lunes, 13 de diciembre de 2010

Una piscola desvanecida

Harto alta dejó la vara Alberto Fuguet con su celebrado Missing, que uniformó casi a la totalidad de la crítica literaria local en un solo canto de alabanza ante lo que parecía asomar como el destape de un escritor que siempre da que hablar, pero nunca dio tanto para leer y, al mismo tiempo, aplaudir. Estos antecedentes abrieron el apetito lector de cara a Aeropuertos (Ed. Alfaguara, 2010), su última entrega, y lo que es su vuelta a la ficción que nos tiene acostumbrados Fuguet, o en otras palabras, la evidencia palmaria de que Fuguet no sólo recae en esa ficción desastrosa en la que parece definitivamente haberse quedado pegado, sino que consigue mandar a la porra todo lo bueno que empezaba a proyectar en Missing.
El libro trata sobre las vidas de Álvaro, Francisca y el hijo de ambos, Pablo (en rigor Pablo Honey, un tributo que Radiohead no necesita), a lo largo de un lapso que comprende la concepción del muchacho (mediante sexo quinceañero de desquite) por parte de los entonces adolescentes Álvaro y Francisca, y la milagrosa fuerza del cariño que surge entre el muchacho y su padre, que, muy a lo Marrón Glacé, se materializa cuando el sufrido chiquillo llama por primera vez “papá” su progenitor. En medio de todo esto, el niño nace, vive con la madre y la abuela en Vitacura, después llega a la adolescencia al alero de una madre sufriente y un padre ausente, intenta suicidarse, entre otras yerbas.
No es tan claro que se necesiten raudales de talento para construir ciertos personajes de los libros de Alberto Fuguet, lo que sí hace falta es paciencia o estómago para soportar las cotas de estupidez que pueden alcanzar los caracteres que circulan por Aeropuertos, sin contar lo insoportable que es tratar de navegar por el castellano a las patadas en el que escribe el autor de Mala onda, todo descuidado, telegramático, olvidado de la sintaxis, con términos noventeros o gringos que ya no pinchan ni cortan como cool, freak o la palabra “mal” usada en solitario y atildada; o los diálogos torpes en contenido y construcción (el abuso de los puntos suspensivos da cuenta de ello). Sin olvidar la insufrible manía del autor de nombrar y nombrar marcas y hacer placement (vicio muy a lo Easton Ellis, que más encima copian los desafortunados émulos de Fuguet, como Hernán Rodríguez Matte), al punto que es bien factible creer que el autor debe tener alguna especie de contrato con la farmacéutica que fabrica el ansiolítico Ravotril. Esto coronado por el tic escritural del autor: salpicar el libro de desabridas referencias pop cinéfilas y musicales.
Nos detenemos en los personajes, pobres víctimas de un destino cruel y destructivo como es el tener un hijo fuera del matrimonio en el deep Vitacura, como lo indica el cliché. Álvaro es un pelotudo de campeonato, Francisca no es más que una pobre, sola y pusilánime pájara, y su hijo Pablo es –cae de cajón- un pendejo malcriado. Ninguno despierta la más mínima empatía de tan insustanciales que son. Entre esta galería de maqueteados caracteres, hay también caídas feas, como por ejemplo Álvaro, que le recrimina a Francisca su deseo de comerse una hamburguesa en Viernes Santo (“es pecado”, dice), pero que años antes la hinchó hasta la saciedad para que abortara. Curioso.
En cuanto al argumento en sí, surgen las siguientes preguntas ¿qué clase de lección de vida nos quiere inculcar Fuguet con una novela que oscila por momentos entre campaña contra el aborto, tanda de comerciales, o el refrito de Cuentos con Walkman (1993)?, ¿con qué clase de remezón vital nos quiere zamarrear el autor, si nos presenta un drama añejo y anodino hasta el bostezo?, ¿hacernos creer que la familia que se droga unida, permanece unida?
Es oficial: la piscola noventera que Fuguet preparó ha terminado por desvanecerse casi dos décadas después, dejando nada más que un caldo tibio, insípido y aguachento. La inautenticidad y lo forzado son el gran freno de mano de las páginas de esta fallida novela, partiendo por el título, de incidencia poco reconocible en el texto. Le podrían haber puesto Ravotriles y habría andado mejor. Poco más queda agregar, salvo que Aeropuertos es una total involución de un autor que estaba haciendo la cola para sacar el título de escritor serio, pero que, cual Metrópoli, vuelve a la partida, esto es, a ser un escritor joven, difícil de entender, algo molesto y que de literatura le falta bastante que aprender. Mal.


Alberto Fuguet
“Aeropuertos”
Ed. Alfaguara, Santiago, 2010, 188 págs.

*Publicado originalmente en Revista Intemperie, 13 de diciembre de 2010

2 comentarios:

Anónimo dijo...

¿por qué opinas siempre exactamente lo mismo que el resto de los críticos?

jisa dijo...

Estimado señor anónimo,

Yo doy la cara, y me gusta hablar con gente que hace lo propio.
Cuando usted se identifique como corresponde, no tengo ningún inconveniente en contestarle.

Saludos.