicero”.
El expediente es el mismo al que nos tiene acostumbrados Víctor Hugo Díaz, es decir, poemas breves, ajustados, donde las palabras no abundan, pero jamás sobran; con esos guiños literarios (Vallejo dice presente) que son un tijeral fuerte, que sostiene un techo que recubre toda una estructura poética, que nos otra cosa que (permítase el floreo filosófico) la versificación honesta, auténtica, comedida y brutal, del ser y las circunstancias del autor, las que son retratadas con una aquilatada capacidad, con un acertado balance entre lo imperecedero visto desde lo cotidiano, con la salvedad de que Víctor Hugo Díaz apuesta por el des-velo, apuesta por la alétheia, y aunque sin hundirnos en ese terreno pantanoso que es Heidegger, sí podemos señalar que el poeta le quita los velos a sus días en este mundo, y los entrega tal cual son (desde su poética) en forma de palabras e imágenes.
Sin embargo, la corta extensión del volumen, la sinceridad, la ausencia total de trámites y ambages que devela la lectura, no debe llevar a pensar que hay poesía de poco peso; muy por el contrario hay versos de altísimo y feliz vuelo. Nada más inaugurado el libro, en el poema “Los allegados” hay una apelación de bienvenida whitmaniana o eliotiana, “¿Conoces el olor de una huelga de hambre;/ golpes de martillo dos pisos más arriba/ o el latir de un corazón apoyado en la mesa/ hacen vibrar el único recipiente con líquido// Vejez y juventud se clasifican por el olor/ no por frescura (…)”.
Sea bienvenida entonces esta “Falta” de Víctor Hugo Díaz, que alcanza al lector sin los manoseados y deslucidos efectos de lo “maldito”, y le alcanza al lector versos de calidad, sin emborrachar la perdiz, sin hacerle perder el tiempo con descomunales fardos, de los cuales el ciudadano de a pie debe extraer lo que valga la pena, tras faenar incontables floreos y olvidables páginas.



Víctor Hugo Díaz
“Falta”
Editorial Cuarto Propio, Santiago, 2007, 47 págs.


*Publicado originalmente en El Periodista N° 147, 25 de abril de 2008

viernes, 11 de abril de 2008

Saliendo del horroroso Chile

Afortunadamente, la cruzada de reedición y rescate de los libros del poeta nacional Enrique Lihn (1929-1988) sigue adelante, firme e indomeñable. Las ediciones de la Universidad Diego Portales, responsables de tan meritoria tarea, entregan el cuarto libro de Lihn (ya fueron reeditados “El Paseo Ahumada”, “La pieza oscura” y “Una nota estridente”). Ya se señaló con anterioridad la utilidad de esta labor, y repetirla sería un derroche de tinta. Que sigan viniendo Lihn, que nadie los detenga.

Yendo al texto mismo, “Poesía de paso” (1966, Premio Casa de Las Américas ese mismo año) es un libro bisagra en la obra de Enrique Lihn. Consagrado ya con “La pieza oscura”, el poeta inicia el ciclo de sus libros de viaje, que rompen con el verso famoso “nunca salí del horroroso Chile”, que aunque está incluido en “A partir de Manhattan”, publicado trece años después de “Poesía de paso”, retrata con la agudeza habitual los sentimientos del poeta, que hasta los 35 años no hubo de usar su pasaporte. En los periplos europeos de Lihn se generan giros interesantes en su obra, uno de ellos es el nacimiento de la misteriosa Nathalie, amour de plume del autor, y como siempre, la personificación del amor-dolor, un amor de recuerdo doloroso, de lecciones aprendidas no sin sangre, de desencuentros que existen solamente en los textos de Enrique Lihn.
Como sucede con la mejor poesía, su lectura siempre revela nuevas cualidades al lector atento. En este caso algo formal, y más que formal, sensitivo, auditivo. Pasa, por ejemplo, con el notable poema “La derrota”, texto que dado su carácter encendidamente antiestadounidense, como era de esperar, llamó la atención de los jueces cubanos que, gracias a su distinción, permitieron la publicación del volumen. Y más allá de consideraciones políticas, la lectura de este poema da la impresión de que se está leyendo un electrocardiograma de un corazón sano, rozagante y vital, que no es un fluir alocado, desorganizado o pedantemente pesado, pues con la introducción de fragmentos reflexivos, frases comunes e impresiones, que no hacen más que configurar una especie de sístole y diástole, un ritmo ordenado y constante, encaminado, perfectamente balanceado con la crónica versada de sus viajes y sus recuerdos de niñez o de incipiente e inocente activista político.
La densidad, el sonido y el sentido se encuentran pletóricos en este poema, que a pesar de contar con una profusión de palabras, no sobra ninguna. Esto se repite en el bellísimo poema “Bella época”, una articulada viñeta de la infancia lihneana, con interesantísimos guiños a Eduardo Anguita, otro peso pesado entre nuestros vates.
El viaje, no solamente físico, sino temporal, que Enrique Lihn testimonia es el verdadero carácter de este libro, su leitmotiv, quizás a la manera de la magdalena de Proust, que desata un vendaval de recuerdos, por cierto harto más extensos que la poesía de Lihn, precisa y delimitada por antonomasia. Esto ya lo apuntó antes la académica y crítica literaria Carmen Foxley, que ha dedicado buena parte –quizás la mejor-, de sus esfuerzos a estudiar la poesía de Enrique Lihn , y no podemos estar en desacuerdo con ella. Foxley agrega que este libro “descentrado y en movimiento, hecho de reiteraciones y contrapuntos (…) es una percepción que se ve contrarrestada por la confianza en la posibilidad de religarse al mundo por el lenguaje”.
La reaparición de los libros va configurando un mapa, un puzzle que va construyendo la imagen de Enrique Lihn a los nuevos lectores. Esta nueva pieza es, también, una nueva prueba de la calidad de Lihn como uno de los poetas tutelares de nuestra literatura. Que siga viniendo.



Enrique Lihn
“Poesía de paso”
Ediciones U. Diego Portales, Santiago, 2008, 65 págs.



*Publicado originalmente en El Periodista N° 146, 11 de abril de 2008