viernes, 21 de noviembre de 2008

El canon de Bisama

Empecemos con una pregunta y su inmediata respuesta, mi muy querido lector, ¿Hace canon el crítico literario, escritor y profesor chileno Álvaro Bisama (1975)? Sí, lo hace. El expediente es la novedad “Cien libros chilenos”. El volumen, editado por Ediciones B, es un catastro de cien libros nacionales, elegidos mediante el criterio exclusivo y excluyente del gusto de Bisama, pie forzado que es explicado en detalle tanto en el prólogo de este libro, así como en la entrevista que a la sazón apareció en Revista de Libros de El Mercurio -donde Bisama tiene su columna “El comelibros”-, realizada por Pedro Pablo Guerrero, su editor, en un ejercicio similar a como si Marcelo Bielsa le hiciera una entrevista elogiosa a Gary Medel o al “Chupete” Suazo.
A todo esto ¿qué diablos les pasa a ciertos comentaristas y autores de libros con la palabra “canon”? ¿Por qué huyen de ella como de la peste? Pareciera que preferirían –con algo de alivio, incluso- ser acusados de pedófilos antes que de canónicos. Bisama también huyó –y huye- del canon, se deshizo en pretextos y excusas en la mentada entrevista mercurial, y hace lo propio en el prólogo del libro, que es “más una pregunta que una respuesta”. Más curiosos todavía son los lugares en los que Bisama hace la pirueta del desmarque de cualquier cosa que huela a canon. Primero lo hace en El Mercurio, el medio autoritario (véase “El diario de Agustín”), sancionador y canonizador por antonomasia y luego en este volumen, producto de una editorial multinacional.
Álvaro Bisama, que, aunque le pese, escribe cómodamente instalado y empapado del imperio de la columna mercurial, ya con el solo hecho de discriminar libros, de escoger a unos y desechar a otros, hace canon (hasta usa la palabra en varias de las reseñas). Y más todavía, cuando ese cedazo se traduce en un libro publicado por una casa editora que tiene capacidad de esparcir ese catastro como el viento esparce esporas por el cielo primaveral. Bisama hace canon a pesar de que este libro sea producto de ese, en apariencia, inocuo ejercicio de “viajar” por la propia biblioteca, a lo Pierre Jacomet. Y ese canon es más suyo que ninguno, pues está la impronta pop, la impronta cool, freak, o cualquier otra ondera palabreja anglo de moda. Instalar a Condorito y a Mampato en el mismo saco que Alone o Alonso de Ercilla, es un ejercicio similar a ese que hace la gente que apenas compra o recibe un libro lo estampa con su nombre, en letras grandes ojalá. El libro es mío. Y este canon tiene “Álvaro Bisama” written all over it. En este sentido, pareciera que Bisama se ataranta en estampar su rúbrica caprichosa de, por ejemplo, meter majaderamente el cómic hasta en la sopa.
Volvamos atrás, estimado lector, y preguntémonos: ¿Hacer canon está mal? No. Bisama hace canon, empero uno extraño, despeinado, con la camisa afuera, pero críptico en su tono, de barroquismo técnico, de ambigüedad ampulosa, oscura e irresoluta. Y lo hace, además, con la olímpica obliteración de la eterna pelotera entre crítica periodística v/s crítica académica, es decir, entrega cien reseñas que no dan para un texto de referencia para investigadores, pero que tampoco servirán para la perentoria tarea de envolver pescado. Bisama es un lector voraz (de hecho se “come” los libros), pero su gazuza libresca cojea en un aspecto clave: no se logra transmitir al lector. Digamos que Álvaro Bisama tiene pluma diligente y tuvo en esta pasada una editora de cartel, como Andrea Palet; con todo, si hay que recomendarle una lectura a Bisama, esta es “La mano del teñidor”, esa estupenda obra de W.H. Auden, y más específicamente el apartado llamado “Leer”. Ahí se señalan importantes máximas, que, de haber sido seguidas con atención, habrían trastocado esta publicación. Asimismo, una división capitular por épocas y no por obras, habría sido un aporte, un orden, pues se ve que el autor sigue un hilo cronológico que no se aprovechó.
Del criterio de selección ni hablar, ya no se puede, es incluso de mal gusto, como arriscar la nariz ante el plato que nos convidan, cuando somos visita. De todas formas, basta decir que el criterio aquí es el exclusivo y arbitrario gusto del autor.
Veleidades de Bisama, veleidades extremas que son siempre una apuesta riesgosa. Uno se pregunta, si en vez de publicar cien reseñas pretendidamente heterodoxas de más o menos tres carillas cada una, ¿no hubiera sido mejor haberlas fusionado y dividido por períodos y no títulos? Se asume que Bisama tiene pasta y credenciales para superar el trabajo exploratorio y poco decisivo que ha entregado en esta pasada, un mucho apretar para poco abarcar. Seguiremos esperando.


Álvaro Bisama
“Cien libros chilenos”
Ediciones B, Santiago, 2008, 313 págs.


*Publicado originalmente en El Periodista N° 161, 21 de noviembre de 2008

domingo, 9 de noviembre de 2008

Rumiante superstar

Al leer “La vida de una vaca” (Planeta/Seix Barral, 2008), tercer libro del periodista chileno Juan Pablo Meneses (Santiago, 1969), viene a la mente un sketch del inclasificable y genial actor argentino Alfredo Casero, en el que las hacía de un lector de noticias que debe improvisar en cámara, ante una falla técnica que quema todas las notas del informativo. La primera cosa que a Casero se le viene a la mente es hablar del asado, “una pasión nacional que nos deja atónitos y que siempre estará en el corazón de los humanos”. El libro de Meneses –célebre desde que acompañó a Los de Abajo y sufrió la paliza que les dio la policía argentina en la Libertadores 1996 en cancha de River-, es, quizás, la documentación de esa pasión nacional, de algo que está en el corazón, mente y billetera de los argentinos, un estilo de vida que tiene alcances insospechados, y que van mucho más allá de un pedazo de carne bien jugosa.
Antes de entrar en el texto, cabe hacer alcances formales, bastante llamativos dados la calidad de la pluma del autor y el abolengo de la casa editora. La cantidad de faltas de ortografía, gazapos, y frases mal redactadas es sorprendentemente alta, lo que desde luego es una falta bastante fea, sobre todo ante un autor que ha concebido un texto con un estilo depurado, ágil, sustancioso y entretenido. La labor de edición simplemente no estuvo a la altura. A propósito, el 24 de octubre de 1929 cayó jueves.
El libro cuenta la historia de “La Negra”, una vaca que Juan Pablo Meneses adquirió en Argentina (país donde vive desde 2002) por 70 dólares, para seguir de cerca la evolución del vacuno, el cual, multiplicado por millones, son el émbolo que regula la vida económica y social de nuestros vecinos allende los Andes. En los tres años que el reportero dedica a la investigación, hace un análisis a fondo al peso que tiene la carne para los argentinos, país que eleva al lomo a la altura del fútbol o el tango, y en el que la variación del precio del kilo de asado puede botar a un gobierno de la Casa Rosada.
“La vida de una vaca” es del todo representativo de lo más granado del género crónica, que en el continente latinoamericano pareciera estar floreciendo con singular fecundidad, no sólo por la pasta que muestran los cronistas -corresponsales freelance que han superado las “muletillas” Bukowski o Hunter Thompson, con pantalones largos, la maleta empacada y el pasaporte siempre a mano para partir a donde sea que la historia los guíe-, sino también por el surgimiento de revistas (como Gatopardo, SoHo y Etiqueta Negra, entre otras) y editoriales que dan cabida al trabajo de los periodistas portátiles (como se autodenominó Meneses).
El autor ha creado un libro digno de ser parangonado con la mejor crónica, que no es otra cosa que el feliz y balanceado cruce entre una escritura elegante, sutil y provocativa y una investigación original y concienzuda, plena de datos, información, entrevistas. Un trabajo reporteril transformado con habilidad y novelado con una capacidad singular, a lo que se debe sumar aquellas delicias del periodismo del siglo XXI, la instantaneidad y ese plumazo borrador de fronteras: Internet. Meneses no solamente sembró las revistas latinoamericanas de crónica con las vicisitudes de su rumiante, sino también el crecimiento de “La Negra” pudo ser seguido en tiempo real gracias a las constantes actualizaciones de un blog destinado a tal propósito, donde la principal interrogante –si la vaca terminaría sus días sobre las brasas o pastando hasta la muerte-, fue el gancho que pescó a todo un continente, sacando ronchas entre los vegetarianos recalcitrantes, aguando las bocas de los parrilleros angurrientos y corriendo el velo a una sociedad farsante ante el cotidiano carneo de reses.
Sobre el fin de la vaca, nadie sabe nada a ciencia cierta. El libro no revela su fin y la deja pastando en los campos de La Plata. En un diario colombiano trascendió que “La Negra” se transformó en sabrosos bifes. Nada de esto importa, el juego admite estas y todas las hipótesis, pero lo realmente trascendente es el gran trabajo periodístico de Meneses, notable en el texto, soberbio en los efectos en los lectores. Quedan un gran libro y un hecho harto novelesco: Latinoamérica estuvo pendiente de una vaca pastando.


Juan Pablo Meneses
“La vida de una vaca”
Planeta/Seix Barral, Buenos Aires, 2008, 234 págs.


*Publicado originalmente en Dossier N° 7, octubre de 2008

viernes, 7 de noviembre de 2008

Adiós, muchacho

Ya que los Premios Nacionales están de moda, dada la reciente entrega del máximo galardón de las letras criollas al poeta Efraín Barquero, bien vale detenerse en el comentario respecto de la obra de otro laureado, el desaparecido Volodia Teitelboim (1916-2008).
Teitelboim se llevó el Premio Nacional en el año 2002, y a partir de eso, la Editorial Universitaria, en su excelente colección “Premios Nacionales”, ha reeditado el primero de los tomos de sus memorias, “Un muchacho del siglo XX” (1997). Hijo de ucranianos, Teitelboim es y será recordado tanto por su carrera política, así como por su literatura. Sufrió todos los avatares que los militantes del PC padecieron durante un siglo XX cuya segunda mitad fue particularmente amarga para los militantes de la hoz y el martillo (desde la Ley Maldita de González Videla hasta el 11 de septiembre de 1973), y en lo personal, mucho se habló del bullado “divorcio” que tuvo de su hijo adoptivo Claudio Bunster, quien decidió cortar contacto públicamente con el poeta y ex senador, cuando se enteró en 2005 que Teitelboim no era su padre biológico.
En literatura (su amante clandestina a espaldas de su mujer legítima, la política, según el mismo Volodia) su aporte fue indiscutible, y se inició con la primera gran polémica literaria del siglo pasado, la edición de la “Antología de poesía chilena nueva” (1935) junto a Eduardo Anguita, que sacó chispas entre los pesos pesados de los versos criollos (la tríada guerrillera Neruda-Huidobro-De Rokha) y que fue el inicio, para ambos, de una vida ligada a la escritura al mismo tiempo que fue el principio de una senda que los llevaría a ganarse un lugar destacado en el panteón de los literatos nacionales.
Porque no fue la poesía lo que más cultivó el chillanejo abogado, periodista y novelista Volodia Teitelboim (no se deben olvidar su labor en Radio Moscú y su novela “Hijo del salitre”, respectivamente), sino que fue la crónica su arma más efectiva, su talento más visible, y la contribución social y cultural que más se le agradece. “Un muchacho del siglo XX”, primer tomo de sus memorias, llamadas “Antes del olvido”, es un complejo tejido, en el que el autor entrelaza sus vivencias personales, el relato del momento del Chile de la juventud de Teitelboim (bajo la dictadura de Carlos Ibáñez del Campo, luego la fugaz República Socialista de Grove y Dávila y el nacimiento del Frente Popular), y la agudeza visual recogida en sus viajes, que desencadenan las reflexiones muy a lo Sebald o Magris.
El viaje es el tema central del libro, de hecho el autor cierra así la obra (y así se cierra también este comentario): “Muchacho del siglo XX no has viajado en vano. Tienes a tu lado lo que siempre buscaste. Sumérgete en la claridad de la noche, donde el alma y el cuerpo se encuentran en su hora dichosa. Has desembarcado en el muelle de los sueños, en el punto exacto donde el joven hace el descubrimiento del sentido del viaje. El Norte está en el Sur y el amor es su nombre”.


Volodia Teitelboim
“Un muchacho del siglo XX”
Ed. Universitaria, Santiago, 2008, 538 páginas.


*Publicado originalmente en El Periodista N° 160, 24 de noviembre de 2008