viernes, 21 de diciembre de 2012

La tensión



Es muy probable que la gran fuente del estilo que distingue a Marcelo Mellado (Concepción, 1955) en la narrativa chilena se la tirria que destilan sus libros. Como nadie antes, Mellado ha sabido arremeter contra esa maquinaria pedestre que es la institucionalidad político-cultural de provincia, poniendo al descubierto, mediante la parodia, sus apariencias, sus falsedades y sus miserias. Ese malestar que este autor ha sabido instalar con destreza en los últimos años en sí mismo constituye un gran mérito, sobre todo en un país donde la narrativa es complaciente y, salvo contadas excepciones, arrellanada a las necesidades del circuito literario comercial.
            Tal como lo hizo en novelas como Informe Tapia, la última entrega de Mellado, La batalla de Placilla (Ed. Hueders, 2012), se centra en la actividad cultural de provincias, en este caso, de la zona de Valparaíso. El protagonista de la novela, Cancino, es un muy amargo funcionario de una universidad porteña, que tiene por delante el proyecto de recrear la batalla de Placilla, que puso punto final a ese obliterado período histórico chileno: la guerra civil de 1891. Cancino, un personaje sobrecargado de un resentimiento que rezuma en el texto (y que, según palabras del propio Mellado, sería una suerte de alter ego), busca recrear la historia de este hito bélico, pero al mismo tiempo se va metiendo en un contubernio político. Incluso es posible abrir el camino a la hora de hablar de La batalla de Placilla. La primera vía posible a transitar es la de la corrección política, y fruncir el ceño ante un relato donde campean el odio y la homofobia, encarnados en Cancino. O bien podemos anteponer a todo el que estamos ante una obra de ficción y ver todo a través de ese cristal. Lo deja difícil Mellado.
            Cancino es un amargado proverbial, cuya función en el libro es, en el fondo, tensar al máximo el relato, forzar la historia y, de pasada, la capacidad de un escritor de reflejar el mundo con todos sus dobleces y magulladuras. Una tensión riesgosa y potencialmente lesiva para el autor, en caunto al nivel de reprobación de Cancino y su forma de ser. Pero también es cierto que la literatura y los libros no son concursos de popularidad, así es que podemos también ver en La batalla de Placilla una historia de amor y desamor, de soledad, que pueden ser los resultantes de la vida infeliz que Cancino ha debido masticar a través de los años. Acá Mellado demuestra su destreza retratista, su habilidad para configurar el tipo humano macerado en sinsabor.
            Una nota aparte, respecto de la edición de este libro. Al revisar esta batalla, así como otros libros publicados por estos días, como Háblame de amores, de Pedro Lemebel, lo que la lectura deja en evidencia es que el gremio de los correctores de prueba anda muy flojo. No son pocas las faltas de lógica en la redacción, y la ausencia notoria de ciertos tildes, pero ahora ya hay gazapos más bien groseros. En el caso del libro de Lemebel, editado por Seix Barral, el sinónimo de suturar se escribe en algún momento con “c”. Mientras que en el caso de Mellado hay tropezones feos, como escribir el verbo “hallar” con “y”. Es una ls﷽﷽﷽﷽﷽﷽﷽﷽rnio polbre por ello.a entregar a domicilio libros llenos de pifias y ripios. Y que mhile viene saliendooástima que Hueders, una editorial que ha puesto en circulación libros hechos de forma primorosa, tanto en apariencia como en contenido, haya publicado un libro tan descuidado. Tal vez estas situaciones no sean de mucha importancia para el desocupado lector, sin embargo, ocurren justo en un momento en el que el librismo y el editorialismo chileno vienen saliendo orondos y ufanos de la Feria de Guadalajara. A ver cómo “hayan” los mexicanos que se les vaya a entregar a domicilio libros llenos de pifias y ripios. Y que más encima se les cobre por ello.
            Volviendo a La batalla de Placilla, tal vez una de las grandes gracias de Marcelo Mellado sea no la tirria que destilan sus personajes hacia el establishment cultural de cartulina que existe en regiones, sino las preguntas certeras que plantea entre las líneas del odio: “¿Qué otra cosa puede ser la historia de este territorio, si no la crónica de las familias dueñas de este suelo que pisamos todos?”. Son esas preguntas, unidas a la descarnadamente franca crítica social, desde el microcosmos cultural provinciano, lo que articula esta novela y la literatura de Mellado. No será nada nuevo tildarla de “resistencia”, pero tampoco es algo inexacto.      


Marcelo Mellado
“La batalla de Placilla”
Ed. Hueders, Santiago, 2012, 252 págs.

martes, 18 de diciembre de 2012

Pedro en su casa



Habiéndose deglutido ya completo el jalapeño de la Feria Internacional del Libro de Guadalajara, a la que Chile fue a pavonear la bisutería de su industria editorial en patota, como debe ser; y dentro de ahí, como un ópalo policromo engastado en el broche rayado de la narrativa nacional estuvo, desde luego, Pedro Lemebel. Cómo no iba a estar Lemebel si a Guadalajara había que llevar el mejor equipo que se tuviera a mano, los titulares, los inamovibles. Y para que no se note la pobreza de ir sin mostrar nada nuevo, ya en la FILSA se lanzó Háblame de amores (Seix Barral, 2012), el último conjunto de crónicas del autor, libro que da continuidad no solamente a la consistente labor croniquera emprendida por Lemebel, sino que es un refrendo de la condición extática y señera de la ex Yegua del Apocalipsis, al tope de la narrativa en lengua castellana.
Tras leer Háblame de amores podemos decir que con los años la literatura de Lemebel ha logrado mantenerse fresca, ha conseguido mostrarse original en un medio en que el refrito parece ser ley. Lemebel aún logra mostrarse airoso e hilarante, aún cuando ya lo han sobrepasado un par de generaciones de escritores nuevos y ha transcurrido tiempo suficiente como para que esa rebeldía inicial se transforme en “clásica” (talento mediante), ésta se mantiene lozana, rompedora en su novedad. Es que, en ese sentido, a Lemebel le juega a su favor el estar inserto en un país amodorrado y cómodo como lo es Chile hoy, en el cual la corrección política y la manía del empate espolvorean el discurso crítico con un cordial diazepam.
Otra cosa que destila Háblame de amores. Tal vez la forma más sublime de combatir la soledad sea vivir y hacer literatura como lo hace Pedro Lemebel. Si bien esto no deja mucho para los ciudadanos de a pie, sobresale en este Lemebel, a quien se le vino encima el cáncer de laringe y cuyas crónicas se escondieron del ojo público luego de que el gobierno de turno materializara un viejo anhelo derechista, aniquilar el diario La Nación, lo que dejó a Lemebel sin tribuna estable. Este libro es una revancha a esa medida cavernaria.
            En esta pasada el autor recorre con su ojo de loca –como se llamaba su espacio en La Nación Domingo- sucesos que han remecido el Chile de los últimos años, la vuelta de la derecha a La Moneda, el terremoto del 27-F, la revuelta estudiantil. Lo anterior combinado con sus temas de siempre, los viajes, la música, sus encuentros amorosos, que son siempre caóticos, siempre hilarantes, y al final, siempre tristes. Esos son los amores de los que habla Lemebel, amores volátiles y que en este libro se muestran con menos ambajes que en otros volúmenes del autor. Sin ir lejos, el mismo Lemebel definió estos textos como “los colores de mi sexo en viaje”.
            Lemebel no decae. Sigue siendo un autor único que hace cosas únicas. Como crear lenguaje en sus crónicas. Como enaltecer el adjetivo, cacheteando la máxima huidobriana. Como erigirse, contra todo, en lo mejor que tenemos en literatura en Chile.  


Pedro Lemebel

“Háblame de amores”

Ed. Seix Barral, Santiago, 2012, 287 págs.

miércoles, 21 de noviembre de 2012

Murmullos



Con Ruido (Alfaguara, 2012), la última entrega del escritor y comentarista televisivo Álvaro Bisama, pasa que leerlo es algo cercano a escuchar misa. El desarrollo del estilo que el autor devela en este libro va dando muestra de que se está despegando del pelotón generacional, sacando unos buenos pescuezos, luego cuerpos de ventaja a compadres generacionales que optan por seguir vagando en la nebulosa de la fantasía, antes que plantarse frente al espejo negro y tenebroso que fue el vivir en el Chile de los 80, en este caso, uno de sus episodios más delirantes, el del vidente de Villa Alemana, un niño abandonado y dado al tolueno, que un día vio a la Virgen María, convocó a miles al pie de un cerro, y finalizó sus días con el sexo cambiado, sumido en el alcohol y asegurando ser descendiente de los zares. ﷽﷽﷽﷽﷽﷽﷽﷽do muestra que se est`autor devela en este libro va dando muestra que se esto ﷽﷽﷽﷽﷽﷽﷽﷽sexo cambiadodo al toluenocoleccionables, Bisama viene a hablar por la boca muerta de los ca optan por seguir vaganaod
             Al tiempo desenvuelve su memoria en el libro, Bisama se muestra dueño de un arsenal de herramientas que dan a su relato un dinamismo pleno de aplomo, maduro. Como en una ceremonia, maneja los ritmos, impone pausas y letanías, compartimenta velocidades y respiraciones. El autor encara la crónica del vidente de Villa Alemana con sigilo, con precisión, no solamente reconstruyendo las circunstancias que adornaron el paisaje de esta época tremebunda, sino que consignando también la especulación, el prejuicio y el delirio, todo mezclado en una época en que la regla era el no saber.
Aún cuando en este libro se vuelve al punk, ovnis y otros elementos de utilería presentes en cierta narrativa nacional, Ruido revela un Bisama personal, que deja de lado los finales de mundo, para abrir el propio. Nada mejor. Pocas decisiones hay más acertadas en la literatura que ésa. Habla el autor: “¿Cómo crecimos? Crecimos con la voz de nuestros padres viniendo de lejos, convertida en un murmullo sin sentido que nos quemaba los oídos”. Ruido es una letanía precisa, abundante en ritmo e imágenes, un cante jondo que es el de muchos chilenos. Con todos los guiños a las figuritas coleccionables, Bisama viene a hablar por la boca muerta de los caídos.


Álvaro Bisama
“Ruido”
Ed. Alfaguara, Santiago, 2012, 168 págs.

sábado, 27 de octubre de 2012

Empatarlo todo



El consenso en el Chile de las últimas décadas, más que ser una meta, se ha transformado en una obsesión. El afán rayano en lo enfermo de empatarlo todo, desde la política, ha permeado el resto de la sociedad, sumergida en una democracia imperfecta llena de parches y de rajaduras, especialmente en actividades como la crítica, donde existe un miedo pánico al disenso y una repulsa al discurso crítico, que vaya contra la corriente plácida, tibia y cómoda de los acuerdos. Para aportar algo de literatura a este fenómeno que anestesia a la sociedad, disfrazada bajo la corrección política de los acuerdos compulsivos, recientemente ha llegado a Chile el libro La paradoja democrática. El peligro del consenso en la política contemporánea (Gedisa, 2012), obra de la teórica política belga Chantal Mouffe (1943).an ﷽﷽﷽﷽﷽﷽﷽todometa, se ha transformado en una
Este libro, compuesto por una serie de ensayos, se agrega a una carrera en la que Chantal Mouffe se dedicó a estudiar la tradición socialista, junto con realizar una revisión filosófica (especialmente de autores como Jürgen Habermas), con el fin de construir una nueva teoría democrática. En este volumen, la autora da cuenta de una paradoja en los sistemas democráticos modernos, a los que opone su propio modelo agonístico (versus el sistema consensual), además de reseñar las democracias consensuales que han fallado y que prueban la paradoja en los sistemas democráticos que sobrevaloran el consenso.
A lo largo de estos ensayos se develan las ideas centrales de Chantal Mouffe, la caracterización de la democracia moderna como una síntesis entre el imperio de la ley y la soberanía popular, o bien una reconciliación de los valores del liberalismo y los de la democracia. Chantal Mouffe desafía la idea del consenso deliberado porque el consenso artifical remueve algo en esencia político: el conflicto, el disenso. El consenso es necesario, pero no puede existir con el disenso aplastado, especialmente en las formas en las que se aplica la justicia social. La lección más importante que queda tras leer este libro es que la democracia se mantiene saludable cuando podemos disentir del otro, sin confundir ese rasgo de salud con polarización. Así las cosas en Chile, del libro de Chantal Mouffe tenemos mucho que aprender.


Chantal Mouffe
“La paradoja democrática. El peligro del consenso en la política contemporánea”
Gedisa, Barcelona, 2012, 156 págs.

viernes, 12 de octubre de 2012

No hay nadie como tú



El columnismo nacional, ese dudoso espacio que ha gozado de inusitada difusión. Ese espacio en el que sobran berrinches y faltan lecturas y estilo. En Chile el columnismo se ha elevado al grado de deporte nacional, el deporte de ver pajas, listones y vigas en los ojos ajenos. Hoy por hoy, se alza como una colosal reunión de caciques en la que el hiperpoblado cacicazgo escribe para una ilusoria tracalada de indios a los cuales se busca iluminar con sabiduría y panaceas. Este oficio encontró terreno fértil para su expansión gracias a los sitios web montados para reunir los egos opinológicos y servir de plataforma para su verborrea. Una competencia mientras se lanzan ideas políticamente correctas, hermosos proyectos de país, y, en más de una ocasión, el machismo más desatado.

En el zoo columnístico local también se alzan sitios ciudadanos, los cuales, con el prurito sacrosanto de darle voz a los sin voz, proveen al respetable su cajón de manzanas, pergeñando opiniones que suelen perderse sin mucho eco en la niebla web. Y también están los medios electrónicos que cazan columnas como si de pesca de arrastre se tratara, barriendo y recalentando ese enorme e incierto Pacífico que es el bloguismo nacional.

No todo es tan malo. Hay también valores importantes en este campo, como Leonardo Sanhueza, Roberto Merino o Antonio Gil. Con todo, en Chile no hay ningún columnista -pero ninguno-, que se aproxime al argentino Juan Forn (1959). Eso lo podemos corroborar gracias a la editorial Los libros que leo (sello que vive su propia fiesta, debido al Premio Municipal de Literatura 2012 que obtuvo Juan Pablo Roncone y su libro Hermano ciervo), y la oportunísima publicación de El hombre que fue viernes, una recopilación de las “contratapas” que Forn escribe para el diario Página/12, de las cuales algunas ya habían sido publicadas en un excelso libro llamado Ningún hombre es una isla, editado en Argentina por Emecé, que muy desafortunadamente no estuvo ni cerca de llegar a Chile. Mientras que en Argentina se publica a autores del calado de Forn, el capítulo chileno de la multinacional española opta por convertir en libro –y cobrar por ello- a mamarrachos literarios como Marcelo Lillo.

En fin. La aparición de El hombre que fue viernes viene, involuntariamente, a pelear codo a codo con los Temas lentos de Alan Pauls (Ediciones UDP, 2012). Dos columnistas argentinos, multipensadores, observadores, eruditos, exquisitos. Pero donde termina la suavidad de Pauls, empieza la de Forn, quien aventaja por casi medio cuerpo al presentador de I-Sat en la capacidad de llegar al lector con una calidez de la cual Pauls, más afilado y algo más adusto, carece. Es que la gracia de Forn es esa, la cercanía, la calidez. Todo con un origen: su capacidad de narrar, de contar historias. Tal vez es el relajo y la templanza que Forn obtiene de vivir recluido en un bucólico pueblito con mar; tal vez es esa soltura, ese desahogo que significó cambiar la vorágine de trabajar en una editorial multinacional en Argentina, y estar signado para ocupar el centro de la narrativa de ese país. Estar lejos de ese ojo de tormenta ha tenido efectos positivos en Forn, si es que nos ponemos algo más quisquillosos y hacemos un análisis del hombre a través de sus escritos.

Tal como sucedió en La tierra elegida y Ningún hombre es una isla, en El hombre que fue viernes, Juan Forn construye sus propios mundos en pocas carillas. Historias breves, pero completas, que satisfacen uno de los propósitos más altos que, según nos reporta el mexicano Gabriel Zaid, debieran cumplir los libros: mantener viva la conversación. En este caso –y con toda la pompa que involucra la frase- la conversación sobre la cultura. Porque cuando Forn habla de Kawabata, Ajmátova, Cabrera Infante o Robert Walser no nos traspasa el valor de los personajes, sino que es capaz de transmitir lo valiosos que son esos libros, escribiendo páginas adicionales a esas mismas grandes obras.

Decir que la obra de Forn es un feliz cruce de periodismo y literatura es una frase que encierra una mezquindad insultante. Forn está mucho más allá de todo eso. Está a años luz de ser un diletante que baraja con cierta maña las herramientas para construir un relato, digamos, atractivo, o que exuda cultura o agudeza lectora. No, no es eso. Es más que Forn ha desarrollado una capacidad superior de crear literatura a partir de los cientos de elementos que entran por sus sentidos y son procesados por una sensibilidad que se expresa con elocuencia casi insuperable a nivel de idioma castellano. Un narrador completo como pocos. Un columnista como ninguno.



Juan Forn

“El hombre que fue viernes”

Ed. Los libros que leo, Santiago, 2012, 196 págs.