martes, 27 de agosto de 2013

La violencia



El desastre que expone Diamela Eltit (Santiago, 1949) en su último libro Fuerzas especiales (Seix Barral, 2013) no está en Nueva York, Barcelona, Rosario o en algún rincón extravagante del orbe, sino que está acá, en el Chile urgente de todos los días, pero no de todos los ciudadanos. Un Chile sitiado por los cuatro costados, sin distinguir lo físico de lo mental. Los personajes de esta novela están recluidos en una población, que es planteado como el territorio donde la acción transcurre. El libro mantiene la tónica que Eltit ha mostrado en libros anteriores como Mano de obra, sobre todo en lo que podemos percibir de la boca de los personajes, de su lenguaje. Son personajes que no tienen escapatoria, viven en una opresión permanente que los ha invadido a tal punto que lo único que conservan es el anhelo –lejano- de salir de los blocs, de salvarse, de alejarse de ese lugar donde “tiras y pacos” subyugan sin contrapeso a punta de miedo a quienes viven en el lugar, “Tenemos más vida todavía porque los carros policiales no se detuvieron hoy en el frente de nuestro bloque”.
            La principal herramienta de trabajo de Diamela Eltit es el lenguaje. Esto puede parecer una perogrullada, pero en el caso de la autora de Lumpérica es un pilar mayor que sostiene este libro, puesto que es mediante el lenguaje (culto y popular) usado con habilidad como Eltit construye el día a día infernal y perturbado de estos personajes, contado a través un permanente monólogo emitido por una voz femenina.
            De este libro ya se ha señalado que es contingente. Claro, no es desacertado aseverarlo cuando la autora aprovecha efemérides para intervenir con una nueva entrega (como pasó con el Bicentenario e Impuesto a la carne), y en los últimos tres años el gobierno de Sebastián Piñera ha instalado un estado policial, convirtiendo a zorrillos, guanacos y policías con armadura en parte del paisaje nacional. Con todo, esta propuesta es una parte más de un proyecto en desarrollo de Diamela Eltit, donde se distinguen vasos comunicantes tales como la violencia, la avasallamiento, la imposibilidad de optimismo, la crueldad, el desamparo, la alienación, y el cuerpo como receptor y difusor del terror.
            Como ya es costumbre (antes fue rupturismo) de la autora en cada nueva publicación, lo que Fuerzas especiales constituye es una representación directa, quizás menos alegórica que en otras obras, de un nuevo rincón rancio de la infinita y omnipotente miseria chilena (antes fueron un supermercado y un hospital público), y cómo un grupo de compatriotas la padece, en alma, mente y cuerpo.


Diamela Eltit

“Fuerzas especiales”

Seix Barral, Santiago, 2013, 165 págs.

jueves, 15 de agosto de 2013

Ciudades perdidas



“Iluminar antes que explicar”, una máxima de Lytton Strachey que tiene siempre entre ceja y ceja Roberto Merino (1961), y que es el carácter del libro Todo Santiago, que desde hace unos meses se puede encontrar en las librerías. Un compendio de las crónicas citadinas que Merino ha pergeñado desde hace casi dos décadas en libros y en diarios como Las Últimas Noticias, con su estilo único, que rezuma un donaire poco común en los escritores actuales. Merino es elegante a la hora de escribir. No se puede esperar otra cosa de un escritor que ha estado tan empapado de la obra de Joaquín Edwards Bello, pues siempre es bueno señalar que Merino realizó una contribución colosal al conocimiento y preservación de la obra del autor de La chica del Crillón tras recopilar sus crónicas en una colección enorme y deleitosa de libros publicados por la editorial de la Universidad Diego Portales. Y por si eso no fuera suficiente, la editorial argentina Mansalva reeditó en 2012 En busca del loro atrofiado, un libro escaso, de culto y oculto.

La lectura de Todo Santiago (Hueders, 2012) deja unas cuantas cosas. La primera de ellas es el goce de revisar los intuitivos trabajos de observación del autor en la ciudad. Esto permite no solamente conocer opiniones urbanas, estar al tanto de algún rincón ignoto, solazarnos con alguna anécdota atachada a una vieja casona, un palacete, una calle, un parque o una fuente de agua, sino que se accede a la historia paralela que Merino dibuja de la ciudad. El conjunto de registros que ha entregado en prensa o en libros como Horas perdidas en las calles de Santiago (1996), funciona así, como la bitácora de una capital cuyo ritmo desbocado de cambio parece no bajar. Los créditos de esa narración bien hilada corresponden, desde luego, a la estructura del volumen, cuyo certero armado estuvo a cargo de Andrés Braithwaite, editor de paladar desarrollado y de un ojo enfocado como pocos en el mundo de la edición en Chile y que en su momento exhortó a Merino para que empezara a escribir sobre la ciudad.

De este modo, también es curioso cómo el libro de Merino ha sido también atrapado por tiempo, es decir, cómo las impresiones incluidas en este libro (una colección de estampas mínimas, de aguafuertes a lo Arlt, convenientemente fechadas), han quedado trastocadas en cuestión de menos de un par de décadas. Así, el autor termina describiendo en más de una ocasión una ciudad que ya no existe. La voracidad de las empresas constructoras, los acontecimientos políticos, los desastres naturales, las planificaciones urbanas, la fiebre desbocada de las autopistas concesionadas, la angurria de los malls y rascacielos y los efectos que ha tatuado en la población esa molotov política llamada Transantiago, han borrado las huellas de algunos hitos que Roberto Merino analiza. Pero lejos de dar una imagen caduca –o “en sepia”, como dirían los siúticos- de la urbe, Todo Santiago es un libro que acredita que esta metrópoli se mueve a un ritmo al que es difícil llevarle el paso, y que avanza a una velocidad que penosamente los ciudadanos de a pie pueden atisbar, mucho menos contrarrestar.

Santiago (o “Santiasco” como es apodada por aquellos provincianos y capitalinos que profesan una aversión bastante necia a la capital) cambia y quienes lo habitamos poco pito tenemos que tocar al respecto. Eso es así hoy y, desde luego, en medio de los años 90, período que mayormente aborda este libro de lectura adictiva y que abre la puerta a infinitas reflexiones, sobre una urbe que, por momentos, es presa de los adelantos. Un  ejemplo de esa lucha infructuosa son esos bochincheros grupos de resistencia que surgen para impedir la construcción de alguna obra mayor. Están llenos de color y entusiasmo con sus pitos, sus tiernas consignas pintadas con plumón, sus exaltados gritos de protesta en clave de kermesse. Pasó así con la Plaza Las Lilas o el túnel que perforó el San Cristóbal, testimonio con una enorme boca negra de la derrota de los vecinos del barrio Pedro de Valdivia Norte. Batallaron hasta el último pitido, pero sucumbieron ante el monstruo de túneles y autopistas que, además de entregar soluciones de movilización a una ciudad que no aguanta un auto más, provee esa falsa sensación de progreso que tal vez alivia a algunos, y de seguro engrosa las cuentas corrientes de otros, unos pocos.

“La ciudad es un escenario de naturaleza inestable. Enclave de variadas ausencias que en algún momento se hacen presentes con la asiduidad de cualquier viento local, donde las fronteras entre lo que se retiene y olvida aparecen borrosas, como a ciertas horas del día y la noche” apunta Roberto Merino, impresiones destiladas de caminar las mismas calles durante años, sin la amargura o los lamentos sordos de aquellos que periódicamente se lamentan por una ciudad que se estaría perdiendo. Disfrute transeúnte y puntillosa investigación son una mezcla armónica que abunda en este libro, que se reimprime en un momento en que ya no existe la Avenida 11 de septiembre, el expendio de completos conocido como Dominó se multiplicó como franquicia, la esquina de Apoquindo con Alcántara se ha vuelto sombría por las moles de acero, cemento y vidrio que ahí surgieron, los mimos escasean –para alivio de muchos- en las calles santiaguinas, la breve calle Irene Morales ha cambiado en más de una ocasión su giro, buscando siempre erradicar el que sea un oasis del delito, Matucana se ha diversificado, los locales de bobinas y motores de arranque conviven ahora con recintos venerables como Matucana 100 y la Biblioteca de Santiago, el Museo Nacional de Historia Natural ya no es polvoriento y lúgubre y hoy es el primero de Chile, el río Mapocho ahora corre en muchos lugares sobre un cauce de adoquines y cemento que sueña con ser ciclovía, pero que es una morada pesadillesca de familias indigentes, la calle Matías Cousiño es un estacionamiento de motos, la Plaza de Armas era un centro urbano incaico, ya no está el Rincón de los Canallas en San Diego, ni la sede de Unión Española en Carmen, la Avenida Irárrazaval ha dejado de ser “entretenida y múltiple” para sucumbir al tedio monótono de las compraventas de autos que hoy la copan, la Plaza Egaña está cerca de morir con el mall que se instalará frente a ella, la calle Girardi está opacada en el hoy ondero barrio Italia, el Hipódromo Chile dejó de ser un edificio triste –inversión mediante-, y el industrioso –pero irresoluto- Joaquín Lavín clausuró los prostíbulos de San Camilo.

Cambios vienen y seguirán llegando, pero la gran cualidad del libro de Roberto Merino es que esta ciudad puede ser arrasada y levantada nuevamente desde las ruinas, y las crónicas que componen el volumen no pierden un centímetro de gentileza, pues son historias bien contadas, con la memoria, la historia (la que es de todos y la personal) y la literatura como piedras angulares. Merino despliega un mapa santiaguino desprovisto de todo turismo, con lo sentimental por toda brújula, sin caer en lamentaciones bizantinas por lo que se fue ni tampoco en esa sospechosa movilización pública de redes sociales para salvar tugurios en peligro que, de la noche a la mañana, se ponen de moda.

viernes, 9 de agosto de 2013

Alegremente confrontacional



Germán Carrasco (Santiago, 1971) es, sin discusión, uno de los poetas chilenos más relevantes de la actualidad. Ya se ha dicho antes, sus libros se cuentan entre la mejor poesía que se ha escrito en Chile en las últimas décadas. Una destreza similar demuestra en el arte de la opinión, así se puede ver en A mano alzada (Cuarto Propio, 2013), un compendio de textos que el autor ha publicado principalmente en el semanario The Clinic, así como prólogos de libros.
Sin fechas, introducciones, prefacios ni ninguna seña que permita situar estos escritos salvo el propio contenido, el conjunto se erige como un despliegue soberbio de nervio y lucidez, un tono único, una rabia respirada, bien trabajada. Como en sus poemas, el estilo de Carrasco sobresale por su acabada definición, y la incontrastable fuerza de su mano suelta.  
En un país conservador e insólito como Chile, donde el disenso es pecado mortal, es tremendamente sana la existencia de Germán Carrasco, o al menos de esta dimensión opinológica. Es sana su desobediencia, desde la que emergerá lo nuevo. Es sano también que su escritura tenga como punto de fuga lo que maneja al dedillo, la poesía, a diferencia del columnista chanta de ocasión web, que mete cuchara en cualquier cosa y, peor, cree hacerlo espectacular. Como poeta, Carrasco tiene todos los sentidos afinados y logra trasladar eso a estas páginas, que hablan del silencio, de cine, de los grafitis en los baños, su paternidad lejana y otros temas de hoy. Entre otras razones, la prosa de Carrasco funciona porque carece de los frenos que dicta la corrección política. No hay miedo ni la cautela ridícula de pisar cáscaras de huevo. Con todo, hay que separar paja de trigo, el autor tiene tics y los repite (el verbo “samplear”, los poetas como karatecas, el desprecio a la métrica), pero de todas formas, el saldo deja sacos llenos de provechoso candeal, que operan como un antídoto ante la complacencia, como una bandera de sospecha, de deslenguada hilaridad, que fluyen con el ritmo y la velocidad que sólo un poeta de excelencia puede brindar a un texto.
Con todo, y sorprendentemente, el libro está plagado de faltas de ortografía (¿Qué pasó ahí, Cuarto Propio?); tal vez la mano alzada fue mucha y provocó tantos fallos, o bien fue una decisión deliberada de dejar los textos desarreglados. A pesar de todo, no opacan casi nada el vigor directo y la potencia de la prosa de Germán Carrasco, un escritor necesario y conspicuo en el mar del columnismo listillo y la opinología light que campea en Chile y hunde el discurso de verdad crítico. Un triunfo, un aporte no a la prosa, a la literatura o a otras instituciones de esa especie, sino un aporte completo, una alternativa a una sociedad para que pueda pensar distinto.


Germán Carrasco

“A mano alzada”

Cuarto Propio, Santiago, 2013, 315 págs.

miércoles, 7 de agosto de 2013

Los pequeños e invisibles hilos que nos conectan



Lo que ha hecho el escritor argentino Patricio Pron (1975) con el cuento no es sólo cultivarlo, sino reivindicarlo como fuente clara y concluyente de la capacidad de un autor. Lo antedicho, de todas formas, no es algo muy novedoso, porque la genialidad y la pasta de un escritor se pueden verificar mediante cualquier expediente, pero en este caso se consigna que el libro La vida interior de las plantas de interior (Mondador, 2013), cuarto conjunto de relatos del escritor, pareciera infundir, por sí solo, bríos nuevos al cuento en lengua castellana, aún cuando no los requiera. Lo que hace Pron es poner nuevos puestos en una mesa en la que parecía que los comensales calificados ya estaban contados.
            El volumen está compuesto de trece cuentos, que totalizan un libro breve, rápido. Antes de que los atarantados de siempre pongan el grito en el cielo tras mal creer que uno acá está diciendo que un libro es bueno porque es corto, la calidad de Pron radica en su talento palmario para crear historias, su capacidad para narrarlas con lucidez. Más que economía de lenguaje, lo que no hay en este libro es desperdicio alguno, dada su sutileza e inteligencia. Pron ni siquiera impone sorprendentes novedades; por ejemplo, hay referencias a su obra dentro de su obra. Así sucede en el cuento “Diez mil hombres”, en el que cita su novela El comienzo de la primavera, tendiendo hilos entre obras. Parece inevitable que en un punto de sus carreras, los escritores optan por sacar de su propia obra la materia prima para los libros por venir. En este caso también lo hace Patricio Pron, y logra hacerlo bien, porque este elemento de autoficción es uno más dentro de una mecánica cuyo engrane principal es la desenvoltura de acontecimientos y circunstancias diarias, y cómo se enfrentan las consecuencias de esos eventos, cuyos alcances son, por definición, insospechados y que fungen como el adhesivo de un vasto mosaico. Al cierre del cuento “La explicación”, el autor parece dar pistas al respecto: “Los vínculos entre los hechos y sus consecuencias son siempre más complejos de lo que parece a simple vista y poseen una lógica íntima e incomprensible, es posible que al presenciar él mismo un accidente el niño haya decidido hacer visibles sus heridas, sin saber que esas heridas siempre son interiores, no importa cuánto haga uno por manifestarlas”.
            Patricio Pron no recurre a elementos de utilería ni a pirotecnias espectaculares para poner de pie sus relatos, por el contrario, se sirve de sus vivencias y convicciones. Pero la clave es que logra hacerlo con la destreza suficiente para dar una dimensión estética a estas historias. Un ejemplo de ello es “Un jodido día perfecto sobre la Tierra”, que se abre con la perplejidad de un jurado de concursos literarios que se encuentra frente a un cerro de originales, una avalancha de mala literatura amateur entre la que hay que bucear buscando no la perla, sino el libro menos malo. Otro tanto ocurre con “Trofeos de amantes que han partido”, donde se explica cómo Internet ha moldeado los odios e hipocresías que moran en  la literatura de hoy.
            A esta altura se podría decir que estos son relatos que van con dedicatoria al mundo literario, porque el grueso del público con dificultad podría identificare con los avatares del jurado de un concurso literario, ni saborear el muy improbable hecho de encontrar una perla en medio de la basura, pero ello no lo desmerece, porque Pron posee el talento suficiente para embarrar al lector del tedio y el fastidio que provoca la revisión de la literatura amateur y el asombro de encontrar un diamante en medio de la pedrería falsa. Asimismo, esta dimensión literaria o literatosa es una entre varias, pues el autor también se afirma en lo azaroso de la existencia. Este último camino ha sido emprendido por no pocos escritores (la película Magnolia puede ser un balazo de partida para esta moda), pero varios han tropezado, generando textos recargados de psicologismo, de extravagante autoayuda pasada de rosca o bien solucionan todo con una lluvia de sapos.
            “El nuevo orden de la última lluvia” y “La cosecha” son cuentos   que inquietan. El primero trata de una ex actriz porno que vaga por Europa mendigando y trabajando en lo que puede, mientras la acuchilla la imagen de su hija ausente. El segundo es la lucha del amor contra la imposibilidad de la muerte. Otro personaje del cine triple equis, enfermo de SIDA emprende viaje a Brasil a buscando un escenario más plácido para su muerte, pero encuentra el amor de su vida. Estos dos relatos, y buena parte de los que componen La vida interior de las plantas de interior, están escritos con una seguridad que se transmuta en placer lector. Seguridad y aplomo antes que cualquier efectismo o truco. Un fraseo preciso, desprovisto de todo alarde.
            Aparte: es costumbre apuntar con el dedo a las editoriales multinacionales por ser responsables de vaciar en la prístina corriente de los libros los relaves tóxicos de la literatura comercial. Pero la nobleza obliga a decir y celebrar que el sello Mondadori, aloja a unos cuantos de los mejores escritores en nuestro idioma, como Patricio Pron, Junot Díaz y César Aira, para nombrar algunos. Acá lo multinacional cobra mucho valor, pues que estas escrituras circulen en todo el continente es, sin discusión, provechoso. Y nuevamente, Pron se alza no sólo como uno de los mejores cuentistas de Iberoamérica, sino como uno de los narradores de mayor singularidad y efectividad en la lengua castellana, con un libro que tiene un título que parece broma, pero que no puede ser más en serio.


Patricio Pron

“La vida interior de las plantas de interior”

Mondadori, Buenos Aires, 2013, 140 págs.