viernes, 27 de marzo de 2009

Una prostituta honesta y piadosa

Reflexionando, mi querido lector, he llegado a la conclusión de que es imposible lograr una lectura que no esté condicionada por algo, “contaminada”, si se quiere. Siempre hay algo que condiciona la forma en que nos acercamos a los libros o a cualquier texto; nuestro ánimo, nuestros pensamientos, deseos, el clima, la crisis económica, la esquiva felicidad, etcétera. Esto que acabo de señalar no es nada original, pues ya antes el ensayista francés Georges Mounin apuntó que lo subjetivo, lo vivencial de la lectura son, en efecto, puntos de partida de cualquier investigación, crítica o vistazo literario, incluyendo, como no, el que usted tiene ante sus ojos, amigo lector.
Todo este caudal intelectual surgió en mí tras la lectura de “La novela luminosa”, libro póstumo del escritor uruguayo Mario Levrero (1940-2004), volumen que, divina providencia mediante, me dio a conocer sin querer una amiga muy especial, quien compartió su indignación por el alto precio del libro en las librerías locales. Amén de las atendibles quejas de esta muy querida amiga quintacostera, hay que jalonar a la figura de Mario Levrero como una de las más laboriosas de la literatura latinoamericana. Levrero publicó en este lado del mundo y en España, incursionó en subgéneros como la ciencia ficción y su labor subterránea hizo que el inefable Ángel Rama lo encajara en un grupillo de peculiares autores, como Felisberto Hernández y Marosa Di Giorgio.
Volvamos a la primera reflexión, aquella sobre la subjetividad, sobre lo que determina nuestras lecturas. Esto es totalmente válido cuando nos acercamos a este libro, que, en la más pobre de las apariencias, sería solamente un largo y puntilloso diario de vida, seguido de una novela corta. Pero concentrémonos en el principal de los ángulos de “La novela luminosa”; la mejor de sus caras es el rescate, mediante la literatura, de la vida de una persona (o al menos un trozo de ella) del olvido y del más total de los abismos. Lo que hace Levrero en este libro es algo que bien puede compararse a lo que enuncia Rainer María Rilke en la novena elegía del Duino, “aquí está el tiempo de lo decible”. Y toda esa larga minucia que Mario Levrero nombra en las primeras 450 páginas del libro es un año de vida que se ha salvado, que ha adquirido significado y sentido porque se ha nombrado, lo que no pueden decir las millones de personas en el mundo, de todas las edades y orígenes, que llevan diarios de vida que son todo para ellos, pero que, aún así, están a un universo de distancia de convertirse en libro, con todo lo trágico que pueda ser que todas esas existencias testimoniadas se diluyan en la oscuridad uniforme de la pesada noche mundial.
Por descontado “La novela luminosa” no es sólo un diario de vida en el que el autor derrama con soltura y naturalidad sus obsesiones, temores, miedos, achaques, esperanzas, calenturas y opiniones (su humanidad, sin más), sino que tiene el fundamental e inexcusable plus de estar compuesto –de lo contrario, no sería un libro publicado- con un acervo artístico y estilístico distintivo, resuelto y palmario. Es casi imposible no comparar este libro iluminado con otro agudo observador del diario absoluto, Gonzalo Millán, cuyo “Veneno de escorpión azul” (2007) bien puede ser un primo hermano -bien luminoso, por cierto- de esta bitácora de Levrero, bitácora que va más allá de las estructuras, formatos y literaturas, aún cuando Mario Levrero es consciente de su ejercicio y escribe para un lector que lo leerá y que –se espera- experimentará algo con el repaso del cotidiano acontecer del autor. A partir de esto, ¿no han salvado Levrero y Millán sus vidas y circunstancias de la total oscuridad, estando ambos, más encima, ad portas de la muerte?
“Lo siento, literatura, tú también que tienes algo de prostituta honesta y piadosa; también a ti te he abandonado, ensimismándome así, evocándome a tus costillas. También a ti te estoy perdiendo, pero era necesario. Espero que entiendas, estoy tratando de armar mi propio rompecabezas, estoy llamando con un grito que debe atravesar túneles de quince, dieciocho, veinte años de largo, llamando a mis pedazos dispersos, a los cadáveres de mí mismo que yacen insepultos, imágenes que nunca tuvieron un espejo para reflejarse”, nos franquea Levrero, quien, aparte de contribuir a generar -con ese oficio que parece inadvertencia- lúcida conciencia sobre la vida y el paso del tiempo, resolvió con felicísima destreza el puzzle que implica la oposición diario de vida/hacer literatura, desafío de suyo peliagudo, y que de seguro más de alguno de ese sinnúmero de escritores de diarios íntimos piensa salvable, porque cree que “sus cosas” tienen un valor incalculable en sí mismas, cuando en la inmensa mayoría de los casos no es así. Mario Levrero se ha despedido cruzando, hasta con gracia, el tramo de cuerda floja cuyo éxito final es el libro que el lector debiera comprar (aunque mi amiga hermosa se enoje), cuerda floja que, tendida sobre el precipicio del silencio y la desatención, fue sorteada con la luminosidad de la buena literatura.

Mario Levrero
“La novela luminosa”
Ed. Mondadori, Buenos Aires, 2008, 567 págs.


*Publicado originalmente en El Periodista N° 167, 27 de marzo de 2009

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