El
columnismo nacional, ese dudoso espacio que ha gozado de inusitada difusión.
Ese espacio en el que sobran berrinches y faltan lecturas y estilo. En Chile el
columnismo se ha elevado al grado de deporte nacional, el deporte de ver pajas,
listones y vigas en los ojos ajenos. Hoy por hoy, se alza como una colosal
reunión de caciques en la que el hiperpoblado cacicazgo escribe para una
ilusoria tracalada de indios a los cuales se busca iluminar con sabiduría y
panaceas. Este oficio encontró terreno fértil para su expansión gracias a los
sitios web montados para reunir los egos opinológicos y servir de plataforma
para su verborrea. Una competencia mientras se lanzan ideas políticamente
correctas, hermosos proyectos de país, y, en más de una ocasión, el machismo
más desatado.
En
el zoo columnístico local también se alzan sitios ciudadanos, los cuales, con
el prurito sacrosanto de darle voz a los sin voz, proveen al respetable su
cajón de manzanas, pergeñando opiniones que suelen perderse sin mucho eco en la
niebla web. Y también están los medios electrónicos que cazan columnas como si
de pesca de arrastre se tratara, barriendo y recalentando ese enorme e incierto
Pacífico que es el bloguismo nacional.
No todo es tan malo. Hay también valores
importantes en este campo, como Leonardo Sanhueza, Roberto Merino o Antonio
Gil. Con todo, en Chile no hay ningún columnista -pero ninguno-, que se
aproxime al argentino Juan Forn (1959). Eso lo podemos corroborar gracias a la
editorial Los libros que leo (sello que vive su propia fiesta, debido al Premio
Municipal de Literatura 2012 que obtuvo Juan Pablo Roncone y su libro Hermano ciervo), y la
oportunísima publicación de El
hombre que fue viernes, una recopilación de las “contratapas” que Forn
escribe para el diario Página/12, de las cuales algunas ya habían sido
publicadas en un excelso libro llamado Ningún
hombre es una isla, editado en Argentina por Emecé, que muy
desafortunadamente no estuvo ni cerca de llegar a Chile. Mientras que en
Argentina se publica a autores del calado de Forn, el capítulo chileno de la
multinacional española opta por convertir en libro –y cobrar por ello- a
mamarrachos literarios como Marcelo Lillo.
En fin. La aparición de El hombre que fue viernes viene, involuntariamente, a
pelear codo a codo con los Temas
lentos de Alan Pauls
(Ediciones UDP, 2012). Dos columnistas argentinos, multipensadores,
observadores, eruditos, exquisitos. Pero donde termina la suavidad de Pauls,
empieza la de Forn, quien aventaja por casi medio cuerpo al presentador de
I-Sat en la capacidad de llegar al lector con una calidez de la cual Pauls, más
afilado y algo más adusto, carece. Es que la gracia de Forn es esa, la
cercanía, la calidez. Todo con un origen: su capacidad de narrar, de contar
historias. Tal vez es el relajo y la templanza que Forn obtiene de vivir
recluido en un bucólico pueblito con mar; tal vez es esa soltura, ese desahogo
que significó cambiar la vorágine de trabajar en una editorial multinacional en
Argentina, y estar signado para ocupar el centro de la narrativa de ese país.
Estar lejos de ese ojo de tormenta ha tenido efectos positivos en Forn, si es
que nos ponemos algo más quisquillosos y hacemos un análisis del hombre a
través de sus escritos.
Tal como sucedió en La tierra elegida y Ningún
hombre es una isla, en El
hombre que fue viernes, Juan Forn construye sus propios mundos en pocas
carillas. Historias breves, pero completas, que satisfacen uno de los
propósitos más altos que, según nos reporta el mexicano Gabriel Zaid, debieran
cumplir los libros: mantener viva la conversación. En este caso –y con toda la
pompa que involucra la frase- la conversación sobre la cultura. Porque cuando
Forn habla de Kawabata, Ajmátova, Cabrera Infante o Robert Walser no nos
traspasa el valor de los personajes, sino que es capaz de transmitir lo
valiosos que son esos libros, escribiendo páginas adicionales a esas mismas
grandes obras.
Decir
que la obra de Forn es un feliz cruce de periodismo y literatura es una frase
que encierra una mezquindad insultante. Forn está mucho más allá de todo eso.
Está a años luz de ser un diletante que baraja con cierta maña las herramientas
para construir un relato, digamos, atractivo, o que exuda cultura o agudeza
lectora. No, no es eso. Es más que Forn ha desarrollado una capacidad superior
de crear literatura a partir de los cientos de elementos que entran por sus
sentidos y son procesados por una sensibilidad que se expresa con elocuencia
casi insuperable a nivel de idioma castellano. Un narrador completo como pocos.
Un columnista como ninguno.
Juan Forn
“El hombre que fue viernes”
Ed. Los libros que leo, Santiago, 2012, 196 págs.
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