viernes, 17 de enero de 2014

Advertencias al lector

El caso del casi nonagenario escritor brasileño Rubem Fonseca (1925) merece cierta atención. A lo largo de su carrera se las ha arreglado para erigir una considerable feligresía que celebra cada uno de sus libros, sus excentricidades, su causticidad, sus misteriosos silencios. Este fanatismo no es para nada infundado. Libros como El gran arte (y cualquiera de las historia protagonizadas por el lúbrico y ahora televisivo abogado Mandrake) y El caso Morel le han dado un nombre y una fanaticada al escritor carioca, que también ha ganado premios como el Juan Rulfo en 2003.
    En Chile la difusión de la obra de Fonseca ha estado casi en exclusiva a cargo de la editorial Tajamar, que recientemente puso en bibliotecas el conjunto de crónicas La novela murió. Antes de entrar en Fonseca, en la previa lectora, las expectativas se llenan del deseo de enfrentarse al desenfado y la extravagancia, a una literatura que no haga concesiones y expanda territorios. Pues en este caso, eso no sucede, por muy rotundo que sea el nombre del libro. La novela murió es un conjunto de crónicas de temática diversa y que Fonseca publicó en la web. Las hay sobre temas cotidianos y actuales, así como reflexiones literarias y artísticas.
    En las primeras páginas, el autor se enfoca en lo pequeño, pero ofreciendo pocas novedades al lector. El libro se abre con un artículo titulado con la pregunta “¿Murió la novela?”, que trata un tema hoy majadero que es la extinción de ciertos medios existentes, ante la aparición de unos nuevos, una temática que han tocado de forma majadera y latera los medios de comunicación al referirse ya sea al libro en papel, los teléfonos de red fija, las novelas, la fotografía, etcétera. Fonseca no innova al decir que los escritores o las novelas no morirán, sino que no hace más que contarnos las noticias de ayer. De inmediato se ve que el traspaso de la electrónica al papel deja mermas. La corrosión muta en una ingenuidad que se queda por momentos entrampada en la trivialidad de los temas que toca.
    Las páginas siguientes del libro empiezan a llenarse de textos de escaso vuelo y poco brillo intelectual, así como de un tic molesto que desarrolla el autor, esto es, el llenar a quien lee de advertencias, muchas de ellas tan didácticas como inoficiosas. En un momento Fonseca dedica páginas a hablar de las palomitas de maíz, discurre que “no existe una unión más perfecta” que aquella del cine y las palomitas de maíz, que hay que comer palomitas de maíz cuando vamos al cine, que tenemos que hacerlo en silencio para no molestar a los demás, y así.
    El panorama se empieza a arreglar cuando el autor se enfoca en su campo, el artístico. Ahí surge la excentricidad que le da sabor al libro. Aún cuando entrega una visión anticuada de Nueva York, detallando, por ejemplo, al archicronicado Hotel Chelsea y su huésped más borracho y manoseado, Dylan Thomas, en otro lugar tiene salidas llamativas, “En materia de lectura soy omnívoro, o polífago, si así lo prefieren. Leo todo lo que se me pone enfrente. Pero mis lecturas preferidas son la poesía y las instrucciones de uso de los medicamentos”. Más allá habla de la masturbación, de Jack, el Destripador y de su visita a Israel.
    “José: Una historia en cinco capítulos” es la más extensa y mejor pieza del conjunto. Acá se ve un Fonseca autobiográfico, desde luego más íntimo, que cuenta su nacimiento en la localidad Juiz de Fora, en Minas Gerais, y su infancia deslumbrada en Río, en tercera persona, implantado cierta distancia, pero no escatimando en detallar el encantamiento del pequeño José con la ciudad maravillosa y su vida cultural y nocturna. En este relato Fonseca está en su elemento, la calle. En el pavimento carioca renace el humor y el brío ácido de la letra de Fonseca. La novela murió es un volumen desigual que nos enseña que un incluso autor reverenciado por décadas también es falible.


Rubem Fonseca
La novela murió
Tajamar Editores, Santiago, 2013, 194 págs.


*Reseña publicada: http://bit.ly/LaNovelaMurio

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