lunes, 23 de agosto de 2010

Viaje visceral al corazón humano

Contrariamente a muchos libros de similar hechura (la llamada prosa poética), “En Grand Central Station me senté y lloré” (Ed. Periférica, 2009), obra de la escritora canadiense Elizabeth Smart (1913-1986) es sencilla de definir. Es poesía, como la mejor. Y en ese sentido podemos ir más allá, pues tal como lo hace el poeta francés Saint John Perse, Elizabeth Smart plantea una épica, una épica del amor tormentoso, del amor imposible pero total, donde el desastre es parte armónica del plan, tal como las tragedias griegas (de hecho, el libro se divide en diez partes, que bien pueden ser rapsodias, tanto por lo épico, así como el eclecticismo al que la autora recurre). Y a partir de esto, es posible tender puentes con otras épicas similares, íntimas y rotundas, como la de Madame Bovary, Mrs. Dalloway, Anna Karenina, hasta llegar a días más cercanos a los nuestros, en los que el cantante inglés Morrisey (tanto como solista, como en su época en The Smiths) se vio influenciado por este libro a la hora de componer.
La historia de la cual arranca el libro (que tiene uno de los mejores títulos de la historia de la literatura universal, inspirado en el Salmo 137, sustituyendo los ríos de Babilonia por la estación de trenes más importante de Nueva York), es manidamente sencilla, rozando el arquetipo. Ambientada en los años 40, una mujer que se enamora perdidamente de un hombre casado, y la imposibilidad de tenerlo entero para sí desata la devastación de un alma sumergida en un amor que es más potente incluso que la muerte misma. Con ese pie forzado surge este robusto poema en prosa, donde las imágenes están entonadas con una sorprendente esmero, y describen aquello que jalona un amor tan enérgico como imposible: la fatalidad, la estrella guía de esta historia y de la vida de Elizabeth Smart, quien constituyó uno de los vértices del triángulo amoroso que sostuvo con el poeta inglés y casado George Barker, de quien Smart se enamoró de forma definitiva en 1937, cuando entró a una librería londinense y leyó uno de sus libros de poemas.
La composición de “En Grand Central Station me senté y lloré” se remonta a inicios de la década de 1940, cuando Elizabeth Smart vivía en una colonia de escritores en Big Sur, California. Publicado por primera vez en 1945, este libro constituye un visceral viaje al corazón humano, al tiempo que articula como pocas cosas en el mundo, el incomprensible calvario en el que se puede tornar el amor, todo con un lenguaje en el que cada oración, cada palabra está cargada de una urgencia y una crudeza que hace que los sentidos del lector permanezcan sin descanso durante toda la lectura. Elizabeth Smart divide el texto en diez capítulos, en los cuales nos va entregando sus revelaciones sobre el amor, y a medida en que se van recorriendo cada una de estas estaciones es posible asistir al paulatino proceso en el que una vida se hace insoportable, instalando como únicas perspectivas válidas para ese sufriente ser enamorado la muerte o un alejamiento radical.
Aún cuando Elizabeth Smart apunta alto con este libro, esto es, a borrar la trillada frontera entre literatura y vida, lo autobiográfico de la obra sí logra dejar en claro que la tragedia del amor es siempre personal, y es desde esa condición que la autora echa mano a la literatura para transformar su experiencia, para articular, con una honestidad ejemplar, la experiencia que Elizabeth Smart ansiaba vivir, y que terminó por padecer.
Fiel al genuino derrotero del artista, Elizabeth Smart despliega, con encomiable valentía, un arsenal de herramientas para transformar el sinsentido del desamor en una manifestación literaria de tomo y lomo, en un objeto artístico parido desde los intersticios del dolor punzante, dotado de una imaginería deslumbrante, y que se conecta con Macbeth, Rilke y el Cantar de los Cantares, entre otros textos, entretejiendo un entramado que recoge el testimonio de la literatura de su época, heredera de obras como la de T. S. Eliot, donde los fragmentos, las referencias y la hipertextualidad conforman un mosaico que enuncia la miseria del desamor.
Tal como en las tragedias griegas, la fatalidad, la devastación del corazón es inevitable. Elizabeth Smart nos presenta este destino manifiesto al poner por escrito un amorío en el que participan tres personas, y que a medida que va avanzando en su desarrollo va dejando en evidencia que la vida se hace insoportable, dejando como salida solamente la muerte, o el alejamiento extremo; escribe Elizabeth Smart: “Yo no pude elegir. Para mí no hay cruce de caminos (…) ¿Cómo puedo hallar el alivio de los pájaros que día a día construyen su nido? La necesidad no me ofrece alas de terciopelo para salir volando. De veras estoy, y mortalmente, herida por las semillas del amor”.
Con el tiempo “En Grand Central Station me senté y lloré” se transformó en un libro de culto y Elizabeth Smart en una misteriosa heroína, considerada un antecedente a escritores como Jack Kerouac, y eternizada como una mujer a quien su musa liberó y a la vez terminó por destruirla.


Elizabeth Smart
“En Grand Central Station me senté y lloré”
Ed. Periférica, Cáceres, 2009, 160 págs

*Publicado originalmente en Hueders N°9, agosto de 2010

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