domingo, 3 de octubre de 2004

Odio lo que odio, premio que te premio

¡Al fin, Armando Uribe! ¡Al fin! Si, al fin el Premio Nacional de Literatura le cae al poeta rabioso número uno de nuestra querida y elitista franja de tierra. No se engañe el lector por las exclamaciones de un principio, el tema del Premio Nacional dista bastante de causar entusiasmo en este crítico. Meramente porque ya parece imposible el separar la previa de la entrega del máximo galardón de las letras nacionales, de la maquinaria oscura y –lamentablemente- automática que surge para generar todo tipo de turbiedades en el horizonte. El caso de Uribe es especial, estuvo en la trinchera crítica (recuerdo todavía ese programa de TVN, referente al premio de ese entonces, otorgado finalmente a Volodia Teitelboim, donde Pablo Huneeus terminó de confirmar su galopante mentecatez), ahora se vira la tortilla y casi desdentado vate se pasa (o lo pasan) a la acera de enfrente, no sin merecimientos, aunque sea majadero en decir que “por falsa modestia debo decir que no soy merecedor. ¡De ninguna manera!”.
No vamos a establecer acá el valor de Uribe, sería asaz tonto tomar posiciones maniqueas respecto de una obra premiada. Tampoco se harán apologías a los que no les tocó esta vez (Barquero, Hahn, etc.), porque es cosa de tiempo, no de calidad. Paciencia, que les llegará, de todas maneras, de no mediar desaguisados mayores.
Contestatario, insigne cartero abierto (“opinólogo”, dirían hoy) y erudito como pocos, su biblioteca de miles de ejemplares pesa en sus obras, y no es la excepción Las críticas en crisis (LOM, 2004), el último de sus libros lanzado no casualmente a pocos días de la premiación. Pero hay que tener en cuenta estos dos conceptos, contestatario y erudito, pues son los que marcan más de medio siglo de carrera literaria, y que le dan un sello característico a Armando Uribe, que en lo inmediato, hace que los medios de comunicación lo busquen casi como por osmosis cuando haya un suceso (ya sea político o literario) en el que nuestro ahora laureado poeta pueda meter cuchara, casi siempre con lucidez.
En este texto en cuestión pasa igual, Uribe se mueve por las páginas de la tercera parte de la saga de las críticas (antecedidas por “Las críticas de Chile” y “A peor vida”), con el tono habitual con que el poeta lo hace, es decir, con una rima sólida, galante, lírica y erudita, que se cuestiona permanentemente la alcurnia del escritor, o bien la validez misma de sus escritos (mal que mal, Uribe ha mencionado que su “vanidad” está en su trabajo en Derecho y no en la poesía). Las críticas en crisis es, entre otras cosas, un paseo poético por los autores de cabecera del autor, o al menos eso se supone. Desfilan no inoportunamente por estas páginas Dante, Cervantes, Shakespeare, Hesíodo, Beckett, Balzac; así como en los libros que antecedieron este (los dos mencionados antes) lo hicieron Homero o su muy apreciado Catulo.
Nunca le hizo asco a la muerte –no solamente en esta trilogía, sino en obras pretéritas-, sino que como Quevedo la ha enfrentado cara a cara, alabándola, poniendo en lo alto su fuerza, “¡Aquí voy yo dice la muerte!”, escribe, y también: “Entre los muertos yo soy uno/ de ellos, el más pequeño de ellos./ Somos nosotros los pequeños/ difuntos ya sin uñas, uno/ que ya no es número ni en sueños,/ una minucia sin cabellos./ Quienes queremos ser ninguno”.
Uribe repasa, y al repasar, quiere dar pinceladas de que la cosa no va más. Se ha visto a Nicanor Parra cumplir 90 años, en plena vigencia, vigor y ejercicio, y esto es lo primero que surge en la mente de las personas, antes de notar cualquier cosa, antes siquiera de repasar sus poemas. Bueno, con Uribe pareciera pasar al revés, a pesar de ser casi veinte años menor que Parra. No es que el autor del “Engañoso laúd” no tenga ya más ganas de escribir, pero precisamente sí escribe como preparándose, como empezando a degustar lo que le depara una vez que abandone su vida mortal (esperemos que no luego), “Cuando muera, en el período agónico/ -breve o no- de las inspiraciones/ respiratorias y poéticas con sones/ parecidos al ritmo de los pares y nones,/ ¿qué sentiré? Lo mismo que en el cónico/ -por no decir: cómico- estado en que me encuentro/ justamente hoy ahora, cesando desde dentro”. Entiéndase bien, Uribe no se echa a morir, ni mucho menos, pero enfoca su mirada y su pluma en una suerte de compañera sempiterna, que camina sin abandonarlo. Pasa del desencanto (demostrado especialmente en “A peor vida”) a la curiosidad, al borroso vislumbre de lo que sea que haya más allá del umbral.
En todo caso, más acá está Uribe –entre otras cosas-, el premiado Uribe, el caballero Uribe, el rabioso Uribe, el enamorado Uribe (en este volumen no dejó de consagrar su escritura a Cecilia Echeverría, su difunta esposa). José Miguel Ibáñez, hace casi 30 años, se refirió la poesía de Uribe como “brutalmente sincera y directa”, y a Uribe como un escritor que trabaja “desde el rincón más doloroso de sí mismo (...) esta poesía se construye desde la desnudez del yo en carne viva”. Este comentario fue editado en 1975 tanto en el diario El Mercurio, así como en el fundamental libro “Poesía Chilena e Hispanoamericana actual”, de Nascimento, sin embargo, está plenamente vigente, ya sea que se escriba para comentar “No hay Lugar”, o Las Críticas en Crisis, o sea Uribe es de una sola línea, consecuente, sin ser monocorde ni monotemático.
Aunque no lo quiera, Uribe es nuestro laureado animal poético, una de nuestras últimas voces lúcidas.

Armando Uribe
“Las Críticas en Crisis”
LOM, Santiago, 2004, 133 págs.


*Publicado originalmente en Plagio, 3 de octubre de 2004