En un rubro donde los egos inflados, las
victimizaciones iracundas y una literatura complaciente y pagada de sí misma
están a la orden del día, no deja de ser sano que haya autores que opten por
dejar de ser el epicentro de su obra y se enfoquen en lo que puede ofrecer el
mundo que los rodea. Algo así sucedió con la periodista Leo Marcazzolo, quien
le puso una pausa al columnismo liviano y en primera persona (con temas como su
matrimonio, su maternidad y su bypass
gástrico) en el que se desempeña, para darle relieve a las historias extrañas
que rastreó en su carrera reporteril.
De esta forma nace Tesoros perdidos, una compilado de trece crónicas o reportajes (no
queda claro), sin fechas o lugares de publicación, y que apela, sin duda, a la
curiosidad del lector, a la compulsión por las historias poco comunes y los
personajes que encienden morbo como si fuese un interruptor. Marcazzolo aspira
a montar un circo de fenómenos que incluye a un boxeador que se queda atrapado
en un pantano, un psicólogo criminalista peruano que pierde la chaveta y mata a
un sospechoso o vistazos testimoniales a una fiesta swinger.
Hasta ahí todo muy prometedor, pero el
panorama cambia al leer el libro, publicado por Calabaza del Diablo. La
ausencia de un editor detrás de este volumen es patente. Gazapos por doquier,
puntuación deficiente, exceso de muletillas, entre otros ripios abundan.
Erratas que no son consignadas acá con un afán de control de calidad, sino que
le juegan una pésima pasada a la autora, que a las claras estuvo muy abandonada
en esta empresa loable de alejarse de la columna rosa. Digámoslo sin rodeos: Tesoros perdidos es un libro de mala factura,
lo que no ocurrió, por ejemplo, en la novela Papá y Mamá, donde la autora sí recibió la respectiva asistencia
editorial, requerida con urgencia. En efecto, queda la sensación de que el
libro pudo haber sido mucho mejor si es que alguien se hubiese dedicado a
trabajar en él, darle una mano a la autora, tenerle algo más de cariño a su
trabajo y no dejarla botada con textos que –como cualquiera- necesitan de un
pulido. Un ejemplo de esta desinteligencia se ve en la crónica que Marcazzolo
dedica a los perros vagos de Valparaíso. Ahí la periodista apunta: “Por la
tarde [los perros] toman el sol y por las noches muestran los colmillos cuando
aparece la Chevrolet Luv del Servicio Nacional de Salud (SNS), que es su mayor
enemigo”; un editor atento habría sido capaz de avisarle a Leo Marcazzolo que
el Servicio Nacional de Salud dejó de funcionar en Chile en 1979, y que en
realidad el organismo que tenía en mente era el SESMA, y en específico su
equivalente a la zona donde ocurre la acción, esto es el Servicio de Salud de
Valparaíso y San Antonio. Un editor podría haber evitado que el insuficiente
reporteo de la autora (bastaba una pasada por Google) llegase al libro, pero en
este caso, ya es tarde.
Con todo, no todas las velas del
entierro corren por cuenta de la editorial, la autora del libro también hace
otro tanto. Hemos dicho en más de una ocasión del auge que vive la crónica, un
vigor que ya se lo quisieran otros géneros flojos, como la narrativa. Sin
embargo, los textos que componen este libro carecen de ese vigor. Así pasa, por
ejemplo, en “Noches de vino y olvido”, donde Marcazzolo pasa revista a la
realidad del pueblo de Graneros, donde escasea el trabajo y sobran los
borrachines, las peleas callejeras y los prostíbulos, una historia que no tiene
mucho de tesoro oculto o joya rara, cuando esa realidad es pan de cada día en
el grueso de los pueblos de provincia, al menos los de la Zona Central de
Chile. Asimismo –y ya ciñéndonos a las reglas del oficio periodístico-, se echó
de menos una presentación de los personajes, algunas señas que les dieran algo
de profundidad, o bien reflexión ante las situaciones descritas –ni hablar de
sentido crítico-, que tampoco está en la construcción de las crónicas. La
autora no se mete mucho en lo que cuenta, opta por incluir dos o tres cuñas de
personajes relacionados con el tema, y con eso, más descripciones ambientales,
pareciera que se las arregla. Además, estas crónicas están del todo
desactualizadas. Las escasas pistas que la periodista incluye en “Guau no me
mates”, indican que este texto canino se publicó hace diez años (Hernán Pinto
aparece nombrado como alcalde), ¿qué pasó desde entonces?, ¿murieron esos
perros porteños?, ¿siguen siendo los perros vagos un problema en el puerto?,
quién sabe. Marcazzolo también dedica un texto a la proliferación de moscas en
el poblado de Leyda, por la presencia de la planta de la avícola Champion,
texto en el que la autora se limita al efecto, a la imagen nauseabunda de
pobladores que se tragan moscas o se les quedan pegadas en las narices. A estas
alturas, sólo queda imaginar cómo sería una crónica de Leo Marcazzolo en,
digamos, Freirina.
Párrafo aparte merece “La cantina del
sexo grupal”, que es un testimonio en primera persona de la asistencia a una
fiesta swinger. Acá el carácter de la
autora vira desde el reporteo aventurero al conservadurismo rampante, que entra
en shock ante la fornicación. Marcazzolo dejar ver la histeria y la repulsa que
puede experimentar una mujer pacata al exponerse a una bacanal. Hecha esta
salvedad, hay también espacio para la siutiquería: “Y después, agarra a su
pareja y le empieza a hacer el amor delante de nosotros. Como cuando sale el
sol después de una tormenta”. Al menos Leo Marcazzolo reconoció con apreciable
honestidad que este testimonio lo encaró sin ocultar un background conservador y de “colegio de monjas”, según sus
palabras. Encaja perfecta esta confesión con la aguda incomodidad que demuestra
la periodista ante los cuerpos desnudos, malestar que se ve en el texto dedicado
a Playa Luna, donde el pudor que debe haber experimentado Marcazzolo debe haber
sido casi agónico, rozando el asco: “Sólo rezo para que no se me acerque.
Tiendo mi toalla y al segundo lo tengo parado justo al frente de mí. Le pido
que tome asiento para no verle su «cosa»”.
En alguna entrevista radial se deslizó
la posibilidad de que estas crónicas no son en realidad fruto ciento por ciento
de trabajo periodístico, sino también de la inventiva de la autora, y que el
cóctel croniquero que es Tesoros perdidos
haya sido adulterado con una dosis de invención. Un juego algo ocioso y de un
efectismo desinflado a estas alturas, donde se podrían sacar a colación clichés
como referirse a una realidad que ha sido superada por la ficción, pero para
qué. Tesoros perdidos es un trabajo
periodístico fofo, plano, poco riguroso y cándido en exceso, que, para más
remate, tuvo la poca fortuna de carecer de editor.
Leo
Marcazzolo
Tesoros
perdidos
La
Calabaza del Diablo, Santiago, 2013, 126 págs.
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