martes, 10 de mayo de 2011

La inmundicia y la furia

Una primera mirada a Canciones punk para señoritas autodestructivas (Das Kapital, 2011), libro de cuentos del profesor de castellano y editor de medios Daniel Hidalgo (Valparaíso, 1983), permite percibir a quien lee una propuesta literaria que no da concesiones, con una fuerza basada en el falta absoluta de pudor, y de poner por escrito los flagelos que asfixian esta sociedad chilena (focalizada en Valparaíso en este caso), como la drogadicción, la violencia gratuita y la pobreza, entre otras obscenidades varias que pintan el diario vivir en la copia feliz del Edén.
Hidalgo abraza esa estética del espanto, y la transforma en el eje de cuentos como “Barrio Miseria 221” (título de una novela del propio Hidalgo, publicada el 2007), sin importar el asco o la náusea del lector, todo en clave punk porteño, haciéndose cargo de una realidad tapada por fea, oculta por repugnante. Hidalgo hace manifiesto ese mundo escondido, dando a su relato una dimensión, digamos, política al visibilizar la desdicha sistémica de una ciudad como Valparaíso, aun sirviéndose de obras existentes, pues en “Barrio Miseria 221” es imposible no reconocer el tributo del autor al libro Ciudad de Dios, o a la película Ciudad de Dios. Tanto el esquema como los personajes son muy parecidos, basta cambiar la samba por rock decadente, o la cachaça por ron o vino en caja. La violencia del gueto es la misma, el poder basado en el tráfico de droga, las ganas de abandonar ese infierno también.
Volviendo a la obra de Hidalgo, este libro contiene siete cuentos que muestran cierta pachorra, cierto desparpajo adolescente. Sin embargo, el recorrido también da cuenta de algunas trabas, donde la más notoria es el estilo. Con cierto desconsuelo se puede decir que Hidalgo no puede dejar atrás la molesta manía de usar en exceso el punto seguido, vicio que casi es una tarjeta de presentación del escritor novel de estos lados del mundo (¿por qué los jóvenes escritores desprecian las comas y las frases más largas?), junto con las frases cortas a renglones seguidos. Por lo tanto el ritmo en varios pasajes del libro se reduce al del telegrama o el de la gotera. Al mismo tiempo que el autor va destapando los cartones del basural material y espiritual que es el Valparaíso de estas Canciones punk, nos va ilustrando con efectismo y cierta prédica adolescente (esto es, arbitraria) el sentir de los personajes.
El mejor cuento del volumen es “Ella era una chica indie”. Acá Hidalgo muestra más soltura, al tiempo que va deslizando dotes de crítica al esnobismo de cierta juventud semiculta de su tiempo. Aunque hay un discurso morigerado por la ingenuidad adolescente y sentimental del narrador, con juicios de un carácter quinceañero, frustrado, vehemente pero a la vez meloso, “el sexo es el mejor de los lenguajes porque no requiere de ningún análisis semiótico, solo entrar y salir, dar y recibir”.
Con todo, Hidalgo no se la deja fácil al lector, la lectura de estos cuentos es lenta, amarga, nada liviana. Por cierto que es una opción del autor, quien elige cargar las tintas en el malestar social, anclado sin solución en la grasa de las capitales como Valparaíso. Este escritor porteño no deja de utilizar el recurso manido de la referencia pop y el namedropping musical, pero esta táctica pareciera no tener mucha razón de ser al interior del libro, puesto que ese floreo pierde piso ante el eje urgente que plantea la miseria humana y urbana, que se toma la escena y se transforma en el nervio del volumen.
Canciones punk para señoritas autodestructivas es un primer intento que no debe ser desechado. Está lejos de la perfección, pero está instalado en ese interregno que puede ser superado por un autor que demuestra condiciones, sí y sólo sí es capaz de superar los vicios y las muletillas que se encuentran en este libro. Temáticamente las opciones de Hidalgo están claras, y por eso hay ahí un camino que vale la pena transitar, solamente basta que el oficio del autor se vaya puliendo y superando las cortapisas –sobre todo estilísticas- que hacen ruido, como por ejemplo ciertas metáforas siúticas (“entro en ella como los gygas (sic) en su iPod. Le pongo el pendrive y libero toda mi información en el puerto USB de sus más bellas emociones”), o una redacción más meticulosa.
Los árboles punk no dejan ver el bosque miserable que es el Valparaíso que Hidalgo quiere mostrar. Por lo tanto, para el futuro, bien vendría que Daniel Hidalgo baje el volumen y deje hablar a la infelicidad que en Chile nunca falta.

Daniel Hidalgo
“Canciones punk para señoritas autodestructivas”
Das Kapital Ediciones, Santiago, 2011, 175 págs.


*Publicado originalmente en Revista Intemperie, 10 de mayo de 2011

lunes, 2 de mayo de 2011

Ese tic llamado chilenidad

Una rápida definición de diccionario del término “tic” nos señala que éste es un movimiento involuntario, que ocurre sin motivo aparente, involucrando a ciertos grupos musculares, que se contraen sin querer. Pues bien, ese ha sido el pie forzado a partir del cual la periodista, académica y magíster en literatura Cecilia García Huidobro se embarca en el siempre espinoso deporte del análisis de lo chileno, de cómo se habla acá, de lo que se dice en la calle, y otras costumbres locales, tal vez intentando ser un epígono de Coco Legrand, quien desde la tarima del escenario es viejísimo zorro en las lides del escrutinio a lo criollo, un crack del deporte nacional del autoexamen en clave humorística.
Una muestra más de esa irrenunciable costumbre es el libro Tics de los chilenos. Vicios y virtudes nacionales según nuestros grandes cronistas, relanzamiento de esta obra de Cecilia García-Huidobro, que publicó originalmente en 1998 la editorial Sudamericana y que diez años después vuelve a circular, corregido y aumentado, de la mano de la editorial Catalonia. Teniendo en cuenta que se lanzaron con sólo meses de diferencia, este libro quizás se alza como el reverso literario y políticamente correcto de Siútico (2008), el prodigioso trabajo del periodista Óscar Contardo, y que dejó la vara bastante alta en lo que se refiere a exploración y análisis concienzudo de lo peor de lo nuestro.
Desde ya recalquemos que el ejercicio de la autoexaminación es siempre bienvenido, porque siempre hay que estar alerta cuando se trata de nuestras zonas erróneas. Al mismo tiempo, esta gimnasia introspectiva y revisionista no es nada nuevo y se ejerce a todo nivel, y con una pantagruélica cantidad de diagnósticos y opiniones (basta parar oreja en las micros), todas ellas muy discutibles, y derechamente equívocas en su mayoría. Esto puesto que acotar las medidas de lo nacional es una empresa titánica por decir lo menos, y los lugares desde los que se opina son tantos como chilenos pisan la faz del planeta. Y tengamos en cuenta también que el autoestudio es patrimonio de todos los pueblos, en todos lados se cuecen las habas espejeantes de la conciencia propia, del lavado en casa de los trapos mugrientos. El intentar responder la eterna interrogante del “cómo somos” es y será siempre una necesidad humana, en la que se puede caer fácilmente en la hiperventilación y la paranoia de ver tics, deslices y trizaduras hasta en la sopa. Volviendo a la antedicha comparación con la obra de Óscar Contardo, hay distancias insalvables entre ese libro y éste, puesto que García Huidobro plantea el juego de espejos de forma bien amable y edulcorada, dejando que sean terceros los que analicen mediante el expediente de la crónica, ciertos atavismos que no dejan de generar curiosidad o extrañeza ante la repetición, resaltando acá más la importancia de cuestiones de estilo o literatura; mientras que el libro de Contardo es, ni más ni menos que un hundimiento hasta los codos en la inmundicia de una sociedad con vergonzosos prejuicios y espantosas brechas sociales, que jalonan los mecanismos y dinámicas más oscuros y permanentes de nuestra sociedad, y, para peor, en franco aumento en el festivo año del Bicentenario.
Digresiones hechas, entremos de lleno a lo que importa, al libro de Cecilia García-Huidobro (que para su gran detrimento, posee una de las portadas más feas y deslucidas que se han puesto en circulación en los últimos años), pensadora de amplias credenciales, premiada editora por años de la Revista de Libros del diario El Mercurio, y que por estos días tiene firmemente agarrado el timón de la Facultad de Comunicación y Letras de la Universidad Diego Portales. García-Huidobro intenta abordar una empresa de suyo peliaguda, pero sortea el obstáculo recurriendo a terceros, echando mano a las crónicas de consagradas plumas nacionales como Joaquín Edwards Bello, Gabriela Mistral, Luis Oyarzún, Vicente Huidobro, Eduardo Anguita, Jorge Edwards y Roberto Merino, entre otros, conformando un cuadro variopinto, cronológicamente extenso y bien seleccionado en su gran mayoría, en donde se hace examen de una variedad de tics, razonables e identificables por parte del ciudadano de hoy los más nuevos, mientras que los más antiguos, catastrados por los escritores más señeros, testigos directos de aquellas taras vernáculas, son más bien añejas fotografías de museo, antes que instantáneas frescas, apelando más a lo arqueológico que al puntilloso análisis de actualidad. Hasta ahí todo bien, sobre todo cuando la crónica chilena demuestra, hoy por hoy, una calidad que da gusto. Sin embargo, al poco andar, hay algunas cuestiones que merecen comentario. La primera es que vemos una sobrepoblación de notas a pie de página (una de ellas ocupa casi la mitad de un folio) que harían mucho menos ruido en un paper académico, lo que es algo contradictorio en un libro que, según se advierte previamente al lector, “no aspira a ser exhaustivo ni completo”. Las notas podrían –y debieran, para mantener la consonancia con el tenor liviano al que aspira el libro- borrarse, sin perjuicio alguno para el libro, sino todo lo contrario.
Es al interior de las crónicas donde reside el gran “pero” de este libro. Para ilustrar este punto, una situación práctica. A casi todos nos gusta ir al cine a ver una buena película, nos gusta instalarnos en la oscuridad y establecer un mágico diálogo con las imágenes proyectadas en la pantalla grande, con la menor cantidad de interrupciones que sea posible; pero de repente quien tenemos al lado se pone a comentar la película, a cuchichear e instalar un fastidioso zumbido cuando lo que debiera imperar en la sala es el silencio en el respetable. La escena no es ideal, sino más bien, algo molesta. Algo por el estilo sucede en más de un pasaje de este libro con la maniobra que hace García-Huidobro al introducir sus frases y comentarios en cursiva en medio de las crónicas. Y donde este no muy agradable ejercicio se nota particularmente disonante es en el apartado de Pedro Lemebel, con largueza el mejor cronista que está en actividad hoy en Chile y quizás en la lengua castellana. El estilo de Lemebel es inconfundible e irrefutable, tiene como signatura una desmesura coral tan bien articulada e hilada que rompe los moldes estilísticos y sobresale de los marcos genéricos sin chirriar nunca. Intervenir tal performance, osar terciar en ese despliegue fenomenal y rítmico del idioma es, a todas luces, un faux pas comparable a entrometerse en un antipoema parriano. El cortocircuito y la voladura de fusibles son inevitables. Porque Lemebel hay uno solo, y cuando habla hay que guardar silencio y escuchar, como cuando hablan los grandes.
Recurriendo al argot de los relatores de fútbol, Cecilia García-Huidobro debió haberse comportado más como los árbitros que dirigen bien los partidos, esto es, que pasan totalmente inadvertidos, casi de incógnito en la cancha, pero sin que se les arranque la brega en ningún momento, con una presencia ausente, y en lo fundamental ordenadora. Esta pugna polifónica por el protagonismo al interior de la obra, este gallito conversacional contrahecho entre la responsable del conjunto y los cronistas reunidos es prescindible (a modo de ejemplo, en el apartado dedicado al escrito de Enrique Lafourcade, la crónica había terminado, sin embargo Cecilia García-Huidobro se quedó con la última palabra), y pudo zanjarse de más de alguna forma, como reemplazar las citas por subtítulos (entendiendo que el propósito de las primeras era enriquecer los escritos, sin alterar su continuidad) y, si era absolutamente imperioso incluirse en el volumen, ampliar las notas introductorias y el prólogo, para que la autora opinase a sus anchas, pero en un lugar menos invasivo.
Con todo, Tics de los chilenos no deja de ser un libro sugestivo y animado, esto porque que una antología de crónicas escritas por autores que tienen trayectoria y un peso específico bien definido es, hoy por hoy, casi lo mismo que plata en el banco. En este sentido, la temática del libro puede pasar a un plano inferior, puesto que están reunidos en un solo volumen casi todos los escritores que marcaron el siglo XX literario en Chile, y a los que más encima se suman los que están llamando la atención en la centuria que comienza. Así, cabe destacar un segundo propósito, más obvio y simple, que también puede haber albergado la autora en sus propósitos: el conformar, sin más, una antología de crónicas de los mejores expositores chilenos del género, relegando al escrutinio de nuestras costumbres al estatus del mero decorado. Con este panorama (que se conforma como una sandía calada), la autora descansa en el conjunto, que, por cierto, está muy bien escrito por los autores incluidos, quienes aunque tratan un tema que es más viejo que un cerro, será siempre pasto tierno para observadores bueyes futuros que, masticando libros como este, rumiarán sobre lo que somos o lo que no somos, lo que decimos o callamos, lo que creemos y lo que descreemos, sobre el eufemismo y el fariseo; en resumen, se rumiará por siempre ese gran tic llamado chilenidad.


*Publicado originalmente en Revista Aisthesis, Instituto de Estética PUC, N°48