Por
estos días el país asiste al jubileo de oro de Sábados Gigantes, ese
incombustible espacio televisivo cuya data ocupa un cuarto de la vida
independiente de Chile. Dentro de sus personajes más recordados se encuentra el
“Chacal de la trompeta”, una suerte de desgarbado verdugo que cortaba, en plena
nota, las aspiraciones musicales del ciudadano común que iba a exponer al Chile
televisivo dudosas dotes de cantante, a cambio de un premio en dinero o especies.
Pues bien, valga esta mención, porque alguien debió haber hecho resonar el
corno mientras el escritor chileno Marcelo Lillo (1963) redactaba, e
interrumpir la escritura de Niebla City,
su última y fallida entrega.
Antes
de entrar en materia, algunas menciones para el sello que publica este libro,
Seix Barral. Es extraño que una editorial, digamos, seria, publique un libro
cuya solapa dice lo siguiente: “Marcelo Lillo estudió algunas cosas (¿?) y
trabajó en otras tantas (¿?), hasta que el 2002 se dedicó exclusivamente a
escribir. Vive en algún lugar (¿?) del sur de Chile” (los signos de
interrogación son nuestros). Reiteramos, es raro que una editorial como Seix
Barral caiga en ligerezas de esta laya, ya que, aún cuando ya haya sido hace
años fagocitada por la multinacional Planeta, tiene un halo de prestigio que
debiese intentar conservar, pero que se dispara en el pie al permitir la
publicación de un libro que incluye una solapa tontorrona, empapada del
amateurismo y la rebeldía pasada por agua propios de una autoedición.
Volviendo
a nuestro autor, el caso de Marcelo Lillo se jalona por el fiasco que ha
significado su involución como narrador. Desde que el año 2008 publicara una
buena colección de cuentos llamada El
fumador y otros relatos –conjunto que incluso le granjeó comparaciones tan
generosas como equipararlo con Raymond Carver, patronos como el crítico español
Ignacio Echevarría, e incluso se autocalificó, con una proverbial soltura de
cuerpo, como “un caso excepcional en la literatura chilena”-, hasta esta Niebla City, el declive de Lillo ha sido
ostensible.
Es
posible, incluso, postular una comparación de Marcelo Lillo con Hernán Rivera
Letelier, pero en esencia basada en el cuestionable ejercicio del autoplagio.
El autor de La Reina Isabel cantaba
rancheras ha mantenido el mismo molde para personajes y trama en la mayoría
de sus novelas superventas. Lillo hace algo similar, en este caso los
personajes son siempre iguales, hombres solitarios y víctimas del hado, que no
hacen mucho más que esperar la muerte –mientras otros mueren alrededor-; y el
escenario es siempre el mismo, Niebla o sus alrededores, decorado sureño donde
estos hombres esperan la muerte, en cantinas a medio pudrir y desangelados
cines de pueblo. Marcelo Lillo no se cansa de seguir escribiendo el mismo
libro, aún cuando pretenda un vuelco en su obra, adoptando géneros que a las
claras le quedan grandes como poncho. El mismo Marcelo Lillo que, en los
momentos previos a que Isabel Allende ganase el Premio Nacional de Literatura
2010, dijera en La Nación,
envalentonado tal vez por lucir la chapita de protégé de Ignacio Echevarría, que “a la pobre Isabelita ni
siquiera alcanza la letra L de la palabra literatura”.
Retomando
la historia de Niebla City, ésta gira
en torno a un asesinato, y los protagonistas son dos viejos dejados de la mano
de cualquier dios, Viejo Pájaro y Fox, lánguidos habitantes del más anémico
poblado de Niebla City, que se ve sacudido por dos razones, primero –y
literalmente- por el terremoto y maremoto ocurridos el 27 de febrero de 2010 en
Chile (lo que es del todo irrelevante; la novela se podría haber ambientado en
la Revolución Francesa o en la Guerra del Pacífico y daría lo mismo, tal como
las antojadizas menciones a Shakespeare que abundan en el texto) y por el asesinato
de una prostituta, quien aparece en un acantilado, degollada.
Volviendo
al parangón con Rivera Letelier, esta novela de Lillo tiene un discurso
infumable, desbordado de afectación y cursilería. Esto hace que la trama de la
novela sea lenta, pesada y que exija harta buena voluntad para leerla hasta el
final. Los diálogos entre Viejo Pájaro y Fox exasperan por momentos, por lo
artificiosos, acartonados y ramplones. Una filosofía de baja estofa y pasada de
rosca, bañada de una autoconmiseración asaz patética. Uno de los varios rasgos
molestos de las conversaciones entre los dos protagonistas es que están
plagados de muletillas (sin contar que pareciera que hablan como en Los Magníficos, Magnum o Scooby Doo, notoriamente
la táctica de Lillo para que sus personajes parezcan tipos duros); por ejemplo,
es muy frecuente que los personajes digan “eso lo sabes bien”, “eso se sabe”,
“es sabido”, y fórmulas similares donde los hablantes asumen de todo. Además la
trama, cuando no aburre, es risible. El ejemplo más claro de esto es que, de la
noche a la mañana, Fox, ex policía y regente de un famélico videoclub, pasa a
ser un proxeneta al mando de un team
de esculturales y tiernas meretrices de ultra lujo. La descripción del oficio
de chulo que aparece en el libro, pareciera haber sido conocido recién desde
Google o mediante alguna referencia pop (series de TV, lo más seguro), y se
presenta con contradicciones aturdidas: “Violé la regla básica de un proxeneta,
la más importante: no acostarse con las chicas con las cuales trabaja. O a
cuales explota, eso está mejor”, entonces tenemos a Fox, el proxeneta
repentino, también como un chulo con autocrítica, con conciencia moral.
También
la novela presenta un pseudo trascendentalismo trasnochado y pueril, que,
puesto en boca de los personajes, los reviste de una grandilocuencia contrahecha
y chabacana, que deviene en moralina: “El destino es enorme, un animal
hambriento, más hambriento que el océano que nos rodea y del que ya estamos
hartos porque con su ruido nos recalca día a día que es más poderoso que los
hombres ya que tiene la capacidad de aislarnos, y eso es más que suficiente
para sumirnos en la desesperación que el abandono”; “Mira la niebla afuera,
escucha el mar y levanta la cabeza para encontrarte con la lluvia. ¡Sal
descalzo al patio para que sientas la humedad! Eso es lo que somos, de eso
estamos hechos, de agua y barro, de neblina y desesperanza. Abandónate a ello y
deja de jugar al valiente”.
Giros
ridículos como los antedichos dan cuenta de que Lillo no domina ya no sólo el
policial, sino derechamente la ficción de largo aliento, y también de que Niebla City es uno de los puntos más
bajos y deplorables de la narrativa chilena en los últimos años, tal vez junto
con la “pobre Isabelita”.
Marcelo
Lillo
“Niebla
City”
Ed.
Seix Barral, Santiago, 2012, 263 págs.
0 comentarios:
Publicar un comentario