La
obra de Rafael Gumucio (1970) presenta diferencias. Cuando intenta la ficción
parece no poder arrancar del todo, mientras que en la no ficción Gumucio
demuestra la seguridad y el oficio que le han hecho un nombre en las letras
locales. Esto, que se palpa en un libro prodigioso como Monstruos cardinales, también se percibe en Historia personal de Chile. Los
platos rotos: de Almagro a Bachelet, reedición del libro de 2003, que tenía
menos apellidos y se llamaba simplemente Los
platos rotos. En su inflación onomástica, el libro incluye en su portada la
palabra mágica de este año electoral: Bachelet.
Este variopinto revival a cargo del sello Hueders contempla no sólo el comentario
de momentos y personajes señalados de casi medio milenio de historia nacional,
sino también el perfil literario, estampas de familia, un sainete más bien
descartable y algunos versos de ocasión. Con disímiles instrumentos Gumucio se
atrinchera para materializar el plan que tiene con este libro: “contrapesar el
manual de Frías Valenzuela”, como lo expresa Rafael Gumucio en una de las afiebradas
interpelaciones a Nicanor Parra que operan de prólogo en esta pasada. En buenas
cuentas, dibujarle bigotes, cuernos y dientes negros al monolítico retrato de
nuestra historia.
El libro se despliega como una
tromba impetuosa (que en su primera edición el autor indicó que debía ser leído
como una novela), dividida en cuatro grandes partes, pobladas de afirmaciones sagaces,
y también con unos cuantos disparos a la bandada. Su definición de Manuel Montt
lo ilustra: “Manuel Montt es el ilustre inventor de esa mediocridad elevada a
la categoría de virtuosismo, de esa brillante ausencia de brillo que retrata al
funcionario chileno. Es el modelo que imitan hasta hoy los vendedores de
cortadoras de pasto, de seguros y de perritos de porcelana”. Fiel a su estilo
escritural, Gumucio entrega un conjunto de taxativos contrapuntos que son una
alternancia de aciertos y embelecos, de floreos y arbitrariedades, no
desprovistas de inteligencia, sin embargo. Esto último se desarrolla, por
ejemplo, en las apostillas literarias, tal vez el ámbito que más domina el
autor y del que no debiera alejarse demasiado. Así se ve, en los textos dedicados
a José Santos González Vera, Juan Emar, Pablo Neruda y Gabriela Mistral, que resaltan
por sobre el resto del conjunto, en esencia porque el autor reduce el
cantinfleo y habla con precisión de un tema que domina, la literatura, como ya lo
hizo en el libro de crónicas literarias La
situación, editado en 2010.
El plus que incluye la versión 2013
de Los platos rotos es el comentario de
hechos y actores en boga, a saber las marchas estudiantiles y personalidades
como Sebastián Piñera y Michelle Bachelet. Acá el autor es más certero, pues
habla de experiencias directas. Mientras al primero Gumucio lo define como un
“cúmulo de contradicciones que no sabe ni quiere asumir”, sobre la última
sentencia: “La presidenta Bachelet ha demostrado tener un gran sentido del
momento. Nos falta saber si tendrá un gran sentido de la historia”.
De esta forma, impromptu tras
impromptu, este libro concluye sin dejar claro qué podría ser esa idea llamada
Chile, lo que tampoco es un problema. Sí se percibe el afán de desenchufar el
gran relato nacional mediante la exposición algo hiperbólica de los personajes
y sucesos que la moldearon. En un punto del libro es el propio autor quien intenta
definir esta imprecisa bruma: “De ahí que estas páginas quieran ser chilenas y
no lo sean. Cuento mi desencuentro. Quizás por esto esta historia de Chile es
extraña. Me acomodo a un país que no quiero que esté cómodo”.
Con todo, este recauchado
examen-país de Gumucio tiene harto de vigor y nervio, un vigor astuto, pero
atarantado, que, de todas formas, suscita la discusión y la reflexión de un
país que hoy navega, entre aniversarios redondos y elecciones presidenciales,
con rumbo desconocido.
Rafael
Gumucio
Historia
personal de Chile. Los platos rotos: de Almagro a Bachelet
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