viernes, 23 de octubre de 2009

Derecho a rebelión

El año 2009 ha sido particularmente agitado para Patricio Jara (Antofagasta, 1974) en lo que se refiere a actividad editorial. Primero publicó la novela “Prat” (Prócer al que quizás más le han dado últimamente diversos artistas y creadores), que cosechó una razonable aceptación. Y recientemente el nombre de Jara volvió a figurar en la cubierta de una novela, en este caso “Quemar un pueblo”, editada por Alfaguara, y que constituye su sexto libro.

La historia de este volumen se inscribe plenamente en la corriente principal donde lo freak domina el escenario. “Quemar un pueblo” cuenta la historia de un circo de fenómenos, de seres monstruosos y deformes en el exterior, pero seres queribles, hasta buenos, que no son más que víctimas de un aciago destino que dejó caer una maldición de deformidad. Antecedentes para esta historia hay varios, la película “El gran pez”, de Tim Burton, la serie “Carnivale” de HBO, la película “Fur” donde Nicole Kidman interpretó a la fotógrafa estadounidense Diane Arbus, y Robert Downey Jr. a un ser enteramente cubierto de pelo, y cuyas amistades eran otros fenómenos; la película “Amistad” de Steven Spielberg, en la que un grupo de africanos varados en el Estados Unidos de las primeras décadas del siglo XIX; e incluso el reprochable episodio en el que 11 indígenas kawésqar eran exhibidos como animales en Europa (hecho relatado por el documental “Calafate, zoológicos humanos”).

En fin, la lista puede seguir, pero más allá de dibujar el genoma de la novela, más vale señalar que relata la historia, ambientada en el siglo XIX, de Lucio Carbonera, venezolano que recluta y conforma un circo de “atracciones internacionales”, en el que las “atracciones” son un conjunto de personas deformes y grotescas, las que naturalmente se convirtieron en parias de la sociedad por su visible tara. Lucio y su séquito recorren el continente presentando su show circense, que funge no solamente como una lucrativa forma de ganarse el sustento, sino también como una justiciera reparación a seres rechazados (un siamés con dos cabezas, un hombre rana, y un ser tapizado de cabello, a quienes luego se les une Benicio Carranza, fabricante de cerveza, y una pardilla de esclavos negros).

Ojo con lo último, especialmente la palabra “justiciera”, pues es la gran idea que mueve esta novela breve, la idea de que las aberraciones de la naturaleza son seres en realidad valiosos y queribles, y que son los humanos “normales” quienes en su actuar reprochable se transforman en el genuino objeto de repugnancia. Esta tesis no es nada muy novedoso, y la apuesta de Jara hizo fruncir más de un ceño por ahí; no obstante es el estilo escritural, la pluma de Patricio Jara lo que logra sacar adelante un proyecto en el que el desborde pudo transformarse en el peor enemigo del relato, pues hay un oso que sale del océano, cual tritón, y el pueblo de Cristo de la Roca termina en cenizas, alzando a Lucio Carbonera en una especie de Nerón justiciero.

Como buen periodista (o bien como un periodista de los buenos), Patricio Jara logra dominar la técnica del relato, sabe contar cosas, sabe mantener un hilo conductor escribiendo bien, manteniendo a raya un lenguaje florido pero que no llega a ser empalagoso. Se opta por contar cosas, lo que es siempre loable, especialmente cuando una suerte de intimismo primerpersonista muy mal logrado circula tanto en escritores publicados, así como en los que aspiran a serlo, no sólo abusando de la paciencia del lector, sino empleando al menos el triple de carillas que las que Jara usa en esta novela, que entretiene y se deja leer, sin cortapisas, aún con todas las ronchas que pueda sacar esta bizarra cruzada libertadora, esta caricaturesca, efectista y estrambótica caravana de rechazados que eligen ejercer su “derecho a rebelión”.

Vale entonces este esfuerzo del autor de construir y armar historias, personajes, hechos, lenguaje, palabras con una poca de gracia, reemplazando reporteo por fantasía y ahorrándole al atribulado lector los quebraderos de cabeza que ciertos narradores nacionales se empecinan en administrar.

Patricio Jara
“Quemar un pueblo”
Ed. Alfaguara, Santiago, 2009, 142 págs.

*Publicado originalmente en El Periodista N° 180, 23 de octubre de 2009

sábado, 10 de octubre de 2009

Galvano a la constancia

“Desde hace poco más de un par de años varios amigos y algunos editores han venido insistiendo en que debo comenzar de una vez a escribir mis memorias”, así reza la primera frase del libro “Memorias neoyorquinas” (no “Memorias Neoyoquinas”, como se señala en la contratapa) editado Seix Barral, última entrega del escritor nacional Poli Délano (Madrid, 1936). Empezamos, en plan suspicaz, con esas palabras inaugurales, pues son harto decidoras, puesto que por regla general, cuando se solicitan memorias, resúmenes o balances, lo que se esconde allí es una solapada petición de cierre de cortina, una velada declaración de que aquí no hay más pan que rebanar. Quizás sea la petición de la escritura de memorias el equivalente al reloj de oro con el que se galonea al empleado fiel que ha vertido gota a gota 30, 40 o 50 años al servicio de un superior. A renglón seguido Poli Délano se resiste con una reticencia medio forzada, pues, lo que sigue son 200 páginas de recuerdos.

Así las cosas -y malicia aparte-, Délano, novelista y cuentista prolífico, nos entrega unas memorias en tono tierno, inocente. Nos describe su primer beso, sus correrías de niño en las calles de Nueva York (ciudad de la que se abusa para ponerla como “gancho” de este libro), sus juegos con el tío Pablo, sus pillerías con José Luis Rosasco en Quintero, su descubrimiento epifánico del mundo de la escritura, su vida en China como traductor, entre otro hitos de su existencia, incluyendo un solapado reconocimiento de su alcoholismo, y el rampante racismo de Lola Falcón, madre de Poli Délano.

Sin embargo, y a pesar de que la vida de Délano ha sido bastante movidita, estas memorias simplemente no logran agarrar vuelo. Todo esto se explica por una cuestión de estilo, y en menor medida por un tema de contenidos, de lo contado. La primera de las cortapisas es palmaria. Poli Délano escribe con un tono que semeja a un LP, cuando el lector actual está ya acostumbrado al MP3. Cuando la narrativa actual en castellano ha tenido éxodos y atravesado desiertos completos, Poli Délano aún se encuentra picando piedra en Egipto.

Un tono correcto pero de sabor añejo. Un tono que además toma innecesarios tintes didácticos, como lo ejemplifica el pasaje en el que el autor explica quién es Joseph McCarthy, y cuál fue el gran “legado” de ese senador norteamericano en los años 50, explicado por Délano como si nadie conociera lo que sucedió. Hay que aclarar que no molesta la explicación, sino la frescura y ritmo que le resta al relato. Y lo segundo, lo contado. Leer a autores como Poli Délano. José Luis Rosasco o José Miguel Varas es, en cuanto a coyunturas vividas y escritas, casi leer al mismo escritor. Relatos similares de un tiempo que se fue, y que nadie parece echar mucho de menos. Son satélites que giran alrededor del mismo sol, Pablo Neruda, un poeta del que, probablemente, se ha escrito todo (“hasta sus calzoncillos”), en todas las modalidades, en todos los géneros literarios. Una canción demasiado conocida, y que se va a seguir escuchando, mientras sigan vivos todos los que se arrimaron al gran y florido árbol nerudiano, y que se cobijaron en su sombra de caracolas, comunismo proscrito y whisky.

El último gran episodio del libro es el nacimiento de Bárbara, hija de Poli, dando a entender que habrá un nuevo tomo de memorias, puesto que aún no se contó nada del golpe de Estado y todos los años posteriores hasta nuestros días. Pues quizás, editorialmente hablando, lo mejor debió haber sido finiquitar todo esto de una sola patada (con una tipografía más pequeña no habría habido problema). Si estas memorias de un escritor que ha tenido presencia en la literatura nacional más por constancia que por una pluma de calidad distintiva y de alcances a nivel de lengua castellana se han mostrado poco excitantes, es bien poco probable que una continuación logre una performance razonable. Pero más allá de todo eso, se puede ver que esta edición funciona como esos relojes de oro que se le solía regalar a los funcionarios que han cumplido luengas décadas de servicio. Vale entonces como registro y como un homenaje material y rápido para decir “gracias, buena suerte, y que te vaya bien”. Mención honrosa al esfuerzo, medalla de consuelo, galvano recordatorio de una labor literaria persistente, y que ve su gran mérito casi exclusivamente en esa constancia tozuda.


Poli Délano
“Memorias neoyorquinas”
Ed. Seix Barral, Santiago, 2009, 201 págs.

*Publicado originalmente en El Periodista N° 179, 10 de octubre de 2009

sábado, 3 de octubre de 2009

Cartografía del reverso

Tarde o temprano, el poeta visita y revisita el lugar donde se genera la materia prima del misterio. En algún momento de su vida, el poeta intenta acercarse y aprehender todo lo que sea posible aprehender en ese lugar misterioso e inefable donde se originan la palabra poética, intenta mapear el dictado, cartografiar el momento en el que la palabra llega sin pedir permiso. Sucede con frecuencia en los aficionados poetas y escritores amateurs, que tras jugar un rato con la palabra, tras haber ordenado de forma novedosa algunos símbolos, se deslumbran con los engranajes de la literatura, y los glorifican, moldeando una molesta y limitada superconciencia de la literatura y sus posibilidades. El poeta, en su asombro irresoluto y perenne escarba los muros insalvables de la palabra y su azarosa ocurrencia en el poema.

Hay que señalar que la fascinación (o a veces malestar) ante este súbito nombrar no es patrimonio de las plumas noveles, sino que ha cautivado afanes y configurado obras completas. Ese impulsivo afán de develar el enigma de la palabra poética y su ocurrencia es el motor que mueve los versos de “El margen del cuerpo” (Ed. Fuga, 2008), primer poemario de la poeta y profesora de castellano Florencia Smiths (San Antonio, 1976). Smiths debuta en el formato del libro individual, pero no es una aparecida en el cosmos de la poesía nacional, pues ya se ha hecho un nombre participando durante casi una década, en una serie de antologías y encuentros poéticos.

Yendo al texto, Smiths plantea un prosa poética (lo pondremos así, a sabiendas de que estas categorías son bastante chúcaras), en las cuales recorre de forma trepidante el salto valiente a la poesía, lo fortuito encuentro con el ejercicio del decir desde un tierno origen, la niñez. Smiths inaugura el recorrido con la referencia a las palabras, “De pronto se encontró con las palabras. Estaban allí, en ese lugar que no suele darles, en esa construcción velada por no poder enmarcarse, por no saberleerloscortes, el desparpajo de un cuerpo cosido con ilaciones que nunca usó, calladas atroces, de estructuras desencajadas, rudas”.

El poema fluye como un recorrido a tientas, como un palpar de ciego en las turgencias de la poesía. La niña topa con el deseo de nombrar, topa con la otredad, topa con el tiempo y sus eventos perdidos, sufre por no haberlos significado con lenguaje, angustiándose por no haber contado con una perfección ilusa, “Porque si tan sólo le enseñasen a hablar de nuevo. A mirar. A tocar. A decir. Si tan sólo le enseñasen a amar de nuevo para no culparse, para no competir con su naturaleza múltiple. Si le enseñasen a abrazar, a decir siempre lo que encausa, lo que evita, lo que busca”. Sufrimiento y maravilla ante el surgimiento de la poesía como un modo de ordenar el mundo y configurar una existencia, “Pero todo llega hasta cuando escribe, entonces siente que encuentra y que estampa y que la negación sólo reside en el momento en que su poema se le escapa para que de nuevo ella tenga que cavar, abrir, nadar, adentrarse”.

El recorrido que hace la autora al interior de este limbo poético nunca es concreto, por definición no puede serlo. No puede ser definible ni delimitable, dada la esencia de la poesía, de su creación y del acto de escribirla. El misterio reside en ese loco afán de tratar de unir los puntos que se van difuminando de forma constante. Un afán donde se “prefiere la inseguridad al inconformismo”, y “querría preferir el caos, la catarsis de la soga, el rasgueo de un lápiz hasta la envergadura de una auténtica destrucción, sin embargo se atreve, no lee de memoria, comprende la ficción de lo dicho, saca el habla, no sabe quien suena desde dentro, camina por el terreno limpio y cuadriculado hasta la convulsión, reconoce en el cuerpo del muerto aquello padecible, transable para el recuerdo, pero no soporta no saber registrar, tal como fue, el paso desde una aparente resignación (por no saber, por no ser capaz) a una inseguridad de escoger (por tener que elegir, por designar)”.

La autora comparte una bitácora de un viaje sin timón y en el delirio, como dijera el poeta mexicano Mario Santiago, nos da su propia versión de un ejercicio intransferible –hablan sus imágenes, habla su yo, sus circunstancias, su persona y tiempo- al que otros dijeron que no, y lo envidiaron, como hizo y escribió Enrique Lihn pensando en Rimbaud (acaso el epítome más total del enfrentamiento con la poesía, con el agregado y rotundo gesto de su negación total).

Florencia Smiths ha elegido convertir su opera prima en el reverso de su palabra poética, ha elegido convertir su primer libro individual en la caja con instrucciones de un juego donde el recorrido es incierto en medio de la espesura, donde la pregunta por la poesía se asemeja a la pregunta por la realidad, pero insoslayable, sin negociaciones ni arreglos posibles. Florencia Smiths recorre el tablero armada de su cuerpo, sus sentidos, sus pulsiones, sus márgenes, “Sólo tiene que entrar. Tiene que romper. Tiene que parir”.


Florencia Smiths
“El margen del cuerpo”
Editorial Fuga, Santiago, 2008, 49 págs.

*Publicado originalmente en La Calle Passy 061, octubre de 2009