viernes, 24 de octubre de 2008

Inautenticidad, chacota y siutiquería

Camilo Marks Alonso es un crítico literario con no pocas credenciales, al que se le suele dar carta blanca en sus comentarios en el diario El Mercurio. De hecho Marks (que no opina, sino “dispara”) ha forjado un estilo de crítica que es bastante notorio, y que casi puede ser considerado como una marca registrada. Enfrentarse a un juicio de Camilo Marks es observar a un autor que basa buena parte de su ejercicio crítico en confeccionar catastros de errores de los libros que lee, de forma puntillosa, detallista hasta la saciedad, con el dedo acusador casi siempre en ristre ante la menor pifia, ripio o gazapo.

Valga esta introducción, pues es exactamente lo que hace Eugenio Órdenes Calvanesse, el protagonista de “La sinfonía perfecta” (Ed. Mondadori, 2008), un doméstico crítico literario, cincuentón, solterón, alegón y borrachín, cuya tarea cotidiana es enviar cartas llenas de insultos a los autores de libros que ha detestado, mientras profita de los derechos que ha heredado de su madre fallecida, una celebrada novelista y acreedora del Premio Nacional de Literatura. Una de las autoras destrozadas por Marks, perdón, por Eugenio Órdenes, se involucra con él en una tórrida relación. Paralelamente a la anodina vida de Órdenes está Silvia Fernández, madura profesora de literatura, que se enamora de un alumno, hijo de una vecina de Órdenes, integrantes, junto con otros personajes, de sórdidos triángulos amorosos. El libro remata en una suerte de opereta donde Renato Herrera, el educando seducido por Fernández, su amigo Nicolás Insunza, entre otros, cuentan su vidas.


La lectura de la voluminosa tercera novela del telecrítico Marks deja claro que el autor opta por la impostura, por un lenguaje absolutamente artificioso, amanerado por momentos. Este lenguaje casi teatral y poco verosímil, presente en casi todos los actores del libro, le hace un flaco favor al conjunto. Los personajes hacen gala de una voz acartonada, dando como resultado una novela donde quienes hablan actúan como toscas marionetas a las que se les ven los hilos, y son seres con quienes resulta imposible identificarse. El corolario: inautenticidad total. Por ejemplo, dos jóvenes de veinte años (Nicolás y Renato), corrientes estudiantes universitarios, al conversar hablan más o menos así: “surgían flores perfectas, clavelinas, parece que manzanillones, besitos de rosas, lilas, qué se yo, nunca he sido bueno para la jardinería”, (…) “Como sea, prefiero seguir así, contemplándola hasta la eternidad, antes de que se aburra de mí y decida decir sanseacabó”.

Ante este tipo de siutiquerías infumables, de seguro deliberadas, es difícil no preguntarse hasta cuándo se le toma el pelo al lector mediante la entrega de un producto forzado, arbitrario en muchos pasajes (empezando por el título, un homenaje que Berlioz no necesita) y modelado exclusivamente al calor de las veleidades del autor. Si Marks intentó purificar el lenguaje de la tribu, mediante un libro plagado de una prosa añeja, monocorde y recalentada a medias (quizás pensando en la publicación en España antes que en Chile), desprovista de color local, sin el menor sentido del oído, huelga decir que su fracaso es rotundo y con olor a naftalina.
Es claro que los editores de Random House Mondadori consintieron a Camilo Marks con el mismo laissez faire que El Mercurio le da para escribir sus críticas, lo que en ambos casos es del todo cuestionable, cuando no peligroso. Faltó que el propio Eugenio Órdenes (lejos lo mejor del libro) o algún equivalente en la editorial, leyera con cuidado la novela, la descuartizara línea por línea y le enviara a Marks una misiva infamante, enrostrándole una por una las fallas y caprichos que presenta este libro. Órdenes no habría dejado pasar las erratas del volumen, la suficiencia con la que los personajes opinan de todo y cuando se les da la gana, la desconexión total que Marks tiene con el habla cotidiana, la chacota desparpajada de mandarles recados a los alumnos que el autor tiene en la vida real en la U. Diego Portales, y un largo etcétera.
Camilo Marks señaló en la presentación de este libro que “las novelas dan para absolutamente todo y al que no le guste tendrá que tener paciencia”. Pues bien, sorprende a estas alturas que Marks no tenga meridianamente claro que la paciencia del lector tiene límites muy acotados, y que el abuso libresco raramente se tolera. Camilo Marks escribió un libro “a su manera”, pero es indudable que él no es un Frank Sinatra de la literatura, y está muy lejos de serlo.

Camilo Marks
“La sinfonía fantástica”
Ed. Mondadori, Santiago, 2008, 469 págs.



*Publicado originalmente en El Periodista N° 159, 24 de octubre de 2008

viernes, 10 de octubre de 2008

Que duerman los nenes

Como un esperado aguinaldo dieciochero llegó hace un tiempo a las librerías el libro “Los nenes”, segunda novela del director espiritual de The Clinic, Patricio Fernández, y que, para más gazuza del respetable público, llegó editada por el reverenciado sello español Anagrama. Pero la salivación de los lectores (en especial de esos que devoran mechadas palta en el Liguria, crudos en el Lomit’s, o se emborrachan en El Parrón) se vio primigeniamente exacerbada por la promesa de palos, la sangre en el ojo, la venganza implacable que caería sobre el autor Gonzalo Contreras, quien involuntariamente acuñó el dudoso título “Los nenes”, en una invectiva contra el escritor Germán Marín y sus “boys”, a la sazón promotores del autor de “Basuras de Shanghai” al Premio Nacional de Literatura. Supuesto mazazo para Contreras, supuesto sobajeo de lomo para las amistades de Fernández y verdadero palo al bolsillo de la gente, pues la novela, aunque es una edición chilena, cuesta carísima. Una ofensa al ya atribulado bolsillo nacional.
Pero hay que ir al texto, hay que remitirse a la novela. La pobre y localísima chimuchina chilena no tiene la fuerza para impactar en España (menos mal), con suerte trasciende el ámbito santiaguino, así que podríamos descartar al comidillo o al morbo como móvil de publicación. Jorge Herralde se ha caracterizado por tener buen ojo literario y por ser poco sobornable, así que alguna otra cosa debió haber en el libro de Fernández, y que debería residir en el texto. Pero, tras leer el libro se nota inmediatamente que faltó un editor competente, y también un corrector de pruebas. La lista de descalabros de forma y fondo es copiosa.
Vamos viendo. Faltó un editor que le dijera a Fernández que sus personajes no tienen densidad o desarrollo alguno (Iribarren y Miranda juntos no hacen uno). Faltó un editor que le dijera a Fernández que la puntuación de su novela es deplorable (¡cinco carillas sin un punto aparte!) y que su estructura es fallida. Faltó un editor que le dijera a Fernández que la arbitrariedad es habitual síntoma de la ausencia de calidad en un escritor. Faltó un corrector de pruebas medianamente despierto que no dejara pasar gazapos groseros como “Oscar Hahn”, “Eliodoro Yánez”, “yernas”, “entero de gins”, “John Cusak”, “peñiscando”, entre otros. Faltó un editor que le dijera a Fernández que las loas a los hoteles de la cadena NH se ven poco dignas y levantan sospechas, y que mejor debiera haber construido sus personajes antes que piezas de hotel. Faltó un editor que le dijera a Fernández que practicar el product placement en una novela es de pésimo gusto. Faltó un editor que le advirtiera a Fernández el tono desagradable y pendejo de muchos de los gratuitamente soeces diálogos de sus personajes, lo cuestionable que es meterse con nombre, apellido y primera persona en la narración sin “mojarse el potito” y mostrarse como un omnisciente rector del paupérrimo y taquillero anecdotario de sus amigotes, que no prendió con el débil volador de luces pinochetista. Faltó un editor que hiciera notar lo desprolijo que es anteponer artículo a un sustantivo propio (“la” Claudia). Faltó un editor que le soplara a Fernández que el relato de la celulitis de Gastón Miranda, y la pormenorizada y exasperante exposición de la salud venérea de Rafael Gumucio (en adelante “El Rafa”) constituyen una evidente y vergonzosa falta de recursos del autor, amén de una tomadura de pelo al lector. Faltó un editor que le hubiera aclarado al autor que una sarta de desinflados copuchenteos de baja estofa y pegados con moco dista mucho de constituir una novela decente. Faltó un editor que ante este manuscrito hubiera dicho “no, gracias” o “que pase el siguiente”. No sorprende que Germán Marín haya tomado distancias ante este libro. Y no sorprendería que Rafael Gumucio o Roberto Merino también lo hicieran.
Algunas palabras para el sello capitaneado por Jorge Herralde (nadie querrá estar en sus zapatos cuando intente meter este libro en México o Argentina). Circula la noción de que todo lo que hace Anagrama es bueno, casi como un Midas editorial. Falso, pero no por esta descartable novela de Patricio Fernández, pues ya ha habido otros patinazos, generalmente venidos desde Francia. Pareciera que publicar en Anagrama, es también sacar una póliza de garantía contra habladurías, un certificado, un salvoconducto que abra todas las puertas y calle todas las bocas. No es así. Mas es indesmentible que el grueso del catálogo de Anagrama es de sumo interés y de encomiable calidad. Mejor será hablar de “excepciones a la regla”. Mejor será dejar pasar a estos “nenes”.


Patricio Fernández
“Los Nenes”
Ed. Anagrama, Santiago, 2008, 175 págs.


*Publicado originalmente en El Periodista N° 158, 10 de octubre de 2008