jueves, 15 de agosto de 2013

Ciudades perdidas



“Iluminar antes que explicar”, una máxima de Lytton Strachey que tiene siempre entre ceja y ceja Roberto Merino (1961), y que es el carácter del libro Todo Santiago, que desde hace unos meses se puede encontrar en las librerías. Un compendio de las crónicas citadinas que Merino ha pergeñado desde hace casi dos décadas en libros y en diarios como Las Últimas Noticias, con su estilo único, que rezuma un donaire poco común en los escritores actuales. Merino es elegante a la hora de escribir. No se puede esperar otra cosa de un escritor que ha estado tan empapado de la obra de Joaquín Edwards Bello, pues siempre es bueno señalar que Merino realizó una contribución colosal al conocimiento y preservación de la obra del autor de La chica del Crillón tras recopilar sus crónicas en una colección enorme y deleitosa de libros publicados por la editorial de la Universidad Diego Portales. Y por si eso no fuera suficiente, la editorial argentina Mansalva reeditó en 2012 En busca del loro atrofiado, un libro escaso, de culto y oculto.

La lectura de Todo Santiago (Hueders, 2012) deja unas cuantas cosas. La primera de ellas es el goce de revisar los intuitivos trabajos de observación del autor en la ciudad. Esto permite no solamente conocer opiniones urbanas, estar al tanto de algún rincón ignoto, solazarnos con alguna anécdota atachada a una vieja casona, un palacete, una calle, un parque o una fuente de agua, sino que se accede a la historia paralela que Merino dibuja de la ciudad. El conjunto de registros que ha entregado en prensa o en libros como Horas perdidas en las calles de Santiago (1996), funciona así, como la bitácora de una capital cuyo ritmo desbocado de cambio parece no bajar. Los créditos de esa narración bien hilada corresponden, desde luego, a la estructura del volumen, cuyo certero armado estuvo a cargo de Andrés Braithwaite, editor de paladar desarrollado y de un ojo enfocado como pocos en el mundo de la edición en Chile y que en su momento exhortó a Merino para que empezara a escribir sobre la ciudad.

De este modo, también es curioso cómo el libro de Merino ha sido también atrapado por tiempo, es decir, cómo las impresiones incluidas en este libro (una colección de estampas mínimas, de aguafuertes a lo Arlt, convenientemente fechadas), han quedado trastocadas en cuestión de menos de un par de décadas. Así, el autor termina describiendo en más de una ocasión una ciudad que ya no existe. La voracidad de las empresas constructoras, los acontecimientos políticos, los desastres naturales, las planificaciones urbanas, la fiebre desbocada de las autopistas concesionadas, la angurria de los malls y rascacielos y los efectos que ha tatuado en la población esa molotov política llamada Transantiago, han borrado las huellas de algunos hitos que Roberto Merino analiza. Pero lejos de dar una imagen caduca –o “en sepia”, como dirían los siúticos- de la urbe, Todo Santiago es un libro que acredita que esta metrópoli se mueve a un ritmo al que es difícil llevarle el paso, y que avanza a una velocidad que penosamente los ciudadanos de a pie pueden atisbar, mucho menos contrarrestar.

Santiago (o “Santiasco” como es apodada por aquellos provincianos y capitalinos que profesan una aversión bastante necia a la capital) cambia y quienes lo habitamos poco pito tenemos que tocar al respecto. Eso es así hoy y, desde luego, en medio de los años 90, período que mayormente aborda este libro de lectura adictiva y que abre la puerta a infinitas reflexiones, sobre una urbe que, por momentos, es presa de los adelantos. Un  ejemplo de esa lucha infructuosa son esos bochincheros grupos de resistencia que surgen para impedir la construcción de alguna obra mayor. Están llenos de color y entusiasmo con sus pitos, sus tiernas consignas pintadas con plumón, sus exaltados gritos de protesta en clave de kermesse. Pasó así con la Plaza Las Lilas o el túnel que perforó el San Cristóbal, testimonio con una enorme boca negra de la derrota de los vecinos del barrio Pedro de Valdivia Norte. Batallaron hasta el último pitido, pero sucumbieron ante el monstruo de túneles y autopistas que, además de entregar soluciones de movilización a una ciudad que no aguanta un auto más, provee esa falsa sensación de progreso que tal vez alivia a algunos, y de seguro engrosa las cuentas corrientes de otros, unos pocos.

“La ciudad es un escenario de naturaleza inestable. Enclave de variadas ausencias que en algún momento se hacen presentes con la asiduidad de cualquier viento local, donde las fronteras entre lo que se retiene y olvida aparecen borrosas, como a ciertas horas del día y la noche” apunta Roberto Merino, impresiones destiladas de caminar las mismas calles durante años, sin la amargura o los lamentos sordos de aquellos que periódicamente se lamentan por una ciudad que se estaría perdiendo. Disfrute transeúnte y puntillosa investigación son una mezcla armónica que abunda en este libro, que se reimprime en un momento en que ya no existe la Avenida 11 de septiembre, el expendio de completos conocido como Dominó se multiplicó como franquicia, la esquina de Apoquindo con Alcántara se ha vuelto sombría por las moles de acero, cemento y vidrio que ahí surgieron, los mimos escasean –para alivio de muchos- en las calles santiaguinas, la breve calle Irene Morales ha cambiado en más de una ocasión su giro, buscando siempre erradicar el que sea un oasis del delito, Matucana se ha diversificado, los locales de bobinas y motores de arranque conviven ahora con recintos venerables como Matucana 100 y la Biblioteca de Santiago, el Museo Nacional de Historia Natural ya no es polvoriento y lúgubre y hoy es el primero de Chile, el río Mapocho ahora corre en muchos lugares sobre un cauce de adoquines y cemento que sueña con ser ciclovía, pero que es una morada pesadillesca de familias indigentes, la calle Matías Cousiño es un estacionamiento de motos, la Plaza de Armas era un centro urbano incaico, ya no está el Rincón de los Canallas en San Diego, ni la sede de Unión Española en Carmen, la Avenida Irárrazaval ha dejado de ser “entretenida y múltiple” para sucumbir al tedio monótono de las compraventas de autos que hoy la copan, la Plaza Egaña está cerca de morir con el mall que se instalará frente a ella, la calle Girardi está opacada en el hoy ondero barrio Italia, el Hipódromo Chile dejó de ser un edificio triste –inversión mediante-, y el industrioso –pero irresoluto- Joaquín Lavín clausuró los prostíbulos de San Camilo.

Cambios vienen y seguirán llegando, pero la gran cualidad del libro de Roberto Merino es que esta ciudad puede ser arrasada y levantada nuevamente desde las ruinas, y las crónicas que componen el volumen no pierden un centímetro de gentileza, pues son historias bien contadas, con la memoria, la historia (la que es de todos y la personal) y la literatura como piedras angulares. Merino despliega un mapa santiaguino desprovisto de todo turismo, con lo sentimental por toda brújula, sin caer en lamentaciones bizantinas por lo que se fue ni tampoco en esa sospechosa movilización pública de redes sociales para salvar tugurios en peligro que, de la noche a la mañana, se ponen de moda.

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