jueves, 30 de diciembre de 2010

Otra vez de cero

En este año 2010 que se va, uno de los libros más esperados era “Suites imperiales”, la última entrega de Bret Easton Ellis, que Mondadori trae a los lectores castellanos, con esa consabida e insufrible cortapisa que ello implica: la traducción. Tal como sucede en “Snuff”, de Chuck Palahniuk, es una odisea pelear contra el español de España, aunque en el caso del libro de Ellis es menos fastidioso, dado que no usa tantos localismos ni groserías. De todas formas, Latinoamérica merece una traducción propia, con menos gilipollas, tíos y pringaos.
Easton Ellis escoge volver al principio, y hace de “Suites imperiales” la secuela de “Menos que cero”, la novela que le granjeó un nombre al autor hace 25 años. Escrita en primera persona, “Menos que cero” es el soliloquio amoral del joven, acaudalado y drogadicto Clay, cuya vida sin sentido marcaría el ritmo de la ficción de Easton Ellis, que tuvo su big bang con “American Psycho”, seis años después. En “Suites imperiales”, Clay es un cuarto de siglo más viejo, tiene más dinero, y ahora ha ganado cierta influencia, pues es un guionista exitoso, aún cuando los guionistas en Hollywood pesan menos que un paquete de pop corn vacío. Así las cosas, Clay conoce a Rain, una actriz pésima pero despampanante, con quien transa sexo en profusión (y termina enamorándose) a cambio de un rol en la película para la cual Clay escribió el guión. El elemento perturbador lo provee el acoso que sufre el protagonista, aportando paranoia a la mezcla, que con el sexo, la violencia, las drogas (encarnadas en el dealer, Rip, también resucitado de la novela original) y los cadáveres (como el de Julian, cuya muerte se transforma en el eje del libro), arman la ensalada eastonellisiana, salpimentada con esa consabida denuncia de clase, que ha llevado a algunos a compararlo con Scott Fitzgerald, revelando las miserias tras un mundo de fastuosas fachadas.
Easton Ellis, como ya se ha hecho costumbre, vuelve sobre sus pasos, se zambulle en la metaficción y encuentra en sí mismo el material para seguir escribiendo. De hecho el libro comienza con esta frase: “habían hecho una película sobre nosotros”, una clara autorreferencia al filme “Menos que cero” (1987), a lo que hay que agregar los epígrafes que abren la novela, de Elvis Costello y Raymond Chandler, que ilustran más la trama del chiste. No obstante, en esta pasada se nota que los años han templado algo esa afilada y amoral pluma, dotando de algún significado el ennui -ese vacío, mezcla de tedio y sinsentido, que acarrea el paso del tiempo- presente en esta novela.
Algo se ha avanzado desde drogadictos o asesinos que no pueden experimentar ni una pizca de culpa o remordimiento por sus actos, aún cuando la lectura de estas “Suites” pueda procesarse tan rápido como la novela primigenia que Easton Ellis decidió recalentar. Con todo, “Suites imperiales” no deja de ser la continuación, el déjà vu de la nadería que es “Menos que cero”, donde el decorado californiano es una fachada excitante del baldío, y sigue estando presente el sermón de que en un mundo donde abunda el poder, el dinero y las drogas, sus integrantes pierden toda integridad, algo que Bret Easton Ellis ya nos lo dijo, y de formas no muy distintas a estas “Suites imperiales”.


Bret Easton Ellis
“Suites imperiales”

Mondadori, Barcelona, 2010, 149 págs.


*Publicado originalmente en El Periodista N° 200, 30 de diciembre de 2010

viernes, 24 de diciembre de 2010

Dígalo con música

No vamos a hacer acá un recuento de todo lo que el año bicentenario le trajo a Chile, pero sí bien podemos considerar como uno de los puntos altos del año editorial la edición en castellano de “Nocturnos”, el primer volumen de cuentos del escritor anglojaponés Kazuo Ishiguro (1960), luego de seis novelas que le han valido fama mundial, entre las cuales “Lo que queda del día” puntea por su aplaudida versión cinematográfica, en la que tal vez el mejor Anthony Hopkins encarna al siempre impertérrito y servicial mayordomo Stevens.
El diccionario nos dice que un nocturno es una “pieza de música vocal o instrumental, de melodía dulce, propia para recordar los sentimientos apacibles de una noche tranquila”. Así las cosas, Ishiguro (alguna vez guitarrista y miembro de un coro, él mismo) usa la música como eje de sus relatos, y tal como lo hace en sus novelas, acá la elegancia sensible acompasa los relatos, transformando este pequeño quinteto en una selecta pieza literaria, que se abre con “El cantante melódico”, en donde Tony Gardner, un viejo cantante americano viaja a Venecia con su esposa Lindy. Ahí Gardner contrata a Jan, un guitarrista polaco que no cabe en sí de orgullo, al ser seleccionado por un cantante que admiró en sus años de niñez en la Polonia comunista para cantarle una serenata a su esposa. Así Jan se transforma en el narrador de la historia (una voz que se mantiene pareja en todos los relatos), en la ya conocida modalidad que Ishiguro implantó en su novelística, con frecuentes flashbacks a episodios pasados que, reconstruidos en el presente, revelan mucho más de lo que se quería con el mero ejercicio de recordar.
Sin embargo, de todo el conjunto, la cumbre es “Come rain or come shine”, donde Ishiguro gira el conjunto con un humor, que se intensifica hasta el absurdo en “Nocturno”, protagonizada por un saxofonista abandonado por su esposa, es persuadido por su manager para que se someta a una cirugía estética que lo haga más “marketeable” y levante una carrera de capa caída. En esta historia reaparece Lindy Gardner, quien tal como el saxofonista, se recupera de un lifting en un lujoso hotel
Con antecedentes como “Lo que queda del día”, bien podría pensarse que “Nocturnos” transitaría por derroteros similares, navegando en una melancolía algo deslavada, en la que los pocos momentos de asueto o distracción harían pensar inevitablemente en los momentos perdidos, en las oportunidades desperdiciadas. Sorprendentemente, Ishiguro logra revertir cualquier posible estancamiento en una fórmula conocida introduciendo la farsa, el absurdo y el humor. Si bien hay relaciones que no se concretan, amores que no alcanzan a revivir ni siquiera al calor de las más melosas melodías, es la comedia lo que balancea este conjunto.
A primera vista, este conjunto puede parecer algo inexpresivo, quizás soso porque no hay un gran riesgo formal, pero como sucede con las buenas piezas musicales, las sucesivas escuchas terminan por instalar la melodía en la mente, y cada repaso regala elementos ocultos, notas inadvertidas que enriquecen a cada momento, como la samba de una nota, una secuencia de tonos similares, agridulces, siempre atrayentes. Como un eco. Como una canción querida en un loop imperturbable.


Kazuo Ishiguro
“Nocturnos. Cinco historias de música y crepúsculo”
Ed. Anagrama, Barcelona, 2010, 249 págs.


*Publicado originalmente en Revista Grifo N°20, diciembre de 2010

miércoles, 22 de diciembre de 2010

Más allá de la miseria

El nombre de Rodrigo Olavarría (Puerto Montt, 1979) se movía furtivo por la poesía chilena de los últimos años, aún cuando su trabajo literario ha sido permanente, especialmente en el ámbito de la traducción, la creación de antologías y la orgnización de eventos poéticos. De hecho, poco ruido generó una importante traducción que Olavarría realizó del poema Howl, de Allen Ginsberg, ni más ni menos que por la prestigiosa editorial Anagrama. Un suceso literario que debió haber levantado algo más de polvo del que efectivamente levantó. Sin embargo lo que aún estaba por verse era el debut del autor en un libro publicado, pues poemas suyos han circulado profusamente en revistas y sitios web, pero faltaba el libro de Rodrigo Olavarría en los anaqueles.
Esa espera culminó con la aparición de Alameda tras las rejas (aún se mantiene inédito otro libro de poemas, La noche migratoria), publicado por la editorial Calabaza del diablo. Acá un aparte respecto de la edición del libro. La encuadernación se rompe apenas al abrirlo, lo que da cuenta de que ciertas editoriales como la que alberga el libro de Olavarría descuidan bastante la dimensión material del mismo, privilegiando los contenidos por sobre una edición de calidad, que haga durable el ejemplar.
Ya en el texto, Olavarría presenta un diario de vida, un cuaderno de notas de su tiempo, un ejercicio riesgoso, puesto que es sabido que el diario de vida es el punto de partida de las inquietudes literarias del prójimo, y es ahí mismo donde sucumben muchos sueños librescos ante textos empalagosos, clichés, o bien, insustanciales. La práctica del diario de vida ofrece esa cortapisa, el ser un reservorio bastante dudoso de “nuestras cosas”, que, en buenas cuentas no tienen mayor interés para nadie, salvo para el autor o autora de esos recuerdos, pensamientos, sentimientos o palabras. Nada de eso sucede en el caso de Olavarría, quien presenta un texto suelto, franco y abierto, descarnado por momentos, y absurdamente gracioso por otros, pero siempre recio en ideas, observaciones justas y reflexiones aquilatadas sobre el cotidiano devenir de un hombre, que cae, tropieza, bebe, piensa, lee, escucha música (campo que el autor conoce y domina bastante, a juzgar por los agudos comentarios musicales que ha publicado en más de un lugar), ve películas y chapotea de amor en amor, nunca sin mella. Miles de personas emprenden este ejercicio a diario, pero muy pocos tienen el oficio para que la bitácora diaria logre sobrepasar la línea de flotación. El resto se hunde en un infumable océano de reflexiones de poca monta.
Harto apartado de ese cursi espectro del “Querido diario”, lo que ofrece Olavarría cuenta con más de una virtud. Si bien, el que nos veamos identificados con lo que el autor plasma en la página no es necesariamente un certificado de calidad suficiente de una obra literaria, no deja de ser bienvenida la posibilidad de que quien lee pueda verse reflejado en lo narrado, espejear una humanidad, sin más. Eso sucede con Alameda tras las rejas, en cuya contratapa hay una declaración de intenciones bastante contundente: “A mí no me interesa la literatura, lo que yo estoy haciendo es escribir un libro”. Así, ataduras despejadas, no es raro sentirse interpelado, o bien comprender con facilidad lo que padece el protagonista (nos tomaremos la licencia de llamarlo así) del libro, llegando a hacer reír por momentos, lo que ya es harto pedir en los tiempos que corren.
Más luces al respecto surgen en el texto: “Hice un pacto conmigo mismo, no cambiar una sola línea de lo que estoy escribiendo. No me interesa perfeccionar esto ni mis acciones, me gustaría creer que no siento nostalgia, que no intentaría cambiar nada en el pasado aunque pudiera”. Esta expresión de honestidad se canjea por algo que en este libro abunda y que es su gran tesoro: belleza poética. Si bien, Olavarría intercala versos y textos de otros formatos como e – mails, casi todo el libro cuenta con la rara exactitud, con la balanceada fuerza de lo poético, “Tú amabas la palabra acromegalia y yo aprendí a amarla en tu boca como los idiomas que nacían de ti los sábados por la tarde”; “Dijiste que me ibas a dejar a la micro, acepté pero apenas reconocí el sonido de nuestros pasos juntos te dije que te volvieras, que estabas enferma, que te sentías mal, que no habláramos de amor o de cosas que no se pueden desatar, entonces me alejé caminando, tomé locomoción y lloré todo el camino de vuelta a casa”.
Retomando el antiliterario lema de Olavarría, esta declaración se desenvuelve feliz en un texto directo, contundente, no dejando paso a lo artificioso ni al embeleco gratuito. Si este diario es de vida, es porque sus páginas pujan una honestidad graciosa. Cuando no escribe en una prosa sensible y exacta, o intercala versos, Olavarría echa mano a herramientas como el absurdo, desarmando la lástima que podrían inspirar ciertos pasajes del libro, anulando la inútil compasión que podría surgir en la lectura. Así, diluyendo ese callejón sin salida que es la lástima, abre paso, avanza más allá de la miseria, bosquejando el perfil de un autor que es dueño de sus circunstancias, y aún más dueño de las formas y técnicas para expresarlas y vivificarlas, en belleza, en valentía, componiendo uno de los mejores libros del año 2010.

Rodrigo Olavarría
“Alameda tras las rejas”
Ed. Calabaza del diablo, Santiago, 2010, 101 págs.


*Publicado originalmente en Revista Intemperie, 21 de diciembre de 2010

lunes, 13 de diciembre de 2010

Una piscola desvanecida

Harto alta dejó la vara Alberto Fuguet con su celebrado Missing, que uniformó casi a la totalidad de la crítica literaria local en un solo canto de alabanza ante lo que parecía asomar como el destape de un escritor que siempre da que hablar, pero nunca dio tanto para leer y, al mismo tiempo, aplaudir. Estos antecedentes abrieron el apetito lector de cara a Aeropuertos (Ed. Alfaguara, 2010), su última entrega, y lo que es su vuelta a la ficción que nos tiene acostumbrados Fuguet, o en otras palabras, la evidencia palmaria de que Fuguet no sólo recae en esa ficción desastrosa en la que parece definitivamente haberse quedado pegado, sino que consigue mandar a la porra todo lo bueno que empezaba a proyectar en Missing.
El libro trata sobre las vidas de Álvaro, Francisca y el hijo de ambos, Pablo (en rigor Pablo Honey, un tributo que Radiohead no necesita), a lo largo de un lapso que comprende la concepción del muchacho (mediante sexo quinceañero de desquite) por parte de los entonces adolescentes Álvaro y Francisca, y la milagrosa fuerza del cariño que surge entre el muchacho y su padre, que, muy a lo Marrón Glacé, se materializa cuando el sufrido chiquillo llama por primera vez “papá” su progenitor. En medio de todo esto, el niño nace, vive con la madre y la abuela en Vitacura, después llega a la adolescencia al alero de una madre sufriente y un padre ausente, intenta suicidarse, entre otras yerbas.
No es tan claro que se necesiten raudales de talento para construir ciertos personajes de los libros de Alberto Fuguet, lo que sí hace falta es paciencia o estómago para soportar las cotas de estupidez que pueden alcanzar los caracteres que circulan por Aeropuertos, sin contar lo insoportable que es tratar de navegar por el castellano a las patadas en el que escribe el autor de Mala onda, todo descuidado, telegramático, olvidado de la sintaxis, con términos noventeros o gringos que ya no pinchan ni cortan como cool, freak o la palabra “mal” usada en solitario y atildada; o los diálogos torpes en contenido y construcción (el abuso de los puntos suspensivos da cuenta de ello). Sin olvidar la insufrible manía del autor de nombrar y nombrar marcas y hacer placement (vicio muy a lo Easton Ellis, que más encima copian los desafortunados émulos de Fuguet, como Hernán Rodríguez Matte), al punto que es bien factible creer que el autor debe tener alguna especie de contrato con la farmacéutica que fabrica el ansiolítico Ravotril. Esto coronado por el tic escritural del autor: salpicar el libro de desabridas referencias pop cinéfilas y musicales.
Nos detenemos en los personajes, pobres víctimas de un destino cruel y destructivo como es el tener un hijo fuera del matrimonio en el deep Vitacura, como lo indica el cliché. Álvaro es un pelotudo de campeonato, Francisca no es más que una pobre, sola y pusilánime pájara, y su hijo Pablo es –cae de cajón- un pendejo malcriado. Ninguno despierta la más mínima empatía de tan insustanciales que son. Entre esta galería de maqueteados caracteres, hay también caídas feas, como por ejemplo Álvaro, que le recrimina a Francisca su deseo de comerse una hamburguesa en Viernes Santo (“es pecado”, dice), pero que años antes la hinchó hasta la saciedad para que abortara. Curioso.
En cuanto al argumento en sí, surgen las siguientes preguntas ¿qué clase de lección de vida nos quiere inculcar Fuguet con una novela que oscila por momentos entre campaña contra el aborto, tanda de comerciales, o el refrito de Cuentos con Walkman (1993)?, ¿con qué clase de remezón vital nos quiere zamarrear el autor, si nos presenta un drama añejo y anodino hasta el bostezo?, ¿hacernos creer que la familia que se droga unida, permanece unida?
Es oficial: la piscola noventera que Fuguet preparó ha terminado por desvanecerse casi dos décadas después, dejando nada más que un caldo tibio, insípido y aguachento. La inautenticidad y lo forzado son el gran freno de mano de las páginas de esta fallida novela, partiendo por el título, de incidencia poco reconocible en el texto. Le podrían haber puesto Ravotriles y habría andado mejor. Poco más queda agregar, salvo que Aeropuertos es una total involución de un autor que estaba haciendo la cola para sacar el título de escritor serio, pero que, cual Metrópoli, vuelve a la partida, esto es, a ser un escritor joven, difícil de entender, algo molesto y que de literatura le falta bastante que aprender. Mal.


Alberto Fuguet
“Aeropuertos”
Ed. Alfaguara, Santiago, 2010, 188 págs.

*Publicado originalmente en Revista Intemperie, 13 de diciembre de 2010