domingo, 13 de febrero de 2005

Wacquez se pasa

La última chupada del mate en cuanto a cultos literarios se llama Mauricio Wacquez. Con esto dejamos descansar un poquito a Roberto Bolaño, que ya ha de estar bastante harto con sus adoradores –los fieles de siempre, como los aparecidos, que nunca faltan, y que solamente después de la victoria son generales-. Tal como el autor de “2666”, Wacquez, profesor de filosofía de profesión, pasó los últimos años de su vida en un pueblito español, yendo exclusivamente de escritor por la vida; otro apostador valiente, qué casualidad.
La revitalización del hasta hace poco desconocido Wacquez está viniendo desde distintos frentes, tanto editoriales universitarias, así como las “establecidas”, se han encargado de reflotar la escritura de este autor, que ha estado cerca de naufragar, y que, afortunadamente para nuestra poco sólida narrativa, se ha salvado de las tinieblas. Dentro de los salvavidas editoriales figura la Editorial Sudamericana, que ha emprendido la loable empresa de publicar dos novelas de este autor (“Epifanía de una sombra” y “Frente a un hombre armado”) y ha hecho lo propio con “Excesos”, volumen de relatos.
Ya nos estamos enterando de rasgos característicos de este colchagüino, traductor de Flaubert y de Kenizé Mourad. Primero su relación con nuestro país desde la distancia, distancia que solamente era en lo geográfico, pues los textos de este libro están datados en lugares peregrinos de la Europa francófona, pero tratan sobre el Chile que Wacquez demostraba nunca haber abandonado del todo. Un desterrado que abandonó en cuerpo, pero siguió residiendo en alma.
Así, estos “Excesos” se configuran mediante una base de recuerdo, pero se alargan y se transforman, al tener precisamente es ingrediente: el exceso, entendido en este libro como los apegos obsesivos de los personajes de los cuentos, del amor incompleto, de la dependencia que roza la enfermedad. Ya sea en el expediente del incesto o en la borrosa sexualidad, esos son los límites que no serán traspasados, por los seres desvalidos que pululan en las páginas inteligentes y algo lóbregas del buen Wacquez. “Su cobardía, su seriedad, que más que todo era falta de imaginación, su violencia, los sesenta años que nos separaban, hicieron que todo el amor entre nosotros resultara imposible”, escribe en “Excesos”, botón de muestra del espíritu del libro, relaciones que no llevan a nada, cuyo florecimiento correcto y “sano” es casi inconcebible.
Por cierto que hoy, estos “excesos” erizan menos pelos que los que erizó en 1971, fecha original de publicación en volumen. Mal que mal, ya tenemos en el cuerpo a un Pedro Lemebel, y ya está bastante de moda manosear eso de las “escrituras marginales” a la hora de escribir. Pero huelga señalar que Wacquez está por sobre eso que se dan en llamar “cuestiones de género”, y queda más que confirmado que la calidad de la pluma destroza las modas pasajeras.
Así, Wacquez nos plantea un texto como “El papá de la Bernardita”, texto que coquetea con la ternura que disfraza el acertado repaso y la reflexión de lo familiar, los apegos, las dependencias, al más puro estilo de Jorge Marchant Lazcano (otro que convendría empezar a leer atentamente, aunque esté vivo, y haya ilustrado la pantalla de TV con sus guiones de telenovelas como “Loca piel”) de “La Beatriz Ovalle”. La adolescente narradora del cuento de Wacquez resume de qué va el valor del volumen, es decir, la mirada corta que narra la inocente superficie y que, precisamente por ser corta, es de poco alcance, dejando el innuendo como valor fundamental, como la profundidad de un mar al que Wacquez nos sugiere sumergirnos, mediante –aunque suene contradictorio- chispazos de oscuridad, que develados sin arte alguno, en el caso particular de este relato, sería similar a un expediente del caso Spiniak.
Mauricio Wacquez es otra animita literaria más a la que hay que prenderle velas. Otra tumba más en el mausoleo de la literatura perdida que hay que visitar y ponerle flores. Afortunadamente ya tenemos sus escrituras, su paso por la tierra no está perdido. “La obsequiosidad me sirve para desarmar a la gente”, escribió Wacquez. Ya hay unos cuantos dominados, y de seguro, habrá muchos más.

Mauricio Wacquez
“Excesos”
Editorial Sudamericana, Santiago, 2005, 115 págs.

*Publicado originalmente en Plagio, 13 de febrero de 2005

miércoles, 2 de febrero de 2005

Tócate otra, Elfriede

Elfriede Jelinek (Austria, 1946) es nuestra última galardonada con el Premio Nobel de Literatura, y desde el mismo instante en que se le comunicó que había sido distinguida con el codiciado galardón empezó con sus lindezas. La primera de ellas es que iba a enviar a un emisario a que le fuera a buscar el diploma (con su jugoso cheque, por supuesto), ya que sufre de una timidez crónica, y siente verdadero horror ante la idea de convertirse en un personaje público. Idea última que suene a contraproducente, cuando la misma Jelinek ha tenido una vida no precisamente reservada. En 1980 se despachó la frase “Austria es un país criminal”, ante la conexión, en ese entonces, del gobierno con el nazismo. Más que timidez, la condición que Jelinek vivió casi desde siempre fue la de ser un ser al margen de la sociedad. Siendo hija de un checo judío, en la Austria de la posguerra, la condición de outsider se aprende o se aprende.
“La Pianista” (Random House, 2005) es una novela que se puede leer perfectamente desde una clave autobiográfica. Elfriede Jelinek comparte unas cuantas características con Erika Kohut, la protagonista de esta oscura historia. Jelinek fue una estudiante de música, que estuvo bajo el alero de una madre sobreprotectora, que deseaba para su retoño no otra cosa que la genialidad. El revivir estos recuerdos significó dolor para la Jerlinek, que tuvo que salir de su ostracismo cuando los ojos y oídos del mundo se tornaron hacia el Nobel 2004.
Tras los tortuosos estudios musicales, Elfriede Jelinek cambió de giro, e ingresó a la literatura con el expediente de muchos escritores, la poesía. En el intertanto, comenzó un flirteo con los movimientos sociales y estudiantiles, flirteo que se transformó en la adopción definitiva de una forma de vida. Sus obras de teatro y novelas se tiñeron de la pátina social, teniendo como blanco principal el papel de la mujer en la sociedad, y también su condición particular en el matrimonio. En su libro “Deseo” se evidencia esto.
La Pianista es menos “heroica” que la novela antedicha, pues Elfriede Jelinek se ha encargado de componer un relato macizo, que fluye con un río de voces, de conciencias, de exámenes incesantes a la sociedad y a sus integrantes. Una constante pasada de rayos X (quizás a la manera de los dispositivos que auscultan el equipaje en los aeropuertos, todo al descubierto). La escena teatral, la secuencia fílmica, encajan en una construcción bien armada, lo que ha causado más de algún quebradero de cabeza, tratando de encasillar a Jelinek en una parcela específica, labor asaz inútil.
El resultado de esto es la enfermiza historia de amor (o algo que intenta serlo desesperadamente), entre la frustrada pianista (y por lo tanto profesora) Erika Kohut, con un alumno, la aparente liberación de una vida opresiva, todo por cuenta de la omnipresente madre de Erika. Esta historia fue llevada a la pantalla grande por el director Michael Haneke (película que le dio a Jelinek fama mundial). En este mismo tenor, la historia –particularmente la relación madre-hija-, recuerda irremisiblemente a “Carrie” o bien a “Pink”, el personaje megalómano interpretado por Sir Bob Geldorf, en “The Wall”. La diferencia con este último es que Pink es una suerte de “insensible sexual” (ruego la indulgencia del lector), en cambio la Kohut es puro instinto, voyeurista de tomo y lomo, que da rienda suelta a sus apetitos, que se sacian espiando en los parques a las parejas que fornican, frecuentando peep shows, y cines porno; todo esto cuando se puede escapar de la sombra de la madre.
Esta vida de amargura, frustraciones y chatura (matizada por las digresiones musicales que introduce Jelinek) toma un giro decisivo cuando aparece en escena Walter Klemmer, estudiante del Conservatorio donde Erika Kohut enseña. Klemmer se enamora (o al menos, así lo cree) de la Kohut, quien a su vez ve en el pupilo una suerte de “pato de la boda”. Alguien tiene que pagar por este desastre, y para la Kohut, Klemmer será aquel. La relación acaba con sangre, y demás está decirlo, sin ningún ápice de felicidad, satisfacción o siquiera escape genuino de este mundo oscuro y enfermo en el que viven estos personajes, perdedores que no tenían chances de ganar en una carrera decidida de antemano, perdedores que igualmente, danzan al compás de lejanas melodías, de Schubert (“pequeño gordinflón alcohólico), Chopin, Mozart, Beethoven.
Elfriede Jelinek, con un detallismo macabro e hábil, logra montar un relato que fluye como un río negro, pestilente, putrefacto, pero a cuya corriente es imposible quitarle los ojos, quizás por el temor y el masoquismo inexplicable de que en las turbias aguas de esta corriente quizás veamos nuestras propias caras.

Elfriede Jelinek
“La Pianista”
Random House Mondadori, Barcelona, 2004, 285 págs.

*Publicado originalmente en Plagio, 2 de febrero de 2005