miércoles, 28 de diciembre de 2011

El origen

Música y poesía han estado juntas desde casi siempre. Hacer un catastro en ese sentido sería demasiado extenso, a la vez que correspondería a otros espacios. Sin embargo, vale mencionar esta ligazón para hablar del poemario La pantera, escrito por el músico, ex vocalista de la banda Los Tetas, Camilo Castaldi (Berlín, 1977), y editado por el sello Desatanudos Editores, que abre su producción de libros de poesía poniendo a disposición lo que basta y sobra en el mundo de los poemarios, un objeto bien hecho.

Conocidísimo en el ámbito musical, “Tea-time”, el alias artístico del autor, opta por ingresar en el mundo de la poesía en el formato libresco. Ante esto, vale notar que el autor usa su nombre de civil para firmar esta producción. No un alias, no un nom de plume, sino él mismo.

La poesía de Castaldi reboza de los elementos que es posible encontrar en los poetas que debutan. Hay un hambre, un ansia, un ímpetu de usar el lenguaje, acaparar todas las palabras, todas las que se tengan a mano para nombrar y dar sentido a todo lo que rodea al autor. No es menor la mención al nombrar y dar sentido a todo mediante la palabra, pues este ejercicio que intenta Castaldi, más el título del libro, dan cuenta de una conexión directa con Rainer Maria Rilke, quien en sus soberbias Elegías de Duino se hace cargo de esta cuestión, de forma inmejorada en la literatura universal. Es claro que el autor entiende ese mensaje.

Pero guardemos las distancias y volvamos a Camilo Castaldi y su libro. Recorrerlo nuevamente confirma el hambre, el entusiasmo del poeta que desea traducir todo lo que sus sentidos captan en lenguaje. Así, por ejemplo, no es extraño que surja ante los ojos de quien lee un claro consorcio, un vínculo prístino entre Castaldi y la naturaleza. Bandadas de pájaros, árboles otoñales e invernales y otros elementos del paisaje abundan en La pantera, “Una bandada de pájaros tomó la misma dirección que/ nosotros/ como si un susurrar secreto de la naturaleza nos hablara/ a todos al mismo tiempo/ indicándonos dónde ir”. O más adelante, “Buscaría los tallos para camuflarme en el frío cristalizado/ de este primer día de invierno”.

Con lo que se ha dado en llamar “pecho caliente” (que no es otra cosa que el profundo e insondable asombro que mueve a los poetas que empiezan), otra veta que explora el autor es, desde luego, la de los sentimientos, la intimidad, la cercanía y la ausencia. A pesar de que mayoritariamente Castaldi elige celebrar lo natural en sus poemas, siempre hay un regreso a la proximidad coloquial a lo que se quiere y a lo que se extraña, “No quiero vivir como una roca./ Si me vas a esculpir,/ hazlo con cariño./ No uses tus feroces cinceles/ de aguas tormentosas e indiferentes.”; “Te fuiste con el clak-clak, clak-clak de tus chalitas/ como una cebra contenta”.

La intimidad no solamente se manifiesta en el deseo de cercanía del otro, sino también en un rescate de los espacios. Por ejemplo, se ponen de relieve, así como las hojas del otoño –lo que recuerda a Wallace Stevens, por momentos-, los muebles de una casa, y la languidez en la que parecen desfallecer en las habitaciones vacías. Indistintamente, hay un deseo de despuntar la vida de todo mediante la palabra poética, buscar su trascendencia, lo que se pone de relieve en el poema que titula el libro, “¡Suerte la mía de estar vivo!,/ porque imaginé mi muerte al recordar los dientes feroces/ de aquel relumbrante animal./ Suerte de estar vivo en un presente tan lejano a mi infancia/ y a mi muerte,/ y que mi vida haya descendido por los enigmáticos pasillos/ del tiempo”.

Aún cuando el autor se muestra, desde luego, principiante en la poesía en libro, hay momentos en que es posible notar que Castaldi está en camino a pulir su lenguaje, convertir la vehemencia y el ansia en oficio, darle la profundidad que una poesía en maduración alcanzará. Hay versos bien logrados, con la artesanía fina del detalle. Esto deja en evidencia que el autor tiene una voz que busca ser labrada, afinarse y ganar densidad. Castaldi tiene los ojos muy abiertos y maneja la palabra con talento, de eso no hay dudas. La música que produce ha sido el mejor testimonio de ello. Sin embargo en el libro, con un ritmo infinitamente más lento que el del hip hop o el soul, el trabajo que se requiere es distinto. Con La pantera Camilo Castaldi está empezando a recorrer ese camino.

Camilo Castaldi
“La Pantera”
Desatanudos editores, Santiago, 2011, 69 págs.

*Publicado originalmente en Revista Intemperie, 28 de diciembre de 2011

miércoles, 21 de diciembre de 2011

Popmoderno

Dentro del panorama narrativo joven nacional, surge el nombre de María Paz Rodríguez (1981), profesional polifacética en el mundo literario y sindicada como una de las voces “sub 30” de la literatura criolla. Esto dado que formó parte de la recientemente publicada antología Voces -30, y también es incluida en el libro Junta de vecinas, de escritoras jóvenes chilenas (que se editó en España y no en Chile, vaya uno a saber por qué peregrina razón).
El Gran Hotel (Cuarto Propio, 2011) es la primera novela de esta escritora, aunque tal vez tildar el libro de novela sería algo forzado, no solamente por su corta extensión (no faltará quien diga que este libro es más bien un cuento largo, o una nouvelle, como se dice por estos días, de forma tan relamida), sino que también porque dentro del libro conviven una serie de formatos que lo hacen chúcaro a la hora de los encasillamientos. Esto último no es necesariamente malo.
Antes de entrar en materia, hay que hacerse cargo de un detalle en la solapa de este libro, ítem que adquiere particular importancia, dado que alude a este medio de comunicación. En la penúltima línea del texto, se señala que la autora ha realizado crítica literaria en diversos medios, entre ellos “Revista Interperie” (sic). Pifia que viene como anillo al dedo, cuando una de los lemas de esta publicación es “diga InteMperie”.
Gazapos aparte, y ya entrando en materia, es claro que la autora propone el juego de los símbolos, raya la cancha con un reglamento en el que la alegoría, el pop y el simbolismo llevarán la batuta a la hora de dar relevancia a un discurso que es chato y gris. Argumentalmente, la historia de este libro es la de una mujer, profesora, que hastiada de vagar por la exigente rutina académica, y que transporta inmediatamente al “Autorretrato” de nuestro reciente Premio Cervantes, Nicanor Parra, es posible decir que la protagonista es profesora en un liceo obscuro y ha perdido la voz –y algo más- haciendo clases. Pero el tono gris de la protagonista se da ante el mundo moderno, un mundo hipertecnologizado, donde la sociedad sufre una pulcra devastación. Ante esta vorágine, la protagonista decide plantar cara, y simbolizar la resistencia en un hotel de tres estrellas.
María Paz Rodríguez, en adelante instalará al hotel como la solución de todas las necesidades, tanto espirituales como materiales, y así lo ejemplifica esta suerte de mantra “El Gran Hotel me cuida. El Gran Hotel me espera. El Gran Hotel va a lavar mis heridas en uno de sus tantos baños. El Gran Hotel será por siempre mi único hogar”. Hasta ese momento la narración fluye con reglas claras, con una voz que cobra volumen a medida que avanza. Sin embargo, no demoran en aflorar los signos que dan cuenta de que María Paz Rodríguez es hija de una época, y es una escritora de su tiempo. Surge un manuscrito -elemento de utilería cada vez más usado en los argumentos novelísticos de hoy- obra de J., una desaparecida pareja de la protagonista, documento que tomará las riendas del relato, dando todas las pistas y disparando el texto en múltiples direcciones. Aquí tal vez esté una de las debilidades, puesto que por momentos, la sobre conciencia literaria, el excesivo juego simbólico entrampa el relato, y lo hace lento y pastoso por momentos, aún cuando el libro tiene solamente poco más de noventa páginas.
El Gran Hotel entonces empieza a mostrarse como un tapiz con diversas texturas y colores. Cohabitan la poesía y la prosa poética, operación que ya había mostrado antes Alberto Fuguet en Missing o Rodrigo Olavarría en su libro Alameda tras las rejas. Tal como sucede en las mencionadas obras, El Gran Hotel se libera de las rigideces de género, intento en el que pareciera que el propósito principal es el registro. Registrar todo, hasta el tedio de la protagonista, así como su ternura, sus espacios vacíos en distintas intensidades, lo que es traspasado en la disposición del texto, e instalando pistas falsas al lector, sombras chinas, las que alternan con momentos de honestidad en que cede el juego y queda de manifiesto el modus operandi que mueve la historia, que continúa con la huida de la protagonista en un auto robado con rumbo al desierto.
Con todo lo literario que intenta ser este libro, igual es posible encontrar lugares comunes, marcas de la narrativa joven de hoy. La referencias a músicos como Patti Smith (tal vez la cantante más manoseada de la literatura chilena actual) o al grupo Joy Division, hoy rozan el cliché. Además, acá están incluidas con faltas de ortografía, pues figuran Patty (sic) Smith y Echo and the Bunnyman, cuando es “Bunnymen”, en plural. Tal vez esto pueda ser un detalle menor, pero ya no lo es tanto cuando los narradores chilenos de hoy sobreexplotan el pop y lo utilizan reiteradamente como un sustento literario.
Tras anudarse y enlazarse, la historia encuentra un desenlace. Tras todos los símbolos y los círculos, la novela se muestra en lo que es en esencia: la historia de desamor de una mujer del mundo de hoy, un desamor del cual la protagonista se debe reponer. El Gran Hotel es una historia interesante, que da cuenta de una escritora con talento, con habilidades para entregar una propuesta literaria apreciable. Veremos qué noticias nos traerá el futuro de María Paz Rodríguez.

María Paz Rodríguez
“El Gran Hotel”
Ed. Cuarto Propio, 2011, 95 págs.


*Publicado originalmente en Revista Intemperie, 21 de diciembre de 2011

domingo, 11 de diciembre de 2011

Parricidio

Como toda ópera prima editada por un sello multinacional, La soga de los muertos –primera novela del joven escritor y periodista Antonio Díaz Oliva (1985)– ha hecho ruido. No es de extrañar, dado que esta obra contiene varios elementos
que cautivan el interés de nuestro periodismo cultural en clave juvenil: la visita a Chile del poeta beatnik Allen Ginsberg para participar en el épico Congreso de Escritores organizado por Gonzalo Rojas y celebrado en Concepción en 1960, la saga de películas Volver al futuro y la sempiterna postulación de Nicanor Parra al Nobel de Literatura. Estos condimentos salpimientan el libro de Antonio Díaz, escritor que se ha abierto camino con rapidez en el periodismo cultural chileno, específicamente en la revista Qué Pasa, a lo que hay que sumar su libro Piedra Roja: los mitos del Woodstock chileno, publicado en 2010.
Volviendo a la novela, los ingredientes antedichos son parte de un decorado que se antepone a un hilo conductor más íntimo y profundo: la relación padre-hijo. Una relación que, tal como se plantea, parece más bien la historia de ausencias, de presencias fugaces, de presencias que parecen ausencias. Díaz Oliva echa mano a la visita proverbial de Ginsberg para articular el conflicto paternofilial que ensambla
la historia del narrador. Un niño que crece bajo el alero de la lectura de cómics, del delirio que le produce Volver al futuro y de la carencia de un padre que en el pasado trabó contacto con Nicanor Parra y el mentado Ginsberg, y que años después organizaría una campaña para que el antipoeta obtuviese el Premio Nobel de Literatura en 1994.
La brevedad del estilo de Díaz Oliva (vista en escritores como Diego Zúñiga y Alejandro Zambra) puede rastrearse en autores que han servido de luminarias a las nuevas generaciones,
como es el caso de Álvaro Bisama. El laconismo capitular de La soga de los muertos lleva a pensar en aquel de Estrellas muertas. Es más, tal como ambos libros comparten
editorial, comparten también el mismo error (no es más que eso): no tener casi ninguna página numerada.
Esta novela es una historia con cabos sueltos, lo que puede ser una cualidad o un defecto, según quien lo mire. Zambra señaló, a propósito de la brevedad, que la escritura es un desafío de precisión; acá sucede más bien lo contrario. La rapidez con que pasan los capítulos bien podría acercar La soga de los muertos a un libro de estampas, un fragmentado Bildungsroman en cuyas páginas solamente hay unas pocas notas al pie. Los datos siempre serán insuficientes. Con todo, no deja de ser adecuado mentar a Parra, puesto que el libro antes de tratarse de antipoesía o de ayahuasca, se trata de parricidios, de matar padres ausentes. Hay momentos en que esto se insinúa, por ejemplo cuando el grupo PARRA se entera con amargura de que el Nobel de 1994 recayó en el japonés Kenzaburo Oé; en ese instante, el grupo que pegó carteles hasta el hartazgo en La Reina, se desbanda sin más. Luego un momento en el que el niño protagonista ingresa a un departamento, en cuyas ventanas solía ver cuadros, en sus viajes en micro hasta el colegio. El niño protagonista ingresa
al departamento y encuentra a su padre, en la escena tal vez más azucarada del libro.
La soga de los muertos es la primera novela publicada de Antonio Díaz Oliva. El autor de seguro aportará nuevos libros en los cuales haya más profundidad, un aliento más largo, presencias más duraderas.


Antonio Díaz Oliva
“La soga de los muertos”
Ed. Alfaguara, Santiago, 2011, sin número de páginas.


*Publicado originalmente en Revista Grifo N°23, diciembre de 2011

domingo, 4 de diciembre de 2011

Guía hipster de Bruselas

Hace muchos años, un entonces escritor adolescente llamado Gonzalo Maier (Talcahuano, 1981) publicó a los 18 años una novela llamada El destello (opera prima de la cual el autor, siguiendo la tendencia, prefiere no hablar) a través de la editorial LOM. La misma casa editora hoy pone en librerías y otros comercios del ramo Leyendo a Vila-Matas, segunda novela de este periodista. Harta agua ha pasado bajo el puente de Maier, ahora el pequeño aspirante a escritor es esposo y padre, se ha curtido en la redacción de diversas revistas y tomó la muy soberana decisión de mandarse a cambiar a mejores pagos, sin mirar para atrás.
Las tres últimas líneas del párrafo previo sirven para contar de qué va Leyendo a Vila-Matas. Tenemos al protagonista de la historia –el propio Maier- en un tren cruzando Europa para encontrarse con el escritor español Enrique Vila-Matas, a quien Maier entrevistará, dado que escribe un libro sobre su obra. En el tren conoce a una chica alemana que tiene una complicada historia de amor (como si alguna no lo fuera) y con quien el protagonista pareciera que tendrá un encontronazo sexual en cualquier momento. Pero el encontronazo sexual –al menos en potencia- sucede en la cabeza del protagonista, que se perturba cuando su mujer le avisa que un vecino egipcio pasará la noche en casa, dado que olvidó sus llaves.
Leyendo a Vila-Matas es un libro ameno y afable como una guía de turismo. Liviano, complaciente, bien hilado, bien redactado. Así, en sus páginas podemos aprender dónde comer buenos waffles si es que alguna vez al despreocupado lector le toca viajar a Bélgica, que “la felicidad son discos desconocidos que sin darnos cuenta se transforman en favoritos” o que “la felicidad puede ser el sonido de un timbre”.
Por supuesto, como integrante de su generación, esta novela tiene los vicios que presentan otras narraciones contemporáneas, la brevedad mal entendida, el gusto de dejar vacíos, y esa manía algo irritante de transformar uno o varios pasajes del libro en un soundtrack o mixtape que no hace más que dar la impresión de que el autor tiene buena oreja, o que escucha a las bandas de moda, intentando hacer de esto un sustento literario. Las dos líneas del argumento de las cuales pudo surgir algo de tensión, la relación del protagonista con la alemana “Niña Poste” y la paranoia que genera el que un vecino duerma bajo el mismo techo que la esposa del protagonista no se desarrollan. El autor prefiere hablar de sí mismo, eso pareciera ser más importante, dando tips sobre relaciones humanas, y alguna deslavada caluguita sobre Vila-Matas. Gonzalo Maier goza de una vida sana y en equilibrio, suceso que tiene la gentileza de comunicarle al lector.
Ahora, el título de la novela no es más que el usufructo del autor de Bartleby y compañía para ganar lectores, que bien podrían sentirse víctimas de una grosera publicidad engañosa. Tampoco se trata de que este libro sea un ensayo vilamatiano, pero queda claro que Maier usa el nombre de Vila-Matas –medalla sagrada del lector quintaesencial- para hacer lo que hacen no pocos narradores hoy: terminar hablando de sí mismos.

Gonzalo Maier
“Leyendo a Vila-Matas”
LOM, Santiago, 2011, 89 págs.


*Publicado originalmente en El Periodista N° 210, 2 de diciembre de 2011

viernes, 2 de diciembre de 2011

Flacidez

Un meteorólogo llamado Nicolás Fonseca, impotente y alejado de su mujer e hijo. Un perro que, en verdad nunca estuvo. Un constructor que se pierde en la montaña, sobrevive décadas en el tierral y que muere producto de una cacería humana por parte de carabineros. Estos son algunos de los elementos que Jaime Collyer (Santiago, 1955) intenta conjugar en Fulgor (Mondadori, 2011), la última novela de este escritor nacional.

La historia del libro es bastante simple, Nicolás Fonseca trabaja solo en un observatorio y sufre de disfunción eréctil tras una operación de hernia. El empleo lo mantiene alejado de su mujer e hijo. En su labor, que consiste en reportar pronósticos climáticos diariamente, está lejos de sus seres queridos de los que solo sabe por teléfono, pero ello no es impedimento para que se vea entreverado en una serie de –llamémoslas así- peripecias, a saber: ser testigo solitario de una difusa supernova; encontrar un cachorro perdido en medio de la montaña, que se transforma en su mascota; trabar contacto con un constructor civil que se perdió en la montaña, rebautizado como “El Yeti” y que come los desechos de los basureros del observatorio y de un centro de esquí cercano, y también interactuar con un mayor de Carabineros, que persigue al ermitaño perdido en las alturas.

Digamos que si hay que calificar esta novela de Collyer en una sola palabra esta sería insustancial. Hay algo paradójico en este libro, su autor recurre a un lenguaje recargado y ampuloso para tratar de insuflar algo de enjundia a una historia laxa, en la que, en rigor, nada tiene mucha trascendencia, y está llena de episodios más bien arbitrarios que están unidos forzosamente para crear la falsa ilusión de una unidad. También hay otros que sobresalen por lo insólitos, como por ejemplo el caso del Yeti, un personaje que, aparte de merodear los cubos de basura de los recintos instalados en plena montaña en busca de comida, comete abigeato, delito que desencadena una cacería humana que termina con una insólita violencia (ad hoc a los tiempos que corren, en todo caso) por parte de los carabineros que persiguen al llamado Yeti.

A pesar de que Collyer mete en la juguera elementos en el papel sabrosos, entre los que sobresale el pene endeble del protagonista, causa natural de sus desvelos, o los supuestos descubrimientos astronómicos que realiza Fonseca o la riqueza de la relación que puede surgir entre un hombre solitario y un tierno perrito. Sin embargo, estos componentes tambalean en el débil tinglado argumental que propone el autor, dando la impresión de no ser más que meras digresiones sin mayor cuento. Si a esta irresoluta manera de exponer los hechos, le sumamos el lenguaje pastoso, infumable y plagado de embelecos que utiliza Jaime Collyer –y que hacen imposible no pensar que escribe para un lector con residencia en la península ibérica-, da como resultado una novela convencional y aburrida, carente de riesgo y chispa, y que parece no dejar nunca de estar enganchada en segunda, que carece del despliegue de atractivos mínimamente necesarios para configurar una narración atractiva, y que, para rematar, se corta abruptamente.

Todo lo antedicho no deja de ser llamativo, siendo que Collyer es un escritor con trayectoria, estatus que confirman con ingente generosidad tanto la solapa como la contratapa de este volumen. Sin emabrgo, la impresión que queda después de leer Fulgor es que es un libro que perfectamente pudo haber sido hecho por un narrador principiante, torpe en sus procedimientos, con una impericia acartonada. Y por si esto no fuera suficiente, la editorial también aporta su pifia; así sucede en la página 155, donde falta parte del texto.

Jaime Collyer, que había dejado una grata impresión con su anterior novela La fidelidad presunta de las partes, retrocede con esta entrega, un volador de luces tan fulgurante como la luna nueva.

Jaime Collyer
“Fulgor”
Mondadori, Santiago, 2011, 162 págs.

*Publicado originalmente en Revista Intemperie, 2 de diciembre de 2011

jueves, 10 de noviembre de 2011

Entre cuatro paredes

El cerrar la puerta de nuestras habitaciones es la forma más común y cotidiana que conocemos para privatizar nuestros espacios. Y dentro de nuestras alcobas, la cama juega un rol insospechadamente capital. Describiendo el soporte y ambiente del amor, del sueño, del nacimiento, de la muerte, los juegos, la lectura, la escritura, entre otras empresas, el libro Historia de las alcobas, (FCE-Siruela, 2011) obra de la historiadora y feminista francesa Michelle Perrot (París, 1928), bien puede ser considerado una historia de la sociedad, una historia de los hombres y de sus instituciones. Bajo sábanas y frazadas, en este caso.
Para Michelle Perrot, quien ha emprendido otros ambiciosos proyectos como Historia de las mujeres en occidente (en conjunto con Georges Duby), nuestras habitaciones y todo lo que ellas contienen nos dicen mucho respecto de quiénes somos, un teatro con ropa de cama de la existencia humana. Con esa premisa, este libro resulta ilustrativo, contundente y ameno. Invocando a Foucault y jalonándolo como un personaje que ha reflexionado como pocos sobre diversos espacios, Perrot concluye que la habitación personal es la materialización en escala de nuestros universos. El orden de la alcoba es el orden de nuestro mundo, y esta es la premisa general de la que se sirve la historiadora para luego pormenorizar en las complejidades sinuosas del espacio vital en sus diversas modalidades.
La erudita cartografía de la recámara a lo largo de la historia que ha creado Perrot, es, desde luego, una historia de lo íntimo. La obra se divide en una serie de capítulos que se consagran a disímiles tipos de habitaciones, casi todas de descanso, por decirlo de alguna forma (el margen es amplio, se cubre desde recámaras reales hasta dormitorios colectivos, pero también se revisan espacios de reclusión o de penitencia). Pero es posible distinguir una línea progresiva, que va desde las fastuosidades de las impenetrables habitaciones reales, como la del Rey Sol Luis XIV, hasta el dormitorio obrero colectivo, pero manteniendo como centro a la habitación como un espacio privilegiado en las viviendas o recintos.
En este recorrido la galería de personajes e historias a absorber es copiosa, con un predominio de mujeres (aún cuando a este tema Perrot ha dedicado el grueso de su obra, y que en este libro es palpable en el retrato que hace de la muerte de George Sand, es un error ver esto como deformación profesional), cuyos relatos están a medio camino entre la historia y la crítica literaria (esto se hace notorio, por ejemplo, cuando la autora aborda la obra de Marcel Proust, específicamente La prisionera), lo que da a este libro un carácter versátil, sin la pesantez de suyo rigurosa del catastro historiográfico, pero con el dinamismo de la crónica, del perfil, en esta pasada, cameral. La sanidad de este libro radica en esa marca, es sanidad, antes que un defecto, antes que una cojera que se pueda apuntar con el dedo.
Tal como lo hizo magistralmente Georges Perec en La vida instrucciones de uso, Michelle Perrot monta en su libro un involuntario edificio plagado de habitaciones-historias, un edificio de lectura con la fachada a la vista, donde quien llega puede interiorizarse en una cornucopia de alcobas. Hay distancias entre Perrot y Perec, por supuesto, pero se abren las puertas de lo íntimo con este libro, las puertas de lo íntimo que, con todo, ha jalonado la historia de siglos recientes, a puertas cerradas.

Michelle Perrot
"Historia de las alcobas"
FCE-Siruela, México, 2011, 353 págs.


*Publicado originalmente en Revista Intemperie, 10 de noviembre de 2011

miércoles, 2 de noviembre de 2011

De cara al Bicentenario

Una de las sensaciones que queda al leer los poemas de Sumario (Ediciones Tácitas, 2011), cuarta entrega del poeta nacional Cristóbal Joannon (Santiago, 1974) es que llega con un atraso de casi un año. Esto porque, tal vez, cuando mejor efecto podrían haber causado este conjunto de poemas que le dan duro a lo nacional, era cuando el país completo estaba embriagado por la fiesta interminable del Bicentenario de esta república, de democracia imperfecta. Pero no es más que un detalle este error en el timing, puesto que los vicios propios de una sociedad llena de parches, mentiras y cojeras siguen siendo parte de nuestra idiosincrasia, aún cuando todos los días se intente maquillar o falsear un país que no es copia feliz de ningún edén.
La poesía de Joannon se caracteriza por su franqueza, pero en esta ocasión, se hace del discurso oficial que pulula y ha fijado residencia en las oficinas, en los templos de la burocracia, en los pasillos, no necesariamente del poder, sino que en los recintos donde el lenguaje de la organización es el idioma de lo falso, de lo oficial falsario. Adoptando el tono del discurso oficial, del comunicado, del bando militar, Joannon recrea y revive en su libro el relato que es la columna dolorosa del Chile de las últimas tres décadas. El autor no es el primero ni tampoco será el último en hacerse cargo de la dinámica vital del Chile posdictadura, ni tampoco de sus actores secundarios, como los “Chicago boys” u otros actores de reparto de nuestra terrorífica historia pinochetista, que dejó huella en el imaginario post 1990.
Joannon logra tomar el ritmo e imponer la cascada de imágenes, apelando mediante una voz omnipresente, intmidantemente omnipresente. De entrada lo que hay es la apelación a un tú, un sonsonete que es el reto al sometido, la lección al esclavo: “Debería avergonzarte tu actitud: participas/ de nuestra pax americana y al mismo tiempo/ la desprecias. Tú sabes cuánto valoramos las tareas que has ejecutado; hay en ti energía y dedicación. No cometas el error de ofender/ a quienes velan por tu salud y bienestar”. Es la reproducción del correctivo que puede dar un jefe, pero calzado en la matriz intimidante del torturador que interroga. Joannon quiere reproducir esos circuitos del terror, esos discursos del apriete y de la amenaza, tal vez queriendo galvanizar este tipo de lenguaje como algo nacional, idea espeluznante, y no alejada del todo de las vivencias cotidianas de miles de chilenos actuales: “Esperábamos otra cosa de ti; bastante rápido/ se te fueron los humos a la cabeza, incluyendo ése./ Con qué velocidad dejaste de responder el correo./ ¿Qué clase de culpa inquieta tu vigilia? ¿Otro galvano/ aún por conseguir en el podio de las grandes causas?”
La queja de Joannon es clara, es prístina su querella ante el Chile globalizado y dependiente de forma directa de los dictados de papá EE.UU., pero nunca olvidando la grosera y chocante precariedad de un país que suele invertir denodados y eufemísticos esfuerzos en mostrar afuera una imagen que simplemente no se tiene: “Hemos optado por una tristeza menos evidente; se nos describe/ como un retén de pacos apolillándose al final de Cono/ asolado por marejadas y monstruos cartográficos. Carne de perro por dentro, cuero de chancho por fuera”.
Joannon diversifica sus recursos en este volumen, proponiendo un justo contrapunto entre la época clásica y nuestros días, entre la estabilidad implantada con sangre en un imperio militar, y una dictadura sudamericana que siguió esos designios dos mil años después. Así no es raro que haya una referencia al retórico griego Protágoras, pues es el discurso el instrumento de poder, la expresión verbal de una nación inmersa en la mentira: “Ya que en esto de las contradicciones/ recordemos aquí a unos cuantos dignatarios/ que saben ex cathedra cómo debiésemos vivir:/ becarios diligentes, paladines del buen sentido,/ liberales que juraron en Cerro Chacarillas/ y decidieron no contradecir a sus empleadores”. O que haya referencias latinas: “Si allá arriba, donde Roma gobernó, el terrorismo escampa/ y ya no saben qué hacer con moros y cristianos, pues bien,/ quizás deban mirarnos a nosotros esta vez”.
Parriano en sus expedientes, Joannon instala un discurso de alerta, propone la idiomática del eufemismo y de lo ornado. El suyo es el esfuerzo por denunciar la dorada guirnalda del discurso oficial, de la advertencia, del mandato. Desempolvando y sacándole brillo a la retórica de las oficinas del centro o de los diversos departamentos del aparato público, el poeta pone delante del lector el idioma del mundo, desprovisto de arte –aún cuando su vehículo sea un libro de poemas-, de belleza. Está en los propósitos de Joannon reproducir la rigidez de la nota, el reporte y el sumario, reproducir con un imaginario nutrido un esquema social, el talante gris y amargo de las instituciones que funcionan. Si en otras ocasiones, Joannon propuso un discurso poético sin ambages, ahora hace exactamente lo contrario, poetiza los ambages que han caracterizado el discurso, la lengua amarga y ficticia del Chile actual.

Cristóbal Joannon

"Sumario"
Ediciones Tácitas, Santiago, 2011, 55 págs.

*Publicado originalmente en Revista Intemperie, 2 de noviembre de 2011

viernes, 30 de septiembre de 2011

Rasguña las piedras

Dentro de nuestro particular medio cultural, el nombre de Carmen García (Santiago, 1979) es más que conocido. Esto porque esta socióloga de profesión es parte de la desaparecida revista y hoy productora cultural Plagio, responsable, entre otras iniciativas, de “Santiago en 100 palabras”, uno de los concursos literarios más masivos de los que se tenga registro en Chile.
Tal vez lo demandante que implica ser gestor cultural provocó una laguna de siete años para que García publicara su segundo libro de poemas, Gotas sobre loza fría (Cuarto Propio, 2011), sucesor de La insistencia (2004). Pero aunque ha pasado tiempo, el discurso poético, el decir de la poesía de esta autora parece intacto. Empapada en el microcuento y en los nanometrajes (videos de 30 segundos de duración, de los cuales Plagio también ha organizado certámenes), la concisión de estas composiciones es familiar, así como su tono, la carga de su lenguaje.
A pesar de la distancia temporal Gotas sobre loza fría no está lejos de La insistencia. Es posible ver cambio, variantes en un proyecto poético en clave breve, sin dejar de ser recio, directo, descarnado por momentos. Si La insistencia no escatimó en presentar una procesión de imágenes caracterizadas por una intimidad salvaje y sin concesiones, lo que en esta oportunidad resalta es la opción de la autora de bruñir un discurso y echar mano a los elementos más básicos del planeta, la tierra, la fauna, el agua, las piedras, que nos recuerdan, por ejemplo, al Efraín Barquero que instala su mesa fraternal sobre la tierra.
Estas son las herramientas que abundan en este libro, cuya lectura da cuenta de una intención, de un ansia particular por reconstruir un pasado, “Nacimos para recordar el abecedario de nuestra tierra/ y lo que hemos hecho es esquivar la cólera/ las cenizas de nuestros muertos/ enterrarlas en un pañuelo rojo/ y aferrarnos a un espejo que se representa a sí mismo”.
Carmen García plantea una querella hacia el pasado “Con un martillo/ mis hijos golpean el final de las horas/ como si en sus manos estuviera el poder del tiempo/ un simulacro/ todos sospechamos el siguiente paso// Los ríos blancos cruzan la vida de otros/ y nos miran con un ojo bizco”, pero pareciera ser una querella sorda, una querella que no ceja, y vale en sí misma por la palabra y su permanencia, dibujada con piedras.
Gotas sobre loza fría marca una nueva estación en la poesía de Carmen García, y aunque esta es su segunda entrega, asienta una voz distintiva en un panorama plagado de nombres y libros disímiles. Superando enojosas separaciones de género o cualquier clasificación espuria, la poesía sumaria y pujante de García gana por varios cuerpos, de seguro por cumplir con un rasgo esencial que debe tener un poema para sobrevivir: el cargar de sentido la palabra, el dotar de fortaleza al disipado lenguaje de la tribu actual.


Carmen García
“Gotas sobre loza fría”
Ed. Cuarto Propio, Santiago, 2011, 59 págs.


*Publicado originalmente en El Periodista N° 208, 30 de septiembre de 2011

viernes, 2 de septiembre de 2011

El sentido del viaje

Hace bastante rato que el nombre de Cynthia Rimsky (Santiago, 1962) surge en la literatura nacional a la hora de nombrar escritores que cuentan con propuestas interesantes y dignas de lectura. Rimsky ya ha llamado bastante la atención con dos obras anteriores, Poste restante (2001) y Los perplejos (2009), ambos publicados por la editorial Sangría, y ahora es la editorial Fondo de Cultura Económica la que publica su última entrega, Ramal. Acá una digresión. Dentro de una más que correcta edición, sólo hay un traspié, la solapa, donde figura una poco afortunada foto de la autora.
La contraportada de esta novela –al menos la porción a cargo de la escritora mexicana Valeria Luiselli- compara la escritura de Ramal con la de W.G. Sebald (tal vez lo más parecido sea el utilizar fotografías al interior del texto). Lo cierto es que la lectura de esta novela de Cynthia Rimsky no nos lleva por los anillos de Saturno, sino que nos revela un tributo a Claudio Magris, y más específicamente a El Danubio. Hablemos claramente, la escritura de Magris no se parece en nada a la de Rimsky, pero es claro que ambos textos comparten puntos de fuga similares. El viaje, bordeando un río, por parte de un protagonista que emprende una travesía por encargo, son elementos comunes en ambas obras, que toman rumbos distintos.
La historia es protagonizada por “el que viene de afuera”, quien tiene como proyecto el explorar el potencial turístico que tiene el ramal entre Talca y Constitución, con todas sus estaciones, perdidas en el boscaje impenetrable de la provincia profunda, donde el tiempo se olvidó de avanzar, o bien, como lo desliza la autora en más de un pasaje del libro, es el mal llamado progreso (encarnado en una planta de celulosa, por ejemplo) que deja en el abandono a esos poblados.
Desde el principio de esta historia podemos constatar a una autora en pleno dominio de sus talentos narrativos, cosa bien poco común dados los tiempos que corren. Como pocos en la narrativa actual, Rimsky aporta con Ramal una narrativa con un ritmo preciso, una respiración adecuada, que da cuenta de una novela construida con cuidado, con una precisión poética. Dividido en “vueltas” el relato va dado cuenta de lugares que representan la resistencia, y es por esto que antes de representar un tiempo que se fue, encarnan la precariedad de un presente más urgente que nunca, tanto en los pueblos que sobreviven a la vera del ramal, así como en la relación que el protagonista mantiene con su hijo.
En ambas dimensiones hay zozobra y urgencia, situaciones retratadas con una destreza encomiable por parte de Cynthia Rimsky, que con esta novela aporta uno de los libros más valiosos que ha aparecido en el año.

Cynthia Rimsky
“Ramal”
Editorial FCE, Santiago, 2011, 161 págs.


*Publicado originalmente en El Periodista N° 207, 2 de septiembre de 2011

viernes, 5 de agosto de 2011

Nunca me abandones

A primera vista, la actualidad de Alejandro Zambra (Santiago, 1975) pareciera ser miel sobre hojuelas. El año pasado, la revista Granta lo nominó como uno de los 22 narradores jóvenes hispanoamericanos más destacados. Además, la película Bonsái, basada en su primera novela, dirigida por Cristián Jiménez, se exhibió en el empingorotado Festival de Cannes, y si bien no sacó premio, sí atrajo miradas y elogios. A esto hay que agregar la aparición de su tercera novela, Formas de volver a casa, tercer volumen que publica con el sello Anagrama.
Del texto de Zambra se pueden decir muchas cosas, pero, de elegir alguna, está el hecho de que Formas de volver a casa constituye una vuelta de tuerca en la literatura golpista en Chile. Si en alguna etapa primigenia, la escritura del golpe estuvo centrada en el reporte del trauma del 11 de septiembre de 1973 (en tono de novela de espías o de suspense, incluso), pasando luego a la escritura testimonial del horror dictatorial y del exilio, tanto desde el punto de vista de las víctimas, así como de los victimarios (descollando ahí, cómo no, Roberto Bolaño), la novela de Alejandro Zambra hace el corte de cinta de una nueva atalaya para observar la escara oscura que dejó el aniquilamiento de la democracia por parte de las FF.AA.
Esta fresca mirada es a la vez la reconstrucción de un discurso callado, que se germinó a medida que la generación que creció en los ochenta y que vio la dictadura desde una galería más bien lejana (los “personajes secundarios” como señala Zambra), se fue desarrollando con los años de esta transición que pareciera inconclusa, y que desemboca en la democracia imperfecta que signa al Chile de hoy. La historia es sencilla, un niño crece en una villa del Maipú de mediados de los ochenta, donde traba amistad con una vecina mayor, Claudia, a quien conoció luego del terremoto de 1985, y que, a vuelta de calendario, el protagonista vuelve a encontrar años después para involucrarse amorosamente, mientras revisitan ese pasado común, que aporta más preguntas que certezas respecto de esos años lóbregos. En paralelo, el relato se enfoca sobre un escritor separado -el propio Alejandro Zambra- que da cuenta de la recreación en la escritura de aquellos días.
El relato, desde luego político, abre senderos, desde luego muy literarios (sobre todo de lecturas), pero también muy íntimos del autor. Esto último opera como un perfecto antídoto ante el maniqueísmo que puede surgir al escribir una novela propulsada por el hito que partió a Chile en dos mitades irreconciliables. Morigerada a punta de una cálida intimidad, que surge de la exploración sentimental que el autor brinda, con una prosa medida, ordenada, sin recurrir a recursos equívocos como la puntuación telegráfica.
Haciendo todo sin querer, como parece decir el autor a la hora de referirse a esta novela, Zambra propone una batería de historias posibles, una política, una generacional, otra paternofilial, otra literaria, otra (des)amorosa. Todas latentes, amarradas con el tenue decir exacto que caracteriza la escritura de Alejandro Zambra.

Alejandro Zambra
“Formas de volver a casa”

Ed. Anagrama, Barcelona, 2011, 164 págs.

*Publicado originalmente en El Periodista N° 206, 5 de agosto de 2011

lunes, 11 de julio de 2011

Elegancia y resolución

Pron está ahí, cierto en la literatura que se respira en estos días. Es que Patricio Pron (Argentina, 1975) y sus libros están por todos lados, y cuando decimos por todos lados, queremos decir que están en los anaqueles de las librerías y en los veladores del puñado de lectores agudos que anima ese espacio a veces incomprensible de la intelligentsia nacional. Pero con justa razón. También con justa razón es uno de los integrantes de la bullada selección que hizo en 2010 la revista Granta, donde Pron fue elegido como uno de los mejores narradores jóvenes (Granta entiende por juventud el estar por debajo de los 35 años) en español. Y así con tantos otros reconocimientos más que aparecen detallados en otras notas y que no reproduciremos acá. Sí diremos que tiene un blog más que interesante, llamado El Boomerang.
Patricio Pron –autor de cuatro novelas y tres libros de cuentos- vino como a patear el tablero con su novela El comienzo de la primavera (2008), y ahora pareciera volver a hacerlo con otra novela El espíritu de mis padres sigue subiendo en la lluvia (2011). Nos detendremos en la mortadela de este sánguche novelesco que propone Patricio Pron, esto es en el conjunto de cuentos El mundo sin personas que lo afean y lo arruinan (2011). Los tres libros antedichos (titulados de forma exquisita) fueron editados por la multinacional Random House Mondadori, lo que da para ceños fruncidos entre los lectores antisistémicos, pero que en buenas cuentas confirma que esta rama del conglomerado –Mondadori- saca la cara con literatura de una calidad y frescura que pareciera impropia de un acorazado editorial multinacional.
Ya en materia, la primera extravagancia que se puede notar es que el autor, un argentino de Rosario, nos sumerge en la Alemania profunda y robóticamente eficiente (germanismo visible en El comienzo de la primavera, y que se explica porque el autor vivió ocho años en ese país, donde se doctoró en filología románica), y parece mimetizarse en una cosmogonía tan alejada del río de La Plata (y cercana a la de Thomas Bernhard), de su sensibilidad y su paisaje, que la huella del ADN latinoamericano es virtualmente invisible, pero como señala el propio autor, no es algo que importe demasiado, o nada. Aunque si nos ponemos quisquillosos, el lector podrá captar restos del genoma Bolaño en el libro, como pasa con “Contribución breve a un diccionario biográfico del expresionismo”. Es el gen Bolaño, que viene del gen Schwob, del gen Edgar Lee Masters. Un floreo de erudición que puede caer pesado, lo que lo convierte, precisamente, en apuesta.
Ocurre con los libros de cuentos que ninguno de ellos es 100% probado. Siempre hay un relato que cojea, otro que hace ruido, que es estática antes que sintonía fina. Con Pron sucede lo mismo, desde luego. Así sucede con el cuento “Los peces y las montañas”, donde la casi majadera mención de Martina Gedeck denota un movimiento forzado, oxidado, tosco, que no cierra completamente, dejando ver más de lo apropiado los hilos del show de títeres. Entonces hemos de hablar de porcentajes. De porcentajes de cuentos que funcionan, de cuentos en los que no sobra nada y en el caso de El mundo... este guarismo es alto, más que aceptable, digno de nota. Y estos relatos funcionan porque el autor, ante todo, escribe con una precisión indiscutida, y con una elegancia rigurosa que trasciende su propio ámbito y dota a lo narrado de un sustento, de un piso de elegancia que adorna las tramas y los ambientes, donde flota cierta tristeza, cierta soledad de instantánea, de imagen. Pron crea un léxico para los pequeños desastres íntimos.
Sin ser en exceso solemne Pron logra ser tenue y resoluto. Hay quienes conectan estas cualidades con un supuesto “lenguaje alemán”, una “sintaxis germana”, o salidas por el estilo. Nada puede ser más desatinado, pero a ciertos críticos desocupados les gusta perder el tiempo jugando con el pasaporte de los autores. Así las cosas y de forma insólita, se sigue emborrachando la perdiz del prójimo con discusiones del tipo si la literatura de Bolaño es mexicana o española. Decir que Patricio Pron escribe en alemán es tan desatinado como decir que el delantero argentino-paraguayo Lucas Barrios, ex Colo-Colo, hace goles en alemán porque juega en el Borussia Dortmund. En fin. Pron roza la literatura en “El estatuto particular” (aunque mata al cuento y se trenza con temas como el problema de la página en blanco), se empapa de ella en “Contribución breve a un diccionario biográfico del expresionismo”, donde cachetea géneros literarios y estira la ficción dando pistas falsas que parecen correctas, aún cuando este aspecto no tenga mucha importancia. Y respecto de la muerte del cuento, la artimaña de Pron es eficaz, porque galvaniza aún más un formato que nunca estuvo ni cerca de perecer.
Desde luego Patricio Pron no es una promesa en literatura, sin embargo pareciera arreglárselas siempre para parecer una voz nueva, siempre original.

Patricio Pron
“El mundo sin personas que lo afean y lo arruinan”
Ed. Mondadori, Buenos Aires, 2011, 218 págs.


*Publicado originalmente en Revista Intemperie, 11 de julio de 2011

viernes, 1 de julio de 2011

La gloriosa planicie de todos los días

Dentro de los escritores chilenos, Alejandra Costamagna (Santiago, 1970) no solamente se ha consolidado como una de las plumas más respetadas, sino que ha conseguido superar, a punta de buena literatura, el enojoso encasillamiento de género, o de la pelotuda dificultad de la sucedánea dualidad periodista/escritor. La aparición de Animales domésticos (Mondadori, 2011) no hace más que confirmar que Costamagna, premiada y hace rato consagrada, está en la primera línea de nuestros escritores, lo que puede que no sea mucho, así como tampoco es bicoca.
Autora de una literatura que se sustenta en el pilar de lo no dicho, en los desastres íntimos, en los pequeños cataclismos puertas adentro, como se puede apreciar en libros como Cansado ya del sol (2002) y en la elogiada novela Dile que no estoy (libro que fue finalista del premio Planeta – Casa de América 2007), la última entrega de Costamagna sigue esa línea temática, donde la procesión va por dentro, mientras que por fuera una prosa tenue, elegante y acabada va configurando un decidido panorama emocional, volviendo, tal vez, al ámbito de Últimos fuegos (2005).
En una entrevista a raíz de Dile que no estoy, la autora señaló que le “interesan esas presencias domésticas, las banalidades incluso”, ese interés se mantiene vivo en este conjunto de once cuentos, donde las mascotas, integrantes con ventaja del paisaje casero, son contrapartes de las truncas señas sensibles de los personajes. Están los tropezones, las trizaduras del diario vivir, pero también está el negro absoluto, pues la autora no le hace el quite a temas como la muerte.
Los animales de estos relatos -gatos en una aplastante mayoría- entran en el juego con el afecto de los humanos, juegan con el abandono, las ganas de ser querido. Costamagna propone el contrapunto, hay animales que no encuentran dueño, así como hay personajes que no pueden atar cabos con su sensibilidad. Hay duelos por personas que mueren, y también por animales que mueren, transformando a Animales domésticos, en el reverso serio de otros libros que han abordado las rarezas de la relación hombre-mascota, como Evelyn Waugh.
Puntos altos de este libro, los cuentos “Patanjali” e “Imposible salir de la tierra”, donde, tal como los gatos que pululan mudos por ahí, transita la muerte, parte, como no, de la vida de todos los días, y que alcanza un pináculo en “El único orden posible”.
Fiel a su sana costumbre, Alejandra Costamagna entrega un libro bien hecho, justito, donde no sobra nada. El oficio que le ha valido un nombre en la literatura chilena, hoy también le prodiga a los lectores locales una de las novedades editoriales más importantes de la temporada.


Alejandra Costamagna
“Animales domésticos”
Ed. Mondadori, Santiago, 2011, 143 págs.


*Publicado originalmente en El Periodista N° 205, 1 de julio de 2011

martes, 10 de mayo de 2011

La inmundicia y la furia

Una primera mirada a Canciones punk para señoritas autodestructivas (Das Kapital, 2011), libro de cuentos del profesor de castellano y editor de medios Daniel Hidalgo (Valparaíso, 1983), permite percibir a quien lee una propuesta literaria que no da concesiones, con una fuerza basada en el falta absoluta de pudor, y de poner por escrito los flagelos que asfixian esta sociedad chilena (focalizada en Valparaíso en este caso), como la drogadicción, la violencia gratuita y la pobreza, entre otras obscenidades varias que pintan el diario vivir en la copia feliz del Edén.
Hidalgo abraza esa estética del espanto, y la transforma en el eje de cuentos como “Barrio Miseria 221” (título de una novela del propio Hidalgo, publicada el 2007), sin importar el asco o la náusea del lector, todo en clave punk porteño, haciéndose cargo de una realidad tapada por fea, oculta por repugnante. Hidalgo hace manifiesto ese mundo escondido, dando a su relato una dimensión, digamos, política al visibilizar la desdicha sistémica de una ciudad como Valparaíso, aun sirviéndose de obras existentes, pues en “Barrio Miseria 221” es imposible no reconocer el tributo del autor al libro Ciudad de Dios, o a la película Ciudad de Dios. Tanto el esquema como los personajes son muy parecidos, basta cambiar la samba por rock decadente, o la cachaça por ron o vino en caja. La violencia del gueto es la misma, el poder basado en el tráfico de droga, las ganas de abandonar ese infierno también.
Volviendo a la obra de Hidalgo, este libro contiene siete cuentos que muestran cierta pachorra, cierto desparpajo adolescente. Sin embargo, el recorrido también da cuenta de algunas trabas, donde la más notoria es el estilo. Con cierto desconsuelo se puede decir que Hidalgo no puede dejar atrás la molesta manía de usar en exceso el punto seguido, vicio que casi es una tarjeta de presentación del escritor novel de estos lados del mundo (¿por qué los jóvenes escritores desprecian las comas y las frases más largas?), junto con las frases cortas a renglones seguidos. Por lo tanto el ritmo en varios pasajes del libro se reduce al del telegrama o el de la gotera. Al mismo tiempo que el autor va destapando los cartones del basural material y espiritual que es el Valparaíso de estas Canciones punk, nos va ilustrando con efectismo y cierta prédica adolescente (esto es, arbitraria) el sentir de los personajes.
El mejor cuento del volumen es “Ella era una chica indie”. Acá Hidalgo muestra más soltura, al tiempo que va deslizando dotes de crítica al esnobismo de cierta juventud semiculta de su tiempo. Aunque hay un discurso morigerado por la ingenuidad adolescente y sentimental del narrador, con juicios de un carácter quinceañero, frustrado, vehemente pero a la vez meloso, “el sexo es el mejor de los lenguajes porque no requiere de ningún análisis semiótico, solo entrar y salir, dar y recibir”.
Con todo, Hidalgo no se la deja fácil al lector, la lectura de estos cuentos es lenta, amarga, nada liviana. Por cierto que es una opción del autor, quien elige cargar las tintas en el malestar social, anclado sin solución en la grasa de las capitales como Valparaíso. Este escritor porteño no deja de utilizar el recurso manido de la referencia pop y el namedropping musical, pero esta táctica pareciera no tener mucha razón de ser al interior del libro, puesto que ese floreo pierde piso ante el eje urgente que plantea la miseria humana y urbana, que se toma la escena y se transforma en el nervio del volumen.
Canciones punk para señoritas autodestructivas es un primer intento que no debe ser desechado. Está lejos de la perfección, pero está instalado en ese interregno que puede ser superado por un autor que demuestra condiciones, sí y sólo sí es capaz de superar los vicios y las muletillas que se encuentran en este libro. Temáticamente las opciones de Hidalgo están claras, y por eso hay ahí un camino que vale la pena transitar, solamente basta que el oficio del autor se vaya puliendo y superando las cortapisas –sobre todo estilísticas- que hacen ruido, como por ejemplo ciertas metáforas siúticas (“entro en ella como los gygas (sic) en su iPod. Le pongo el pendrive y libero toda mi información en el puerto USB de sus más bellas emociones”), o una redacción más meticulosa.
Los árboles punk no dejan ver el bosque miserable que es el Valparaíso que Hidalgo quiere mostrar. Por lo tanto, para el futuro, bien vendría que Daniel Hidalgo baje el volumen y deje hablar a la infelicidad que en Chile nunca falta.

Daniel Hidalgo
“Canciones punk para señoritas autodestructivas”
Das Kapital Ediciones, Santiago, 2011, 175 págs.


*Publicado originalmente en Revista Intemperie, 10 de mayo de 2011

lunes, 2 de mayo de 2011

Ese tic llamado chilenidad

Una rápida definición de diccionario del término “tic” nos señala que éste es un movimiento involuntario, que ocurre sin motivo aparente, involucrando a ciertos grupos musculares, que se contraen sin querer. Pues bien, ese ha sido el pie forzado a partir del cual la periodista, académica y magíster en literatura Cecilia García Huidobro se embarca en el siempre espinoso deporte del análisis de lo chileno, de cómo se habla acá, de lo que se dice en la calle, y otras costumbres locales, tal vez intentando ser un epígono de Coco Legrand, quien desde la tarima del escenario es viejísimo zorro en las lides del escrutinio a lo criollo, un crack del deporte nacional del autoexamen en clave humorística.
Una muestra más de esa irrenunciable costumbre es el libro Tics de los chilenos. Vicios y virtudes nacionales según nuestros grandes cronistas, relanzamiento de esta obra de Cecilia García-Huidobro, que publicó originalmente en 1998 la editorial Sudamericana y que diez años después vuelve a circular, corregido y aumentado, de la mano de la editorial Catalonia. Teniendo en cuenta que se lanzaron con sólo meses de diferencia, este libro quizás se alza como el reverso literario y políticamente correcto de Siútico (2008), el prodigioso trabajo del periodista Óscar Contardo, y que dejó la vara bastante alta en lo que se refiere a exploración y análisis concienzudo de lo peor de lo nuestro.
Desde ya recalquemos que el ejercicio de la autoexaminación es siempre bienvenido, porque siempre hay que estar alerta cuando se trata de nuestras zonas erróneas. Al mismo tiempo, esta gimnasia introspectiva y revisionista no es nada nuevo y se ejerce a todo nivel, y con una pantagruélica cantidad de diagnósticos y opiniones (basta parar oreja en las micros), todas ellas muy discutibles, y derechamente equívocas en su mayoría. Esto puesto que acotar las medidas de lo nacional es una empresa titánica por decir lo menos, y los lugares desde los que se opina son tantos como chilenos pisan la faz del planeta. Y tengamos en cuenta también que el autoestudio es patrimonio de todos los pueblos, en todos lados se cuecen las habas espejeantes de la conciencia propia, del lavado en casa de los trapos mugrientos. El intentar responder la eterna interrogante del “cómo somos” es y será siempre una necesidad humana, en la que se puede caer fácilmente en la hiperventilación y la paranoia de ver tics, deslices y trizaduras hasta en la sopa. Volviendo a la antedicha comparación con la obra de Óscar Contardo, hay distancias insalvables entre ese libro y éste, puesto que García Huidobro plantea el juego de espejos de forma bien amable y edulcorada, dejando que sean terceros los que analicen mediante el expediente de la crónica, ciertos atavismos que no dejan de generar curiosidad o extrañeza ante la repetición, resaltando acá más la importancia de cuestiones de estilo o literatura; mientras que el libro de Contardo es, ni más ni menos que un hundimiento hasta los codos en la inmundicia de una sociedad con vergonzosos prejuicios y espantosas brechas sociales, que jalonan los mecanismos y dinámicas más oscuros y permanentes de nuestra sociedad, y, para peor, en franco aumento en el festivo año del Bicentenario.
Digresiones hechas, entremos de lleno a lo que importa, al libro de Cecilia García-Huidobro (que para su gran detrimento, posee una de las portadas más feas y deslucidas que se han puesto en circulación en los últimos años), pensadora de amplias credenciales, premiada editora por años de la Revista de Libros del diario El Mercurio, y que por estos días tiene firmemente agarrado el timón de la Facultad de Comunicación y Letras de la Universidad Diego Portales. García-Huidobro intenta abordar una empresa de suyo peliaguda, pero sortea el obstáculo recurriendo a terceros, echando mano a las crónicas de consagradas plumas nacionales como Joaquín Edwards Bello, Gabriela Mistral, Luis Oyarzún, Vicente Huidobro, Eduardo Anguita, Jorge Edwards y Roberto Merino, entre otros, conformando un cuadro variopinto, cronológicamente extenso y bien seleccionado en su gran mayoría, en donde se hace examen de una variedad de tics, razonables e identificables por parte del ciudadano de hoy los más nuevos, mientras que los más antiguos, catastrados por los escritores más señeros, testigos directos de aquellas taras vernáculas, son más bien añejas fotografías de museo, antes que instantáneas frescas, apelando más a lo arqueológico que al puntilloso análisis de actualidad. Hasta ahí todo bien, sobre todo cuando la crónica chilena demuestra, hoy por hoy, una calidad que da gusto. Sin embargo, al poco andar, hay algunas cuestiones que merecen comentario. La primera es que vemos una sobrepoblación de notas a pie de página (una de ellas ocupa casi la mitad de un folio) que harían mucho menos ruido en un paper académico, lo que es algo contradictorio en un libro que, según se advierte previamente al lector, “no aspira a ser exhaustivo ni completo”. Las notas podrían –y debieran, para mantener la consonancia con el tenor liviano al que aspira el libro- borrarse, sin perjuicio alguno para el libro, sino todo lo contrario.
Es al interior de las crónicas donde reside el gran “pero” de este libro. Para ilustrar este punto, una situación práctica. A casi todos nos gusta ir al cine a ver una buena película, nos gusta instalarnos en la oscuridad y establecer un mágico diálogo con las imágenes proyectadas en la pantalla grande, con la menor cantidad de interrupciones que sea posible; pero de repente quien tenemos al lado se pone a comentar la película, a cuchichear e instalar un fastidioso zumbido cuando lo que debiera imperar en la sala es el silencio en el respetable. La escena no es ideal, sino más bien, algo molesta. Algo por el estilo sucede en más de un pasaje de este libro con la maniobra que hace García-Huidobro al introducir sus frases y comentarios en cursiva en medio de las crónicas. Y donde este no muy agradable ejercicio se nota particularmente disonante es en el apartado de Pedro Lemebel, con largueza el mejor cronista que está en actividad hoy en Chile y quizás en la lengua castellana. El estilo de Lemebel es inconfundible e irrefutable, tiene como signatura una desmesura coral tan bien articulada e hilada que rompe los moldes estilísticos y sobresale de los marcos genéricos sin chirriar nunca. Intervenir tal performance, osar terciar en ese despliegue fenomenal y rítmico del idioma es, a todas luces, un faux pas comparable a entrometerse en un antipoema parriano. El cortocircuito y la voladura de fusibles son inevitables. Porque Lemebel hay uno solo, y cuando habla hay que guardar silencio y escuchar, como cuando hablan los grandes.
Recurriendo al argot de los relatores de fútbol, Cecilia García-Huidobro debió haberse comportado más como los árbitros que dirigen bien los partidos, esto es, que pasan totalmente inadvertidos, casi de incógnito en la cancha, pero sin que se les arranque la brega en ningún momento, con una presencia ausente, y en lo fundamental ordenadora. Esta pugna polifónica por el protagonismo al interior de la obra, este gallito conversacional contrahecho entre la responsable del conjunto y los cronistas reunidos es prescindible (a modo de ejemplo, en el apartado dedicado al escrito de Enrique Lafourcade, la crónica había terminado, sin embargo Cecilia García-Huidobro se quedó con la última palabra), y pudo zanjarse de más de alguna forma, como reemplazar las citas por subtítulos (entendiendo que el propósito de las primeras era enriquecer los escritos, sin alterar su continuidad) y, si era absolutamente imperioso incluirse en el volumen, ampliar las notas introductorias y el prólogo, para que la autora opinase a sus anchas, pero en un lugar menos invasivo.
Con todo, Tics de los chilenos no deja de ser un libro sugestivo y animado, esto porque que una antología de crónicas escritas por autores que tienen trayectoria y un peso específico bien definido es, hoy por hoy, casi lo mismo que plata en el banco. En este sentido, la temática del libro puede pasar a un plano inferior, puesto que están reunidos en un solo volumen casi todos los escritores que marcaron el siglo XX literario en Chile, y a los que más encima se suman los que están llamando la atención en la centuria que comienza. Así, cabe destacar un segundo propósito, más obvio y simple, que también puede haber albergado la autora en sus propósitos: el conformar, sin más, una antología de crónicas de los mejores expositores chilenos del género, relegando al escrutinio de nuestras costumbres al estatus del mero decorado. Con este panorama (que se conforma como una sandía calada), la autora descansa en el conjunto, que, por cierto, está muy bien escrito por los autores incluidos, quienes aunque tratan un tema que es más viejo que un cerro, será siempre pasto tierno para observadores bueyes futuros que, masticando libros como este, rumiarán sobre lo que somos o lo que no somos, lo que decimos o callamos, lo que creemos y lo que descreemos, sobre el eufemismo y el fariseo; en resumen, se rumiará por siempre ese gran tic llamado chilenidad.


*Publicado originalmente en Revista Aisthesis, Instituto de Estética PUC, N°48

viernes, 29 de abril de 2011

Lo máximo

Llegará un día en que la literatura nacional, o al menos sus formas, navegarán y circundarán nuevos océanos, ignotos fiordos, sorpresivos y estimulantes estuarios, etcétera. Pero mientras sigan apareciendo obras como Los sinsabores del verdadero policía (Ed. Anagrama, 2011), la última obra publicada del escritor chileno Roberto Bolaño (1953-2003), seguiremos chapoteando felices y asombrados en la tina tibia –aunque infestada de tiburones- de la literatura del autor de Los detectives salvajes.
Mientras los otros libros póstumos de Bolaño se servían de prólogos para avanzar a un paso razonablemente firme, Los sinsabores del verdadero policía, aunque premunido de prefacio y nota editorial a cargo de la viuda del autor, tiene una autonomía (y por autonomía queremos decir calidad) suficiente para integrar la primera línea de la obra bolañiana, a medio camino, o en medio del camino entre Los detectives salvajes y ese obelisco que es 2666, aún cuando la nota literaria (perfectamente prescindible) nos informa que este libro se gestó a largo de dos décadas, desde los 80, hasta el 2003, año de la muerte del autor.
La historia versa sobre un exiliado profesor de literatura, chileno, Amalfitano, quien con su deliciosa hija Rosa se van a vivir al pueblo mexicano de Santa Teresa, donde tomará un trabajo de profesor, el único disponible luego de perder un empleo en Barcelona, tras un escándalo generado por su relación homosexual con su joven alumno Joan Padilla (memorable es el catálogo, tributario de Los detectives salvajes, de poetas que hace este personaje en la apertura del libro).
Los ingredientes son los mismos, literatura -con la vuelta de Arcimboldi como plato principal-, sexo, violencia, amor, política, la lírica maldita. Y las sensaciones frente al texto son las mismas, una rotundidad incuestionable de encontrarse ante ese mismo Bolaño que a fines de los noventa tomó por el cuello a la novela en castellano, la saludable y modernísima incompletitud de un libro (y que las malas lecturas le cuelgan el sonoro apodo de work in progress) que trata sobre perdedores, sobre derrotados políticos, escritores que pierden su batalla contra las novelas que no pueden terminar de escribir. Esta novela adquiere sus credenciales bolañianas con la introducción del juego, estructura, tiempos distintos, superpuestos y traslapados, más digresiones que sí vienen a cuento, no como las de los copiones de Bolaño, lateros infames. Están aquí también los cabos sueltos que son vasos comunicantes, y que se leen como se podría leer Wikipedia, donde cada historia lleva a otra, encadenada por un pasadizo, con un rastro para que los verdaderos policías puedan seguirlo sin perderse.
Volvemos a ver lo máximo de Roberto Bolaño, buen cierre si es lo último de un escritor que tiene la posteridad por delante, la posteridad de ser considerado como lo mejor que le ha pasado a la narrativa en Chile desde la segunda mitad del siglo XX.


Roberto Bolaño
“Los sinsabores del verdadero policía”
Ed. Anagrama, Barcelona, 2011, 323 págs.

*Publicado originalmente en El Periodista N° 204, 29 de abril de 2011

viernes, 1 de abril de 2011

La patria del poeta

Si nos ponemos cursilones y melifluos, como suelen serlo quienes practican el amanerado arte de la crítica de vinos, diríamos que en La ley de Snell (Ediciones Tácitas, 2010), última entrega del poeta nacional Leonardo Sanhueza, podemos danzar en la fiesta de los taninos de Gonzalo Millán, y no dejar de encontrar las notas de chocolate de Nicanor Parra, entre otras sedas que vagan en el tinto con buen cuerpo que es la poesía de Leonardo Sanhueza. Y esto no es raro, puesto que el viñedo poético del poeta está en un terreno que chupa como ninguno lo leído, pero también las inolvidables brisas de todo lo que hay alrededor.
Y no hay que descartar la maroma vitivinícola del párrafo previo, puesto que la Ley de Snell hace referencia a la refracción de la luz (más precisión en Wikipedia), luz que abunda en estos paisajes de este volumen, donde el lenguaje florece en imágenes, que, sin embargo, se desmarcan de las propuestas de los anteriores libros de Sanhueza. Acá se despliega un racimo léxico más elegante, pero que tiene la marca registrada del autor: no alejarse nunca de la imagen local, propia de un pasado que es común, cercano, fácil de identificar. Así se ve en poemas como “Jaguar, Mustang, etc.”: “en realidad nunca faltó la sirena de alarma/ y aunque la muerte separó a mis abuelos/ fue el dentista quien fundió sus anillos/ para taparles con oro las últimas caries de sus vidas”.
Más adelante hay poemas que alojan ciertas zonas indefinidas, cierta resistencia que se pone de manifiesto con versos más ricos, adornados y complejos, pero sin dejar de alternar con el poema corto, que sostiene una instantánea elocuente, aún con alguna oscuridad, “El que se va a ahogar/ mira a las casas de veraneo/ y a la gente que saluda desde la playa./ No sabe cómo despedirse/ de ese mundo doble, simétrico,/ que tiembla sobre el agua amarga.”
No obstante, tal vez lo más llamativo de La ley de Snell es que en buena parte de sus textos navega un halo de paternidad truncada, de familias que, lejos de ser el ideal, son más próximas a lo que conocemos hoy, un poco disfuncionales, esforzadas, fallidas en muchas ocasiones. Ese carácter es también pan cotidiano en el mundo de hoy, y Sanhueza, lejos de taparlo con caricaturas o de omitirlo con su silencio, lo abraza y lo incorpora a su discurso, a lo que urge decir. El poema “Impronta” es prueba de ello, donde el ambiente es gobernado por una paternidad breve, fugaz, semanal, transformando éste y varios de los poemas del libro en testamentos (colabora a esto el uso de la segunda persona), en mensajes que deben leerse cuando el autor esté lejos, ido.
Una vez más Sanhueza maneja con contundencia los materiales de sus circunstancias y su historia, materiales que en manos inexpertas devienen esfuerzos lastimeros y desechables. El autor carga las tintas familiares, pero las trabaja para poner arriba de la mesa un pan identificable, de sabor común, porque “la memoria sentimental es así:/ un colgadero”.

Leonardo Sanhueza
“La ley de Snell”
Ediciones Tácitas, Santiago, 2010, 82 págs.

*Publicado originalmente en El Periodista N° 203, 1 de abril de 2011

miércoles, 16 de marzo de 2011

Olvidando a José Donoso

Sucede que José Donoso está hecho para ser olvidado. O al menos eso pareciera. Han pasado décadas desde que leí ese viejo ejemplar de Coronación que, por entonces, era parte del inventario decorativo de las casas de la clase media-alta nacional. Ese viejo tomo de Seix Barral, de su biblioteca Formentor, morado como un panqueque de arándanos. Ese libro terminó por perder su encuadernación, la que intenté restaurar embardunando el irregular y herido lomo a la vista con groseros patacones de Stic-Fix. Fue para peor, pues después casi no se podía abrir. Olvidé esa lectura, y ese libro bastardamante reparado.

Luego, hice bajar de un anaquel que en mi adolescencia sólo me limitaba a mirar, la lustrosa edición que Alfaguara hizo de El lugar donde van a morir los elefantes. Lo leí de un tirón –por lo que me acuerdo-, pero también terminé por sepultar esa lectura en el cajón mental de lo que no tenemos memoria. Casi no recuerdo ni una sola línea, y a estas alturas del partido me falta harta buena voluntad para recordar algo más que la obesidad de la protagonista femenina.
Más aún. Había en casa dos libros de cuentos de Donoso. Cuatro para Delfina, y Cuentos, también de Seix Barral. Los leí, pero olvidé todo eso, salvo el penetrante olor a caldillo de congrio que Donoso hace hervir en las páginas de cierto cuento, cuyo nombre me cuesta tanto hacer volver a mi cerebro. Años después, en 2007, cayó en mis manos Lagartija sin cola. La comenté, pero recién me acordé, mientras escribía el párrafo anterior, que había leído esa novela póstuma y que escribí una reseña que seguramente también será olvidada.

A fines del 2009, la editorial Alfaguara tuvo la gentileza de enviarme Correr el tupido velo, el libro que escribió Pilar Donoso, hija adoptiva de José, a partir de los diarios y la correspondencia de su padre. Dejé el libro en un montón informe, compuesto de carpetas, papeles y otros libros que aún me decido a recordar. Lo olvidé, como siempre. Sin embargo fue la reciente aparición de Pilar Donoso en la Feria del Libro de Lima (creo que era de Lima, no recuerdo bien), comentando su obra, y hablando de la inseguridad proverbial del autor de “El obsceno pájaro de la noche”, lo que me hizo meter la mano en esa montaña de papeles abandonados y empezar a leer el libro.

Las cerca de 450 páginas (olvidé cuántas carillas tiene exactamente) que tiene este libro nos revelan muchas cosas. Que Donoso era humano. No es gran cosa esta revelación. Que Pilar Donoso escribe bastante bien. Gran cosa esta revelación, como para no olvidarla y complacerse de que haya sido ella quien confeccionó esta bitácora (que tira más para libro de quejas) de la vida de Donoso, una vida llena de miedo, libros, desconfianza, inseguridad, novelas, viajes, robos, acusaciones de robo, perdones, dramas, alcohol, distancias, amistades, amores, añoranzas.


El punto final

Literatura tras la literatura. El correlato humano, precario, tembleque del escritor que secretamente aspiró a premios, se trenzó con Susan Sontag, amaba y temía por igual a hombres y mujeres, y podemos seguir enumerando las estrellas del universo atrapado en este libro para no olvidarlas. No olvidar que José Donoso se comportó como uno más de esos personajes contrahechos de sus novelas ante el descalabro dictatorial pinochetista, que carcomía con muerte la vida del Chile ochentero. Seguramente no olvidarán los familiares de Donoso la verdadera cara del novelista en su linaje. Menos aún cuando Pilar Donoso respira hondo, se arremanga la camisa, y exhala con oficio singular un texto muy bien escrito, que, rindiendo tributo a un padre, le rinde tributo a un mundo literario como el chileno, que tiene en José Donoso como una medalla que lucir junto a las otras preseas del Boom. Olvidemos al escritor que se pone el overol para parir sus historias. Olvidemos esto y de la frontera instalada entre literatura y vida, para encontrarnos de frente con la certeza de que detrás de las novelas de Donoso hay una vida. Varias vidas, en rigor. Vidas que hacen agua, pero que hacen agua como hacemos agua todos. Pero de eso nadie se acuerda.

Que este libro es honesto y que su autora es valiente. Sí, pero decir esto es quedarse corto. También que el libro es muy bueno. Tal vez será mejor dejar a Correr el tupido velo en un lugar apartado, pero visible. Recordar así a José Donoso hasta transpirar. Leer quizás a partir del razonable morbo que instaló la publicidad de este libro, y terminar leyéndolo simpatizando y tendiendo una mano a un ser humano como cualquiera, constreñido por el opresor oropel de su clase social, y de su familia.

Punto final para José Donoso. O para el José Donoso que conocíamos. Punto final para esa úlcera rebelde que lo atacó mientras escribía El obsceno pájaro... y que cierta liviana historiografía literaria erigió como su exotismo artístico más simpático. Podemos sacar del libro de José Donoso nuevos exotismos, como que le ofrecieron –y quería- escribir una teleserie mexicana de esas cebollientas (no es raro, pues bien folletinesca eran sus libros) que más bien se duermen después de almuerzo, antes que verlas; o que armó un guión sobre Rimbaud mucho antes que Leonardo Di Caprio matara por segunda vez al adolescente incandescente de Charleville en Vidas al límite (olvidé cómo se llamaba esa película en inglés, pero seguramente tenía un título mucho mejor). Olvidemos a Adela Secall que hacía de nana en la Coronación de Silvio Caiozzi. Sin más.

Punto final, pero con golpe de Enter. Para no olvidar.

*Publicado originalmente en 60 Watts, marzo de 2011

viernes, 4 de marzo de 2011

Saldando la deuda

El año 2009 se publicó La deuda, la última novela de Rafael Gumucio (Santiago, 1970). En estas páginas dijimos que tras aquella descaminada novela, lo que Gumucio le quedó debiendo al lector eran unas buenas crónicas literarias. Y a vuelta de calendario aparece La situación. Crónicas literarias (Ediciones UDP, 2010), un compendio de heterogéneos artículos del autor de Invierno en la torre, publicados en los más empingorotados medios de prensa de habla castellana, artículos que le han hecho un nombre a Gumucio en el universo de la opinología literaria. No nos vamos a pasar para la punta y decir que el autor escribió esto a instancias del comentario publicado en este medio, en todo caso.
La revisión del prólogo y de las primeras páginas de La situación, nos dan cuenta de que Rafael Gumucio vuelve a su elemento, vuelve a campear por las llanuras en las que es amo y señor, imagen muy superior a la que exhibió últimamente en campo novelesco, donde su empresa, contrahecha, no acabó de cuajar. En las antípodas del apocado Bernardo O’Higgins que Gumucio encarnó en un recordado sketch del recordado programa Plan Z, hoy el Gumucio cronista cabalga con la pachorra propia del jinete que domina su pingo, y le sabe dar la cantidad justa de rienda para que obedezca todos sus dictados. Esto porque en La situación el despliegue de la crónica cuenta con los ingredientes en la proporción justa para que sea exitosa, esto es arbitrariedad para crear frases contundentes, el conocimiento del tema tratado, para hacer esas arbitrariedades dignas de ser discutibles o de suscitar la reflexión, y el estilo, esencial para que estos postulados sean expuestos con la gracia y el oficio suficientes para contar con valor literario. Así, tal como el autor lo expresa en el prólogo, se encuentra el lector con “una comodidad, una alegría, una coherencia secreta que no esperaba encontrar”.
Gumucio conjuga propiciamente estas cualidades en su libro, tal como antes lo hizo en Páginas coloniales y Monstruos cardinales, demostrando que cuando habla de lo nacional (en este caso de nuestra literatura y nuestros lectores) en clave ficción suena como un saxofonista lerdo que no sabe muy bien cómo o cuándo llevarse el instrumento a la boca, mientras que cuando lo hace desde la no ficción es Charlie Parker, poniéndose a la altura de Juan Forn, Álvaro Bisama o Christopher Domínguez Michael, aún cuando la escritura de Gumucio no se parece a la de Forn, ni a la de Bisama, ni menos a la de Domínguez Michael.
Retomando lo dicho en el momento de abordar La deuda, Rafael Gumucio hace bastante bien al allegarse nuevamente a la crónica literaria, dijimos que es el lugar del que nunca debió haberse alejado, y La situación lo corrobora, muy felizmente.


Rafael Gumucio
“La situación. Crónicas literarias”
Ediciones UDP, Santiago, 2010, 165 págs.

*Publicado originalmente en El Periodista N° 202, 4 de marzo de 2011

viernes, 28 de enero de 2011

Poesía a mil

Un libro que parece un juego, o que al menos lo plantea, esa es la impresión que queda tras revisar Mil versos chilenos (Ediciones B, 2010), compilación poética a cargo de los académicos Marcela Labraña y Felipe Cussen. El prólogo de esta particular antología, a compuesto por Marcela Labraña, transmite optimismo, un entusiasmo a veces ingenuo, casi adolescente, pero desde luego envidiable. Este prístino fervor se basa fundamentalmente en el hecho de que Labraña, a pesar de las cartas credenciales que se detallan en la solapa de este libro, habla desde su experiencia como lectora de poesía y como manipuladora de versos chilenos.
La honestidad de la propuesta se evidencia en la candor de Labraña, quien junto a Cussen han armado este epigramático manual de versos a punta de memoria y recurrencia, “aquellos versos de poetas chilenos que, aunque alteremos su forma, no conseguimos olvidar”, justificando la selección apelando a la archimanoseada metáfora boxeril de Cortázar y los cuentos, o a propósito de un romanticismo que parece deslavado a estas alturas, como el poner la poesía en todas las mesas, o que la escribimos entre todos.
Esta simpleza, lejos ser algo objetable, es la saludable antesala a un trabajo riguroso de selección emprendido por Labraña y Cussen, pero que por su naturaleza y propósitos no tiene mayores pretensiones, cosa bastante rara en resúmenes, conjuntos, colecciones, revisiones, panoramas o antologías poéticas locales, la inmensa mayoría de ellas creadas con el peregrino propósito de clavar las banderas en el territorio de la poesía chilena, o establecer los límites de la comarca poética, y casi siempre con la intención dudosa de erigir al antologador en cartógrafo último y principal de un terreno que no termina de expandirse, y que nunca deja de contar con regiones olvidadas.
Este libro, cuyos contenidos están acertadamente ordenados de forma temática, opera más como un catálogo de poesía chilena, antes que ser antología –con todo lo sano que es eso-; es un muestrario, un compendio de la potencia que han alcanzado en pocas palabras los poetas chilenos a lo largo de la historia, pero sin hacerse la zancadilla inherente a toda selección: el enredo en motivos del porqué están unos o faltan otros. Una cortapisa salvada de forma gloriosa, que resalta un corpus poético que da cuenta de una tradición que dialoga consigo misma
La absoluta falta de pretensión y la amena propuesta de este conjunto, lo hacen totalmente recomendable para diversos usos, entre otros, servir de entrada al universo que encarna la poesía chilena, un universo que hoy se usa como eslogan para vender mejor a Chile como marca en el extranjero, pero que representa, en esencia, un reservorio de nuestro valor cultural más fuerte, la poesía.


“Mil versos chilenos”
Marcela Labraña & Felipe Cussen (compiladores)
Ediciones B, Santiago, 2010, 188 págs.


*Publicado originalmente en El Periodista N° 201, 28 de enero de 2011