viernes, 29 de agosto de 2014

Sin perdón de Dios



“Quiero contarles mi historia por el valor aleccionador que ella encierra y para demostrar que una víctima de abuso sexual puede sobrevivir a él y aprender de la experiencia para su propio crecimiento”, ésta es una de las frases con las cuales el periodista Juan Carlos Cruz abre su libro El fin de la inocencia. Mi testimonio, en el que narra los abusos que sufrió por años de parte del sacerdote Fernando Karadima en la parroquia de El Bosque, el sistemático encubrimiento que estos delitos tuvieron en el seno de la iglesia católica chilena y cómo Karadima construyó una red que lo convirtió en un intocable en el mundo católico y a nivel político, que además amasó una jugosa fortuna, gracias a las generosas donaciones que recibía en la parroquia de El Bosque, que contaba con acaudalados feligreses como Eliodoro Matte.
El libro tiene un origen terapéutico, puesto que, como ha contado su autor, la redacción de este testimonio fue un ejercicio que Cruz practicó con su psicólogo en Estados Unidos, de ahí que el texto sea una traducción del inglés a cargo del escritor Jaime Collyer. Cruz arranca recordando su niñez acomodada donde la máxima tragedia fue el tener que huir de Chile junto a su familia, nada más se dio la victoria de la Unidad Popular. Tras algunos años en España, el pequeño Juan Carlos regresó a Chile y sufrió algunos años después la debacle de la muerte de su padre. Este triste revés, unido a su devoción católica llevaron a Cruz a buscar consuelo y respuestas en la parroquia de El Bosque. Ahí encontró a un deslumbrante y sagrado Karadima, quien lo tomó bajo su protección. Para Juan Carlos Cruz fue un honor ser cobijado por el sacerdote, pero eran los primeros días de una larga temporada en el infierno.
De esta forma Cruz, un joven pío que irá descubriendo su homosexualidad al mismo tiempo que crece su vocación por convertirse en sacerdote, se cobijó en Karadima: “Abrí mi corazón y mi alma a este cura, compartiendo una parte de mí que hasta allí me había reservado sólo para Dios”. Karadima aprovechó la mansedumbre del muchacho, y lo transformó en su secretario, e incluso su mucamo. En las páginas siguientes el autor delinea el personaje de Karadima con una precisión que hace difícil no comparar la vida en la iglesia de El Bosque y al propio Karadima, con la secta de Colliguay y Ramón Castillo Gaete, “Antares de la luz”. Existen acá la misma adoración ciega, la misma  ciega﷽﷽﷽﷽.y Ramño Bosque y al propio Karadima, con la secta de Colliguay no.
Popular.devoción hechizada e irracional a un iluminado, cuyas enfermedades no tenían más explicación que el influjo de satanás. Cruz también detalla la forma en que Karadima armó una red de influencias y de convenientes alianzas, que en los ochenta alcanzó hasta el propio Augusto Pinochet, de quien el cura era adorador. De ahí también que personalidades eclesiásticas como Raúl Silva Henríquez y la Vicaría de la Solidaridad le generaran repulsión a Karadima, un amante de los gadgets, según el autor.
Un rasgo que llama la atención de Cruz es cierta pertinaz ingenuidad, al creer que Fernando Karadima recibiría su merecido en el seno de la Iglesia, lo que retrasó el que él, James Hamilton y José Andrés Murillo recurrieran a los tribunales. Hacia el final del libro se testifica la inútil búsqueda de justicia en la propia Iglesia, donde Francisco Javier Errázuriz y Ricardo Ezzati figuran como prominentes encubridores y a Andrés Arteaga, obispo auxiliar de Santiago, como el delfín de la perversidad de Karadima, cuya apacible actualidad en un convento donde celebra misa, hacen que El fin de la inocencia sea, además de una historia insoslayable, enojosamente inconclusa.


Juan Carlos Cruz
El fin de la inocencia. Mi testimonio
Debate, Santiago, 2014, 243 págs.

*Reseña publicada:  http://bit.ly/CruzLUN

viernes, 22 de agosto de 2014

Cuide esa boquita



“Si entendemos que el idioma es un cuerpo vivo en constante evolución, al parecer es por la venas abiertas de las malas palabras por donde muta más rápidamente”, así lo asegura el periodista Tito Matamala en su libro Chile garabato. Una historia contemporánea de las malas palabras, un repaso liviano y humorístico por las groserías más utilizadas en nuestro país, sin seguir un orden específico. La revisión de palabrotas que emprende Matamala se hace con una prosa colorida, cargada a la sorna y con palabras altisonantes y cantarinas. Con este tono el libro repasa, por ejemplo, una época en la que el uso de insolencias en prensa era moneda corriente: la antesala a la ascensión de la Unidad Popular al poder. Matamala ilustra cómo la prensa “de cloaca”, como la califica el autor, no tenía empacho no sólo en maldecir en portada, sino en hacer referencias sexuales o incluso sacarle la madre al del bando opuesto. Todo esta manga ancha idiomática se habría acabado –como todo entonces- con el golpe de Estado de 1973. En este sentido, el autor incluso aventura que las insolentes pullas de los diarios de derecha habrían fermentado el derrocamiento del gobierno de Salvador Allende.
Poco después de arrancar la lectura es posible detectar la primera falla: el propio autor. Al contrario de otros cronistas de la plaza, pareciera que Tito Matamala no soporta ser menos interesante que su objeto de estudio. Listillo y fanfarrón como él solo, el autor intercala en medio de los contenidos del libro, bocadillos y digresiones que no vienen a cuento y que huelen a relleno, a saber “(En mi lista de tareas antes de estirar las patas, siempre considero aprender latín como prioridad, pese a lo inútil del deseo. Y aprender el secreto de la masa de las empanadas fritas. Espero tener una vida larga para ello)”, “Le habría tirado los cortes si la hubiese conocido (a la cantante brasileña Xuxa)”. Por momentos, las reflexiones de poca monta devienen en insulto gratuito: “Hay una oscura relación entre estas palabras legítimas de la lengua castellana, las antiguas y las incorporadas en la época en que los españoles se estaban robando un continente nuevo (y ya ve que de poco le sirvió a esos pelotudos, ahora declarados en quiebra)”.
Un probable móvil de este libro sería el revalorizar las malas palabras, aquéllas consideradas como parte de un lenguaje no apto para toda ocasión. Ése es el pretexto del ejercicio que Matamala despliega: explicar cada blasfemia hasta el tuétano y apreciarla desde el origen. Aunque el autor cumple en buena medida, sus querellas son poco claras, “el poto, el culo, no son las únicas palabras desprestigiadas por una sociedad hipócrita”. Vaya a saber uno a qué hipocresía se apunta, y qué tiene que ver con usar determinadas palabras en tiempos y el lugares diversos.
Cuando el autor no se empecina en hacerle perder tiempo al prójimo con salidas de libreto y autorreferencias fomes, Chile garabato alcanza momentos pasables. Tal vez el mayor es cuando Matamala analiza el coa y aporta un glosario de términos llamativos y cargados de significado. Pero luego pierde el rumbo y se enfrasca en un flojo análisis televisivo cuya figura central es la vedette Maripepa Nieto y su novio, el CNI Álvaro Corbalán Castilla.
Hacia el final, el autor postula que decir garabatos es la manifestación de la lucha por la libertad de expresión, desde luego aquella pisoteada la dictadura, mas no termina de cuajar una tesis convincente. Es cierto, no es un libro que se intente ser seriote, pero corre mucho riesgo de caer en la huevada.


Tito Matamala
Chile garabato. Una historia contemporánea de las malas palabras
Aguilar, Santiago, 2014, 205 págs.

*Reseña publicada: http://bit.ly/Chilegarabato

viernes, 15 de agosto de 2014

Embriagados por el mar



La jugada que hace el poeta magallánico Óscar Barrientos en El barco de los esqueletos es tan ambiciosa como total: meter el océano y sus historias en un librito de poco más de sesenta páginas. Dejando de lado las exageraciones, lo que Barrientos emprende en  su última entrega no está tan alejado de ese marítimo objetivo. De corta duración como ocurre con los libros de la colección Efímera de editorial Pehuén, el poeta crea una narración que tiene como hilo conductor al navío mercante escocés Marlborough, un barco que zarpó cargado de ovejas desde costas neozelandesas en 1890 para evaporarse del mapa. Veintitrés años más tarde, el perdido navío fue avistado en el mar de Punta Arenas, cubierto de moho y algas verdes. La leyenda cuenta que su tripulación son esqueletos.
            De este hecho fantasmagórico se hace cargo Barrientos, quien no solamente revive la espeluznante leyenda, sino que también aprovecha de disparar en varias direcciones, siempre teniendo al mar como premisa. De esta forma, las páginas describen a la viril cofradía de la Hermandad de la Costa, de la cual el autor es miembro, un grupo de marinos aficionados que se reúnen a hablar del mar, a cantar, más bien, y evocar “la dureza del océano y la proeza de gobernar los navíos”. Antes el autor habló de ballenas blancas y más allá habla en detalle de cartas de navegación, de cómo las más antiguas son una suerte de matrimonio entre la cartografía y el arte.
            El lenguaje que utiliza el autor en este libro es ampuloso y henchido de recovecos, por eso no es desacertado apuntar que este libro en vez de leerse está incluso apto para ser declamado. Barrientos se rebusca en el lenguaje de poeta de provincias y empapa a este breve volumen de un ceremonioso barroquismo que transforma en volutas un tanto siuticonas hasta las expresiones más simples, como cuando el escritor y sus cofrades de la Hermandad de la Costa comparten unos tragos “A esta hora estamos todos insuflados por los jubilosos alcoholes de la noche náutica”. Estas salidas de bucanero cantarín abundan en el libro, quitándole velocidad. Tal como si un velero que lleva firme rumbo se quedara sin viento. A fin de cuentas, Barrientos no puede -ni tendría por qué- traicionar su vena de poeta, por lo que El barco de los esqueletos está compuesto en su mayoría con la intensidad propia de la poesía, y también con poesía hecha y derecha, “Pero, entonces, ¿qué es ahora el Marlborough?/ Es el dialecto de lo cadavérico./ Es el diccionario de las palabras olvidadas./ Es el silencio de la noche que lacera./ Es la tentación de la conjetura./ Es el diseño del naufragio previsto desde antes que nacieras./ Es el camino de la sombra que se funde en la marea./ Es El triunfo de la muerte, de Peter Brueghel el Viejo, que hace muchos años contemplé con veneración en el Museo del Prado”.
            El libro remata con la reconstrucción del avistamiento del Marlborough por parte de un barco inglés. Con un lenguaje menos pasado de revoluciones, es la parte más lograda del libro. Acá Barrientos habla del velero británico Johnson (en otros lugares consta como Johnston) que se acercó al Marlborough en 1913 en aguas chilenas. Al abordar el navío vagabundo, quienes se posaron en la cubierta se horrorizaron al ver que la tripulación del Marlborough estaba en los huesos, literalmente. Envenenados, muertos de hambre o de frío, Barrientos revisa las posibles causas de tan funesto y mítico destino, y cierra estas páginas que rescatan del olvido a un barco que fue tragado por el mar.

Óscar Barrientos
El barco de los esqueletos
Pehuén, Santiago, 2014, 62 págs.

*Reseña publicada: http://bit.ly/esqueletosLUN

miércoles, 13 de agosto de 2014

Guía de la destrucción total



Alguna vez se dijo que la Primera Guerra Mundial sería la guerra que pondría fin a todas las guerras, y dada la magnitud de sus alcances, eso parecía, aunque al final, no fue así. Solamente inauguró una nueva forma en la cual los países se enfrentaban, caracterizada por lo brutal, por lo inopinadamente destructivo, por el borrado absoluto del honor que caracterizaba a los enfrentamientos armados hasta antes de 1914.
            En el marco de la conmemoración de un siglo de la masacre –y en medio de la proliferación de volúmenes sobre la trifulca-, el libro 1914-1918. La historia de la Primera Guerra Mundial, del profesor de historia David Stevenson, quien ha dedicado la totalidad de su vida académica a estudiar la Gran Guerra. Sin ir más lejos, Stevenson ha escrito otros libros sobre el tema, pero éste opera como una síntesis, y a la vez como una ampliación del área de estudio. Stevenson se hace cargo de las causas del conflicto y revisa el desarrollo de la guerra de forma razonablemente enciclopédica. En este último sentido, este voluminoso texto de casi novecientas páginas presenta tesis conocidas sobre la Primera Guerra Mundial, así como análisis al panorama general.
Antes que ofrecer nuevas luces sobre la catástrofe, David Stevenson concentra esfuerzos en hacer un repaso detallado de lo sucedido, a partir de la revisión de una copiosa cantidad de fuentes, información que luego es presentada de forma ordenada y fácilmente accesible, con la temporalidad como criterio. Con todo, Stevenson no es condescendiente, especialmente a la hora de analizar el rol de los gobernantes de los países en pugna, quienes sí estaban al tanto de las consecuencias de un conflicto, y que también lo buscaban. No por nada el autor señala que es importante recordar el 11 de noviembre, día del armisticio en 1918, porque puso fin a una hecatombe que fue creada por los hombres, como políticas de estado. Hacia el final del primer capítulo, “La destrucción de la paz”, Europa se había dividido en dos bloques armados hasta los dientes con armas de última tecnología y poder destructivo. Una apuesta proguerra en la que ambos bandos perdieron, y en grande, y de la que solamente fue posible salir luego de un agotamiento extremo de los países en conflicto, sobre todo Alemania.
Aún cuando Stevenson revisa escenarios conocidos (El frente occidental y sus cientos de kilómetros de trincheras, entre otros) el autor también toma en cuenta otros teatros de operaciones, como el frente oriental, así como aspectos más inopinados, como el seguimiento de la posguerra hasta 1945 y la consiguiente ligazón con la Segunda Guerra Mundial, de la cual la Gran Guerra es su legado.
Las hostilidades finalizaron y el mapa europeo había cambiado, así como los equilibrios de poder a nivel planetario. Diez millones de vidas de soldados se perdieron y este libro, muy de concierto con esa oscura estadística, es un recordatorio de la insensatez irreparable que puede ser la guerra.    
             

David Stevenson
1914-1918. La historia de la Primera Guerra Mundial
Debate, Buenos Aires, 2014, 896 págs.

Malos de adentro



Varias cosas se pueden decir de Gente mala, el debut novelístico del periodista Juan Cristóbal Guarello. el libro se inspira en el secuestro y muerte del pequeño Rodrigo Anfruns Papi, un niño de seis años que desapareció el 3 de junio de 1979 y cuyo cadáver fue encontrado once días después. El secuestro sacudió a todo un país. La muerte se le colgó a otro menor que nada tuvo que ver. Con los años se supo que el pequeño Anfruns Papi fue secuestrado por error, en el marco de una tenebrosa vendetta entre generales de las FF.AA. De eso trata Gente mala, el erróneo secuestro de un niño a fines de los setenta.
La muerte del malogrado pequeño de corte príncipe valiente inoculó de miedo a un país en el que la muerte y el asesinato eran un pecado, una aberración que existía en el Chile tras bambalinas, y que estaba lejos de tocar el sacro imperio de la tierna infancia. Para Guarello, una de las miles de personas que hoy frisan los cincuenta y que eran niños en ese entonces, el crimen de Anfruns significó el fin de la inocencia, la certeza de que ni siquiera los niños estaban a salvo en ese infierno que era el Chile bajo la dictadura de Pinochet. Gente mala es, en buena medida, la redacción de ese miedo. A partir de esto último, su temática y su forma de encararla, retrotrae la novela dictatorial. Si ya había una nueva arista que autores como Alejandro Zambra o Nona Fernández estaban explorando, este libro vuelve al punto de partida, a fojas cero, al escribir sin embelecos y sobre el terror directo de las acciones más bajas de los que en ese tiempo deleznable tenían el poder. No hay nostalgias infantiles, barrios residenciales, infancias perdidas, padres o hijos.
Apenas se empieza a revisar este libro, escrito con una prosa incontrastable y vertiginosa, es posible comprender que la intención de Guarello es no solamente exponer la maldad de los agentes de seguridad de la dictadura, sino a la vez exponerlos en su brutal estupidez, sacar a la luz la zafiedad total de tipos que tienen una moral de perros. De esta manera los agentes que protagonizan Gente mala no solamente son malos y torpes, sino que también son hediondos, muy groseros, gordos, fuman demasiado, comen cerdo y grasa como si fueran animales y huelen mal. Son, sin discusión, lo peor de lo peor. La novela no tiene medias tintas, pero el autor elige cargarlas mediante la táctica de asquear al lector en su construcción de la imaginería de la represión. Bien podría señalarse que esta novela es un posible exorcismo de los fantasmas infantiles de Guarello, pero que cuenta con una desproporcionada vuelta de mano.
El libro ha llamado la atención por su autor, un señalado rostro del periodismo deportivo, por lo que en los últimos días hemos podido ver a Guarello en más de algún lugar respondiendo preguntas sobre este libro, y también haciendo una atinada advertencia: que este libro no es la verdad sobre el caso Anfruns, que es ficción y no una investigación periodística, que no es ni será una herramienta que contribuya al esclarecimiento del caso.  Muy lejano de ser un testimonio o documento que pueda servir para resolver este crimen o para que alguien que no ha hablado tome coraje y lo haga, el libro es, en buenas cuentas, la puesta por escrito de los temores y traumas del autor, redacción en la cual lo asqueroso está presente en casi cada página; no lo moralmente repugnante, sino lo infectos que pueden ser los productos corporales más básicos, excrementos, orina, flujos menstruales, flatulencias, axilas malolientes, todos muy presentes en los asesinos de la narración. Un ejemplo recurrente de esto es Edith, más conocida como la Gorda Huichipirichi, una de las agentes, quien se encarga de cuidar al pequeño Rodrigo en su cautiverio, “Varelita imaginó el sapo carnoso de la Gorda con una toalla higiénica llena de sangre. Le dieron ganas de vomitar”. Lo fecal está también harto presente, ya sea en las pletóricas defecaciones del seboso Willy (cuesta encontrar en la literatura chilena un personaje más desprovisto de humanidad y más despreciable) la suciedad del propio niño secuestrado, el color “caca de guagua” del Simca 1000 en el que se movilizaban los agentes, o la diarrea que se transluce en el pantalón del piyama del general Mena, luego de una intimidante conversación telefónica con Pinochet. El hedor de las heces solamente es superado por el que despiden los cadáveres desenterrados que debían ser hechos desaparecer, en el marco de la operación “Retiro de Televisores”, también aludida en esta novela.
Como se ve, el autor no es muy elegante para generar efectos, pero llega a ser machacona la insistencia de caer en la inmundicia para exaltar la trama, sin contar el hecho de que Guarello pone en boca de sus personajes una inusitada cantidad de groserías. Es otro método para exponer la animalidad de los agentes de la CNI, no la crudeza de sus actos, sino la bestialidad tarada y cotidiana que despliegan en estas páginas. Acá hay cierta relación entre el lenguaje que Guarello utiliza en sus columnas deportivas, que se construyen de expresiones coloquiales, salidas harto coloridas, a menudo algo folclóricas, pero efectivas para la denuncia y el alfilerazo. El oído prodigioso que el autor pone al servicio de sus punzantes columnas se pasa algo de rosca en esta novela. Acá se agregan puteadas y ramplonerías a granel (es el vocabulario de los personajes, el único que conocen), que se aliñan con la majadera manía del autor de nombrar marcas, tiendas, programas de televisión y personajes de la época, en lo que constituye un recordatorio a menudo cargante de que la acción transcurre en 1979. Así los personajes no pueden simplemente fumar, sino que tienen que fumar Hilton o Cabañas. No pueden tomar cerveza, sino que tienen que tomar Bavaria o Cóndor. No pueden aplicarse desodorante no más, tienen que echarse 8x4, leer revista Bravo, ver televisión en un viejo Antú o Bolocco, un suntuoso Trinitron o un aspiracional Tatum Dynamic. Con todo, Guarello hace un repaso un poco menos atosigante de ciertas lecturas de la época, sin libertad de expresión. Morris West, Dominique Lapierre y Larry Collins son los libros que se leen, los que no están prohibidos.
La prosa de Guarello es veloz, qué duda cabe. En las mismas entrevistas por esta novela, el periodista ha señalado que redactó la novela en diez días. Esa velocidad se nota, puesto que el libro es un flujo constante de episodios que mantiene la novela arriba, a un ritmo que no decae en ningún momento, tal vez poniendo en evidencia lo que el autor ha señalado por ahí, que este relato era algo atravesado y que tenía que sacarlo afuera. Vomitarlo si es preciso. Gente mala es, por descontado, un libro de acción, nunca de reflexión. La cascada de episodios sucesiva así lo indica, y el propósito primigenio del libro (describir el horror del caso Anfruns) así lo estipula y no deja lugar a otra cosa. Novela en exceso masculina, las mujeres acá lo pasan mal. Se puede entender que los trogloditas que protagonizan la historia le dan carácter machista al libro, pero la cosa se sale de control de manos del autor. La pobre Gorda Huichipirichi es el extremo de esa tendencia, que también se grafica en las prostitutas (siempre mentadas como “maracas”) que los cenetas frecuentan en el Foxy, en las esposas adorno de los generales, incluida la que a la sazón era la primera dama, o en las referencias a los genitales femeninos, siempre sapos o zorras, sin distinción, ya sean de la Gorda Huichipirichi o los de Carolina de Mónaco.
Gente mala es una historia conocida que se vuelve a contar. Una tragedia griega, inexorable y recalentada, no muy novedosa ni innovadora en el departamento de literatura de la dictadura, pero que en esta pasada se carga al asco, buscando no la reprobación del lector del crimen cometido por los asesinos, sino derechamente la arcada al ser retratados en lo más repugnante, no a partir de su falta de moral, sino de su animalidad, su ausencia de civilidad. Cosas que en realidad no hacen falta para aclarar lo que realmente pasó y que subrayan con excesiva suciedad la conocida perversidad de aquellos que, desde el gobierno, sembraron el mal y la muerte en Chile.

           
Juan Cristóbal Guarello
Gente mala
Ediciones B, Santiago, 2014, 216 págs.