martes, 29 de octubre de 2013

Historia de mí mismo



Si bien aún está muy fresco el reinado de la escritora canadiense Alice Munro como premio Nobel de literatura, no es desacertado señalar que, al menos del 2000 en adelante, uno de los laureados más imbatibles e incuestionables es el sudafricano John Maxwell Coetzee (1940). Esto se refuerza tras revisar Escenas de una vida de provincias (Mondadori, 2013), una de las últimas publicaciones del autor, que compendia tres libros autobiográficos Infancia, Juventud y Verano.
Como un todo, Escenas de una vida de provincias es un tour de force autobiografi﷽﷽﷽﷽﷽﷽﷽rce Escenas de una vida de provincias es un torui tobiogr de los laureados meraturaaáfico singularísimo. En estas páginas Coetzee va mucho más allá de la descripción aderezada de su crecimiento y su hechura como hombre, sino que no tiene el más mínimo temor de revelar trizaduras, obsesiones y debilidades propias, amén de dar cuenta del desacomodo insoluble que significó crecer en la Sudáfrica de la segunda mitad del siglo XX, tal vez el rincón más segregado del mundo entonces, donde los tipos de ciudadanía no solamente estaban dictaminados por la ley, sino también por factores culturales como la lengua afrikaans, retratada por Coetzee como el idioma de la opresión y la zafiedad.
El recorrido comienza con Infancia, que relata en tercera persona los primeros años de vida del autor en un pequeño pueblo sudafricano, crecimiento delimitado por la alienación y la tensión entre la herencia afrikáner y la adopción de lo inglés, al mismo tiempo que la mayoritaria raza negra era silenciada. Luego, en Juventud, vemos a un joven Coetzee feliz de escapar de su país, el cual, de todas formas, le deja una mácula vergonzosa e indeleble: son los años duros del apartheid. A estas alturas el relato es conducido por la frustración y la soledad, que se nota hasta en los escrutinios literarios que realiza el protagonista. La frustración de no poder convertirse en poeta, y la soledad de vivir en un país extranjero, sobreviviendo como programador de computadores. La trilogía se cierra con Verano, donde cambia el tono, pues se pasa del relato directo al uso de recursos como el diario o las entrevistas ficticias a parientes, colegas y amantes para una supuesta biografía del autor, que cubren el lapso inmediatamente anterior a la publicación de la primera novela de Coetzee, Tierras de poniente. Todo visto por otros, dejando más cabos sueltos que en las dos partes previas.
            Escenas de una vida de provincias puede ser leído como la preparación de un escritor de calibre mayor. No obstante, esta trilogía no resuelve dudas respecto de cómo un hombre inseguro, aparentemente misógino, impenetrable y poco arriesgado pudo convertirse en un autor de fama mundial. Dudas que tampoco necesitan ser resueltas, en todo caso, sólo instaladas, mientras el conjunto opera como retrato poco confortable pero efectivo y honesto de un hombre que, hoy por hoy, es uno de los escritores vivos más importantes del mundo.

J. M. Coetzee

“Escenas de una vida de provincias”

Mondadori, Buenos Aires, 2013, 579 págs.

jueves, 17 de octubre de 2013

Pongámosle swing



Lo más probable sea que el nombre de Ted Gioia (1957) no le diga mucho a nadie en esta parte del mundo. Pues bien, Ted Gioia es un pianista californiano que, probablemente, sea uno de los estudiosos más relevantes del jazz en el mundo. Su nombre puede ser un absoluto enigma para el ciudadano de a pie, pero en los últimos dos años ha creado su mejor obra, dos libros que el New York Times ha calificado como notables, tal cual. El primero de ellos es Historia del jazz (2011) y el segundo, como un complemento perfecto, es El canon del jazz. Los 250 temas imprescindibles (2013), ambos editados por el sello español Turner, y que están a la venta en librerías chilenas. Dos libros que funcionan en conjunto, el primero como un repaso histórico del mencionado género musical, y el segundo actúa como un glosario de canciones colmado del entusiasmo, pero al mismo tiempo dotado de una destreza organizativa que convierte a este libro en una guía clara y sencilla para los aficionados, y un documento ineludible para los avezados.
El autor de este libro, como dijimos, es Ted Gioia, que además de tocar el piano fue fundador de los estudios jazzísticos de la Universidad de Stanford. Ese acervo docente permea esta gruesa entrega de casi 700 páginas, pues Gioia aporta un genuino e ilustrativo diccionario, de temas, de tipos. En orden alfabético, el autor establece un corpus jazzístico compuesto por los 250 temas esenciales de un género musical, 250 piezas que son la plataforma, el punto de partida para innovar en el rubro. Composiciones que van desde las producciones de Tin Pan Alley al Broadway de George Gershwin e Irving Berlin, considerando también la presencia del jazz en el cine y las obras de compositores emblemáticos como Duke Ellington, Thelonius Monk o Miles Davis.
            Hablamos antes del Ted Gioia profesor. También de su entusiasmo, de su placer casi indisimulable al hablar de jazz. Valgan esas menciones también para describir su prosa, muy alejada del hermetismo especialista y desprovista del todo de pedantería o de inextricable jerigonza técnica. Las palabras de Gioia invitan, tienen la capacidad de atraer, compitiendo con las propias melodías que reseña, lo que empalma a la perfección con la útil lista de versiones recomendadas que el autor adjunta a cada reseña. Con todo esto, Gioia aporta todas las herramientas para armar la discusión y la reflexión, como detalles sobre la escritura de los temas, las diversas grabaciones, o el lugar que ocupa cada tema descrito en la historia del jazz.
Con todo, los alcances del jazz son escasos, o bien no todo lo amplias que se quisiera, pues pareciera ser un tipo de música en retirada, que pierde adeptos, cultores y, además, personas que reflexionen sobre él. No deja de ser gusto de unos pocos, una melodía de elite, si se quiere, no masosa. Nada de eso va en detrimento de este libro, que opera como una puerta de entrada a quienes quieran iniciarse en el género, así como un documento ineludible para los entendidos. Como todo canon, la discriminación, la preferencia de unos sobre otros está presente. Pero Gioia salta el obstáculo con su honesta presentación, desprovista de rigideces o de comisarías del género. Gioia es un entusiasta con un afán didáctico, que entrega en El canon del jazz tanta pasión como información, además de ilustrar las diversas partes que enteran la tradición del jazz (una tradición estancada, según de desprende de las palabras del autor en el prólogo, donde no oculta su preocupación por no incluir muchas composiciones recientes).
Ted Gioia, qué duda cabe, ha creado no sólo un setlist, sino uno de los textos referenciales del jazz, un libro que será un ineludible material de consulta, “un repaso al repertorio clásico del jazz, como el que me hubiera gustado que alguien me hubiese regalado en su día: un vademécum que me habría ayudado como músico, como crítico, como historiador y, sencillamente, como amante y entusiasta de este género artístico”.  


Ted Gioia
“El canon del jazz. Los 250 temas imprescindibles”
Turner, Madrid, 2013, 682 pgs﷽﷽﷽﷽﷽﷽﷽﷽682 pna, 2013es"ágs.

martes, 15 de octubre de 2013

Un hombre solo



Los libros que utilizan como insumo el diario de vida, el dietario o la libreta de apuntes proliferan en nuestras librerías. Los hay espurios como La calle me distrajo de Patricio Fernández, o aquellos que funcionan como autobiografías veladas, como Notas de un ventrílocuo, la última entrega de Germán Marín. Y también está Diario de un canalla. Burdeos, 1972 (Mondadori, 2013), del uruguayo Mario Levrero (1940-2004).
            El formato permite licencias para el autor, pero que el lector sabe perdonar. El autor propone una tracalada de fragmentos que pueden ser inconexos y cuyo valor es declaradamente subestimado por el autor (“Sé que estos son papeles más para tirar”, “No me fastidien con el estilo ni con la estructura: esto no es una novela, carajo”), y el lector dispensa esa dispersión. En el caso del Diario de un canalla, Levrero habla de ratas, de gorriones y palomas, criaturas que observa mientras convalece de una operación a la vesícula. También se refiere a la escritura de una “novela luminosa, póstuma, inconclusa”. Lo hace en detalle, mientras pesquisa cada movimiento de estas criaturas del bajo zoológico que anima Levrero, ejercicio que disfraza una condición palmaria del individup que rellena las libretas: la soledad.
            ¿Qué hay detrás de todo este lenguaje, de todas estas palabras, de toda esta minucia? ¿Qué esconden del canalla solitario? Tras los pasajes animales que animan el diario del canalla se pasa a la segunda parte, Burdeos, 1972, inédito hasta ahora y que habría sido preparado por Levrero para ser publicado después de su muerte, en 2004. Aquí el autor de La novela luminosa es más explícito, aportando la sinceridad y la soltura que caracterizan su obra. Aparece su nombre civil, Jorge Varlotta (Mario Levrero son, respectivamente, el segundo nombre y apellido del autor) y aparece el testimonio como palanca narrativa, en este caso sobre la estancia del uruguayo en Francia, en septiembre de 2003, junto a su pareja Marie-France, o Antoinette en el libro. En otro continente Levrero aprecia la libertad que se siente con el extrañamiento y la distancia, con la lejanía de todo lo conocido, lo familiar. Pero de nuevo aparece acá el hombre solo, que está solo incluso en sus recuerdos, plagados de dudas vitales, de humanidad.
            Este último carácter es el que jalona las páginas de este libro, puesto que Mario Levrero, lejos del memorialismo riguroso, lo que hace es poner por escrito sus olvidos y su sospecha respecto de, ni más ni menos, sus vivencias y su valor como hombre de acción, “Entonces aparece la parte más dramática de todo esto: ¿dónde estaba yo? ¿Qué hacía? Recuerdo algunas caminatas mañaneras hacia el Jardín, pero no habrán sido tantas (…) Caminaría un poco. ¿Por dónde? ¿Durante cuánto tiempo? (…) No sé, no sé, no sé. De los tres meses en Francia me queda apenas el registro de algunas horas. Y fragmentos de lugares”. Aún cuando en algún momento el celebrado crítico Ángel Rama metió a Levrero en un saco que llamó “los raros”, su escritura se abre con una franqueza gozosa, que galvaniza este libro.
            ¿Este olvido es genuino o es una estrategia de escritura? Aunque esta pregunta puede ser inoficiosa, tal vez quepa hacerla al constatar el juego de olvido y memoria que Levrero plantea en este libro (y en otros también, como El discurso vacío), una estrategia que también refleja la urgencia de un diálogo, para no olvidar, para no volver a perder la memoria, para no volverse loco.  



Mario Levrero
Diario de un canalla. Burdeos, 1972.
Mondadori, 2013, Buenos Aires, 181 págs.

martes, 1 de octubre de 2013

El mono se presta



En Notas de un ventrílocuo (Alfaguara, 2013), Germán Marín se pone a tono con  los tiempos que corren. No es que se insinúe que Marín, uno de los mejores narradores chilenos que van quedando, se haya estancado en un pozo de anacronismo desabrido, sino que también ha ensayado un formato que está en boga por estos días; el dietario, la libreta de apuntes.

            Bajo el superficial juego de la ventriloquía, Marín propone un pacto de lectura distinto, un new deal de la otredad a partir del cual nos presenta sus notas sueltas, su conjunto de apartados y el lector condona la fragmentación, el popurrí temático, las digresiones. Así, estas notas chapotean en la crónica urbana, el comentario libresco, el cine, la reflexión íntima, la apostilla sobre los tiempos que corren. La libreta –cuyo escaso valor literario siempre es advertido por los escritores, como sucede también con Mario Levrero- permite esa versatilidad temática y temporal, ante la que no hay que rendir muchas cuentas, y Marín la aprovecha bien, validando la entrega de impresiones sueltas. Por momentos este libro se acerca a Todo Santiago, de Roberto Merino, puesto que el autor habla de un tiempo que se fue, en un lenguaje que casi ya no existe, haciendo en más de una ocasión arqueología santiaguina. El ventrílocuo recuerda diversos teatros desaparecidos, esquinas mutadas, boîtes legendarias.

            Dicho lo anterior, este libro de notas al azar tiene un rendimiento desigual. Hay apartados breves que no llevan a mucho, en las que se transparenta la hartura del ventrílocuo. Por ejemplo: “El cura de la parroquia también podía ser un ventrílocuo, recogido detrás de la rejilla del confesionario, apuntando las palabras que soltaba el penitente”; cierta tendencia al aleccionamiento o al aforismo: “Invertiré cierta afirmación usada: las mentiras quedan, los mentirosos desaparecen”. Pero estamos hablando de un libro de Germán Marín, donde también hay bastantes pasajes que valen la pena, especialmente aquellos en los que el autor tiene a bien reflexionar sobre su propio oficio, esto es el de escritor, o recuerda a sus compañeros de ruta.

            En perfecta concordancia con los días que corren, 40 años han pasado desde que Marín debutó en la escena editorial chilena con Fuegos artificiales (editado por Quimantú, sello aniquilado por la dictadura también hace cuatro décadas), por lo que no parece inadecuado que el autor marque su propia efeméride con un libro cargado de memoria.





Germán Marín

“Notas de un ventrílocuo”

Ed. Alfaguara, Santiago, 2013, 143 págs.