viernes, 31 de julio de 2009

Poeta traicionado

En nuestros anaqueles ha aparecido recientemente el libro “Caminando sobre el tejado” (LOM, 2009), obra del poeta, novelista, ensayista, actor, editor y director de cine ruso Yevgeny Yevtushenko (Siberia, 1933), una de las voces relevantes de la poesía mundial, hoy por hoy. Su nombre y pluma empezaron a tomar vuelo en la década de los 60, cuando, verso en ristre, arremetió contra un estalinismo brutal, aún presente a pesar de la muerte del dictador soviético. En 1965, en conjunto con otros colegas -como la “zarina” de la poesía rusa contemporánea, Anna Ajmátova, quien antes había ninguneado la obra de Yevtushenko-, firmaron una carta de protesta, repudiando el juicio adverso que el poeta Joseph Brodsky (quien también lo acusó de doble estándar años después) recibiera de parte de las autoridades soviéticas. En 1968 también se opuso al Pacto de Varsovia. También ese año, los estudiantes de la celebérrima universidad inglesa de Oxford nominaron a Yevtushenko (junto con autores de la talla de Jorge Luis Borges) para ocupar la cátedra de poesía, pero una férrea oposición de la derecha conservadora organizó una campaña en contra del poeta, acusándolo de ser “sirviente del régimen (soviético)” y de haber sido soplón de los literatos Andrey Sinyavsky y Yuli Daniel. Finalmente, Yevtushenko perdió la elección.
En Chile, Yevtushenko tiene su historia. Invitado por Pablo Neruda, el vate ruso recitó sus poemas y fue paseado por buena parte de nuestra faja de tierra, cortesía del autor de Canto General. Sin ir más lejos, Neruda y Yevtushenko luchan palmo a palmo la medallita del “poeta del amor”. Luego, en 1971, Nicanor Parra incluyó poemas de Yevtushenko en la señera antología de poesía rusa que el antipoeta confeccionó. Después, en 2006, el entonces presidente Ricardo Lagos condecoró a Yevtushenko con la Medalla Bernardo O’Higgins. A fines de los 80 Yevtushenko inició una carrera política como diputado del Soviet Supremo, en 1991 se mudó a Oklahoma, Estados Unidos, donde reside actualmente, y hace poco estuvo en nuestro país para presentar “Caminando sobre el tejado”, un volumen pequeño, que es la edición en castellano de un libro que hace unos años fue publicado en inglés y ruso.
Con todos estos sabrosos antecedentes sobre la mesa, podría pensarse que el poemario será un plato fuerte, un potente atracón de versos e imágenes de alguien cuya valentía proverbial frente a regímenes tan absolutos y oscuros como el de Stalin es algo voceado en todo el orbe. Pero no.
Este libro es una muestra palmaria del daño tremendo e insalvable que una traducción mediocre puede hacerle a la poesía. De esto es posible darse cuenta recién en la página 25, luego de sendos prólogos sobre el autor, una nota biográfica del autor (que no se entiende por qué va después de la semblanza que hace José Miguel Varas), nota biográfica del traductor, escrito de Javier Campos sobre la experiencia de traducir los poemas del autor ruso, para culminar con una nota a la presente edición. Entendemos que tal cantidad de material previo se incluyó para que el libro no cayera en la categoría de opúsculo.
Para ya entrar en materia, los poemas de “Caminando sobre el tejado” se presentan, en su gran mayoría, como textos sosos y laxos, desprovistos de cualquier noción de musicalidad o siquiera ritmo, enfermos de un encabalgamiento forzado (no hay métrica, ni menos rima), de un quiebre a regañadientes de algo que es más bien mera prosa. Javier Campos en su lata exposición señala que “ojalá la traducción haya captado el corazón de los originales de Yevtushenko”, algo que ni siquiera el propio traductor sabe, pues no domina el ruso, y que, tras la lectura de este libro y en contraste con una biografía (la de Yevtushenko) pletórica de actos donde el corazón es el guía, no queda más que señalar que Campos fracasó en su cometido, al entregar una traducción con versos planos, con un escasísimo vuelo, con unas palabras carentes de brillo y sentido, atolondrada y explicativa en exceso, reflejando un precario aprovechamiento del idioma, lo que es particularmente grave en este caso, el de un poeta que desea transmitir sus sensaciones en medio de un régimen tan terrorífico como el de Stalin. Algunos ejemplos “La pintoresca sombra de mis pestañas/ que llevaba con aire despreocupado/ era eclipsada por mi curiosa nariz de Pinocho/ y llena de mocos”; “Los hombres no se entregan a las mujeres/ Las beben compulsivamente como si ellas fuesen vodka./ Y a veces, convirtiéndolas en basura, las golpean como a sus peores enemigos”; “¿Cuándo vendrá este Alguien a Rusia? ¡Hombre o mujer!/ Cuando… cuando todos seamos humanos (…) ¿Cuándo llegará al mundo,/ una nueva humanidad/ y cuándo será posible que nosotros no nos engañemos/ a nosotros mismos”.
En el mismo escrito explicativo de Campos, se señala que Yevtushenko le solicitó que tradujera estos poemas, y que trabajó codo a codo con el traductor, dando –se entiende- su bendición al trabajo. Es ejercicio habitual que los traductores utilicen como salvoconducto el visado del autor traducido (cuando está vivo), pero dado éste, y otros casos de traducciones fallidas a lo largo de la historia de la poesía, es más bien irrelevante, pues también es sabido que los autores no son siempre los mejores jueces de sus propias obras, más aún cuando estas no están en su lengua materna.
Ninguna de estas credenciales salva el trabajo de Campos –y por ende, el libro-, quien al sólo traspasar del inglés al castellano estos versos, encarna la socorrida imagen del traduttore-traditore, aquel traductor que no ha dado el ancho y que termina haciéndole un autogol a la obra original. ¿O en realidad Yevtushenko es acá un poeta medio asiuticado o panfletario? Una edición bilingüe podría solucionar el entuerto, mas este libro no servirá para esclarecer estos cuestionamientos.


Yevgeny Yevtushenko
“Caminando sobre el tejado”
LOM, 2009, Santiago, 69 págs.

*Publicado originalmente en El Periodista N° 175, 31 de julio de 2009

lunes, 20 de julio de 2009

Empoderando la poesía

Se dice que nuestros jóvenes poetas son buenos lectores, que nuestras nuevas camadas miran hacia atrás sin ninguna vergüenza, que nuestras novicias generaciones van al rescate de las precedentes, que las releen y las reescriben. Todo esto, y mucho más, es completamente cierto en lo que se refiere al trabajo que hacen nuestros poetas más noveles. Lo que también es certero y comprobable es que nuestros poetas beben de fuentes primarias como Enrique Lihn y Nicanor Parra, trabajan reeditando a próceres olvidados como Rosamel del Valle o Gustavo Ossorio, y también ponen mucho ojo a lo que se escribe –y escribió- en Estados Unidos. Casos sobran. Un ejemplo ilustrísimo, -y digno de publicitar hasta en las puertas de los baños públicos, de ser posible-, es la importantísima traducción que Rodrigo Olavarría hizo de “Aullido”, el gran poema de Allen Ginsberg, que más encima publicó Anagrama, dándole difusión hispanoamericana a la labor de Olavarría. Y antes, reductos como la revista Plagio y la Escuela de Literatura Creativa de la UDP han sido tribuna y semillero, respectivamente, de jóvenes traductores de poetas norteamericanos.
Así las cosas, la publicación del libro “Una poética activa. Poesía estadounidense del siglo XX” (Ediciones UDP, 2009), obra del curador y crítico de arte británico, nacionalizado español, Kevin Power (1944), es oportuna y útil. Siempre es oportuna y útil la publicación de ensayos de calidad, puesto que hay una buena masa de poetas que están creando y pensando sus propias poéticas, tomando en cuenta la estética, formas y estilos que Estados Unidos ha tenido a bien (y muy bien) desperdigar por el mundo.
Un tema recurrente en trabajos de revisión del quehacer artístico es la selección de autores. Este ítem es habitualmente el callejón sin salida al hablar de libros como este de Kevin Power (editado primeramente en los años 70, y cuya actual publicación es una tercera versión), o bien de variadas antologías de poesía chilena que se han publicado en los últimos años. Que faltó este, que sobra este otro, ¿y qué pasó con Fulano? ¿Mengano está y no Perengano? En este caso, tales preguntas son casi irrelevantes. Sin decir tampoco que la selección de Power sea perfecta, sí es acorde al prólogo que el autor incluye, en que nos deja claro que los autores seleccionados muestran en sus obras, en su pensamiento y en su trabajo, un activismo movilizador, sobre todo en empujar más allá las fronteras del lenguaje. Habla el mismo Power: “una poética quiere decir una actitud ante la vida desprovista de autoconmiseración por una cultura burguesa (…) No es una poesía que emerge pasivamente en un paisaje ya cargado de descripción, sino una poesía que ya conoce su camino (…) A estos poetas les atañe no sólo la experiencia humana, sino el acto de vivir”. Para Power, la emoción y la intensidad de la experiencia son la gran referencia, y modelan el poema y la poética.
No es un tema de activismo político, de lo contrario se habría incluido a autores como Robert Lowell, por ejemplo. No es tampoco un tema político-ideológico, por esto mismo la presencia de Pound no es para nada polémica –ni siquiera es discutible-, puesto que hoy es de consenso mundial que el autor de “Con usura” es urbi et orbi reconocido por su aporte mayúsculo a la configuración de la poesía en lengua inglesa del siglo XX, antes que otra cosa. Es posible que, a partir del hecho incuestionable que Estados Unidos instaló nombres poéticos tremendos durante el siglo XX (Edgar Lee Masters, Carl Sandburg, T.S. Eliot, Wallace Stevens, Hart Crane, Langston Hughes, Rita Dove, et. al.), se “eche de menos” a uno u otro autor; caer en este ejercicio es perder el tiempo. En este sentido, bien sabios fueron Power o sus editores (quien corresponda) de no utilizar artículo definido en el subtítulo, pues si se agrega un “la” delante de “poesía norteamericana del siglo XX”, otro gallo habría cacareado. La ausencia de dos letras indica que Power no tiene pretensiones enciclopédicas, canónicas ni totalizantes en su trabajo.
Power, -ex subdirector del Museo Reina Sofía- aporta quince ensayos donde estudia con meticulosidad y cariño a autor y obra. No es menor el hecho de que Power haya conocido a muchos de estos autores personalmente, y mucho menos el que se note en su escritura un claro afán de estudiar una obra con entusiasmo, pero a la vez con rigor, pero no un rigor hostil con el lector de a pie, sino amable –clave en la ensayística existosa-, aderezado con los siempre bienvenidos fragmentos poéticos. No le escapa a contubernios como el consumo de drogas del beat Ginsberg, y lo equipara al empleo que hace Gary Snyder del budismo zen.
En definitiva, la aparición de este libro es feliz por la calidad de su contenido (hoy, a más de 30 años de su primera publicación es material de consulta insoslayable), el tema que trata, por el que ensayos de este calibre se haya reeditado en Chile (con la ampliación del corpus con las inclusiones de W.S. Merwin y John Ashbery), entre otras cosas. Un acierto por los cuatro costados.


Kevin Power
“Una poética activa. Poesía estadounidense del siglo XX”
Ediciones UDP, Santiago, 2009, 374 págs.

*Publicado originalmente en Revista Grifo N°15, julio de 2009

martes, 14 de julio de 2009

Memorias de un soldado

Por regla general, recordado lector, todo lo que hace un Premio Nobel de Literatura es noticia, o al menos digno de ser revisado en algún articulillo o columna (parecida a esta que está leyendo), y en el caso del escritor alemán Günter Grass, coronado nobelesco en 1999 esa regla se mantiene. “Pelando la cebolla” (Punto de lectura, 2008) es una de las últimas novedades editoriales que ha llegado a nuestro país, mediante el sello Punto de lectura, la editorial de bolsillo del Grupo Santillana.
El libro (que cubre 20 años de la vida de Grass, entre 1939 y 1959), en una movida predecible, ya sacó más de alguna roncha, ya hizo correr la indignación, rasgar vestiduras y poner gritos en cielos alemanes, por el simple hecho de que en este volumen el autor de “El tambor de hojalata” (de cuyo proceso de incubación trata este libro) se revela como miembro de las nefastas SS, lo que, en todo caso, fue un secreto a voces, enarbolado durante décadas por los rivales de Günter Grass. Material suficiente para el escándalo global, y asimismo para las ventas. Es que tras leer “Pelando la cebolla”, y considerar la forma y momento en que se presenta la gran bombita del volumen, no se puede dejar de pensar en que esta revelación llega de forma sospechosamente retrasada. En Alemania se alegó, se vociferó que Grass, dadas estas yayitas en su hoja de servicio, debería haber rechazado el Nobel. Pelos de la cola a estas alturas.
La revelación de la filiación de Grass a las SS se instala con bombos y platillos, en medio de una biografía más bien tibia, y donde la capacidad nemotécnica de Grass curiosamente no es tan clara y diáfana como en su “período oscuro”. Curioso, la memoria de Grass tiene como un switch de encendido y apagado en este libro. Más curioso todavía, cuando Grass obtuvo el Nobel por sus “traviesas fabulas negras, que revelan la cara oculta de la historia”. El propio Grass lo reconoce hacia el final: “debo admitir que tengo un problema con el tiempo, muchas cosas que tienen un comienzo y un fin precisos, no las registré hasta que pasó mucho tiempo desde que ocurrieron”. Trate de notar eso, querido lector.
Y claro, es bastante más decidor, harto más atrapador haber formado parte del escuadrón militar más terrorífico del que tenga memoria la historiografía moderna, que las no muy sabrosas listas de libros, las repetidas referencias a la cebolla como materialización de una memoria con un poco de Alzheimer, y las demasiadas preguntas retóricas. Hay que decirlo, el nazismo tira más que una yunta de bueyes. Y si el nazismo es el ingrediente principal de la purga, del exorcismo biográfico de un escritor ganador del Nobel, tantísimo más.
Pero también uno se pregunta si es que en realidad este ejercicio libresco de Grass, antes que “pelar la cebolla” no será pasarle una “manito de gato” o derechamente “correr un tupido velo” a su tan bullada membresía en las SS. El libro es bastante grueso, y aunque el Tercer Reich haya pretendido quedarse mil años en el poder, llenar más de 400 páginas requiere más que eso. A su vez, centrarse en la llamada “vergüenza de los sobrevivientes” es leer mal el libro. Encararlo desde los dimes y diretes también. Pedirle a Grass que devuelva su medallita, peor, pues sólo por “El tambor de hojalata” el autor ganó con merecimientos fama mundial y respeto total como escritor. Quizás sea mejor que usted, amigo lector, juzgue usted mismo, tras leer el libro. A ver qué tanta alharaca.


Günter Grass
“Pelando la cebolla”

Ed. Punto de lectura, Madrid, 528 págs.

*Publicado originalmente en 60 Watts N°4, julio de 2009

viernes, 3 de julio de 2009

La regularidad del poeta

Hace algunos meses, el poeta nacional Andrés Morales (Santiago, 1962) hizo noticia en medio de ese polémico episodio que fue el viaje de la Presidenta Michelle Bachelet a Cuba. En la ocasión, la Casa de las Américas solicitó –en el marco de la Feria del Libro en la que Chile fue el país homenajeado- al presidente de la Sociedad de Escritores de Chile (SECH), Reynaldo Lacámara, la confección de una antología de poesía chilena. Lacámara, a su vez, encomendó la labor a Morales, ganador del Premio Pablo Neruda de poesía en 2001, señero académico y miembro de la Academia Chilena de la Lengua, con solamente tres meses de plazo para completar la titánica labor. Andrés Morales cumplió, pero cuando se aprestaba a viajar a la isla, fue bajado del avión, a punta de metralleta, afirmándose que Morales no estaba en condiciones de viajar, debido a que, según versión del propio poeta, llevaba algunos kilos de sobrepeso de equipaje, que serían libros. El poeta tuvo que quedarse en Chile, mientras que en Cuba su trabajo era leído in absentia del autor, que, por supuesto, se quedó sin recibir los merecidos créditos por su labor, créditos que sí se llevó el presidente de la SECH, Reynaldo Lacámara, relegando a Morales a un triste y poco honroso segundo plano. Cundió la indignación en el medio poético local (tanto por el trato dado a Morales en el aeropuerto, así como por el que Lacámara se llevara en Cuba laureles que no le correspondían enteramente), se escribieron inmediatos espaldarazos a Morales, se prometieron investigaciones que llegarían hasta las últimas consecuencias, pero del hecho, mucho más no se supo.
Hoy Andrés Morales (a quien, muy probablemente, jamás se le ha visto sin estar ataviado con impecables traje y corbata) ha dejado bien atrás esos amargos tragos, y vuelve a estar en la palestra –con mucho menos ruido, por cierto- por la publicación de su decimoséptimo poemario, “Los cantos de la Sibilia” (Universitaria, 2009), libro que, previo al bochornoso impasse cubano, obtuvo en 2007 el Primer Premio en el concurso “La porte des poètes” en París. El hecho de que Andrés Morales publique un libro de poesía ya no es, a estas alturas, ninguna novedad. Esto no porque la aparición de una nueva obra de este poeta no sea algo de suyo destacable, sino porque lo hace con una regularidad de relojería suiza, que no deja espacio a otra reflexión más que su trabajo escritural ha sido tremendamente metódico y comedido, y que ha sabido mantener un encomiable compás a lo largo de casi tres décadas.
Andrés Morales es un autor apegado a las formas clásicas de la poesía, tanto en forma, así como en cuanto a temática, en buena medida. Morales construye y reconstruye los ritmos que siempre ha utilizado en sus libros pasados, el poeta no reinicia, sino que continúa un trabajo que pareciera no haberse interrumpido en décadas, y al que parece que le quedan decenios más por delante; todo ello echando mano a épocas de esplendor en la historia de la humanidad y el arte. La antigüedad clásica, la obra de Mozart, la Generación del 27, todo puesto en servicio al tejido de un vasto entramado operático, que jalone un enfoque de una actualidad personal y global, de un mundo interno y de unas circunstancias difíciles para el ser humano. Lo anterior se traduce en poemas certeros y exactos como el siguiente: “Todo lo demás se hunde acribillado/ con la mordaza cruel de la verdad torcida.// Todo lo demás arruina el escenario/ mientras la paz desciende hipócrita, feroz.”, circunstancias difíciles, heridas profundas en la biografía nacional, como el poema “Pretérito presente”, que tiene como epígrafe el año fatal de la historia de Chile, 1973, “Colgados, electrizados,/ ¿muertos?/ con toda la alegría del ayer// Colgados,/ amordazados siempre/ gritando por el hoy:/ no por mañana”.
Andrés Morales no dejará de escribir ni de trabajar por la poesía castellana, no dejará de hacerlo porque es en la palabra donde salda una deuda interminable con el mundo en zozobra permanente, en locura incurable y donde, de vez en cuando, las circunstancias obligan al poeta a utilizar ritmo y lenguaje para nombrar y significar el día a día. Por ejemplo, en esta pasada, Morales rinde homenaje a sus compañeros de ruta poética que ya no están, como Stella Díaz Varín, Eliana Navarro y el aún recordado Gonzalo Millán. Los muertos de ayer y de hoy. Y todo mediante el lenguaje, el decir, las palabras. El poema “Lenguaje” (con el que cerraremos este comentario) ilustra con elocuencia este malestar permanente de Morales, este motor de su obra, de su vida: “Tanta confusión en las palabras,/ tanta Torre de Babel y tanto grito/ perdido, en medio de la plaza/ o a oscuras en la casa a medianoche.// Tantas cosas que se dicen desdiciendo/ repetidas, infinitamente, siempre/ o nunca, para entonces, ad aeternum,/ vacío de la voz y la grafía.// No me sirve este lenguaje mutilado:// Sólo el gesto, la tibieza, algún abrazo”.


Andrés Morales
“Los cantos de la Sibila”

Ed. Universitaria, Santiago, 2009, 111 págs.

*Publicado originalmente en El Periodista N° 174, 3 de julio de 2009