viernes, 18 de diciembre de 2009

Un tesoro para leer

Desde hace algunos meses, querido lector, nuestro particular y acotado universo editorial experimentó una novedad llegada desde la costa de la Región de Valparaíso. Esa novedad es el sello Quilombo Ediciones, que hizo su estreno en sociedad en septiembre pasado con la publicación de “Piernal de cueca chora”, un simpático dispositivo con instrucciones para bailar el ritmo nacional, un libro objeto (a cargo de Araucaria Rojas, hija del gran mandamás guachaca Dióscoro Rojas) que incluye pañuelo e ilustraciones del conocido artista Alberto Montt. Un libro singularísimo en su especie y propuesta, que engalana los anaqueles librescos criollos a un año del Bicentenario.
La segunda entrega de esta vigorosa editorial es “La Negra Ester, décimas ilustradas”, libro que reivindica, en una cuidada edición de lujo, la labor poética de Roberto Parra (1921-1995), poesía que está engalanada por el trabajo de la ilustradora Sole Poirot, cuyas imágenes dan nueva vida a un texto que le llevó a su autor diez años para producirlo, y que tuvo su gran esplendor representado en las tablas por el desaparecido director Andrés Pérez, en una adaptación que este último realizó con el propio Roberto Parra.
La celebérrima obra teatral eclipsó (involuntariamente, por cierto) el texto escrito, las décimas, forma poética que no es extraña para el clan Parra. Baste sólo mencionar el proverbial uso que le dio Violeta Parra a esta métrica. Por lo tanto, uno de los primeros valores de esta nueva edición es poner a disposición del lector un texto renovado, vivificado por el pulcro trabajo de edición e ilustración que realizaron las personas de Quilombo, situando a este libro a la delantera de los volúmenes antecedentes, concentrados casi en sólo reproducir La Negra Ester, y mayormente en su dimensión dramática, relegando a la décima a un injusto olvido que, aun inconsciente, es olvido que merece ser reparado, satisfacción que, como se sabe, rara vez se hace con el tiempo y la oportunidad requeridos.
La historia es conocida. En San Antonio se da la relación amorosa entre Roberto Parra y una prostituta del puerto, La Negra Ester. Una relación que osciló entre la picardía y la zozobra, entre el deslumbramiento de Parra ante la hermosura superior de la princesa popular, y la amarga certeza de que su amor no es correspondido por la meretriz, bañando la idílica visión de La Negra de una pátina de desconsuelo, irremisiblemente resignada, pero a todas luces admirable, agraciada en su inmortalidad, en su permanencia, a pesar del sinsentido que pueda entrañar un amor que no se materializará jamás pero que vive en el lenguaje y adquiere todo el valor y el sentido posibles al ser escrito, nombrado y leído.
En nuestra anterior revisión de libros para regalar en Navidad, incluimos a esta versión de La Negra Ester, y en este comentario confirmamos a este libro como uno de los aciertos del año editorial 2009, un acierto que no sólo se erige como un primoroso rescate de una obra que está instalada con firmeza en nuestro imaginario popular, sino por constituir la prueba palmaria de que el trabajo editorial de calidad es factible y merecedor de todo destaque, sobre todo cuando el esfuerzo viene de firmas pequeñas, donde los recursos, siempre escasos, se suplen con una cuota grande y notoria de corazón y empeño en poner frente a los ojos del desatendido lector un texto que hoy es parte del patrimonio cultural chileno, en una edición que traspasará el tiempo con durabilidad y gracia.
Poco más queda salvo recomendarle a usted, buen lector, que se agencie un ejemplar de “La Negra Ester, décimas ilustradas”, y que atesore el libro en un lugar lucido en su biblioteca. Un libro como este no merece menos, y con certeza podemos decir que bien merece mucho, pero mucho más.


Roberto Parra
“La Negra Ester, décimas ilustradas”

Quilombo Ediciones, Concón, 2009.


*Publicado originalmente en El Periodista N° 184, 18 de diciembre de 2009

viernes, 4 de diciembre de 2009

Carlito’s way (o el arte de mandarse cambiar)

El momento literario nacional pone a “Missing, una investigación” (Alfaguara, 2009), última entrega del escritor y cineasta Alberto Fuguet (Santiago, 1964), en el centro del escenario. Ya antes el autor de “Mala onda” había estado en el choque de las placas tectónicas, había sufrido los vilipendios del respetable, chanzas que corrían casi paralelas a la formación del núcleo de adeptos que acogieron de entrada a Fuguet y su spanglish nervioso, sus correrías piscoleadas por el deep Vitacura o por las carreteras tierrosas del tierroso oeste gringo, su desencaje -geográfico e idiomático- en un país como Chile, al que parece todavía no acostumbrarse del todo, que le causa cierta urticaria por momentos, pero al que igual se vuelve con cierto regocijo, con cierta mirada de esperanza, de que algo se puede hacer.

Recientemente asistimos al ejercicio de ciertos autores que se meten con todo en sus libros, a saber el estadounidense Bret Easton Ellis y el argentino Juan Forn, que se instalaron en sus textos, perdiendo cierto pudor, o más bien tomando en propia mano el asunto siempre urgente de saldar cuentas pendientes con el pasado. En el caso de Fuguet (que ya antes había metido un pie en la piscina autobiográfica) el resultado es “Missing”, un texto que se resiste –saludablemente- al encasillamiento genérico, y que entre sus virtudes destaca por tener una vitalidad patente. La historia trata sobre la pesquisa que emprende Alberto Fuguet de su tío Carlos Fuguet (“la oveja negra que toda familia parece o necesita tener”), quien un buen día decide cortar lazos con todo conocido, divorciándose del hogar como cobijo, renunciar a su sangre, y mandarse cambiar sin más, con el horizonte por toda perspectiva.

La pérdida se transforma en obsesión para Fuguet, y en “Missing” esa fijación es la propulsión que lleva a que el autor no solamente a embarcarse en la búsqueda de ese tío que se fue 30 años antes, sino también de paso revisar, sin chapas ni personajes, toda una biografía familiar que tiene más miserias que episodios felices. En un gesto de arrojo, Fuguet arremete con una familia que tiene más deméritos que generosidades, diluyendo una institución que sólo sobrevive intacta en los sermones dominicales o en las series de televisión. Valiente Fuguet porque tiene cojones para poner en el banquillo a su clan, y de paso mirarse él mismo en el negro espejo que implica ser parte de un grupo humano donde la malquerencia (rasgo triste del que el abuelo de Fuguet, padre de Carlos, es el exponente más tremebundo) le gana terreno a la fraternidad. La herida más profunda de la familia es Carlos, quien tras discutir con su agrio padre, decide irse, no para probar fortuna con una sonrisa de beatífica ilusión en el rostro, sino para simplemente no estar, para dejar de estar ahí, borrarse de ese vórtice de dolor puertas adentro que fue el hogar paterno.

Aún cuando este libro mantiene uno de los rasgos distintivos de la prosa fuguetiana, este es, la tendencia a generar frases para el bronce -“cuñero”, más simplemente-, es del todo posible señalar que Alberto Fuguet gana su apuesta literaria más grande (que no tiene “nada de arte, nada de metáforas”). Fuguet se la jugó en un libro que también es recorrido por la duda (de hecho el germen es una crónica para la revista Etiqueta Negra, que el autor fue renuente en confeccionar; y el mismo libro es una empresa que puede capotar en cualquier momento), por la inseguridad, por un poner todo sobre la mesa y esperar ver cómo caen los dados. Alberto Fuguet sale de este túnel del tiempo galvanizado por la confección de un libro macizo, vital, inquieto, y que sin duda se alza como una de las cumbres de su obra.

Alberto Fuguet
“Missing (una investigación)”
Ed. Alfaguara, Santiago, 2009, 386 págs.

*Publicado originalmente en El Periodista N° 183, 4 de diciembre de 2009

viernes, 20 de noviembre de 2009

Gran hermano, gran cronista

La vida del novelista, ensayista y reportero inglés Eric Blair, más conocido por su nom de plume, George Orwell (1903-1950), fue harto productiva, a pesar de solamente haber vivido 46 años, y de haber pasado muchos de ellos viviendo pobre y esforzadamente. Usted, buen lector, quizás lo tiene más en mente por ser el autor de dos de las novelas más importantes antitotalitarias del siglo pasado en la lengua inglesa, a saber, “La granja de los animales” y “1984” (cuna del “Gran hermano”, ese concepto que hoy se usa como salvoconducto para sustentar el dudoso fenómeno de los realities), pero también Orwell se las arregló para escribir una considerable cantidad de artículos periodísticos, diarios y otras obras en las cuales fue consignando el desarrollo de la centuria pasada. Una buena parte de ese trabajo de no ficción está contenido en “Matar a un elefante y otros escritos”, libro editado por el sello mexicano Fondo de Cultura Económica, en conjunto con la editorial española Turner, en una de las colecciones más elegantes que se pueden encontrar en librerías hoy, la colección Noema.
El volumen, que contiene ensayo, diarios de guerra, crónicas y reseñas de libros, se divide en diez partes, y de esta división sobresalen dos, que son de suyo destacables. La primera de ellas comprende los diarios que Orwell escribió durante la Segunda Guerra Mundial y la segunda, sus reminiscencias de la Guerra Civil Española (conflicto en el que participó activamente). En ambas piezas podemos ver a Orwell en su dimensión intelectual más clara, haciendo frente al totalitarismo estalinista (siendo él un socialista) y el fascismo (ya antes en su juventud se había mostrado particularmente al colonialismo inglés, como se puede ver en el texto homónimo, en el que el autor describe su vida en la ex Birmania), pero a la vez desarrollando una mirada que no deja escapar detalle de una sociedad que sufre transformaciones tremendas, cómo no, mientras desde el cielo los obuses nazi recluían a los ingleses en el subsuelo.

En este libro (que es una selección de los cuatro tomos publicados en inglés de ensayos y cartas de George Orwell) encontramos a un Orwell observador del entorno, pero también un Orwell que lucha por sobrevivir dignamente, pero sin heroísmos. Dada su pobre salud fue rechazado por el ejército regular, alistándose en el Home Guard, grupos civiles para la defensa doméstica. Nada tremendamente gravitante en el escenario de la guerra. Luego Orwell obtendría un trabajo en la BBC, pero que tampoco realizó de muy buena gana, “Lo que más me asombra de la BBC no es tanto la miseria moral y definitiva futilidad de lo que hacemos, sino más bien la sensación de frustración, la imposibilidad de hacer nada en condiciones”. En 1943 Orwell renunció a la BBC y empezó a escribir y desempeñarse como editor en el semanario de izquierda Tribune; “A mi antojo” era el nombre de la columna que escribió, de las cuales también este libro incluye una selección.

Compromiso político, compromiso con la gente, compromiso con la información. Por muy proselitista que suene lo antedicho, eran los motores que movilizaban a Orwell, los chispazos que hacían trabajar su mente y luego su pluma. Esto queda meridianamente demostrado en los retrospectivos “Recuerdos de la Guerra Civil Española”, incluidos en este libro. Orwell tomó las armas para pelear contra Franco movido por la crueldad del imperialismo colonial inglés y por las precarias condiciones de vida en que sus compatriotas vivían, en los años 20 y 30 del siglo XX.

Teniendo en cuenta los días que corren en Chile –elección presidencial ad portas-, no viene nada de mal repasar el ensayo “La política y la lengua inglesa”, escrito en 1946, pero con marcada vigencia en nuestros días, aún cuando han pasado 63 años, aún cuando estamos en Chile, y aún cuando acá no hablamos inglés. Con todo, el fenómeno se repite, la deformación del idioma por parte de los políticos, la prostitución de la lengua por parte de quienes están en el poder. Orwell describe con detalle cómo las palabras, las frases y los dichos utilizados por gobernantes y parlamentarios se van vaciando –instrumentalmente- de sentido, condenando a la lengua a desfallecer en un mar de vaguedad, donde la dicción ampulosa de quienes están frente a los micrófonos (hoy agregaríamos las cámaras de TV) son verdaderas bombas de humo para nublar la visión y entorpecer la comprensión, una división, en apariencia torpe, para continuar reinando. “En nuestros tiempos –sentencia Orwell-, el discurso oral y el discurso escrito de la política son, en gran medida, la defensa de lo indefendible (…) por eso, el lenguaje de la política ha de consistir, sobre todo, en eufemismos, en interrogantes, en mera vaguedad neblinosa (…) si el pensamiento corrompe la lengua, también la lengua puede corromper el pensamiento”.

George Orwell, escritor impecable, incuestionable, rotundo en la autenticidad. Eso nos muestra “Matar a un elefante y otros escritos”.


George Orwell
“Matar a un elefante y otros escritos”
FCE/Turner, México, 2009, 389 págs.

*Publicado originalmente en El Periodista N° 182, 20 de noviembre de 2009

viernes, 6 de noviembre de 2009

Algo especial

Como no podría haber sido de otra forma, la artista y escritora estadounidense Miranda July (Berkeley, 1974) terminó irrumpiendo en el mercado editorial castellano con su volumen de cuentos “Nadie es más de aquí que tú” (Seix Barral, 2009), libro que en el mundo anglosajón (especialmente en la esfera indie local) generó una pequeña gran expectación, puesto que July, polifacética como ninguna, ya se había hecho un nombre como música, artista visual y especialmente como directora de cine, con la película “Tú, yo y todos los demás” (2005), que tuvo un paso fugaz por el cable nacional. Al menos la edición importada desde España de este libro nos atiborra de información, pues la portadilla, la segunda solapa y la contratapa del libro están repletas de citas de prensa (pasando por David Byrne y de ahí hacia abajo), como un exceso -algo torpe y feo- de credenciales que no son necesarias, si es que el libro puede defenderse por sí solo.

El carácter más notorio de este conjunto de cuentos de Miranda July (ambientados casi todos en California) es que lo central pasa por no perder el sentido de todas las cosas. Rescatar la lucidez de hasta el más nimio acto que emprendamos en nuestras cotidianas y pauteadas existencias, y la tensión que genera la imposibilidad de compatibilizar ese anhelo con la áspera realidad es la materia prima con la cual July modela sus relatos. Así las cosas, en los 16 cuentos del libro el carácter que predomina en los personajes es el ser personas solitarias aún cuando están rodeadas de gente (si se permite esta postal algo manoseada), seres que, aún cuando no son del todo miserables, poseen una pátina de derrota azucarada y naíf, rozando la rareza, coqueteando con la obsesión, pero todo con un sentido, un significado, de la índole que sea. A lo largo del libro el tono se mantiene, los escenarios y las suertes de los personajes también, conformando quizás la gran piedra de tope del libro, que puede ser vista como consistencia, o bien como monotonía, pues la voz cambia poco o nada. Daremos por descontado lo desagradable que es leer el castellano de España.

El choque directo entre el sueño y lo cotidiano (tratar de cuadrar el círculo, sin más) se ve en relatos como “La hermana” y “Algo que no necesita nada” (tal vez el mejor cuento del libro). En el primero, un obrero viejo fantasea con la hermana de un colega más joven, para terminar ambos drogados en un sofá, dado que la hermana nunca existió; en el segundo, dos jóvenes enamoradas huyen de casa para vivir juntas en la gran ciudad. Una abandona a la otra, y la abandonada debe trabajar en un sex shop, posando empelucada y empelotada ante cachondos parroquianos anónimos, pero la narradora señala: “Creía que era un ser frágil, pero no lo era. Era como alguien que de pronto descubre que se le dan bien los deportes”. July apela a la empatía del lector, la comunión con él, que no debe confundirse con suscitar compasión ni generar una ternura ramplona. Fácil es adscribir a Miranda July a la tradición estadounidense del cuento (dejaremos tranquilo a Raymond Carver en esta ocasión), que rezuma una simplicidad inteligente, y que suele articular la cuasi irremediable condición del ser humano moderno de soledad, de desajuste. Puede que acá esté el cuento ganador por KO del que hablaba Cortázar, aunque en el caso de Miranda July, recibiríamos un beso en la mejilla antes que un derechazo en el mentón.

A las claras, Miranda July no es de finales felices. Con todo lo simples que puedan ser estas historias, llenas de una lasitud sensible y sincera, la autora no opta por efectismos baratos para que sus relatos “se arreglen”. No hay wild cards ni free passes, en estos relatos. Si los personajes deben sufrir, van a sufrir; la vida es incómoda, y quienes viven en los cuentos de Miranda July lo saben.


Miranda July
“Nadie es más de aquí que tú”
Ed. Seix Barral, Barcelona, 2009, 223 págs.

*Publicado originalmente en El Periodista N° 181, 6 de noviembre de 2009

viernes, 23 de octubre de 2009

Derecho a rebelión

El año 2009 ha sido particularmente agitado para Patricio Jara (Antofagasta, 1974) en lo que se refiere a actividad editorial. Primero publicó la novela “Prat” (Prócer al que quizás más le han dado últimamente diversos artistas y creadores), que cosechó una razonable aceptación. Y recientemente el nombre de Jara volvió a figurar en la cubierta de una novela, en este caso “Quemar un pueblo”, editada por Alfaguara, y que constituye su sexto libro.

La historia de este volumen se inscribe plenamente en la corriente principal donde lo freak domina el escenario. “Quemar un pueblo” cuenta la historia de un circo de fenómenos, de seres monstruosos y deformes en el exterior, pero seres queribles, hasta buenos, que no son más que víctimas de un aciago destino que dejó caer una maldición de deformidad. Antecedentes para esta historia hay varios, la película “El gran pez”, de Tim Burton, la serie “Carnivale” de HBO, la película “Fur” donde Nicole Kidman interpretó a la fotógrafa estadounidense Diane Arbus, y Robert Downey Jr. a un ser enteramente cubierto de pelo, y cuyas amistades eran otros fenómenos; la película “Amistad” de Steven Spielberg, en la que un grupo de africanos varados en el Estados Unidos de las primeras décadas del siglo XIX; e incluso el reprochable episodio en el que 11 indígenas kawésqar eran exhibidos como animales en Europa (hecho relatado por el documental “Calafate, zoológicos humanos”).

En fin, la lista puede seguir, pero más allá de dibujar el genoma de la novela, más vale señalar que relata la historia, ambientada en el siglo XIX, de Lucio Carbonera, venezolano que recluta y conforma un circo de “atracciones internacionales”, en el que las “atracciones” son un conjunto de personas deformes y grotescas, las que naturalmente se convirtieron en parias de la sociedad por su visible tara. Lucio y su séquito recorren el continente presentando su show circense, que funge no solamente como una lucrativa forma de ganarse el sustento, sino también como una justiciera reparación a seres rechazados (un siamés con dos cabezas, un hombre rana, y un ser tapizado de cabello, a quienes luego se les une Benicio Carranza, fabricante de cerveza, y una pardilla de esclavos negros).

Ojo con lo último, especialmente la palabra “justiciera”, pues es la gran idea que mueve esta novela breve, la idea de que las aberraciones de la naturaleza son seres en realidad valiosos y queribles, y que son los humanos “normales” quienes en su actuar reprochable se transforman en el genuino objeto de repugnancia. Esta tesis no es nada muy novedoso, y la apuesta de Jara hizo fruncir más de un ceño por ahí; no obstante es el estilo escritural, la pluma de Patricio Jara lo que logra sacar adelante un proyecto en el que el desborde pudo transformarse en el peor enemigo del relato, pues hay un oso que sale del océano, cual tritón, y el pueblo de Cristo de la Roca termina en cenizas, alzando a Lucio Carbonera en una especie de Nerón justiciero.

Como buen periodista (o bien como un periodista de los buenos), Patricio Jara logra dominar la técnica del relato, sabe contar cosas, sabe mantener un hilo conductor escribiendo bien, manteniendo a raya un lenguaje florido pero que no llega a ser empalagoso. Se opta por contar cosas, lo que es siempre loable, especialmente cuando una suerte de intimismo primerpersonista muy mal logrado circula tanto en escritores publicados, así como en los que aspiran a serlo, no sólo abusando de la paciencia del lector, sino empleando al menos el triple de carillas que las que Jara usa en esta novela, que entretiene y se deja leer, sin cortapisas, aún con todas las ronchas que pueda sacar esta bizarra cruzada libertadora, esta caricaturesca, efectista y estrambótica caravana de rechazados que eligen ejercer su “derecho a rebelión”.

Vale entonces este esfuerzo del autor de construir y armar historias, personajes, hechos, lenguaje, palabras con una poca de gracia, reemplazando reporteo por fantasía y ahorrándole al atribulado lector los quebraderos de cabeza que ciertos narradores nacionales se empecinan en administrar.

Patricio Jara
“Quemar un pueblo”
Ed. Alfaguara, Santiago, 2009, 142 págs.

*Publicado originalmente en El Periodista N° 180, 23 de octubre de 2009

sábado, 10 de octubre de 2009

Galvano a la constancia

“Desde hace poco más de un par de años varios amigos y algunos editores han venido insistiendo en que debo comenzar de una vez a escribir mis memorias”, así reza la primera frase del libro “Memorias neoyorquinas” (no “Memorias Neoyoquinas”, como se señala en la contratapa) editado Seix Barral, última entrega del escritor nacional Poli Délano (Madrid, 1936). Empezamos, en plan suspicaz, con esas palabras inaugurales, pues son harto decidoras, puesto que por regla general, cuando se solicitan memorias, resúmenes o balances, lo que se esconde allí es una solapada petición de cierre de cortina, una velada declaración de que aquí no hay más pan que rebanar. Quizás sea la petición de la escritura de memorias el equivalente al reloj de oro con el que se galonea al empleado fiel que ha vertido gota a gota 30, 40 o 50 años al servicio de un superior. A renglón seguido Poli Délano se resiste con una reticencia medio forzada, pues, lo que sigue son 200 páginas de recuerdos.

Así las cosas -y malicia aparte-, Délano, novelista y cuentista prolífico, nos entrega unas memorias en tono tierno, inocente. Nos describe su primer beso, sus correrías de niño en las calles de Nueva York (ciudad de la que se abusa para ponerla como “gancho” de este libro), sus juegos con el tío Pablo, sus pillerías con José Luis Rosasco en Quintero, su descubrimiento epifánico del mundo de la escritura, su vida en China como traductor, entre otro hitos de su existencia, incluyendo un solapado reconocimiento de su alcoholismo, y el rampante racismo de Lola Falcón, madre de Poli Délano.

Sin embargo, y a pesar de que la vida de Délano ha sido bastante movidita, estas memorias simplemente no logran agarrar vuelo. Todo esto se explica por una cuestión de estilo, y en menor medida por un tema de contenidos, de lo contado. La primera de las cortapisas es palmaria. Poli Délano escribe con un tono que semeja a un LP, cuando el lector actual está ya acostumbrado al MP3. Cuando la narrativa actual en castellano ha tenido éxodos y atravesado desiertos completos, Poli Délano aún se encuentra picando piedra en Egipto.

Un tono correcto pero de sabor añejo. Un tono que además toma innecesarios tintes didácticos, como lo ejemplifica el pasaje en el que el autor explica quién es Joseph McCarthy, y cuál fue el gran “legado” de ese senador norteamericano en los años 50, explicado por Délano como si nadie conociera lo que sucedió. Hay que aclarar que no molesta la explicación, sino la frescura y ritmo que le resta al relato. Y lo segundo, lo contado. Leer a autores como Poli Délano. José Luis Rosasco o José Miguel Varas es, en cuanto a coyunturas vividas y escritas, casi leer al mismo escritor. Relatos similares de un tiempo que se fue, y que nadie parece echar mucho de menos. Son satélites que giran alrededor del mismo sol, Pablo Neruda, un poeta del que, probablemente, se ha escrito todo (“hasta sus calzoncillos”), en todas las modalidades, en todos los géneros literarios. Una canción demasiado conocida, y que se va a seguir escuchando, mientras sigan vivos todos los que se arrimaron al gran y florido árbol nerudiano, y que se cobijaron en su sombra de caracolas, comunismo proscrito y whisky.

El último gran episodio del libro es el nacimiento de Bárbara, hija de Poli, dando a entender que habrá un nuevo tomo de memorias, puesto que aún no se contó nada del golpe de Estado y todos los años posteriores hasta nuestros días. Pues quizás, editorialmente hablando, lo mejor debió haber sido finiquitar todo esto de una sola patada (con una tipografía más pequeña no habría habido problema). Si estas memorias de un escritor que ha tenido presencia en la literatura nacional más por constancia que por una pluma de calidad distintiva y de alcances a nivel de lengua castellana se han mostrado poco excitantes, es bien poco probable que una continuación logre una performance razonable. Pero más allá de todo eso, se puede ver que esta edición funciona como esos relojes de oro que se le solía regalar a los funcionarios que han cumplido luengas décadas de servicio. Vale entonces como registro y como un homenaje material y rápido para decir “gracias, buena suerte, y que te vaya bien”. Mención honrosa al esfuerzo, medalla de consuelo, galvano recordatorio de una labor literaria persistente, y que ve su gran mérito casi exclusivamente en esa constancia tozuda.


Poli Délano
“Memorias neoyorquinas”
Ed. Seix Barral, Santiago, 2009, 201 págs.

*Publicado originalmente en El Periodista N° 179, 10 de octubre de 2009

sábado, 3 de octubre de 2009

Cartografía del reverso

Tarde o temprano, el poeta visita y revisita el lugar donde se genera la materia prima del misterio. En algún momento de su vida, el poeta intenta acercarse y aprehender todo lo que sea posible aprehender en ese lugar misterioso e inefable donde se originan la palabra poética, intenta mapear el dictado, cartografiar el momento en el que la palabra llega sin pedir permiso. Sucede con frecuencia en los aficionados poetas y escritores amateurs, que tras jugar un rato con la palabra, tras haber ordenado de forma novedosa algunos símbolos, se deslumbran con los engranajes de la literatura, y los glorifican, moldeando una molesta y limitada superconciencia de la literatura y sus posibilidades. El poeta, en su asombro irresoluto y perenne escarba los muros insalvables de la palabra y su azarosa ocurrencia en el poema.

Hay que señalar que la fascinación (o a veces malestar) ante este súbito nombrar no es patrimonio de las plumas noveles, sino que ha cautivado afanes y configurado obras completas. Ese impulsivo afán de develar el enigma de la palabra poética y su ocurrencia es el motor que mueve los versos de “El margen del cuerpo” (Ed. Fuga, 2008), primer poemario de la poeta y profesora de castellano Florencia Smiths (San Antonio, 1976). Smiths debuta en el formato del libro individual, pero no es una aparecida en el cosmos de la poesía nacional, pues ya se ha hecho un nombre participando durante casi una década, en una serie de antologías y encuentros poéticos.

Yendo al texto, Smiths plantea un prosa poética (lo pondremos así, a sabiendas de que estas categorías son bastante chúcaras), en las cuales recorre de forma trepidante el salto valiente a la poesía, lo fortuito encuentro con el ejercicio del decir desde un tierno origen, la niñez. Smiths inaugura el recorrido con la referencia a las palabras, “De pronto se encontró con las palabras. Estaban allí, en ese lugar que no suele darles, en esa construcción velada por no poder enmarcarse, por no saberleerloscortes, el desparpajo de un cuerpo cosido con ilaciones que nunca usó, calladas atroces, de estructuras desencajadas, rudas”.

El poema fluye como un recorrido a tientas, como un palpar de ciego en las turgencias de la poesía. La niña topa con el deseo de nombrar, topa con la otredad, topa con el tiempo y sus eventos perdidos, sufre por no haberlos significado con lenguaje, angustiándose por no haber contado con una perfección ilusa, “Porque si tan sólo le enseñasen a hablar de nuevo. A mirar. A tocar. A decir. Si tan sólo le enseñasen a amar de nuevo para no culparse, para no competir con su naturaleza múltiple. Si le enseñasen a abrazar, a decir siempre lo que encausa, lo que evita, lo que busca”. Sufrimiento y maravilla ante el surgimiento de la poesía como un modo de ordenar el mundo y configurar una existencia, “Pero todo llega hasta cuando escribe, entonces siente que encuentra y que estampa y que la negación sólo reside en el momento en que su poema se le escapa para que de nuevo ella tenga que cavar, abrir, nadar, adentrarse”.

El recorrido que hace la autora al interior de este limbo poético nunca es concreto, por definición no puede serlo. No puede ser definible ni delimitable, dada la esencia de la poesía, de su creación y del acto de escribirla. El misterio reside en ese loco afán de tratar de unir los puntos que se van difuminando de forma constante. Un afán donde se “prefiere la inseguridad al inconformismo”, y “querría preferir el caos, la catarsis de la soga, el rasgueo de un lápiz hasta la envergadura de una auténtica destrucción, sin embargo se atreve, no lee de memoria, comprende la ficción de lo dicho, saca el habla, no sabe quien suena desde dentro, camina por el terreno limpio y cuadriculado hasta la convulsión, reconoce en el cuerpo del muerto aquello padecible, transable para el recuerdo, pero no soporta no saber registrar, tal como fue, el paso desde una aparente resignación (por no saber, por no ser capaz) a una inseguridad de escoger (por tener que elegir, por designar)”.

La autora comparte una bitácora de un viaje sin timón y en el delirio, como dijera el poeta mexicano Mario Santiago, nos da su propia versión de un ejercicio intransferible –hablan sus imágenes, habla su yo, sus circunstancias, su persona y tiempo- al que otros dijeron que no, y lo envidiaron, como hizo y escribió Enrique Lihn pensando en Rimbaud (acaso el epítome más total del enfrentamiento con la poesía, con el agregado y rotundo gesto de su negación total).

Florencia Smiths ha elegido convertir su opera prima en el reverso de su palabra poética, ha elegido convertir su primer libro individual en la caja con instrucciones de un juego donde el recorrido es incierto en medio de la espesura, donde la pregunta por la poesía se asemeja a la pregunta por la realidad, pero insoslayable, sin negociaciones ni arreglos posibles. Florencia Smiths recorre el tablero armada de su cuerpo, sus sentidos, sus pulsiones, sus márgenes, “Sólo tiene que entrar. Tiene que romper. Tiene que parir”.


Florencia Smiths
“El margen del cuerpo”
Editorial Fuga, Santiago, 2008, 49 págs.

*Publicado originalmente en La Calle Passy 061, octubre de 2009

viernes, 25 de septiembre de 2009

Cuentos de la cripta

Con un 11 de septiembre más sobre los lomos de la nación, viene más que bien la lectura de “La segunda mano” (Mondadori, 2009), el último libro del escritor y editor Germán Marín (Santiago, 1934). Repasar las páginas de esta novela sirve -entre las incontables utilidades que tiene la lectura de la obra de Marín-, para comprobar que hay constantes que se mantienen. Primero, el oficio indiscutible e incombustible del autor para componer, tal vez como nadie, el correlato de nuestra historia reciente. Segundo, cómo Marín ha logrado mantener bien arriba una voz propia, distinguible, y que va bien de la mano con un proyecto escritural definido y que el autor ha desplegado en los últimos años, con distintiva destreza y cuasi genial felicidad.

“La segunda mano” cuenta la historia de Miguel Sessa (historia que es la expansión de un cuento ya publicado antes en el libro “Conversaciones para solitarios”, de 1999), militante del movimiento de ultra derecha Patria y Libertad, quien fallece en agosto de 1973 en un accidente de tránsito. Pero la muerte no calla a Sessa, quien vuelve a contar sus vivencias, mediante las sesiones de espiritismo que practica su madre, quien, premunida de un cuaderno y un lápiz grafito, pone en papel este dictado de ultratumba que Sessa tiene a bien leerle.

Marín apuesta en grande, pues intenta un relato de fantasmas, una crónica de espectros chocarreros, de un espíritu que más encima hizo de las suyas en una de las más siniestras organizaciones terroristas de las que haya registro, Patria y Libertad. El libro se divide en breves microcapítulos, fórmula que intentó Rafael Gumucio (un émulo de Marín) en su propio y fallido libro, pero que Marín logra adaptar con éxito para desplegar la sincopada minucia que Sessa dicta a su madre. Se intercalan por momentos relatos del propio Marín (esto es, el primo de Sessa), quien ilumina y conduce el relato que su tía Aida puso por escrito. La redacción de Marín no cambia a lo largo de las más de doscientas páginas del libro, haciendo de este cambio de voces, una sutil intervención que mantiene alto el fraseo de la obra, y que permite que el autor salga ganador con su espectral bravata.

Pero no vamos a venir acá a descubrir que Germán Marín tiene oficio de sobra para sacar adelante cualquier texto, sí recalaremos en esta valentía, en ese extraño coraje vuelto artesanía, de transformar en libro la historia de su familia, un ejercicio que implica ir de cabeza contra “el lumpen que lo cubre todo”, como lo describe el poeta José Ángel Cuevas. Es que Germán Marín ya aportó una trilogía de libros (“Círculo vicioso”, “Las cien águilas” y “La ola muerta”) en los que el autor se posa en el desfiladero, y no teme en apuntar los focos a su familia de raigambre militar. La obra de Germán Marín supera con creces cualquier polémica, y reduce a un cliché la manoseada fusión literatura/vida. En cambio, Marín construye -con esa agudeza que él pareciera no advertir-, el más escalofriante correlato de nuestro doloroso pasado. Como un moderno Blest Gana, Germán Marín escribe la novela nacional del Chile de fin de siglo.

El fantasma de Miguel Sessa es, con nombre y apellido, el esqueleto más terrorífico que guardamos en nuestros clósets, pero ojo, Marín no nos mete el cuco, ni nos describe un demonio hiperventilado sediento de sangre, sino que simplemente nos expone ante el abanico de oscuridad de la que es capaz un ser humano, pues, aunque muerto, Sessa es un ser humano, con su cédula de identidad, con un barrio al que se adscribe, con una prima que lo inicia sexualmente, con un tipo que le aburre su convencional esposa, (y por eso la engaña), con un intérprete a quien le queda a la medida el traje de antihéroe que Germán Marín ha cortado para todos sus personajes.

Por descontado, querido lector, le decimos dos cosas. La primera de ellas es que usted debe acudir por este y los demás libros de Germán Marín, y que esta novela es, con holgura, una de las publicaciones más lúcidas y rotundas de este 2009.


Germán Marín
“La segunda mano”
Ed. Mondadori, Santiago, 2009, 215 págs.

*Publicado originalmente en El Periodista N° 178, 25 de septiembre de 2009

viernes, 18 de septiembre de 2009

Un ejercicio de denuncia

Desde hace un tiempo, una novela reposa en las repisas de nuestras librerías. Tremenda novedad, dirá el querido lector. Sin embargo, si le decimos que ese libro es “Acqua alta” (Emecé, 2009), novela del escritor y psicólogo chileno Pablo Torche (1974), esto no debiera ser tomado a la ligera. Esta novela es la primera que Torche escribe, puesto que sus dos publicaciones previas fueron en el ámbito del cuento, con los libros “Superhéroes” (2001) y “En compañía de actores” (2004). Este último libro que granjeó a su autor razonable resonancia y promisoria proyección.

La historia de “Acqua alta” es engañosamente simple. Dos personajes, Pablo y Chiara, chileno e italiana respectivamente, se encuentran y conocen en la ciudad de Venecia. Tienen una aventura que fluye irregular, el sexo va y viene, los lazos son ora idílicos, ora fríos. Incluso el escenario podría ser pieza intercambiable, puesto que funciona como un bello decorado antes que pesar en las conductas de Pablo y Chiara. Es Venecia –lo que determina el título de la novela, sin ir más lejos-, pero ¿por qué no París, Leeds, Goa o Antofagasta?

Hasta acá nada nuevo. Pero la diferencia es que esta escena descrita en el texto se repite en numerosas formas y estilos. Así la misma situación se cuenta desde la óptica de un Shakespeare, un Cervantes, un Guillermo Blanco, un Alberto Fuguet, la OuLiPo, o el infaltable Roberto Bolaño, multiplicando las miradas, y afinando todo tipo de voces que sirven de coreutas para describir todas las alternativas del encuentro entre Pablo y Chiara. Con todo lo delirante que pueda sonar esta decisión escritural, esta no es algo original. Hay dos ejemplos (uno proverbial, el otro no tanto) de esta práctica. El no tan proverbial es el libro “El arte de rechazar una novela”, del escritor Camilien Roy donde se esbozan 99 cartas editoriales para comunicar la negativa a publicar un manuscrito; y el proverbial antecedente al libro de Pablo Torche es “Ejercicios de estilo”, del francés Raymond Queneau (antecedente del mismo Camilien Roy), volumen en el que Queneau crea 99 modalidades de contar una noticia, alterando el lenguaje, tono, puntos de vista, etc.

Así las cosas, es bien acertado decir que Pablo Torche, aún cuando el desafío era nada despreciable, y que tampoco se estaban empujando las fronteras literarias, sale harto bien parado. La impostura de sus capítulos no decae, logra sostenerse gracias a la escritura medida y concienzuda, revelándose como diestra artesanía (con el respectivo sello personalísimo del autor), antes que como seriada copia. Hay creación antes que reproducción. Pero además Torche instala una dimensión poco advertida, y que acá develaremos, la de transformar –aún involuntariamente- a “Acqua alta” como una novela de denuncia. En este sentido, señalar que este caleidoscópico libro solamente “interesará a los estudiantes de literatura”, como pobremente señaló el crítico mercurial José Promis, es quedarse corto. En sendas entrevistas previas, simultáneas y posteriores a la aparición de “Acqua alta”, Pablo Torche no ha escondido su decepción respecto del acontecer literario nacional, especialmente en lo que atañe a los narradores (“en narrativa estamos en anorexia”, señaló en una entrevista al portal web Paniko.cl), subrayando el “bolañocentrismo” que hoy reina en nuestras letras. Con estos antecedentes sobre la mesa, y cotejados estos con la suelta gimnasia narrativa que Torche practica, remedando clásicos de siempre, prodigios nacionales y enfants terribles de la literatura de los últimos años, la tesis de la denuncia y el raspacacho al medio local es notoria.

¿No es acaso este libro un gancho al mentón de la “anoréxica” narrativa nacional? Tiene cara de serlo. Tiene cara de ser un tirón de orejas a una narrativa –en su mayoría- achanchada, ombliguista y autocomplaciente, que reproduce estilos cansinos, que arriesga poco y que pareciera ser una enana blanca, girando alrededor de la supernova Bolaño. Reiteramos que esto puede ser un efecto insospechado que acá volvemos cáusticamente plausible, pero, al final del día, en “Acqua alta” encontrará el lector un libro bien logrado, donde hubo una apuesta que pagó dividendos.



Pablo Torche
“Acqua Alta”
Ed. Emecé, Santiago, 2009, 324 págs.

*Publicado originalmente en 60 Watts N°6, septiembre de 2009

viernes, 11 de septiembre de 2009

Fomento a la lectura, pero en serio

Si usted ha caminado por ciertas calles de nuestra capital, o bien visto con atención el flanco de nuestras albiverdes orugas del Transantiago, recordado lector, probablemente habrá notado los carteles que son parte de la nueva (y enésima) campaña gubernamental de fomento a la lectura, impulsada por el Consejo Nacional de la Cultura y las Artes, como parte de su Plan Nacional de Fomento a la Lectura (PNFL). Si usted es un lector más conectado con el mundo virtual, podrá haber visto los spots publicitarios en YouTube. La campaña, titulada “Yo leo”, pretende (tal como las decenas de iniciativas similares que en el pasado intentaron acercar al público los libros, fracasando miserable e inapelablemente), según palabras de la propia ministra de Cultura, Paulina Urrutia, animar al público a leer, a “la formación del hábito lector, (que) requiere de una primera etapa de animación a la lectura, de profunda motivación que convoca a la participación de todos como ‘proyecto país’ (las comillas son nuestras) y que debe incluir a todos los actores involucrados: autores, editores, medios de comunicación, organizaciones sociales, profesores, colegios, estudiantes, bibliotecas, universidades, ministerios, municipalidades, entidades privadas, entre muchos otros”. Un tremendo, optimista y altisonante objetivo, que, sin embargo, se acomete mediante equívocas y torpes frases tales como “yo leo en el baño” (como si la idea fuese glorificar la lectura escatológica), o “yo leo cantando” (¿?). Así las cosas, se podría seguir inventando lemas como “yo leo mientras amaso pan” o “yo leo mientras manejo maquinaria pesada”, etc.
Más allá del mayor o menor entendimiento que tengan las autoridades, de que fomentar la lectura implica un cambio cultural mayúsculo, y que debe ser acometido con políticas públicas de sólida base y de acción intensiva y extensiva, antes que con tristes y precarios voladores de luces publicitarios, existen iniciativas concretas en el sector editorial, productos palpables y a la mano del público, para obtener luces y claves respecto de cómo lograr formar niños que lean. Es el caso de la editorial Fondo de Cultura Económica, tal vez el único sello editorial en lengua castellana que dedica colecciones completas a temas como la edición de libros y la reflexión sobre cómo insertar con éxito a los niños en el universo de la lectura. El ejemplo lo establece la colección “Espacios para la lectura”, una serie de tomos bella y elegantemente editados, que reúne obras dedicadas en exclusiva a la reflexión sobre la enseñanza e impulso del hábito lector en edades tempranas.
Así, hace poco el FCE puso en los estantes de nuestras librerías uno de los trabajos más destacados de uno de los actores más relevantes a nivel mundial en lo que se refiere a literatura infantil y juvenil, hablamos del libro “Conversaciones. Escritos sobre la literatura y los niños” obra del crítico, profesor, ex bibliotecario y ensayista inglés Aidan Chambers (1934), autor de libros como “Dime” y “El ambiente de la lectura”, obras donde se subraya el valor de la lectura desde la juventud, y se aconseja a los padres sobre cómo transformar a los niños en voluntariosos y felices lectores. Publicado originalmente en 1985, Chambers revisa en este conjunto de ensayos y conferencias (en el que se incluyen piezas como “El lector en el libro”, escrito que le granjeó a Chambers el premio de excelencia crítica otorgado por la Children’s Literature Association), la literatura, los primeros escarceos que los niños pueden tener con ella, y el importante rol mediador de los adultos en el éxito de ese proceso, de suyo exigente por estos días. Volviendo al tema del fomento lector y sus dudosas campañas, “Conversaciones” es particularmente útil para los profesores de castellano (o como se les diga ahora), pues incluye ejemplos prácticos de cómo interesar a un niño en un libro.
La lectura de este volumen nos deja algunas pistas útiles, que debieran ser aprovechadas sobre todo por quienes ejercen la docencia. Por ejemplo, el compartir la lectura como experiencia donde el profesor (o los padres) y los niños logren identificarse en la actividad de leer, mediante la conversación y la discusión de lecturas. Lo medular es conversar (no olvidar este verbo) sobre libros, poner en un espacio común la experiencia y el contexto lector, lo que sirve para reforzar un libro recién leído, o bien para tentar a un lector potencial de ese libro. La conversación es la estrategia, la invitación, la carnada, si se quiere, para enredar al niño en la virtuosa red de la lectura.
“Conversaciones” tiene una secuela llamada “Dime”, publicada por el mismo FCE, y que figura en la colección del libro acá reseñado (donde también se incluye un apreciable trabajo de Teresa Colomer, especialista española en libros infantiles). No vendría nada de mal acercarse a estos materiales de calidad probada, antes de poner oreja a blandengues campañas improvisadas, donde se intenta inyectar amenidad y factores de acercamiento con eslóganes y jingles de mal gusto y peor estofa. Mejor es prestar atención y amplificar el mensaje de quienes, como Aidan Chambers, ya desde hace décadas tienen la película bastante clara.


Aidan Chambers

“Conversaciones. Escritos sobre la literatura y los niños”
Ed. Fondo de Cultura Económica, México, 2009, 268 págs.

*Publicado originalmente en El Periodista N° 177, 11 de septiembre de 2009

viernes, 28 de agosto de 2009

De vuelta a la tierra

El 2008 literario dejó un nombre bien señalado, bien subrayado, bien brillante, el de Marcelo Lillo, aquel silencioso e ilustre poblador de Niebla, que, entre gallos y medianoche, se vio cegado por todos los reflectores, en la mejor de las lides, a partir del éxito de su primer libro de cuentos “El fumador y otros relatos” (Mondadori, 2008). De la mano del ultra autorizado crítico español Ignacio Echeverría, la mayoría de los críticos y reseñistas locales adherimos a la bendición del novel cuentista, saludando un trabajo que se ganó esos merecimientos con una escritura comedida, correcta, iluminada sin ser deslumbrante.

Entonces, el paso siguiente que diera Marcelo Lillo sería seguido con atención, y, en efecto, se generó expectación en los lectores, en los críticos y en los reseñadores. Expectación que culminó con el reciente lanzamiento de “Gente que baila sola” (Mondadori, 2009), el segundo libro de relatos de Lillo, quien ahora, ya con chapa de escritor –de escritor exitoso, más encima-, tuvo una exposición aún mayor.

Cuestiones mediáticas aparte, los 13 cuentos de “Gente que baila sola” delatan unas cuantas cosas respecto de la evolución escritural de Marcelo Lillo, a partir del revuelo generado por “El fumador”. Las primeras páginas del libro nos dan cuenta de un conjunto que viene ya algo desencajado, dispar. Conviven en él cuentos del cariz del primer libro, y otros que claramente fueron creados teniendo en mente más en remedar el estilo de su libro anterior, antes que perseverar en la creación espontánea y novedosa de nuevos relatos. También es notorio cómo Lillo ya empieza a mostrar los síntomas de quien ha desarrollado rápidamente una conciencia de escritor, es decir, de alguien que, de repente, “se sabe” escritor, un estado habitual en la fase adolescente del narrador, donde la fascinación por el acto de escribir, y esa urgencia por redactarlo, terminan oscureciendo antes que aclarando.

Otro flagrante síntoma de esta fase de rotura de cascarón, del coming of age, es que las lecturas del autor permean tanto su escritura, que terminan notándose en varios de los cuentos. Se habla de Raymond Carver, mejor es decir que Marcelo Lillo tiene unos cuantos parricidios pendientes, y que, si todo está en su sitio, habremos de constatarlos en las siguientes obras del autor, entre ellas, una novela que ya se anunció.

Consecuencias de este estado de sobreconciencia escritural, son algunos rasgos que se ven claramente en varias páginas de este nuevo libro de Marcelo Lillo. Así, vemos en el cuento inaugural, “El artista del barrio”, que Lillo tiene a bien poner en boca del sabihondo e infantil protagonista del relato toda la cocina literaria, esto es, la cocina literaria del propio Lillo. Un innecesario e inútil floreo expositivo de cómo el autor pergeña sus tan exitosos relatos, un desafortunado ejercicio de decir (abundan las frases sentenciosas) y no mostrar, de forzar una máquina que funciona a un ritmo mucho más lento. Lillo explica y complica al lector, y arruina su escritura, denotando que se optó por la reproducción de un malo conocido, antes de crear un bueno por conocer.

No obstante, hay una buena cuota del estilo que encumbró a Marcelo Lillo al pináculo libresco en 2008. “Plegaria por Mustafá” es un buen ejemplo de ello, un entramado donde no se ve ninguna hilacha, en donde se puede avanzar a gusto, y recorrer una exposición de melancólicas postales de la esforzada provincia que son elocuentes por sí solas (aún cuando acá utilizó la carta de los Detenidos Desaparecidos, un añejo conejo que ya salió de demasiadas galeras), pues el autor no forzó un estilo que le granjeó lícita fama, con sus escenarios tristes, sus personajes en zozobra, empapados en la precariedad, jalonados por vivir al borde de la cornisa. Se puede avanzar con gusto en relatos como “Mustafá” porque acá está el Lillo que se quiere ver, el Lillo que no recurre a una especie de grosero Deus ex Machina, algo telenovelesco para tocar la fibra del lector sensible, como lo hace en “Via Crucis”, y para desatar, en un par de líneas, los nudos.

Queda entonces ver cómo será el Lillo de largo aliento, luego de este empate 1 a 1 entre sus dos libros de cuentos. Veremos si en el alargue de este desigual partido, que Lillo dominó a placer en el primer tiempo, pero que tuvo que aguantar el chaparrón y colgarse del travesaño en el segundo, el autor sigue en carrera, si lograr sortear la valla y clasificar a la siguiente fase.


Marcelo Lillo
“Gente que baila sola”
Ed. Mondadori, Santiago, 2009, 212 págs.



*Publicado originalmente en El Periodista N° 176, 28 de agosto de 2009

viernes, 31 de julio de 2009

Poeta traicionado

En nuestros anaqueles ha aparecido recientemente el libro “Caminando sobre el tejado” (LOM, 2009), obra del poeta, novelista, ensayista, actor, editor y director de cine ruso Yevgeny Yevtushenko (Siberia, 1933), una de las voces relevantes de la poesía mundial, hoy por hoy. Su nombre y pluma empezaron a tomar vuelo en la década de los 60, cuando, verso en ristre, arremetió contra un estalinismo brutal, aún presente a pesar de la muerte del dictador soviético. En 1965, en conjunto con otros colegas -como la “zarina” de la poesía rusa contemporánea, Anna Ajmátova, quien antes había ninguneado la obra de Yevtushenko-, firmaron una carta de protesta, repudiando el juicio adverso que el poeta Joseph Brodsky (quien también lo acusó de doble estándar años después) recibiera de parte de las autoridades soviéticas. En 1968 también se opuso al Pacto de Varsovia. También ese año, los estudiantes de la celebérrima universidad inglesa de Oxford nominaron a Yevtushenko (junto con autores de la talla de Jorge Luis Borges) para ocupar la cátedra de poesía, pero una férrea oposición de la derecha conservadora organizó una campaña en contra del poeta, acusándolo de ser “sirviente del régimen (soviético)” y de haber sido soplón de los literatos Andrey Sinyavsky y Yuli Daniel. Finalmente, Yevtushenko perdió la elección.
En Chile, Yevtushenko tiene su historia. Invitado por Pablo Neruda, el vate ruso recitó sus poemas y fue paseado por buena parte de nuestra faja de tierra, cortesía del autor de Canto General. Sin ir más lejos, Neruda y Yevtushenko luchan palmo a palmo la medallita del “poeta del amor”. Luego, en 1971, Nicanor Parra incluyó poemas de Yevtushenko en la señera antología de poesía rusa que el antipoeta confeccionó. Después, en 2006, el entonces presidente Ricardo Lagos condecoró a Yevtushenko con la Medalla Bernardo O’Higgins. A fines de los 80 Yevtushenko inició una carrera política como diputado del Soviet Supremo, en 1991 se mudó a Oklahoma, Estados Unidos, donde reside actualmente, y hace poco estuvo en nuestro país para presentar “Caminando sobre el tejado”, un volumen pequeño, que es la edición en castellano de un libro que hace unos años fue publicado en inglés y ruso.
Con todos estos sabrosos antecedentes sobre la mesa, podría pensarse que el poemario será un plato fuerte, un potente atracón de versos e imágenes de alguien cuya valentía proverbial frente a regímenes tan absolutos y oscuros como el de Stalin es algo voceado en todo el orbe. Pero no.
Este libro es una muestra palmaria del daño tremendo e insalvable que una traducción mediocre puede hacerle a la poesía. De esto es posible darse cuenta recién en la página 25, luego de sendos prólogos sobre el autor, una nota biográfica del autor (que no se entiende por qué va después de la semblanza que hace José Miguel Varas), nota biográfica del traductor, escrito de Javier Campos sobre la experiencia de traducir los poemas del autor ruso, para culminar con una nota a la presente edición. Entendemos que tal cantidad de material previo se incluyó para que el libro no cayera en la categoría de opúsculo.
Para ya entrar en materia, los poemas de “Caminando sobre el tejado” se presentan, en su gran mayoría, como textos sosos y laxos, desprovistos de cualquier noción de musicalidad o siquiera ritmo, enfermos de un encabalgamiento forzado (no hay métrica, ni menos rima), de un quiebre a regañadientes de algo que es más bien mera prosa. Javier Campos en su lata exposición señala que “ojalá la traducción haya captado el corazón de los originales de Yevtushenko”, algo que ni siquiera el propio traductor sabe, pues no domina el ruso, y que, tras la lectura de este libro y en contraste con una biografía (la de Yevtushenko) pletórica de actos donde el corazón es el guía, no queda más que señalar que Campos fracasó en su cometido, al entregar una traducción con versos planos, con un escasísimo vuelo, con unas palabras carentes de brillo y sentido, atolondrada y explicativa en exceso, reflejando un precario aprovechamiento del idioma, lo que es particularmente grave en este caso, el de un poeta que desea transmitir sus sensaciones en medio de un régimen tan terrorífico como el de Stalin. Algunos ejemplos “La pintoresca sombra de mis pestañas/ que llevaba con aire despreocupado/ era eclipsada por mi curiosa nariz de Pinocho/ y llena de mocos”; “Los hombres no se entregan a las mujeres/ Las beben compulsivamente como si ellas fuesen vodka./ Y a veces, convirtiéndolas en basura, las golpean como a sus peores enemigos”; “¿Cuándo vendrá este Alguien a Rusia? ¡Hombre o mujer!/ Cuando… cuando todos seamos humanos (…) ¿Cuándo llegará al mundo,/ una nueva humanidad/ y cuándo será posible que nosotros no nos engañemos/ a nosotros mismos”.
En el mismo escrito explicativo de Campos, se señala que Yevtushenko le solicitó que tradujera estos poemas, y que trabajó codo a codo con el traductor, dando –se entiende- su bendición al trabajo. Es ejercicio habitual que los traductores utilicen como salvoconducto el visado del autor traducido (cuando está vivo), pero dado éste, y otros casos de traducciones fallidas a lo largo de la historia de la poesía, es más bien irrelevante, pues también es sabido que los autores no son siempre los mejores jueces de sus propias obras, más aún cuando estas no están en su lengua materna.
Ninguna de estas credenciales salva el trabajo de Campos –y por ende, el libro-, quien al sólo traspasar del inglés al castellano estos versos, encarna la socorrida imagen del traduttore-traditore, aquel traductor que no ha dado el ancho y que termina haciéndole un autogol a la obra original. ¿O en realidad Yevtushenko es acá un poeta medio asiuticado o panfletario? Una edición bilingüe podría solucionar el entuerto, mas este libro no servirá para esclarecer estos cuestionamientos.


Yevgeny Yevtushenko
“Caminando sobre el tejado”
LOM, 2009, Santiago, 69 págs.

*Publicado originalmente en El Periodista N° 175, 31 de julio de 2009

lunes, 20 de julio de 2009

Empoderando la poesía

Se dice que nuestros jóvenes poetas son buenos lectores, que nuestras nuevas camadas miran hacia atrás sin ninguna vergüenza, que nuestras novicias generaciones van al rescate de las precedentes, que las releen y las reescriben. Todo esto, y mucho más, es completamente cierto en lo que se refiere al trabajo que hacen nuestros poetas más noveles. Lo que también es certero y comprobable es que nuestros poetas beben de fuentes primarias como Enrique Lihn y Nicanor Parra, trabajan reeditando a próceres olvidados como Rosamel del Valle o Gustavo Ossorio, y también ponen mucho ojo a lo que se escribe –y escribió- en Estados Unidos. Casos sobran. Un ejemplo ilustrísimo, -y digno de publicitar hasta en las puertas de los baños públicos, de ser posible-, es la importantísima traducción que Rodrigo Olavarría hizo de “Aullido”, el gran poema de Allen Ginsberg, que más encima publicó Anagrama, dándole difusión hispanoamericana a la labor de Olavarría. Y antes, reductos como la revista Plagio y la Escuela de Literatura Creativa de la UDP han sido tribuna y semillero, respectivamente, de jóvenes traductores de poetas norteamericanos.
Así las cosas, la publicación del libro “Una poética activa. Poesía estadounidense del siglo XX” (Ediciones UDP, 2009), obra del curador y crítico de arte británico, nacionalizado español, Kevin Power (1944), es oportuna y útil. Siempre es oportuna y útil la publicación de ensayos de calidad, puesto que hay una buena masa de poetas que están creando y pensando sus propias poéticas, tomando en cuenta la estética, formas y estilos que Estados Unidos ha tenido a bien (y muy bien) desperdigar por el mundo.
Un tema recurrente en trabajos de revisión del quehacer artístico es la selección de autores. Este ítem es habitualmente el callejón sin salida al hablar de libros como este de Kevin Power (editado primeramente en los años 70, y cuya actual publicación es una tercera versión), o bien de variadas antologías de poesía chilena que se han publicado en los últimos años. Que faltó este, que sobra este otro, ¿y qué pasó con Fulano? ¿Mengano está y no Perengano? En este caso, tales preguntas son casi irrelevantes. Sin decir tampoco que la selección de Power sea perfecta, sí es acorde al prólogo que el autor incluye, en que nos deja claro que los autores seleccionados muestran en sus obras, en su pensamiento y en su trabajo, un activismo movilizador, sobre todo en empujar más allá las fronteras del lenguaje. Habla el mismo Power: “una poética quiere decir una actitud ante la vida desprovista de autoconmiseración por una cultura burguesa (…) No es una poesía que emerge pasivamente en un paisaje ya cargado de descripción, sino una poesía que ya conoce su camino (…) A estos poetas les atañe no sólo la experiencia humana, sino el acto de vivir”. Para Power, la emoción y la intensidad de la experiencia son la gran referencia, y modelan el poema y la poética.
No es un tema de activismo político, de lo contrario se habría incluido a autores como Robert Lowell, por ejemplo. No es tampoco un tema político-ideológico, por esto mismo la presencia de Pound no es para nada polémica –ni siquiera es discutible-, puesto que hoy es de consenso mundial que el autor de “Con usura” es urbi et orbi reconocido por su aporte mayúsculo a la configuración de la poesía en lengua inglesa del siglo XX, antes que otra cosa. Es posible que, a partir del hecho incuestionable que Estados Unidos instaló nombres poéticos tremendos durante el siglo XX (Edgar Lee Masters, Carl Sandburg, T.S. Eliot, Wallace Stevens, Hart Crane, Langston Hughes, Rita Dove, et. al.), se “eche de menos” a uno u otro autor; caer en este ejercicio es perder el tiempo. En este sentido, bien sabios fueron Power o sus editores (quien corresponda) de no utilizar artículo definido en el subtítulo, pues si se agrega un “la” delante de “poesía norteamericana del siglo XX”, otro gallo habría cacareado. La ausencia de dos letras indica que Power no tiene pretensiones enciclopédicas, canónicas ni totalizantes en su trabajo.
Power, -ex subdirector del Museo Reina Sofía- aporta quince ensayos donde estudia con meticulosidad y cariño a autor y obra. No es menor el hecho de que Power haya conocido a muchos de estos autores personalmente, y mucho menos el que se note en su escritura un claro afán de estudiar una obra con entusiasmo, pero a la vez con rigor, pero no un rigor hostil con el lector de a pie, sino amable –clave en la ensayística existosa-, aderezado con los siempre bienvenidos fragmentos poéticos. No le escapa a contubernios como el consumo de drogas del beat Ginsberg, y lo equipara al empleo que hace Gary Snyder del budismo zen.
En definitiva, la aparición de este libro es feliz por la calidad de su contenido (hoy, a más de 30 años de su primera publicación es material de consulta insoslayable), el tema que trata, por el que ensayos de este calibre se haya reeditado en Chile (con la ampliación del corpus con las inclusiones de W.S. Merwin y John Ashbery), entre otras cosas. Un acierto por los cuatro costados.


Kevin Power
“Una poética activa. Poesía estadounidense del siglo XX”
Ediciones UDP, Santiago, 2009, 374 págs.

*Publicado originalmente en Revista Grifo N°15, julio de 2009

martes, 14 de julio de 2009

Memorias de un soldado

Por regla general, recordado lector, todo lo que hace un Premio Nobel de Literatura es noticia, o al menos digno de ser revisado en algún articulillo o columna (parecida a esta que está leyendo), y en el caso del escritor alemán Günter Grass, coronado nobelesco en 1999 esa regla se mantiene. “Pelando la cebolla” (Punto de lectura, 2008) es una de las últimas novedades editoriales que ha llegado a nuestro país, mediante el sello Punto de lectura, la editorial de bolsillo del Grupo Santillana.
El libro (que cubre 20 años de la vida de Grass, entre 1939 y 1959), en una movida predecible, ya sacó más de alguna roncha, ya hizo correr la indignación, rasgar vestiduras y poner gritos en cielos alemanes, por el simple hecho de que en este volumen el autor de “El tambor de hojalata” (de cuyo proceso de incubación trata este libro) se revela como miembro de las nefastas SS, lo que, en todo caso, fue un secreto a voces, enarbolado durante décadas por los rivales de Günter Grass. Material suficiente para el escándalo global, y asimismo para las ventas. Es que tras leer “Pelando la cebolla”, y considerar la forma y momento en que se presenta la gran bombita del volumen, no se puede dejar de pensar en que esta revelación llega de forma sospechosamente retrasada. En Alemania se alegó, se vociferó que Grass, dadas estas yayitas en su hoja de servicio, debería haber rechazado el Nobel. Pelos de la cola a estas alturas.
La revelación de la filiación de Grass a las SS se instala con bombos y platillos, en medio de una biografía más bien tibia, y donde la capacidad nemotécnica de Grass curiosamente no es tan clara y diáfana como en su “período oscuro”. Curioso, la memoria de Grass tiene como un switch de encendido y apagado en este libro. Más curioso todavía, cuando Grass obtuvo el Nobel por sus “traviesas fabulas negras, que revelan la cara oculta de la historia”. El propio Grass lo reconoce hacia el final: “debo admitir que tengo un problema con el tiempo, muchas cosas que tienen un comienzo y un fin precisos, no las registré hasta que pasó mucho tiempo desde que ocurrieron”. Trate de notar eso, querido lector.
Y claro, es bastante más decidor, harto más atrapador haber formado parte del escuadrón militar más terrorífico del que tenga memoria la historiografía moderna, que las no muy sabrosas listas de libros, las repetidas referencias a la cebolla como materialización de una memoria con un poco de Alzheimer, y las demasiadas preguntas retóricas. Hay que decirlo, el nazismo tira más que una yunta de bueyes. Y si el nazismo es el ingrediente principal de la purga, del exorcismo biográfico de un escritor ganador del Nobel, tantísimo más.
Pero también uno se pregunta si es que en realidad este ejercicio libresco de Grass, antes que “pelar la cebolla” no será pasarle una “manito de gato” o derechamente “correr un tupido velo” a su tan bullada membresía en las SS. El libro es bastante grueso, y aunque el Tercer Reich haya pretendido quedarse mil años en el poder, llenar más de 400 páginas requiere más que eso. A su vez, centrarse en la llamada “vergüenza de los sobrevivientes” es leer mal el libro. Encararlo desde los dimes y diretes también. Pedirle a Grass que devuelva su medallita, peor, pues sólo por “El tambor de hojalata” el autor ganó con merecimientos fama mundial y respeto total como escritor. Quizás sea mejor que usted, amigo lector, juzgue usted mismo, tras leer el libro. A ver qué tanta alharaca.


Günter Grass
“Pelando la cebolla”

Ed. Punto de lectura, Madrid, 528 págs.

*Publicado originalmente en 60 Watts N°4, julio de 2009

viernes, 3 de julio de 2009

La regularidad del poeta

Hace algunos meses, el poeta nacional Andrés Morales (Santiago, 1962) hizo noticia en medio de ese polémico episodio que fue el viaje de la Presidenta Michelle Bachelet a Cuba. En la ocasión, la Casa de las Américas solicitó –en el marco de la Feria del Libro en la que Chile fue el país homenajeado- al presidente de la Sociedad de Escritores de Chile (SECH), Reynaldo Lacámara, la confección de una antología de poesía chilena. Lacámara, a su vez, encomendó la labor a Morales, ganador del Premio Pablo Neruda de poesía en 2001, señero académico y miembro de la Academia Chilena de la Lengua, con solamente tres meses de plazo para completar la titánica labor. Andrés Morales cumplió, pero cuando se aprestaba a viajar a la isla, fue bajado del avión, a punta de metralleta, afirmándose que Morales no estaba en condiciones de viajar, debido a que, según versión del propio poeta, llevaba algunos kilos de sobrepeso de equipaje, que serían libros. El poeta tuvo que quedarse en Chile, mientras que en Cuba su trabajo era leído in absentia del autor, que, por supuesto, se quedó sin recibir los merecidos créditos por su labor, créditos que sí se llevó el presidente de la SECH, Reynaldo Lacámara, relegando a Morales a un triste y poco honroso segundo plano. Cundió la indignación en el medio poético local (tanto por el trato dado a Morales en el aeropuerto, así como por el que Lacámara se llevara en Cuba laureles que no le correspondían enteramente), se escribieron inmediatos espaldarazos a Morales, se prometieron investigaciones que llegarían hasta las últimas consecuencias, pero del hecho, mucho más no se supo.
Hoy Andrés Morales (a quien, muy probablemente, jamás se le ha visto sin estar ataviado con impecables traje y corbata) ha dejado bien atrás esos amargos tragos, y vuelve a estar en la palestra –con mucho menos ruido, por cierto- por la publicación de su decimoséptimo poemario, “Los cantos de la Sibilia” (Universitaria, 2009), libro que, previo al bochornoso impasse cubano, obtuvo en 2007 el Primer Premio en el concurso “La porte des poètes” en París. El hecho de que Andrés Morales publique un libro de poesía ya no es, a estas alturas, ninguna novedad. Esto no porque la aparición de una nueva obra de este poeta no sea algo de suyo destacable, sino porque lo hace con una regularidad de relojería suiza, que no deja espacio a otra reflexión más que su trabajo escritural ha sido tremendamente metódico y comedido, y que ha sabido mantener un encomiable compás a lo largo de casi tres décadas.
Andrés Morales es un autor apegado a las formas clásicas de la poesía, tanto en forma, así como en cuanto a temática, en buena medida. Morales construye y reconstruye los ritmos que siempre ha utilizado en sus libros pasados, el poeta no reinicia, sino que continúa un trabajo que pareciera no haberse interrumpido en décadas, y al que parece que le quedan decenios más por delante; todo ello echando mano a épocas de esplendor en la historia de la humanidad y el arte. La antigüedad clásica, la obra de Mozart, la Generación del 27, todo puesto en servicio al tejido de un vasto entramado operático, que jalone un enfoque de una actualidad personal y global, de un mundo interno y de unas circunstancias difíciles para el ser humano. Lo anterior se traduce en poemas certeros y exactos como el siguiente: “Todo lo demás se hunde acribillado/ con la mordaza cruel de la verdad torcida.// Todo lo demás arruina el escenario/ mientras la paz desciende hipócrita, feroz.”, circunstancias difíciles, heridas profundas en la biografía nacional, como el poema “Pretérito presente”, que tiene como epígrafe el año fatal de la historia de Chile, 1973, “Colgados, electrizados,/ ¿muertos?/ con toda la alegría del ayer// Colgados,/ amordazados siempre/ gritando por el hoy:/ no por mañana”.
Andrés Morales no dejará de escribir ni de trabajar por la poesía castellana, no dejará de hacerlo porque es en la palabra donde salda una deuda interminable con el mundo en zozobra permanente, en locura incurable y donde, de vez en cuando, las circunstancias obligan al poeta a utilizar ritmo y lenguaje para nombrar y significar el día a día. Por ejemplo, en esta pasada, Morales rinde homenaje a sus compañeros de ruta poética que ya no están, como Stella Díaz Varín, Eliana Navarro y el aún recordado Gonzalo Millán. Los muertos de ayer y de hoy. Y todo mediante el lenguaje, el decir, las palabras. El poema “Lenguaje” (con el que cerraremos este comentario) ilustra con elocuencia este malestar permanente de Morales, este motor de su obra, de su vida: “Tanta confusión en las palabras,/ tanta Torre de Babel y tanto grito/ perdido, en medio de la plaza/ o a oscuras en la casa a medianoche.// Tantas cosas que se dicen desdiciendo/ repetidas, infinitamente, siempre/ o nunca, para entonces, ad aeternum,/ vacío de la voz y la grafía.// No me sirve este lenguaje mutilado:// Sólo el gesto, la tibieza, algún abrazo”.


Andrés Morales
“Los cantos de la Sibila”

Ed. Universitaria, Santiago, 2009, 111 págs.

*Publicado originalmente en El Periodista N° 174, 3 de julio de 2009

viernes, 19 de junio de 2009

El sexo y la academia

Muy lueguito soplará 80 velitas en su torta cumpleañera el escritor, teórico literario e influyente pensador mundial George Steiner (París, 1929). 80 años en cuya mayoría este paladín de la literatura comparada, ha logrado, con una maña procelosa y distintiva, lo que las grandes mentes de este mundo suelen hacer: dejar a la vista la nervadura, el tinglado del mundo y sus fenómenos. A los 80 se supone que se hacen los balances en los cuarteles de invierno, se vuelve la mirada atrás con la satisfacción del deber cumplido, con la autocomplacencia de la superación de altos y bajos, y con la mirada paternal de quien ha vivido demasiados años en este mundo.
Por el contrario, Steiner ataca con “Los libros que nunca he escrito”, obra que ya levantó algo de polvo en Europa y que trae a Chile la editorial Fondo de Cultura Económica, pero que es producto de una astuta estrategia editorial de la proverbial casa mexicana, la del joint venture con sellos de otras latitudes, pero con menor rango de acción, como es el caso presente con la refinada y privativa editorial española Siruela, archifamosa por sus libros de tapa ultra dura, su papel sedoso como una caricia y autores que solamente leen en el mundo un puñado de personas de rancio abolengo lector. El mismo FCE acercó al grueso del público latinoamericano el excelente ensayo “Los años de esplendor”, sobre la vida de James Joyce en la ciudad italiana de Trieste. Libros que en España son obra de microeditoriales, pero que con el patrocinio megafonero del FCE pueden alcanzar la difusión que tienen las grandes multinacionales del libro.
Volviendo a Steiner, la boutade que el autor propone –las supuestas ansias por lo no escrito, por lo pendiente-, no gravita mucho con lo que nos encontramos en las páginas interiores. Esto es una escritura que se sostiene en sí misma, y logra balancear en un solo malabar la densidad del ensayo propio del erudito pensador de hoy, que trata temas como la envidia y la masturbación echando mano a un enciclopédico bagaje de lecturas, pero a su vez con las necesarias dosis de originalidad y punción, como para convertir en este libro en un volumen que con apenas un pequeñísimo desbalance o con un gramo menos en los kilos del apellido del autor, no habría alcanzado los altos vuelos que “Los libros que nunca he escrito” alcanza.
El presente volumen se divide en siete ensayos, piezas que, según quiere plantear Steiner, es cada una un abstract, un protolibro no desarrollado. Estos ensayos son la sinopsis y el resumen de lo que ha preocupado y movido la labor de este intelectual durante toda su obra, la creación artística, lo judío, la enseñanza, los animales, el lenguaje, el sexo, a lo que se suma la envidia artística (personificada en el estudio del escritor italiano contemporáneo a Dante, Cecco d’Ascoli), ensayos en los cuales Steiner no deja sobarse el lomo a sí mismo, algo innecesario, dado su currículum que bien podría tener la longitud de uno de los ensayos del libro.
Pero hay un condimento selecto, clave para poder bucear en este libro y no morir de tedio en la intentona: la pasión. Steiner, un judío de familia vienesa, que arrancó del horror nazi en 1940 para instalarse en Nueva York, con estudios en Harvard y Oxford, fue siempre un ebrio de la enseñanza, febril estado que sabe transmitir con el entusiasmo de los humanistas que lo saben todo, pero también saben transferirlo con exaltación. Aplausos aparte, no cometeremos acá el error de señalar que este libro es para el lector común y corriente por el hecho de que uno de los sellos que edita el nombre tiene alcance continental. Nada más errado. Una prosa como la que acá propone Steiner lo confirma. La vehemencia y el humor son un gancho –y aunque el autor luzca cierta sorna ante el deconstructivismo y el postestructaralismo-, pero para seguir el camino que el autor ha regado de migas, hay que estar atento y preparado para el encontronazo con alguien que no deja ni dejará ser un académico de tomo y lomo, y que habla en académico. Acá no se democratiza nada.
Otra gran cualidad de este libro, Steiner no nos dora la píldora con el 11 de septiembre del 2001, un tema que ya exaspera por su sola mención dada la atosigante y majadera explotación del suceso que surgió tras la caída de las Torres Gemelas. Steiner menciona una sola vez el apocalíptico evento, para volver a centrar sus esfuerzos denodados y felices en la labor que lo ha convertido en un pensador famoso y hasta querido en el mundo: el enseñar a leer. Hay terreno, igualmente, para apuntar con el dedo a un intelectual que elude una responsabilidad política (de hecho acá fustiga la política partidista), pues Steiner ante el dilema elige, como ha sido su costumbre, correr un tupido velo. Steiner catequiza al lector en “Gramáticas de la creación”, “Después de Babel” y “La muerte de la tragedia” y lo hace en este puñado de libros por desarrollar; lo hace sin ningún tipo de ambages, con franca erudición y polisemia sin pretensión, y, por sobre todo, con un humor impar y a ratos sorprendente. Tómese como ejemplo la primera parte del ensayo “Los idiomas de Eros” (el nombre del escándalo): “¿Cómo es la vida sexual de un sordomudo? ¿Con qué incitaciones y cadencias se masturba? ¿Cómo experimenta el sordomudo la libido y la consumación?”. Aunque Steiner trata de delinear una suerte de autobiografía sexual (de hecho “habla y ha hecho el amor en cuatro idiomas”), logra plantearnos razonables dudas sobre la diferencia de hacer el amor “en alemán” y “en francés”, aunque una lectura acabada del ensayo nos pinta a un Steiner que como semental es un gran y honroso políglota. Empezar a enumerar conquistas sexuales es una receta perfecta para ganar pase directo al desprecio público por fanfarronería. Steiner se salva jabonado en todo caso. Habrá que perdonarle esas y otras lindezas a George Steiner, pues harto ha hecho en su carrera, incluso cuando se le frunce, en su particular minuto de confianza, escribir sobre lo que no ha escrito.


George Steiner
“Los libros que nunca he escrito”
Ed. FCE / Siruela, México, 2008, 237 págs.


*Publicado originalmente en El Periodista N° 173, 19 de junio de 2009