martes, 24 de septiembre de 2013

Padres e hijos




El de los 40 años ha sido, por lejos, el más impactante de los aniversarios redondos del golpe de estado chileno. Como nunca antes una nueva efeméride del quiebre de la democracia ha remecido a buena parte de los chilenos. Como nunca se han hecho exhortos de perdón y justicia. Las redes sociales dieron cuenta, como nunca, de su utilidad, puesto que a través de ellas se visibilizaron millares de pequeñas intensas historias del golpe y la dictadura, cosa imposible hace algunos años. Todo lo anterior reafirma que lo más importante en la vida no es sonreírle al mundo con optimismo y fe, sino buscar la justicia. Los medios de comunicación, por su parte, tuvieron un rendimiento dispar. Mientras Chilevisión descolló con producciones como “Chile, las imágenes prohibidas” y “Ecos del desierto”, Canal 13 se limitó a hacer un aséptico y timorato “corre video”, recalentando un charquicán de imágenes que ya se vieron un millón de veces en muchas otras partes y en muchos otros momentos.

Y están los libros. Era esperable que el mercado editorial aprovechara este aniversario del putsch, y lo hizo con la no ficción como estandarte principal. Entre los vol, las protestas estudiantiles de fines de los ochentay contingencia, con el relieve propio de cada pluma que úmenes aparecidos para conmemorar las cuatro décadas del desastre de 1973, está Volver a los 17. Recuerdos de una generación en dictadura (Planeta, 2013), una compilación de textos de escritores y periodistas chilenos que crecieron durante el régimen pinochetista. A cargo del conjunto está el periodista y escritor curicano Óscar Contardo (1974).

Hace algunas semanas me tocó presentar a Contardo a propósito de una nueva edición de su superventas Siútico. El escenario era el foyer del Teatro Municipal de Viña del Mar, posiblemente una de las ciudades que cuenta con una de las mayores tasas de ancianos pinochetistas en Chile. Algo así como Providencia con acceso al Océano Pacífico. Aprovechando la ocasión, Contardo informó a la concurrencia de qué iba este libro. Su propósito es fijar los recuerdos de los miembros de una generación nacida en dictadura, o que hayan tenido muy poca edad al momento en que Allende fue derrocado. Ante esto un senior viñamarino pidió la palabra y le censuró con amargura al antologador el no contar “la otra mirada”, “la historia completa”, “lo que pasó antes del 11 de septiembre” y “las causas de por qué pasó lo que pasó”. Contardo esquivó con desenvoltura y serenidad el rocket, subrayando que el asunto del libro es el recuerdo y no la historiografía. Esto lo confirma uno de los escritores que componen el conjunto, Álvaro Bisama, cuando apunta en su intervención en el libro que escribe del pasado acumulando retazos.

Las ventajas de un libro compuesto casi en su totalidad por sandías caladas no requieren de mucha explicación. Sí vale señalar que al ser éste un libro de memorias, en el que los autores deben bucear en sus recuerdos sobre el período más nefasto de la historia reciente de Chile, están obligados a ser honestos, sin dejar un centímetro a las cuchufletas y a la pirotecnia narrativa. De esta forma, Volver a los 17 se muestra como una combinación balanceada de intimidad y contingencia, con el relieve propio de cada una de las 15 plumas calificadas que conforman el libro, memorias que muestran marcas comunes como el terremoto de 1985, el caso degollados (otro golpe devastador) o las protestas estudiantiles de fines de los ochenta.

Como conjunto, Volver a los 17 es una sinfonía, posee distintos tonos, distintos colores. La llaneza infantil ante lo terrible de Contardo, Alejandra Costamagna o Nona Fernández contrasta con la ópera ligera de Patricio Fernández Chadwick, quien habla de un tío Andrés que era revolucionario hasta el golpe además de aportar una anécdota de su pasado como nieto de patrón de fundo. Luego se pasa a Rafael Gumucio, desmedido y sentencioso, dando paso a un reverso absoluto, al de Pablo Illanes, quien hace un repaso más liviano, cinéfilo y televisivo de la época. Luego, la periodista Andrea Insunza marca otro giro en el libro, pues se pasa del relato de alguien arrojado al período a un testimonio de alguien que sufrió en más de un flanco el pisotón de la bota militar. Nieta del ex secretario general del PC Luis Corvalán, entre otros parientes comunistas, su relato la pone, tal vez, más cerca del horror que las otras plumas del libro. Es el aria más trágica de esta obra, sin dudas.

Libro eminentemente político, Volver a los 17 es también un libro de padres e hijos. De paternidades incomprendidas, de candores perdidos, de rebeldías y lecciones. De distancias y rebeldías adolescentes que el tiempo supo desvanecer. Lo expone con claridad Andrea Insunza: “De algún modo, nosotros, los niños, competíamos con la dictadura por la atención de nuestros padres. Y en la medida en que crecíamos empezábamos a notar nuestras derrotas”.

jueves, 5 de septiembre de 2013

Corazón delator



Que el castellano es un idioma dinámico y que está en constante cambio no es nada nuevo. Es hasta un lugar común. Pero encontrarse de frente con el proceso, en literatura al menos, no es algo que pase colado. Al contrario, es secretamente llamativo, seductor en su extraña dinámica, la que se puede evidenciar en la obra del escritor Junot Díaz (Santo Domingo, 1968), que hace unos pocos años obtuvo fama mundial con su novela La maravillosa vida breve de Óscar Wao, que le valió a Díaz premios a granel, entre ellos el Pulitzer en 2008.

En República Dominicana la lengua castellana ha evolucionado de forma clara, al punto que es posible distinguir al español dominicano como un dialecto, que se ha nutrido antes de lenguas africanas presentes en la isla, así que como del contacto con el inglés y otras variantes. Pero antes de conducir hacia un terreno agreste como es el lingüístico, volvamos a lo literario, en este caso a Junot Díaz y su libro de cuentos Así es como la pierdes (Mondadori, 2013).

En esta ocasión Díaz, un dominicano que a los seis años emigró a Nueva Jersey, retoma la vida de Yunior de las Casas (presente en Óscar Wao y en el libro Los boys), el desventurado nerd del gueto, que en esta colección de cuentos ha crecido y devenido en profesor universitario, con una vida amorosa plagada de baches y partidas falsas con la que debe cargar todos los días. El recuento de los amores de Yunior transcurre en escenarios diversos. De Nueva Jersey pasamos a Harvard y de ahí a República Dominicana, un país que desde el inicio -el cuento “El sol, la luna y las estrellas”- Díaz mira con desconfianza sardónica. Acá el autor describe un resort dominicano al que asisten Yunior y su pareja, con el propósito de salvar una moribunda relación. El complejo vacacional se le aparece como una fortaleza amurallada al protagonista, al tiempo que nota cómo sus compañeros de balneario pertenecen a la clase privilegiada o a europeos pálidos como galletas de agua, que no han pasado las penurias del protagonista, habituado la pobreza desde pequeño, en un país lleno de “ranchitos y llaves sin agua”. Uno de los rasgos más atildados de estos cuentos y de la literatura de Junot Díaz es poner de relieve la pobreza de su país natal y el desacomodo constante que implica ser un inmigrante de esa isla de miseria en el epicentro del imperio, que promete prosperidad, pero no la otorga fácilmente a aquellos que carecen de redes de apoyo, aún cuando escapen de una isla (incluimos acá a Haití) donde no sólo la pobreza aguijonea a sus habitantes, sino también la historia dominicana, marinada de sangre por la dictadura de Trujillo. La identidad y el sentido de pertenencia se ponen, al menos, en perspectiva.

Tal como las historias cambian de escenario, el autor también maneja los tiempos elásticamente. Desde el presente se viaja al pasado, se refresca como un elemento inseparable del hoy. El Yunior adulto nunca desmerece al niño que fue y que tiene una diáspora en el cuerpo. Este niño se muestra en “Invierno”, cuento en el que un padre dominicano –Papi- trae a su mujer e hijos (acá reaparece Rafa, hermano de Yunior, pero con un reverso amargo al de Los boys) a vivir junto a él a Nueva Jersey, a un departamento chico en donde la familia es prisionera en medio de un paraíso de nieve que los niños solamente pueden ver desde la ventana. Acá se muestra un poco de qué va Junot Díaz en estos cuentos. Yunior crece, luchando contra un entorno que se comunica en un idioma que no conoce, mientras empieza a conocer la infidelidad de la mano de su padre. Yunior intuye lo que pasa, pero deja flotando el asunto, hasta que todo se resuelve con la salida del departamento –otra diáspora- y el abandono a Papi, “Mami lloraba pero nos hicimos los que no nos habíamos dado cuenta. Les tiramos bolas de nieve a los carros que venían resbalándose y, una vez, me quité el gorro para ver cómo se sentían los copos de nieve al caer en mi dura y fría cabeza pelada”.

Pero este conjunto de cuentos está unido por un factor más manifiesto: el amor, o más específicamente las diversas ocasiones en que el multifacético Yunior lo pierde, luego de engañar a cada mujer con la que convive. Llama la atención la violencia con la que el protagonista lidia con las mujeres. La fuerza narrativa que poseen estos cuentos es también ese exceso. Delicadezas aparte, Díaz utiliza el léxico rabioso en pos de reproducir un discurso aprendido e incorporado en la aspereza del gueto y de su entorno familiar, que lucha por hacerse un lugar en la tierra prometida estadounidense, donde los dominicanos ocupan, junto con otras minorías, un lugar harto secundario. Tal vez acá surja la vigorosa figura latina del macho dominante, pero el antídoto amargo de cada episodio de absolutismo masculino es la soledad y la amargura del Yunior adulto, que se le comunica a quien lee de forma directa, sin exotismos del orden la vida loca, o torpes rotondas melodramáticas, sino con afilado slang y agudeza.

Nota aparte es el cuento “Otra vida, otra vez”, donde la voz cambia, el ritmo se atenúa, el registro se amplía, y es una mujer la que cuenta la historia, Yasmin, quien trabaja en la lavandería de un hospital. “Uso guantes para separar las montañas de sábanas. Las sucias las traen las camilleras, todas morenas. Nunca veo a los enfermos; me visitan a través de las manchas y las marcas que dejan en las sábanas, un alfabeto de dolor y muerte”. Acá se ve cómo la promesa de prosperidad se reduce poco más que  a un “sueldo americano, pero un trabajo de burro”.

Volviendo a lo idiomático, vale hacer una mención a la traducción castellana de este libro, un enérgico cambio a las lamentables versiones españolas que le han hecho tanto daño a la literatura de esta parte del mundo. En esta ocasión la tarea era exigente, no era solamente traducir del inglés, sino que estaba la exigencia de no perder todo un entramado de significados, casi un tercer idioma, animado con un ritmo singularísimo. Un ejemplo de esto es “Guía de amor para infieles”, un tour de force en segunda persona (presente en cuatro de los relatos del libro) que comprime y conformar una suerte de big picture  de los cinco años que siguen a un quiebre por infidelidad.

Los trascendencias de este libro exceden el mero catastro de tropezones amorosos. La versatilidad de Junot Díaz permite vislumbrar un entramado harto más complejo que el mero mal palmarés amoroso de un latino en EE.UU. Por el contrario, Díaz abre un forado donde se puede atisbar el desarrollo cultural de un grupo étnico. Así de complejo. Claro, el autor ya pone suficiente en nuestro plato al aportar los ingredientes para pensar en cuestiones como la fidelidad, la sexualidad, la obsesión, la intimidad, el matrimonio y la constitución de una familia. Pero Junot Díaz abre un campo importante, pues está conformando el relato de una cultura, la dimensión literaria de un grupo humano, apremiado por circunstancias terribles, una historia en desarrollo y un futuro incierto.