viernes, 30 de enero de 2009

Está pegando fuerte la pampa

Está haciendo calor, apreciado lector, seguramente usted lo ha apreciado cuando hace trámites en las calles. Pero también pareciera que en la literatura chilena (la narrativa en específico) también está pegando fuerte el sol, hace calor, y la arena, el polvo y los pedruscos empiezan a dominar el paisaje. Esto porque el pasado año 2008 se han lanzado tres libros con olor a tierra, secos como desiertos y donde el sol pega como una patada. Primero el campeón pampino, el paladín de Atacama, el bueno de Hernán Rivera Letelier sacó nueva novela con tema viejo (“Mi nombre es Malarrosa”), el excelente cronista Francisco Mouat reflotó un viejo y buen libro con tema siempre vigente (“El empampado Riquelme”) y luego fue el escritor Carlos Franz quien ha sido abducido por los hechizos del vasto Norte Grande (quiero creer que es Atacama el espacio elegido por Franz), y pone al desierto como escenario de su primer conjunto de cuentos “La Prisionera”, editado por Alfaguara.
Ya antes Franz había evidenciado su obsesión de arena y desolación, mediante la novela “El desierto” (2005), inaugurando un paraguas que albergaría su trabajo posterior, ni más ni menos que en un conjunto de cuentos, modalidad que el autor de “La muralla enterrada” no había cultivado, al menos en forma de libro publicado. Franz es un escritor concienzudo, mateo, aplicado. Se esfuerza por conocer su oficio, lo estudia a fondo, es quizás de aquellos que sufre ante la página en blanco, y al acometerla no lo hace sin antes haber hecho las tareas, sin investigar. Pues bien, Franz aprendió el know how del cuento, sabe las condiciones, las reglas (lo que se nota especialmente en el cuidado dibujo de los personajes), y se lanza a escribir en un género que en el pasado más de algún descartable autor ha utilizado como receptáculo de sus fijaciones y trancas, o derechamente como un espejo en el cual se reflejan vanidad y medias tintas. Con todo, Franz no abandona la novela, pues se cuida de amarrar los relatos con la misma pitilla, a saber, el telón de fondo. Esto podría funcionar como una novela –de hecho este libro es en buenas cuentas un spin off de “El desierto”- con sus respectivos capítulos, aunque Franz los hace intercambiables, y con la posibilidad de que puedan ser vendidos por separado.
Estos cuentos causaron desconcierto en la crítica de su momento. Tomemos por ejemplo el cuento “El ojo de Dios”. Juan Manuel Vial, de La Tercera lo encontró “decepcionante”, en cambio la insobornable Patricia Espinosa, de LUN, lo halló “memorable”. Prueba fehaciente de que el criticar libros de cuentos es un dolor de cabeza para el comentarista, pues debe juzgar las partes y el todo, y no desafinar en el intento. Pues bien (y aprovechando la pillería de escribir a posteriori de los diarios de la elite), creo que no es tan necesario irse a ninguno de los extremos del espectro, como lo señalaron ambos comentaristas. Sí hay algo extraño en el lenguaje de Franz, no termina de adaptarse, integrándose a la nutrida casuística de esos escritores que piensan en la territorialidad a la hora de escribir, damnificando al relato, situándolos en una especie de miasma algo monocorde. Franz no logra sortear cierta ampulosidad ni cierta cursilería presentes en estos cuentos, que configuran fragmentos de un puzzle mayor-denominado Pampa Hundida-, historias mínimas e íntimas (no se escapa de la tendencia cinéfila “in”, tampoco) que nunca cerrarán bien del todo. El relato “El desierto florido” es prueba de ello. Acá Franz desliza cierta crítica social, “denunciando” algo ya archisabido, que los adelantos llegan tarde a provincias.
A esto hay que sumar que no hay mucha originalidad en el tema del tratamiento del desierto como paisaje. Su vastedad es comparada con la del mar, parangón que ya nos ha entregado en más de una ocasión Rivera Letelier, PhD. en literatura desértica. También el desierto como gran cementerio, convenientemente anónimo, como vía de tráfico de todo tipo de sustancias ilegales, y como oasis de vida cada vez que florece. Es que, siendo sinceros, no hay mucho más que hacer con un peladero gigantesco como es un desierto (digamos el que conocemos en esta parte del mundo).
Franz claramente domina el formato del cuento, pero le cuesta hacer volar a los relatos, darles vértigo. En resumen, Estos cuentos están lejos de ganar por KO –Permítase el giro cortazariano-. El lenguaje, menos llano, directo y escaso en fraseo de lo que se quisiera, perdido en puntillosos y a ratos cansadores pasajes –baches conocidos en la narrativa criolla-, resta impacto a estas historias, que pareciera serán absorbidas por el gran silencio pampino.


Carlos Franz
“La prisionera”
Ed. Alfaguara, Santiago, 2008, 167 págs.

*Publicado originalmente en El Periodista N° 165, 30 de enero de 2009

viernes, 16 de enero de 2009

Corregir la vida

Hoy vamos a hablar de Enrique Vila-Matas (Barcelona, 1948), querido lector. En otras palabras, vamos a hablar de uno de los escritores cardinales de la lengua castellana de hoy. O bien, vamos a hablar de uno de los autores que ha llevado el estudio de la literatura y el goce de entretejer biografía y lecturas, a esferas tan felices como exitosas, tan delirantes como esenciales.
Y si hoy volvemos a hablar de Vila-Matas, es gracias a Hueders, pequeña editorial-distribuidora que tiene por misión traer a estos abandonados pagos aquellos grandes libros que, por su calidad, pareciera que nunca se editaron –ni se editarán- en Chile. Con la periodista y crítica Marcela Fuentealba a la cabeza, Hueders se yergue como otro afortunado y quijotesco esfuerzo por poblar anaqueles con buenos libros españoles y mexicanos (de sellos no comerciales como Sexto Piso, Periférica, Tumbona, Impedimenta, Gadir, Nórdica, entre otras), y más encima bien editados. Hueders se la juega y hay que apoyarlos, buen lector.
“El viento ligero en Parma” es uno de esos buenos libros, muy acertadamente editados, en este caso por el sello mexicano Sexto Piso. Si bien el libro fue editado en 2004, hoy para los chilenos es (desafortunadamente) una novedad. Situado luego de “Bartleby y compañía” y “El mal de Montano” (dos pilares centrales de la obra de Vila-Matas, que en buenas cuentas es un solo gran libro en desarrollo), este “Viento ligero” está empapado del giro de tuerca que convierte al autor una de las principales plumas en lengua española, esto es el acercamiento perturbador a la enfermedad literaria, la patología de escribirlo todo, o de decidirse a no escribir nunca más, entre otros.
En esta pasada, el enfermo de literatura es Vila-Matas, que en este conjunto de escritos demuestra el feliz signo de nuestros mestizos tiempos literarios, ser todo y nada a la vez, es decir, ser diario íntimo, novela, crítica, ensayo, disertación, entrevista, etc., pero sin chirriar en ningún momento. Aunque en rigor, ya conocíamos unos cuantos de los escritos del libro, (pues aparecieron en “Desde la ciudad nerviosa”, 2000), estos arman un canon desde la intención novelesca, el aventurero cruce entre vivir y leer, y la pasmosa habilidad de ordenar ese caótico pastelito. “Soy consciente de que todo cuanto la literatura pueda enseñarnos no son métodos prácticos, sino sólo las posiciones. El resto es una lección que no debe extraerse de la literatura, es la vida la que debe enseñarla”, sentencia el autor. Siendo sinceros, esta propuesta vilamatiana ya la conocemos desde hace al menos una década, y reiterar su examen no es algo tremendamente original. Lo que sí hay que señalar es la fertilidad y consistencia casi relojera del proyecto del escritor catalán, consistente como pocos, genial y rotundo como muy pocos y que desde ya nos permite vislumbrar el titánico grosor que tendrán esas obras completas.
Tal como Sergio Pitol o Julio Ramón Ribeyro, Vila-Matas aporta a la literatura (y lo sigue haciendo en este libro) ese sanísimo ejercicio de hablar de la misma en clave personalísima, aportando entusiasta cultura antes que insufrible academicismo, contribuyendo con saludable sospecha (“escribir es dejar de ser escritor”) acerca de la escritura, antes que con interminables e infumables casuísticas de escritores que crearon esto, aquello y lo de más allá, con esta, aquella o esa otra técnica. He ahí la gracia, querido lector, de Enrique Vila-Matas (ya un adulto mayor), el desechar la teoría para abrazar la vida (“escribir es corregir la vida”). Un gesto muy benéfico que es, ni más ni menos, el quid de la buena literatura actual.


Enrique Vila-Matas
“El viento ligero en Parma”
Ed. Sexto Piso, México, 2004, 192 págs.


*Publicado originalmente en El Periodista N° 164, 16 de enero de 2009