martes, 15 de octubre de 2013

Un hombre solo



Los libros que utilizan como insumo el diario de vida, el dietario o la libreta de apuntes proliferan en nuestras librerías. Los hay espurios como La calle me distrajo de Patricio Fernández, o aquellos que funcionan como autobiografías veladas, como Notas de un ventrílocuo, la última entrega de Germán Marín. Y también está Diario de un canalla. Burdeos, 1972 (Mondadori, 2013), del uruguayo Mario Levrero (1940-2004).
            El formato permite licencias para el autor, pero que el lector sabe perdonar. El autor propone una tracalada de fragmentos que pueden ser inconexos y cuyo valor es declaradamente subestimado por el autor (“Sé que estos son papeles más para tirar”, “No me fastidien con el estilo ni con la estructura: esto no es una novela, carajo”), y el lector dispensa esa dispersión. En el caso del Diario de un canalla, Levrero habla de ratas, de gorriones y palomas, criaturas que observa mientras convalece de una operación a la vesícula. También se refiere a la escritura de una “novela luminosa, póstuma, inconclusa”. Lo hace en detalle, mientras pesquisa cada movimiento de estas criaturas del bajo zoológico que anima Levrero, ejercicio que disfraza una condición palmaria del individup que rellena las libretas: la soledad.
            ¿Qué hay detrás de todo este lenguaje, de todas estas palabras, de toda esta minucia? ¿Qué esconden del canalla solitario? Tras los pasajes animales que animan el diario del canalla se pasa a la segunda parte, Burdeos, 1972, inédito hasta ahora y que habría sido preparado por Levrero para ser publicado después de su muerte, en 2004. Aquí el autor de La novela luminosa es más explícito, aportando la sinceridad y la soltura que caracterizan su obra. Aparece su nombre civil, Jorge Varlotta (Mario Levrero son, respectivamente, el segundo nombre y apellido del autor) y aparece el testimonio como palanca narrativa, en este caso sobre la estancia del uruguayo en Francia, en septiembre de 2003, junto a su pareja Marie-France, o Antoinette en el libro. En otro continente Levrero aprecia la libertad que se siente con el extrañamiento y la distancia, con la lejanía de todo lo conocido, lo familiar. Pero de nuevo aparece acá el hombre solo, que está solo incluso en sus recuerdos, plagados de dudas vitales, de humanidad.
            Este último carácter es el que jalona las páginas de este libro, puesto que Mario Levrero, lejos del memorialismo riguroso, lo que hace es poner por escrito sus olvidos y su sospecha respecto de, ni más ni menos, sus vivencias y su valor como hombre de acción, “Entonces aparece la parte más dramática de todo esto: ¿dónde estaba yo? ¿Qué hacía? Recuerdo algunas caminatas mañaneras hacia el Jardín, pero no habrán sido tantas (…) Caminaría un poco. ¿Por dónde? ¿Durante cuánto tiempo? (…) No sé, no sé, no sé. De los tres meses en Francia me queda apenas el registro de algunas horas. Y fragmentos de lugares”. Aún cuando en algún momento el celebrado crítico Ángel Rama metió a Levrero en un saco que llamó “los raros”, su escritura se abre con una franqueza gozosa, que galvaniza este libro.
            ¿Este olvido es genuino o es una estrategia de escritura? Aunque esta pregunta puede ser inoficiosa, tal vez quepa hacerla al constatar el juego de olvido y memoria que Levrero plantea en este libro (y en otros también, como El discurso vacío), una estrategia que también refleja la urgencia de un diálogo, para no olvidar, para no volver a perder la memoria, para no volverse loco.  



Mario Levrero
Diario de un canalla. Burdeos, 1972.
Mondadori, 2013, Buenos Aires, 181 págs.

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