miércoles, 30 de mayo de 2012

Guatón enamorado



Bien, tenemos en Nunca (Emecé, 2012), opera prima del periodista nacional Patricio Urzúa (Santiago, 1977), una novela apocalíptica y pop. Sí, otra más, pues antes Álvaro Bisama y Mike Wilson (iluminados por Bolaño y su 2666) le sirvieron al lector ese arreglado. Entonces, de entrada, este libro propone un desafío claro: ver si logra rebasar a sus antecesores findemundistas, superar a novelas que comparten un recurso sobreexplotado y que generó productos cuestionados en más de una ocasión.
En Nunca, la historia no tiene muchos dobleces complicados. Es protagonizada por Ricardo, un obeso y solitario crítico de arte, que vive una vida bien amarga, donde las mujeres son su principal fuente de tormento. Enamorado perdidamente de una chica que no lo quiere lo mismo que él a ella, y perseguido por la ausencia de una hija y su madre, Ricardo escribe un catálogo de pinturas contemporáneas para una revista. En el ínterin el mundo se empieza a acabar, a ser devorado por una mancha, por un vacío, que el protagonista llamará, de ahí en adelante, la “Claridad”. inna revista.e tormento. rdidamente de una chica que no vida m
La historia no tiene muchos dobleces, por lo que Urzúa opta por recurrir a la imaginería, a la descripción pictórica como su argumento más potente. Urzúa pone por escrito una pinacoteca, tanto en los cuadros de los que se hace cargo Ricardo, pero especialmente por la serie de postales de la vida diaria, de los tipos humanos que se relacionan con el protagonista, empezando por las mujeres, desde luego inalcanzables, pasando por los amigos de Ricardo, sumidos en la excentricidad, como aquél que sostiene una relación con una muñeca inflable (uno de los guiños al pop, a la película Lars and the real girl, en este caso). Así las cosas, Urzúa aporta una poética distinguible, una poética de postal, de perfil. Postales en medio del abandono, de la tristeza, de un spleen contemporáneo. Hastío que tampoco es nuevo, en todo caso. Hace ya varios años que la literatura local smells like teen spirit, e intenta formatear un vacío, un sinsentido vital donde nada importa mucho, y que en esta pasada se rompe de forma violenta con el deus ex machina cataclísmico que introduce el autor.
Pero más allá de ponerle alfileres y señalética específica a la visualidad que propone el autor en este libro, tal vez vale más la pena relevar que es la tristeza la marca de agua que signa este relato, por sobre la manida y forzada maroma apocalíptica o el intercalado de un catálogo de pinacoteca. Tristeza que se desvanece solamente con una calamidad bíblica, lo que indica su profundidad, su insospechada extensión. Dado que la novela carece de abismos argumentales, si sacamos el fin de mundo como elemento central, tendríamos una novela de más de mil páginas, sin desenlace visible. Así pareciera que es la desazón, el malestar silenciosamente amargo, emo y melancólico que vive Ricardo, un continuum sin solución aparente, sin luz al final de un túnel que el autor opta por dinamitar, Armagedón mediante, “La cocinera hace su labor pacientemente mientras afuera el mundo se acaba: el problema es que el mundo se acaba todos los días, despacio, como una vela que se consume, y por eso a ella no le queda más que seguir con su trabajo, igual que a cualquiera de nosotros. El apocalipsis, entonces, queda convertido en algo cotidiano”. El fin de mundo instalado en esta novela, opera como una conveniente caída de telón ante una obra que podría mantenerse hasta el infinito.
Fragmentos como el anterior confirman que Patricio Urzúa muestra en sus páginas una honesta condición humana de estos días, aún cuando lo vista con ropajes manoseados y meridianos, vestidos de lentejuelas que, comercialmente, brillan más que la historia de un guatón solitario que engulle todas las mañanas un desayuno propio de la halterofilia. En Nunca pareciera que los personajes se salvan o se condenan si están acompañados o solos, respectivamente. Infinitamente menos compleja que libros como Señales que precederán al fin del mundo, del mexicano Yuri Herrera, y algo más densas que canciones como It’s the end of the world, de REM (ya que estamos en la cantinela pop), Patricio Urzúa propone que la soledad es el gran desastre, disfrazado por la cortina de humo de la hipercomunicación tecnológica (conflicto cliché, dicho sea de paso), “Este es el presente. Este es el presente de días iguales unos a otros, días sin diarios, días en que la podredumbre avanza por el mundo. Es un presente que no se quema, porque no hay mañana. O mañana es idéntico a hoy y entonces da lo mismo”. ,﷽﷽﷽﷽﷽﷽﷽﷽che sel autorse rompe de forma violenta con el
La habilidad narrativa de Urzúa llama la atención, genera expectativas, sobre todo si a futuro será capaz de superar los expedientes y adornos trillados, y aportar una propuesta donde la originalidad sea otro rasgo a destacar.genes﷽﷽﷽﷽﷽malmente por la pintuca, tanto en los cuadros de los que se hace cargo Ricardo, as



Patricio Urzúa

“Nunca”

Emecé, Santiago, 2012, 160 págs.

jueves, 24 de mayo de 2012

Todo un inmenso jardín

En poesía, por lo general nada cambia tanto. Los caminos por los cuales se conduce el idioma, el lenguaje, suelen ser los mismos. Los destinos también. Lo que sí permite ver nuevos pliegues es la forma en que cambian los tránsitos hacia esos destinos, cómo son los desplazamientos por esas vías de escape. Algo en este sentido ocurre con Cajita americana, primer poemario de Luz María Astudillo (Santiago, 1981) editado por el sello Cuneta, que el pasado año 2011 editó uno de los mejores libros de poesía que se haya publicado en mucho tiempo, escrito por uno de los poetas más indiscutibles de su generación, hablamos de Colonos, de Leonardo Sanhueza.

Volviendo a la poesía de Luz María Astudillo, los poemas contenidos en Cajita americana destilan la urgencia de nombrar, la premura de significar con palabras e imaginería coherente, un presente, una circunstancia, una lucha. Así devela la lectura de este breve volumen de poemas, que son un debut, un estreno que da cuenta de lecturas previas, de citas, de tributos y reescrituras, sobre todo a poetas chilenas.

Con estas premisas la autora entra de lleno en la cancha poética, haciéndose cargo de los temas grandes, esenciales, como lo son el amor, el abandono y la miseria, realizando un contrapunto entre el panorama sombrío de un continente, y el de, digamos, una interioridad. De esta forma, Astudillo logra destilar una estética, mediante una imaginería distintiva, signada por la desventura y el desamor, que ornan un declive continental que parece inevitable, “ella está sentada bajo la sombra/ del único árbol,/ sabe que la lluvia no limpiará/ las últimas marcas de las rodillas/ pero insiste en enterrar/ el cielo es un espejo húmedo/ que devuelve imágenes manipuladas. (…) y todo es un jardín construido/ bajo el último derrumbe”.

El camino que traza Luz María Astudillo es claro, el dolor de todo un continente, de un pueblo, de una mancomunidad que sufre no solo de abandono sino también de un vicio americano a más no poder, el eufemismo y las luces de los discursos oficiales, que distorsionan la vista, y entrampan la comprensión, “poder decir naufragios/ sin pensar América/ el ombligo de otros continentes/ muerte/ y espectro,/ la infancia/ que no fue una fiesta/ no nombrar, aunque/ sigan vivos los fantasmas (…) la cajita americana/ escondida/ bajo el colchón,/ el rumor de todos los pueblos dormidos”. La reconstrucción de la historia –de todas las historias, o cualquier historia- es también un proceso doloroso, “olvidas/ que buscar el origen/ es deslizarse por las costuras/ de cada herida,/ dormir territorios/ para después incendiarlos”.

El origen que nos muestra la autora es el mismo, ya sea para el continente o para quienes como individuos lo constituimos, el dolor como punto de partida. Esto no es nada nuevo, el sufrimiento como destino manifiesto de todo un pueblo, adornado de miserias, fantasmas y mentiras, donde ni siquiera el lenguaje basta, “No todo el espacio/ comprendía nuestro lenguaje mudo/ clavado como aguja dentro de cuerpo,/ el hilo frágil que mecía la historia/ que no era historia sino silencio, / la espera”. En Cajita americana Luz María Astudillo logra rebasar el turismo y la falacia política, y compendia brevemente rasgos distintivos del carácter de un continente, muchas veces contrahecho, muchas veces embaucado, y que, también en más de algún momento, se ha puesto de pie mediante el lenguaje. Astudillo desliza un tono de denuncia, de queja profunda, ancestral, de reclamo contenido, tal como suele retratarse Latinoamérica. Un reclamo contenido, pisoteado quizás, tras las bambalinas de los carnavalescos discursos oficiales. La revisión de un gran panorama que no deja de lado lo interno, lo íntimo, uno de los factores que convierte a Cajita americana en una entrega interesante, promisoria, para ponerle ojo.

Luz María Astudillo
“Cajita Americana”
Ed. Cuneta, Santiago, 2012, 38 págs.


*Publicado originalmente en Revista Intemperie, 24 de mayo de 2012

jueves, 10 de mayo de 2012

El libro del amor



Empezaremos con una referencia manida, pero que vale: la de Roberto Bolaño. Hace más de una década, el extinto autor de Nocturno de Chile, le advirtió al público de ese entonces que había que ponerle ojo al narrador guatemalteco Rodrigo Rey Rosa (1958). El ojo clínico de Bolaño no erró, y hoy este autor, de reciente paso por nuestro país, es una de las voces narrativas más importantes de nuestro idioma.
            La calidad narrativa de Rey Rosa se evidencia en su última entrega, Severina (Alfaguara, 2011), la historia de un librero que un buen día cae enamorado de su lógica némesis, una enigmática ladrona de libros, que, desde luego, tiene toda una vida oculta, junto con un abuelo que va cubriendo los costos de los hurtos. Diestro en el manejo del ritmo, la historia dispuesta por Rey Rosa fluye fácil, cotundente. En poco más de cien carillas, la historia se desenvuelve dando pie a una aparente obsesión amorosa, pero en realidad el autor logra retratar con maña los límites que un hombre enamorado está dispuesto a cruzar, sin ser culpado y sin arrepentimientos.          
La gracia de Severina está en que el centroamericano sabe mezclar en la proporción correcta, la acción y las referencias literarias (Borges igual dice presente y el pie forzado, el gancho de este libro es el robo literario), ingrediente tan apetecido en los platos librescos de nuestros días, y que muchos escritores inexpertos le cargan la mano a ese cilantro que termina de arruinar la lectura. Esto mismo sucede con Rey Rosa, algo más allegado en esta ocasión al lector de a pie que al experimentado, aportando una narración sin grandes riesgos, sin aparatosos experimentos, y sí con un argumento más, digamos, amable. Además Rey Rosa, al optar por una concentración narrativa (contención que seguramente ha de haber exigido el esfuerzo del autor, si aventuramos la “cocina” del libro), cuida que, aunque los personajes son enigmáticos y emprenden acciones alejadas de lo racional, se escapen de la comprensión del que lee.
            A fin de cuentas, Rey Rosa entrega una historia de amor, que no habla del todo del amor; una de las exclamaciones del protagonista, “varias tardes estuve esperándola. ¿Por qué estaba seguro de que volvería?, me preguntaba. No lo sabía”. Con poco maquillaje, con el tinte justo de lo libresco (otra perla: “las librerías son como gusaneras de ideas. Los libros son como bichos que vibran y murmuran”), y con el misterio y la duda dosificados, Rey Rosa se despacha una novela sobre libros, que no habla tanto de libros (aunque los más entusiastas tal vez correrán por un Mario Praz, o revisitarán a Borges). Es la gracia de Rodrigo Rey Rosa y su Severina, una alucinación, una colección de apariencias, un delirio amoroso de un protagonista al que es injusto apuntar con el dedo. Se podría coronar este comentario diciendo que menos es más, pero para qué más.
                         

Rodrigo Rey Rosa

“Severina”

Alfaguara, Madrid, 2011, 104 págs.