Los
libros que utilizan como insumo el diario de vida, el dietario o la libreta de
apuntes proliferan en nuestras librerías. Los hay espurios como La calle me distrajo de Patricio
Fernández, o aquellos que funcionan como autobiografías veladas, como Notas de un ventrílocuo, la última
entrega de Germán Marín. Y también está Diario
de un canalla. Burdeos, 1972 (Mondadori, 2013), del uruguayo Mario Levrero
(1940-2004).
El formato permite licencias para el
autor, pero que el lector sabe perdonar. El autor propone una tracalada de
fragmentos que pueden ser inconexos y cuyo valor es declaradamente subestimado
por el autor (“Sé que estos son papeles más para tirar”, “No me fastidien con
el estilo ni con la estructura: esto no es una novela, carajo”), y el lector
dispensa esa dispersión. En el caso del Diario
de un canalla, Levrero habla de ratas, de gorriones y palomas, criaturas
que observa mientras convalece de una operación a la vesícula. También se
refiere a la escritura de una “novela luminosa, póstuma, inconclusa”. Lo hace
en detalle, mientras pesquisa cada movimiento de estas criaturas del bajo
zoológico que anima Levrero, ejercicio que disfraza una condición palmaria del individup
que rellena las libretas: la soledad.
¿Qué hay detrás de todo este
lenguaje, de todas estas palabras, de toda esta minucia? ¿Qué esconden del
canalla solitario? Tras los pasajes animales que animan el diario del canalla
se pasa a la segunda parte, Burdeos, 1972,
inédito hasta ahora y que habría sido preparado por Levrero para ser
publicado después de su muerte, en 2004. Aquí el autor de La novela luminosa es más explícito, aportando la sinceridad y la
soltura que caracterizan su obra. Aparece su nombre civil, Jorge Varlotta
(Mario Levrero son, respectivamente, el segundo nombre y apellido del autor) y
aparece el testimonio como palanca narrativa, en este caso sobre la estancia del
uruguayo en Francia, en septiembre de 2003, junto a su pareja Marie-France, o Antoinette
en el libro. En otro continente Levrero aprecia la libertad que se siente con
el extrañamiento y la distancia, con la lejanía de todo lo conocido, lo
familiar. Pero de nuevo aparece acá el hombre solo, que está solo incluso en
sus recuerdos, plagados de dudas vitales, de humanidad.
Este último carácter es el que
jalona las páginas de este libro, puesto que Mario Levrero, lejos del
memorialismo riguroso, lo que hace es poner por escrito sus olvidos y su
sospecha respecto de, ni más ni menos, sus vivencias y su valor como hombre de
acción, “Entonces aparece la parte más dramática de todo esto: ¿dónde estaba
yo? ¿Qué hacía? Recuerdo algunas caminatas mañaneras hacia el Jardín, pero no
habrán sido tantas (…) Caminaría un poco. ¿Por dónde? ¿Durante cuánto tiempo?
(…) No sé, no sé, no sé. De los tres meses en Francia me queda apenas el
registro de algunas horas. Y fragmentos de lugares”. Aún cuando en algún
momento el celebrado crítico Ángel Rama metió a Levrero en un saco que llamó
“los raros”, su escritura se abre con una franqueza gozosa, que galvaniza este
libro.
¿Este olvido es genuino o es una
estrategia de escritura? Aunque esta pregunta puede ser inoficiosa, tal vez
quepa hacerla al constatar el juego de olvido y memoria que Levrero plantea en este
libro (y en otros también, como El
discurso vacío), una estrategia
que también refleja la urgencia de un diálogo, para no olvidar, para no volver
a perder la memoria, para no volverse loco.
Mario Levrero
Diario de un
canalla. Burdeos, 1972.
Mondadori, 2013,
Buenos Aires, 181 págs.
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