miércoles, 5 de junio de 2013

Nevermind



Libros con nombres de actitudes muchos. Demasiados. Y los seguirá habiendo, especialmente de poesía. Del que hablaremos en estas líneas se llama La indiferencia (Das Kapital, 2013) y es el primer poemario de Óscar Orellana (Talca, 1976). La actitud que bautiza este libro se constata desde la solapa, en la que se provee –estratégicamente- escasa información útil respecto del autor, dejando la mayor cantidad del espacio a una mascota muerta. Un preámbulo que encaja con las piezas que componen el libro, que se abre con un poema, “Reunión con el poeta premiado”, que deja al descubierto que al autor no le van ni le vienen, por decirlo de alguna manera, las figuras de autoridad o los reglamentos que impongan, a modo de consejos. Esa enfoque es la materia prima que utiliza el autor para plasmar su desembarazada propuesta poética, como se ve en “Comportamiento de los quemadores”: “Escribo para imitar al hombre inclinado sobre el tiempo que no se encuentra (…) Escribo frases vacías. La indiferencia escribo”.
  Como todo primer poemario, el de Orellana da la impresión de estar compuesto de estampas sueltas, de imágenes aisladas. Tal vez también el conjunto demoró algunos años en constituirse en una amalgama editable. Saltamos de impresiones íntimas al episodio policial sin mayores pantallas. Sin ser lo anterior un pecado ni siquiera venial, es posible extraer la problemática que instala Orellana con sus textos, una problemática que, si nos apuramos un poco, podríamos clasificar de posmoderna, puesto que todo pareciera dar lo mismo, no hay mucha esperanza en nada, y la belleza, aquello que nos llevaremos de esta vida, reside, en pequeñas dosis, en cualquier lugar en el que fijemos la mirada o que experimentemos en el cotidiano pasar. La urgencia del autor, como la del grueso de los poetas debutantes, estriba entonces en hablar de esas cosas, rescatarlas y significarlas ante la vorágine impasible de la vida y el destino, cosas que se quedan en el tintero afiebrado del decir poético: “Consciente de/ que la fractura se propaga cuando la duda se acelera/ a un punto conocido sólo por uno mismo yo miro la/ caída de las hojas de los árboles caen tan bien de un/ modo que no se le da a todo el mundo”, “Ni pintura ni escultura ni arquitectura ni danza/ o música o literatura o teatro o fotografía/ sólo un salmón a punto de desovar/ único acto que puede ser diferente a todo el resto”.
La lectura de La indiferencia va cargando a quien revisa estas páginas de una sensación de que no hay un destino en un mundo donde las cosas relucen en su finitud, en su vivir al día; nada vale mucho y hay que intentar redimir lo más que se pueda antes del fin: “La mañana como un microondas de cosas que rápido/ se enfrían (…) Queda un registro de voces que en el aire/ se pierde. ¿Cómo escribir todo esto? ¿Cómo hacerlo?”. A lo antedicho agregamos otro ingrediente conocido, lo urbano, la ciudad como espacio apretujado de gente que está sola, que no se encuentra y donde la muerte de un gato se transforma en una tragedia colosal, decisiva, lo único importante entre un montón de imágenes y sensaciones que se recolectan día a día. Es en este punto en que los versos de Orellana pierden vuelo y se quedan en tierra, encadenados por el lugar común: “Ya no nos queda músculo para tantas invenciones/ ya los seres vivos no son más un panorama claro/ caminar entre la gente/ nos produce la sensación de perder algo/ pedazos de nosotros mismos/ aunque no nos toquen/ aunque no nos hablen”. Esta tónica sigue en textos débiles en los que el autor desata una prosa opaca que pareciera no ir a ninguna parte, como sucede en “Tu cabeza”: “Sí. Tu cabeza me interesa enormemente. También lo que está adentro, claro. No es que sólo quiera llevármela, no, lo que quisiera es meterme dentro de ella, sobre todo meterme dentro”.
Los primeros libros son también, en alguna medida, promesas de progreso, prospectos de los cuales el examen del tiempo dirá si rindieron frutos o no. Así las cosas, La indiferencia tomará su sitio en una sala de espera con bastantes libros de su clase, que comparten nostalgia, apelaciones a la palabra y el lenguaje, un yo constante que invoca a un tú ausente, imposible. Tal vez los momentos en que Orellana olvida estos lastres típicos de los que dan los primeros pasos en poesía, logra versos sugestivos, como el antes mencionado “Reunión con el poeta premiado”, o “Dice Casariego: todos seremos pianistas si desaparecen los pianos” (los títulos tampoco son el fuerte del libro). En el primer texto, antes que esta indolencia caótica que es el sello del volumen, se delinea una sana insolencia a esa monolítica figura del poeta mayor; en el segundo se desliza una nostalgia genuina y concreta, más poderosa que el manido malestar posmoderno que es la espina dorsal de estos versos.
Aparte, la indiferencia no solamente es una actitud que baña las páginas de este libro, sino también pasa a llevar la ortografía y la puntuación de algunos textos. En más de un poema, Orellana puntúa, pero se olvida de la mayúscula en el verso siguiente. Es necesario cuidar estos aspectos, generalmente desatendidos por quienes emprenden el test drive del lenguaje, pisando a fondo el acelerador para surcar la autopista del incómodo vivir. La indiferencia es un libro de entramados, de tinglados a la vista, de estructuras semivacías. Hay una superficie verbal, que da cuenta de una combinatoria y un ingenio presente, pero corriente, y que es más superficie que profundidad, más dispersión que sustancia. Poesía que seguirá surgiendo, de las plumas amateur de los jóvenes sensibles de la patria.


Óscar Orellana
“La indiferencia”
Das Kapital Ediciones, Santiago, 2013, 110 págs.