viernes, 19 de diciembre de 2008

Queremos tanto a Pedro

¿Qué podemos decir a estas alturas del partido de Pedro Lemebel? Seguramente usted, querido lector, como persona informada que es, habrá oído hablar de ese escritor excéntrico, o de ese escritor maricón (según la fuente de su información), de esa loca que escribe crónicas, y ha escrito crónicas desde hace años. Pues bien, debemos seguir oyendo a Lemebel, y debemos seguir leyéndolo, puesto que ha salido al mercado la última entrega del autor, “Serenta cafiola” (Seix Barral, 2008). El volumen, en coqueto rosado, reúne un nuevo conjunto de escritos, muchas de ellos publicados en el diario La Nación Domingo, en esa sección desternillante y aterradora que es “Ojo de loca no se equivoca”.
¿Qué podemos decir, reitero, de Lemebel? Algunas cosas. Primeramente que es una maestra de la crónica, una profesora bastarda que aventaja a muchos en el género también algo bastardo, mezcla de muchas cosas, conclusión de ninguna de ellas. A la vez Lemebel se encasilla solita en un sitial que nadie le podrá quitar, aunque muchos han tratado de emular, especialmente poetas jóvenes, que recogen la estética sucia y fleta del diminutivo, del encuentro sexual feroz, del encontronazo caliente en el Santiago de pelaje medio. Digamos otra cosa, y pongámonos los ropajes del telecrítico mercurial, que con arrogancia y autoritarismo se las da de guardián sabueso de la lengua castellana, y expongamos acá, con no menos propiedad, que hoy Pedro Lemebel le hace un favor tan grande al castellano, como grandes y anchas son las calles de la ciudad en que circula y croniquea. Un favor en neologismos y adjetivos festivos, un favor en ritmo y música, un favor muy mal visto como “barroquismo”. Hablemos del autor, loca consagrada, loca valiente como pocas, como ella sola, sola en su alma castigada. Hablemos también de ese desborde honesto y sincero, de ese exceso rokhiano por momentos que signa su escritura inoxidable, de ese desborde que es arte, que es oficio.
Interesante es el prólogo (si podemos considerarlo así) de “Serenata Cafiola”, “Podría mejorar el idioma metiéndome en el orto mis metáforas corroídas, mis deseos malolientes y mi desbaratada cabeza de mariluz o marisombra”, desembucha Lemebel, confesando un pecado que no necesita perdón, como pidiendo disculpas por utilizar una vez más el esquema que, en el mundo literario, lo ha convertido y consagrado en lo que es. Interesante también y siempre sano es como este libro (casi todos en verdad) de Pedro Lemebel actúa como antídoto a la porfía pop de convertir a los 80 en marca, en artículo de consumo, en la patraña melancólica lista para la venta. Lemebel es la conciencia de esos años tristes y duros para el chileno de entonces, en los que el Mapocho se “rebalsaba de cadáveres con un tiro en la frente”; es el contraluz del brillo publicitario que intenta, a punta de merchandising y seriales televisivas, maquillar una realidad que, de horrenda que es, preferimos ocultar entre la alfombra y el piso de flexit.
Y más interesante todavía es el conjunto de textos, crónicas signadas por la música, en las cuales Lemebel hace un recorrido por temas y cantantes que fueron un pilar asiuticado y popular de su educación sentimental y son la banda sonora de su recorrido por los años en que el país pasa de ser provinciano a globalizado, dictatorial a democrático, así como asistimos a la muerte de la mami de Lemebel, y la insobornable denuncia que hace en estas y otras páginas suyas. Qué manera de hacer política, qué manera de superar los discursos de pacotilla que mucho concejal de tercer orden lanzó en el marco de la elección municipal de hace un tiempo.
Lector apreciado, no camine, corra a por su ejemplar de Pedro Lemebel. Desprecie al pirata cunetero, si le ofrecen este rosado libro, cómprelo en librerías. Alguna vez, Alejandro Zambra dijo que Lemebel como cronista rara vez desentona, agreguemos –ya que este libro gira en torno a la música- que Pedro Lemebel siempre da la nota alta, pero sin desafinar.

Pedro Lemebel
“Serenata cafiola”
Ed. Seix Barral, Santiago, 2008, 237 págs.


*Publicado originalmente en El Periodista N° 163, 19 de diciembre de 2008

viernes, 5 de diciembre de 2008

Literatura por KO

Una muy agradable sorpresa, querido lector, apareció en los anaqueles de las librerías nacionales hace un tiempo. Se trata del libro “El fumador y otros relatos”, un pequeño volumen, editado por la editorial Mondadori, obra del escritor chileno Marcelo Lillo, un escritor anónimo, poco conocido, y saludablemente sigiloso, que se las ha arreglado para atraer loas y elogios desde la crítica chilena, sino también suscitar una lisonja del venerado crítico español Ignacio Echevarría, quien asombrado por el talento que exudan los cuentos de Marcelo Lillo, se abocó a la tarea de editar al autor en España, lo que no costó mucho, pues la calidad patente suele venderse sola. Lillo ya se ha adjudicado galardones por su más que correcta escritura, a saber el Premio a las Mejores Obras Literarias 2007, otorgado por el Consejo Nacional del Libro y la Lectura, en categoría cuento inédito, o el de Revista Paula en 1999 con “Hielo”. Hoy, con 50 años, llega a las librerías chilenas y españolas. Y seguirá llegando.
La gran gracia de Lillo (radicado cómodamente en la zona de Valdivia) es que no hace perder tiempo al lector. El conjunto de relatos está desprovisto de pirotecnias, mariguanzas verbales o lingüísticas, floreos de vanidad o aleteos de especie ninguna. Literatura directa, literatura sin rodeos, sin preámbulos, sin perdices emborrachadas. Un ejemplo, del cuento “La felicidad”: “Llorábamos porque creíamos que nos íbamos a morir y eso nos alegraba y aterraba al mismo tiempo, una de esas raras mezclas que hacen que la vida no tenga otro nombre”. Relato puro. Sinceridad, transparencia, casi como eslogan de elección municipal, pero con la diferencia de que con Lillo no hay dobleces ni concesiones, en cambio con los señores políticos, ni hablar. El autor sirve una mesa, pero no hace como ciertos cargantes garzones del Mercado Central, que atosigan al transeúnte con el menú del día. Si se quiere servir, hágalo, de lo contrario, siga, pareciera decir Lillo.
Más que economía verbal o estructuras narrativas bien armadas, en estos relatos hay fuerza y valentía, y no meros gestos o atisbos de coraje, sino que Lillo es corajudo pues no se deja nada atrás. Más que sugerir o recrear sentimientos, Marcelo Lillo logra toda una transmisión de lo vivido en el relato, teniendo muchísimo más éxito que esos deslavados e inanes últimos intentos del cine chileno por relatar “lo real” o “la realidad”, que se van más en la narración callejera y garabatera antes que otra cosa. Si fuera artista plástico, diríamos que Marcelo Lillo es un maestro del dibujo, y cómo no hacerlo, con párrafos como este, del cuento “40 caballos”: “Aún hoy, cuando recuerdo aquella ciudad, puedo sentir el olor a barro que salía del río, oigo el picoteo de la lluvia en los techos y escucho los gritos de la muchedumbre congregada en el gimnasio los sábados por la noche cuando se escenificaban los combates de box”.
Pero tal como lo hace el sureño Marcelo Lillo, estimado lector y lectora, esta crítica no se irá por las ramas, sino que ascenderá por el grueso tronco. Muchos otros redactores en medios de diversa índole practicaron el name dropping tras leer este libro. Raymond Carver, por supuesto fue el top of mind, pero también otros estadounidenses como Hemingway, o rusos como Chéjov saltaron al ruedo para ponerlos en filita junto a Marcelo Lillo. Hasta el ondero Leonard Cohen y chapas altisonantes como “Realismo sucio” salieron por ahí. Y, como no podía ser de otra forma, lo metieron a Lillo en un ring con Bolaño (a estas alturas el hámster de control de todos los experimentos que vengan en literatura chilena), porque a Lillo lo han sindicado como la encarnación de “Sensini”, ese memorable personaje que sobrevivía a punta de concursos literarios. Pues bien, caigamos en el chabacano e irresistible juego de las comparaciones, e invistamos a Marcelo Lillo como el “Carver chileno”, el “Hemingway de Niebla” o el “Chéjov del Calle-Calle”, (cualquier mote de esta laya se lo ha ganado de sobra sólo por aportar relatos como “Hielo” y “40 caballos”). A Marcelo Lillo no le importará.
Hay que leer a este Lillo, querido lector, tal como entonamos el himno compuesto por Eusebio o solidarizamos con las causas-cuentos de Baldomero. Cómprelo en librerías (la edición está a un precio más que accesible) y no en las cunetas. Léalo, no le tomará mucho, y como le quedarán minutos, reléalo. No se arrepentirá, no perderá tiempo ni dinero.


Marcelo Lillo
“El fumador y otros relatos”
Ed. Mondadori, Santiago, 2008, 130 págs.


*Publicado originalmente en El Periodista N° 162, 5 de diciembre de 2008