miércoles, 28 de diciembre de 2011

El origen

Música y poesía han estado juntas desde casi siempre. Hacer un catastro en ese sentido sería demasiado extenso, a la vez que correspondería a otros espacios. Sin embargo, vale mencionar esta ligazón para hablar del poemario La pantera, escrito por el músico, ex vocalista de la banda Los Tetas, Camilo Castaldi (Berlín, 1977), y editado por el sello Desatanudos Editores, que abre su producción de libros de poesía poniendo a disposición lo que basta y sobra en el mundo de los poemarios, un objeto bien hecho.

Conocidísimo en el ámbito musical, “Tea-time”, el alias artístico del autor, opta por ingresar en el mundo de la poesía en el formato libresco. Ante esto, vale notar que el autor usa su nombre de civil para firmar esta producción. No un alias, no un nom de plume, sino él mismo.

La poesía de Castaldi reboza de los elementos que es posible encontrar en los poetas que debutan. Hay un hambre, un ansia, un ímpetu de usar el lenguaje, acaparar todas las palabras, todas las que se tengan a mano para nombrar y dar sentido a todo lo que rodea al autor. No es menor la mención al nombrar y dar sentido a todo mediante la palabra, pues este ejercicio que intenta Castaldi, más el título del libro, dan cuenta de una conexión directa con Rainer Maria Rilke, quien en sus soberbias Elegías de Duino se hace cargo de esta cuestión, de forma inmejorada en la literatura universal. Es claro que el autor entiende ese mensaje.

Pero guardemos las distancias y volvamos a Camilo Castaldi y su libro. Recorrerlo nuevamente confirma el hambre, el entusiasmo del poeta que desea traducir todo lo que sus sentidos captan en lenguaje. Así, por ejemplo, no es extraño que surja ante los ojos de quien lee un claro consorcio, un vínculo prístino entre Castaldi y la naturaleza. Bandadas de pájaros, árboles otoñales e invernales y otros elementos del paisaje abundan en La pantera, “Una bandada de pájaros tomó la misma dirección que/ nosotros/ como si un susurrar secreto de la naturaleza nos hablara/ a todos al mismo tiempo/ indicándonos dónde ir”. O más adelante, “Buscaría los tallos para camuflarme en el frío cristalizado/ de este primer día de invierno”.

Con lo que se ha dado en llamar “pecho caliente” (que no es otra cosa que el profundo e insondable asombro que mueve a los poetas que empiezan), otra veta que explora el autor es, desde luego, la de los sentimientos, la intimidad, la cercanía y la ausencia. A pesar de que mayoritariamente Castaldi elige celebrar lo natural en sus poemas, siempre hay un regreso a la proximidad coloquial a lo que se quiere y a lo que se extraña, “No quiero vivir como una roca./ Si me vas a esculpir,/ hazlo con cariño./ No uses tus feroces cinceles/ de aguas tormentosas e indiferentes.”; “Te fuiste con el clak-clak, clak-clak de tus chalitas/ como una cebra contenta”.

La intimidad no solamente se manifiesta en el deseo de cercanía del otro, sino también en un rescate de los espacios. Por ejemplo, se ponen de relieve, así como las hojas del otoño –lo que recuerda a Wallace Stevens, por momentos-, los muebles de una casa, y la languidez en la que parecen desfallecer en las habitaciones vacías. Indistintamente, hay un deseo de despuntar la vida de todo mediante la palabra poética, buscar su trascendencia, lo que se pone de relieve en el poema que titula el libro, “¡Suerte la mía de estar vivo!,/ porque imaginé mi muerte al recordar los dientes feroces/ de aquel relumbrante animal./ Suerte de estar vivo en un presente tan lejano a mi infancia/ y a mi muerte,/ y que mi vida haya descendido por los enigmáticos pasillos/ del tiempo”.

Aún cuando el autor se muestra, desde luego, principiante en la poesía en libro, hay momentos en que es posible notar que Castaldi está en camino a pulir su lenguaje, convertir la vehemencia y el ansia en oficio, darle la profundidad que una poesía en maduración alcanzará. Hay versos bien logrados, con la artesanía fina del detalle. Esto deja en evidencia que el autor tiene una voz que busca ser labrada, afinarse y ganar densidad. Castaldi tiene los ojos muy abiertos y maneja la palabra con talento, de eso no hay dudas. La música que produce ha sido el mejor testimonio de ello. Sin embargo en el libro, con un ritmo infinitamente más lento que el del hip hop o el soul, el trabajo que se requiere es distinto. Con La pantera Camilo Castaldi está empezando a recorrer ese camino.

Camilo Castaldi
“La Pantera”
Desatanudos editores, Santiago, 2011, 69 págs.

*Publicado originalmente en Revista Intemperie, 28 de diciembre de 2011

miércoles, 21 de diciembre de 2011

Popmoderno

Dentro del panorama narrativo joven nacional, surge el nombre de María Paz Rodríguez (1981), profesional polifacética en el mundo literario y sindicada como una de las voces “sub 30” de la literatura criolla. Esto dado que formó parte de la recientemente publicada antología Voces -30, y también es incluida en el libro Junta de vecinas, de escritoras jóvenes chilenas (que se editó en España y no en Chile, vaya uno a saber por qué peregrina razón).
El Gran Hotel (Cuarto Propio, 2011) es la primera novela de esta escritora, aunque tal vez tildar el libro de novela sería algo forzado, no solamente por su corta extensión (no faltará quien diga que este libro es más bien un cuento largo, o una nouvelle, como se dice por estos días, de forma tan relamida), sino que también porque dentro del libro conviven una serie de formatos que lo hacen chúcaro a la hora de los encasillamientos. Esto último no es necesariamente malo.
Antes de entrar en materia, hay que hacerse cargo de un detalle en la solapa de este libro, ítem que adquiere particular importancia, dado que alude a este medio de comunicación. En la penúltima línea del texto, se señala que la autora ha realizado crítica literaria en diversos medios, entre ellos “Revista Interperie” (sic). Pifia que viene como anillo al dedo, cuando una de los lemas de esta publicación es “diga InteMperie”.
Gazapos aparte, y ya entrando en materia, es claro que la autora propone el juego de los símbolos, raya la cancha con un reglamento en el que la alegoría, el pop y el simbolismo llevarán la batuta a la hora de dar relevancia a un discurso que es chato y gris. Argumentalmente, la historia de este libro es la de una mujer, profesora, que hastiada de vagar por la exigente rutina académica, y que transporta inmediatamente al “Autorretrato” de nuestro reciente Premio Cervantes, Nicanor Parra, es posible decir que la protagonista es profesora en un liceo obscuro y ha perdido la voz –y algo más- haciendo clases. Pero el tono gris de la protagonista se da ante el mundo moderno, un mundo hipertecnologizado, donde la sociedad sufre una pulcra devastación. Ante esta vorágine, la protagonista decide plantar cara, y simbolizar la resistencia en un hotel de tres estrellas.
María Paz Rodríguez, en adelante instalará al hotel como la solución de todas las necesidades, tanto espirituales como materiales, y así lo ejemplifica esta suerte de mantra “El Gran Hotel me cuida. El Gran Hotel me espera. El Gran Hotel va a lavar mis heridas en uno de sus tantos baños. El Gran Hotel será por siempre mi único hogar”. Hasta ese momento la narración fluye con reglas claras, con una voz que cobra volumen a medida que avanza. Sin embargo, no demoran en aflorar los signos que dan cuenta de que María Paz Rodríguez es hija de una época, y es una escritora de su tiempo. Surge un manuscrito -elemento de utilería cada vez más usado en los argumentos novelísticos de hoy- obra de J., una desaparecida pareja de la protagonista, documento que tomará las riendas del relato, dando todas las pistas y disparando el texto en múltiples direcciones. Aquí tal vez esté una de las debilidades, puesto que por momentos, la sobre conciencia literaria, el excesivo juego simbólico entrampa el relato, y lo hace lento y pastoso por momentos, aún cuando el libro tiene solamente poco más de noventa páginas.
El Gran Hotel entonces empieza a mostrarse como un tapiz con diversas texturas y colores. Cohabitan la poesía y la prosa poética, operación que ya había mostrado antes Alberto Fuguet en Missing o Rodrigo Olavarría en su libro Alameda tras las rejas. Tal como sucede en las mencionadas obras, El Gran Hotel se libera de las rigideces de género, intento en el que pareciera que el propósito principal es el registro. Registrar todo, hasta el tedio de la protagonista, así como su ternura, sus espacios vacíos en distintas intensidades, lo que es traspasado en la disposición del texto, e instalando pistas falsas al lector, sombras chinas, las que alternan con momentos de honestidad en que cede el juego y queda de manifiesto el modus operandi que mueve la historia, que continúa con la huida de la protagonista en un auto robado con rumbo al desierto.
Con todo lo literario que intenta ser este libro, igual es posible encontrar lugares comunes, marcas de la narrativa joven de hoy. La referencias a músicos como Patti Smith (tal vez la cantante más manoseada de la literatura chilena actual) o al grupo Joy Division, hoy rozan el cliché. Además, acá están incluidas con faltas de ortografía, pues figuran Patty (sic) Smith y Echo and the Bunnyman, cuando es “Bunnymen”, en plural. Tal vez esto pueda ser un detalle menor, pero ya no lo es tanto cuando los narradores chilenos de hoy sobreexplotan el pop y lo utilizan reiteradamente como un sustento literario.
Tras anudarse y enlazarse, la historia encuentra un desenlace. Tras todos los símbolos y los círculos, la novela se muestra en lo que es en esencia: la historia de desamor de una mujer del mundo de hoy, un desamor del cual la protagonista se debe reponer. El Gran Hotel es una historia interesante, que da cuenta de una escritora con talento, con habilidades para entregar una propuesta literaria apreciable. Veremos qué noticias nos traerá el futuro de María Paz Rodríguez.

María Paz Rodríguez
“El Gran Hotel”
Ed. Cuarto Propio, 2011, 95 págs.


*Publicado originalmente en Revista Intemperie, 21 de diciembre de 2011

domingo, 11 de diciembre de 2011

Parricidio

Como toda ópera prima editada por un sello multinacional, La soga de los muertos –primera novela del joven escritor y periodista Antonio Díaz Oliva (1985)– ha hecho ruido. No es de extrañar, dado que esta obra contiene varios elementos
que cautivan el interés de nuestro periodismo cultural en clave juvenil: la visita a Chile del poeta beatnik Allen Ginsberg para participar en el épico Congreso de Escritores organizado por Gonzalo Rojas y celebrado en Concepción en 1960, la saga de películas Volver al futuro y la sempiterna postulación de Nicanor Parra al Nobel de Literatura. Estos condimentos salpimientan el libro de Antonio Díaz, escritor que se ha abierto camino con rapidez en el periodismo cultural chileno, específicamente en la revista Qué Pasa, a lo que hay que sumar su libro Piedra Roja: los mitos del Woodstock chileno, publicado en 2010.
Volviendo a la novela, los ingredientes antedichos son parte de un decorado que se antepone a un hilo conductor más íntimo y profundo: la relación padre-hijo. Una relación que, tal como se plantea, parece más bien la historia de ausencias, de presencias fugaces, de presencias que parecen ausencias. Díaz Oliva echa mano a la visita proverbial de Ginsberg para articular el conflicto paternofilial que ensambla
la historia del narrador. Un niño que crece bajo el alero de la lectura de cómics, del delirio que le produce Volver al futuro y de la carencia de un padre que en el pasado trabó contacto con Nicanor Parra y el mentado Ginsberg, y que años después organizaría una campaña para que el antipoeta obtuviese el Premio Nobel de Literatura en 1994.
La brevedad del estilo de Díaz Oliva (vista en escritores como Diego Zúñiga y Alejandro Zambra) puede rastrearse en autores que han servido de luminarias a las nuevas generaciones,
como es el caso de Álvaro Bisama. El laconismo capitular de La soga de los muertos lleva a pensar en aquel de Estrellas muertas. Es más, tal como ambos libros comparten
editorial, comparten también el mismo error (no es más que eso): no tener casi ninguna página numerada.
Esta novela es una historia con cabos sueltos, lo que puede ser una cualidad o un defecto, según quien lo mire. Zambra señaló, a propósito de la brevedad, que la escritura es un desafío de precisión; acá sucede más bien lo contrario. La rapidez con que pasan los capítulos bien podría acercar La soga de los muertos a un libro de estampas, un fragmentado Bildungsroman en cuyas páginas solamente hay unas pocas notas al pie. Los datos siempre serán insuficientes. Con todo, no deja de ser adecuado mentar a Parra, puesto que el libro antes de tratarse de antipoesía o de ayahuasca, se trata de parricidios, de matar padres ausentes. Hay momentos en que esto se insinúa, por ejemplo cuando el grupo PARRA se entera con amargura de que el Nobel de 1994 recayó en el japonés Kenzaburo Oé; en ese instante, el grupo que pegó carteles hasta el hartazgo en La Reina, se desbanda sin más. Luego un momento en el que el niño protagonista ingresa a un departamento, en cuyas ventanas solía ver cuadros, en sus viajes en micro hasta el colegio. El niño protagonista ingresa
al departamento y encuentra a su padre, en la escena tal vez más azucarada del libro.
La soga de los muertos es la primera novela publicada de Antonio Díaz Oliva. El autor de seguro aportará nuevos libros en los cuales haya más profundidad, un aliento más largo, presencias más duraderas.


Antonio Díaz Oliva
“La soga de los muertos”
Ed. Alfaguara, Santiago, 2011, sin número de páginas.


*Publicado originalmente en Revista Grifo N°23, diciembre de 2011

domingo, 4 de diciembre de 2011

Guía hipster de Bruselas

Hace muchos años, un entonces escritor adolescente llamado Gonzalo Maier (Talcahuano, 1981) publicó a los 18 años una novela llamada El destello (opera prima de la cual el autor, siguiendo la tendencia, prefiere no hablar) a través de la editorial LOM. La misma casa editora hoy pone en librerías y otros comercios del ramo Leyendo a Vila-Matas, segunda novela de este periodista. Harta agua ha pasado bajo el puente de Maier, ahora el pequeño aspirante a escritor es esposo y padre, se ha curtido en la redacción de diversas revistas y tomó la muy soberana decisión de mandarse a cambiar a mejores pagos, sin mirar para atrás.
Las tres últimas líneas del párrafo previo sirven para contar de qué va Leyendo a Vila-Matas. Tenemos al protagonista de la historia –el propio Maier- en un tren cruzando Europa para encontrarse con el escritor español Enrique Vila-Matas, a quien Maier entrevistará, dado que escribe un libro sobre su obra. En el tren conoce a una chica alemana que tiene una complicada historia de amor (como si alguna no lo fuera) y con quien el protagonista pareciera que tendrá un encontronazo sexual en cualquier momento. Pero el encontronazo sexual –al menos en potencia- sucede en la cabeza del protagonista, que se perturba cuando su mujer le avisa que un vecino egipcio pasará la noche en casa, dado que olvidó sus llaves.
Leyendo a Vila-Matas es un libro ameno y afable como una guía de turismo. Liviano, complaciente, bien hilado, bien redactado. Así, en sus páginas podemos aprender dónde comer buenos waffles si es que alguna vez al despreocupado lector le toca viajar a Bélgica, que “la felicidad son discos desconocidos que sin darnos cuenta se transforman en favoritos” o que “la felicidad puede ser el sonido de un timbre”.
Por supuesto, como integrante de su generación, esta novela tiene los vicios que presentan otras narraciones contemporáneas, la brevedad mal entendida, el gusto de dejar vacíos, y esa manía algo irritante de transformar uno o varios pasajes del libro en un soundtrack o mixtape que no hace más que dar la impresión de que el autor tiene buena oreja, o que escucha a las bandas de moda, intentando hacer de esto un sustento literario. Las dos líneas del argumento de las cuales pudo surgir algo de tensión, la relación del protagonista con la alemana “Niña Poste” y la paranoia que genera el que un vecino duerma bajo el mismo techo que la esposa del protagonista no se desarrollan. El autor prefiere hablar de sí mismo, eso pareciera ser más importante, dando tips sobre relaciones humanas, y alguna deslavada caluguita sobre Vila-Matas. Gonzalo Maier goza de una vida sana y en equilibrio, suceso que tiene la gentileza de comunicarle al lector.
Ahora, el título de la novela no es más que el usufructo del autor de Bartleby y compañía para ganar lectores, que bien podrían sentirse víctimas de una grosera publicidad engañosa. Tampoco se trata de que este libro sea un ensayo vilamatiano, pero queda claro que Maier usa el nombre de Vila-Matas –medalla sagrada del lector quintaesencial- para hacer lo que hacen no pocos narradores hoy: terminar hablando de sí mismos.

Gonzalo Maier
“Leyendo a Vila-Matas”
LOM, Santiago, 2011, 89 págs.


*Publicado originalmente en El Periodista N° 210, 2 de diciembre de 2011

viernes, 2 de diciembre de 2011

Flacidez

Un meteorólogo llamado Nicolás Fonseca, impotente y alejado de su mujer e hijo. Un perro que, en verdad nunca estuvo. Un constructor que se pierde en la montaña, sobrevive décadas en el tierral y que muere producto de una cacería humana por parte de carabineros. Estos son algunos de los elementos que Jaime Collyer (Santiago, 1955) intenta conjugar en Fulgor (Mondadori, 2011), la última novela de este escritor nacional.

La historia del libro es bastante simple, Nicolás Fonseca trabaja solo en un observatorio y sufre de disfunción eréctil tras una operación de hernia. El empleo lo mantiene alejado de su mujer e hijo. En su labor, que consiste en reportar pronósticos climáticos diariamente, está lejos de sus seres queridos de los que solo sabe por teléfono, pero ello no es impedimento para que se vea entreverado en una serie de –llamémoslas así- peripecias, a saber: ser testigo solitario de una difusa supernova; encontrar un cachorro perdido en medio de la montaña, que se transforma en su mascota; trabar contacto con un constructor civil que se perdió en la montaña, rebautizado como “El Yeti” y que come los desechos de los basureros del observatorio y de un centro de esquí cercano, y también interactuar con un mayor de Carabineros, que persigue al ermitaño perdido en las alturas.

Digamos que si hay que calificar esta novela de Collyer en una sola palabra esta sería insustancial. Hay algo paradójico en este libro, su autor recurre a un lenguaje recargado y ampuloso para tratar de insuflar algo de enjundia a una historia laxa, en la que, en rigor, nada tiene mucha trascendencia, y está llena de episodios más bien arbitrarios que están unidos forzosamente para crear la falsa ilusión de una unidad. También hay otros que sobresalen por lo insólitos, como por ejemplo el caso del Yeti, un personaje que, aparte de merodear los cubos de basura de los recintos instalados en plena montaña en busca de comida, comete abigeato, delito que desencadena una cacería humana que termina con una insólita violencia (ad hoc a los tiempos que corren, en todo caso) por parte de los carabineros que persiguen al llamado Yeti.

A pesar de que Collyer mete en la juguera elementos en el papel sabrosos, entre los que sobresale el pene endeble del protagonista, causa natural de sus desvelos, o los supuestos descubrimientos astronómicos que realiza Fonseca o la riqueza de la relación que puede surgir entre un hombre solitario y un tierno perrito. Sin embargo, estos componentes tambalean en el débil tinglado argumental que propone el autor, dando la impresión de no ser más que meras digresiones sin mayor cuento. Si a esta irresoluta manera de exponer los hechos, le sumamos el lenguaje pastoso, infumable y plagado de embelecos que utiliza Jaime Collyer –y que hacen imposible no pensar que escribe para un lector con residencia en la península ibérica-, da como resultado una novela convencional y aburrida, carente de riesgo y chispa, y que parece no dejar nunca de estar enganchada en segunda, que carece del despliegue de atractivos mínimamente necesarios para configurar una narración atractiva, y que, para rematar, se corta abruptamente.

Todo lo antedicho no deja de ser llamativo, siendo que Collyer es un escritor con trayectoria, estatus que confirman con ingente generosidad tanto la solapa como la contratapa de este volumen. Sin emabrgo, la impresión que queda después de leer Fulgor es que es un libro que perfectamente pudo haber sido hecho por un narrador principiante, torpe en sus procedimientos, con una impericia acartonada. Y por si esto no fuera suficiente, la editorial también aporta su pifia; así sucede en la página 155, donde falta parte del texto.

Jaime Collyer, que había dejado una grata impresión con su anterior novela La fidelidad presunta de las partes, retrocede con esta entrega, un volador de luces tan fulgurante como la luna nueva.

Jaime Collyer
“Fulgor”
Mondadori, Santiago, 2011, 162 págs.

*Publicado originalmente en Revista Intemperie, 2 de diciembre de 2011