viernes, 19 de diciembre de 2008

Queremos tanto a Pedro

¿Qué podemos decir a estas alturas del partido de Pedro Lemebel? Seguramente usted, querido lector, como persona informada que es, habrá oído hablar de ese escritor excéntrico, o de ese escritor maricón (según la fuente de su información), de esa loca que escribe crónicas, y ha escrito crónicas desde hace años. Pues bien, debemos seguir oyendo a Lemebel, y debemos seguir leyéndolo, puesto que ha salido al mercado la última entrega del autor, “Serenta cafiola” (Seix Barral, 2008). El volumen, en coqueto rosado, reúne un nuevo conjunto de escritos, muchas de ellos publicados en el diario La Nación Domingo, en esa sección desternillante y aterradora que es “Ojo de loca no se equivoca”.
¿Qué podemos decir, reitero, de Lemebel? Algunas cosas. Primeramente que es una maestra de la crónica, una profesora bastarda que aventaja a muchos en el género también algo bastardo, mezcla de muchas cosas, conclusión de ninguna de ellas. A la vez Lemebel se encasilla solita en un sitial que nadie le podrá quitar, aunque muchos han tratado de emular, especialmente poetas jóvenes, que recogen la estética sucia y fleta del diminutivo, del encuentro sexual feroz, del encontronazo caliente en el Santiago de pelaje medio. Digamos otra cosa, y pongámonos los ropajes del telecrítico mercurial, que con arrogancia y autoritarismo se las da de guardián sabueso de la lengua castellana, y expongamos acá, con no menos propiedad, que hoy Pedro Lemebel le hace un favor tan grande al castellano, como grandes y anchas son las calles de la ciudad en que circula y croniquea. Un favor en neologismos y adjetivos festivos, un favor en ritmo y música, un favor muy mal visto como “barroquismo”. Hablemos del autor, loca consagrada, loca valiente como pocas, como ella sola, sola en su alma castigada. Hablemos también de ese desborde honesto y sincero, de ese exceso rokhiano por momentos que signa su escritura inoxidable, de ese desborde que es arte, que es oficio.
Interesante es el prólogo (si podemos considerarlo así) de “Serenata Cafiola”, “Podría mejorar el idioma metiéndome en el orto mis metáforas corroídas, mis deseos malolientes y mi desbaratada cabeza de mariluz o marisombra”, desembucha Lemebel, confesando un pecado que no necesita perdón, como pidiendo disculpas por utilizar una vez más el esquema que, en el mundo literario, lo ha convertido y consagrado en lo que es. Interesante también y siempre sano es como este libro (casi todos en verdad) de Pedro Lemebel actúa como antídoto a la porfía pop de convertir a los 80 en marca, en artículo de consumo, en la patraña melancólica lista para la venta. Lemebel es la conciencia de esos años tristes y duros para el chileno de entonces, en los que el Mapocho se “rebalsaba de cadáveres con un tiro en la frente”; es el contraluz del brillo publicitario que intenta, a punta de merchandising y seriales televisivas, maquillar una realidad que, de horrenda que es, preferimos ocultar entre la alfombra y el piso de flexit.
Y más interesante todavía es el conjunto de textos, crónicas signadas por la música, en las cuales Lemebel hace un recorrido por temas y cantantes que fueron un pilar asiuticado y popular de su educación sentimental y son la banda sonora de su recorrido por los años en que el país pasa de ser provinciano a globalizado, dictatorial a democrático, así como asistimos a la muerte de la mami de Lemebel, y la insobornable denuncia que hace en estas y otras páginas suyas. Qué manera de hacer política, qué manera de superar los discursos de pacotilla que mucho concejal de tercer orden lanzó en el marco de la elección municipal de hace un tiempo.
Lector apreciado, no camine, corra a por su ejemplar de Pedro Lemebel. Desprecie al pirata cunetero, si le ofrecen este rosado libro, cómprelo en librerías. Alguna vez, Alejandro Zambra dijo que Lemebel como cronista rara vez desentona, agreguemos –ya que este libro gira en torno a la música- que Pedro Lemebel siempre da la nota alta, pero sin desafinar.

Pedro Lemebel
“Serenata cafiola”
Ed. Seix Barral, Santiago, 2008, 237 págs.


*Publicado originalmente en El Periodista N° 163, 19 de diciembre de 2008

viernes, 5 de diciembre de 2008

Literatura por KO

Una muy agradable sorpresa, querido lector, apareció en los anaqueles de las librerías nacionales hace un tiempo. Se trata del libro “El fumador y otros relatos”, un pequeño volumen, editado por la editorial Mondadori, obra del escritor chileno Marcelo Lillo, un escritor anónimo, poco conocido, y saludablemente sigiloso, que se las ha arreglado para atraer loas y elogios desde la crítica chilena, sino también suscitar una lisonja del venerado crítico español Ignacio Echevarría, quien asombrado por el talento que exudan los cuentos de Marcelo Lillo, se abocó a la tarea de editar al autor en España, lo que no costó mucho, pues la calidad patente suele venderse sola. Lillo ya se ha adjudicado galardones por su más que correcta escritura, a saber el Premio a las Mejores Obras Literarias 2007, otorgado por el Consejo Nacional del Libro y la Lectura, en categoría cuento inédito, o el de Revista Paula en 1999 con “Hielo”. Hoy, con 50 años, llega a las librerías chilenas y españolas. Y seguirá llegando.
La gran gracia de Lillo (radicado cómodamente en la zona de Valdivia) es que no hace perder tiempo al lector. El conjunto de relatos está desprovisto de pirotecnias, mariguanzas verbales o lingüísticas, floreos de vanidad o aleteos de especie ninguna. Literatura directa, literatura sin rodeos, sin preámbulos, sin perdices emborrachadas. Un ejemplo, del cuento “La felicidad”: “Llorábamos porque creíamos que nos íbamos a morir y eso nos alegraba y aterraba al mismo tiempo, una de esas raras mezclas que hacen que la vida no tenga otro nombre”. Relato puro. Sinceridad, transparencia, casi como eslogan de elección municipal, pero con la diferencia de que con Lillo no hay dobleces ni concesiones, en cambio con los señores políticos, ni hablar. El autor sirve una mesa, pero no hace como ciertos cargantes garzones del Mercado Central, que atosigan al transeúnte con el menú del día. Si se quiere servir, hágalo, de lo contrario, siga, pareciera decir Lillo.
Más que economía verbal o estructuras narrativas bien armadas, en estos relatos hay fuerza y valentía, y no meros gestos o atisbos de coraje, sino que Lillo es corajudo pues no se deja nada atrás. Más que sugerir o recrear sentimientos, Marcelo Lillo logra toda una transmisión de lo vivido en el relato, teniendo muchísimo más éxito que esos deslavados e inanes últimos intentos del cine chileno por relatar “lo real” o “la realidad”, que se van más en la narración callejera y garabatera antes que otra cosa. Si fuera artista plástico, diríamos que Marcelo Lillo es un maestro del dibujo, y cómo no hacerlo, con párrafos como este, del cuento “40 caballos”: “Aún hoy, cuando recuerdo aquella ciudad, puedo sentir el olor a barro que salía del río, oigo el picoteo de la lluvia en los techos y escucho los gritos de la muchedumbre congregada en el gimnasio los sábados por la noche cuando se escenificaban los combates de box”.
Pero tal como lo hace el sureño Marcelo Lillo, estimado lector y lectora, esta crítica no se irá por las ramas, sino que ascenderá por el grueso tronco. Muchos otros redactores en medios de diversa índole practicaron el name dropping tras leer este libro. Raymond Carver, por supuesto fue el top of mind, pero también otros estadounidenses como Hemingway, o rusos como Chéjov saltaron al ruedo para ponerlos en filita junto a Marcelo Lillo. Hasta el ondero Leonard Cohen y chapas altisonantes como “Realismo sucio” salieron por ahí. Y, como no podía ser de otra forma, lo metieron a Lillo en un ring con Bolaño (a estas alturas el hámster de control de todos los experimentos que vengan en literatura chilena), porque a Lillo lo han sindicado como la encarnación de “Sensini”, ese memorable personaje que sobrevivía a punta de concursos literarios. Pues bien, caigamos en el chabacano e irresistible juego de las comparaciones, e invistamos a Marcelo Lillo como el “Carver chileno”, el “Hemingway de Niebla” o el “Chéjov del Calle-Calle”, (cualquier mote de esta laya se lo ha ganado de sobra sólo por aportar relatos como “Hielo” y “40 caballos”). A Marcelo Lillo no le importará.
Hay que leer a este Lillo, querido lector, tal como entonamos el himno compuesto por Eusebio o solidarizamos con las causas-cuentos de Baldomero. Cómprelo en librerías (la edición está a un precio más que accesible) y no en las cunetas. Léalo, no le tomará mucho, y como le quedarán minutos, reléalo. No se arrepentirá, no perderá tiempo ni dinero.


Marcelo Lillo
“El fumador y otros relatos”
Ed. Mondadori, Santiago, 2008, 130 págs.


*Publicado originalmente en El Periodista N° 162, 5 de diciembre de 2008

viernes, 21 de noviembre de 2008

El canon de Bisama

Empecemos con una pregunta y su inmediata respuesta, mi muy querido lector, ¿Hace canon el crítico literario, escritor y profesor chileno Álvaro Bisama (1975)? Sí, lo hace. El expediente es la novedad “Cien libros chilenos”. El volumen, editado por Ediciones B, es un catastro de cien libros nacionales, elegidos mediante el criterio exclusivo y excluyente del gusto de Bisama, pie forzado que es explicado en detalle tanto en el prólogo de este libro, así como en la entrevista que a la sazón apareció en Revista de Libros de El Mercurio -donde Bisama tiene su columna “El comelibros”-, realizada por Pedro Pablo Guerrero, su editor, en un ejercicio similar a como si Marcelo Bielsa le hiciera una entrevista elogiosa a Gary Medel o al “Chupete” Suazo.
A todo esto ¿qué diablos les pasa a ciertos comentaristas y autores de libros con la palabra “canon”? ¿Por qué huyen de ella como de la peste? Pareciera que preferirían –con algo de alivio, incluso- ser acusados de pedófilos antes que de canónicos. Bisama también huyó –y huye- del canon, se deshizo en pretextos y excusas en la mentada entrevista mercurial, y hace lo propio en el prólogo del libro, que es “más una pregunta que una respuesta”. Más curiosos todavía son los lugares en los que Bisama hace la pirueta del desmarque de cualquier cosa que huela a canon. Primero lo hace en El Mercurio, el medio autoritario (véase “El diario de Agustín”), sancionador y canonizador por antonomasia y luego en este volumen, producto de una editorial multinacional.
Álvaro Bisama, que, aunque le pese, escribe cómodamente instalado y empapado del imperio de la columna mercurial, ya con el solo hecho de discriminar libros, de escoger a unos y desechar a otros, hace canon (hasta usa la palabra en varias de las reseñas). Y más todavía, cuando ese cedazo se traduce en un libro publicado por una casa editora que tiene capacidad de esparcir ese catastro como el viento esparce esporas por el cielo primaveral. Bisama hace canon a pesar de que este libro sea producto de ese, en apariencia, inocuo ejercicio de “viajar” por la propia biblioteca, a lo Pierre Jacomet. Y ese canon es más suyo que ninguno, pues está la impronta pop, la impronta cool, freak, o cualquier otra ondera palabreja anglo de moda. Instalar a Condorito y a Mampato en el mismo saco que Alone o Alonso de Ercilla, es un ejercicio similar a ese que hace la gente que apenas compra o recibe un libro lo estampa con su nombre, en letras grandes ojalá. El libro es mío. Y este canon tiene “Álvaro Bisama” written all over it. En este sentido, pareciera que Bisama se ataranta en estampar su rúbrica caprichosa de, por ejemplo, meter majaderamente el cómic hasta en la sopa.
Volvamos atrás, estimado lector, y preguntémonos: ¿Hacer canon está mal? No. Bisama hace canon, empero uno extraño, despeinado, con la camisa afuera, pero críptico en su tono, de barroquismo técnico, de ambigüedad ampulosa, oscura e irresoluta. Y lo hace, además, con la olímpica obliteración de la eterna pelotera entre crítica periodística v/s crítica académica, es decir, entrega cien reseñas que no dan para un texto de referencia para investigadores, pero que tampoco servirán para la perentoria tarea de envolver pescado. Bisama es un lector voraz (de hecho se “come” los libros), pero su gazuza libresca cojea en un aspecto clave: no se logra transmitir al lector. Digamos que Álvaro Bisama tiene pluma diligente y tuvo en esta pasada una editora de cartel, como Andrea Palet; con todo, si hay que recomendarle una lectura a Bisama, esta es “La mano del teñidor”, esa estupenda obra de W.H. Auden, y más específicamente el apartado llamado “Leer”. Ahí se señalan importantes máximas, que, de haber sido seguidas con atención, habrían trastocado esta publicación. Asimismo, una división capitular por épocas y no por obras, habría sido un aporte, un orden, pues se ve que el autor sigue un hilo cronológico que no se aprovechó.
Del criterio de selección ni hablar, ya no se puede, es incluso de mal gusto, como arriscar la nariz ante el plato que nos convidan, cuando somos visita. De todas formas, basta decir que el criterio aquí es el exclusivo y arbitrario gusto del autor.
Veleidades de Bisama, veleidades extremas que son siempre una apuesta riesgosa. Uno se pregunta, si en vez de publicar cien reseñas pretendidamente heterodoxas de más o menos tres carillas cada una, ¿no hubiera sido mejor haberlas fusionado y dividido por períodos y no títulos? Se asume que Bisama tiene pasta y credenciales para superar el trabajo exploratorio y poco decisivo que ha entregado en esta pasada, un mucho apretar para poco abarcar. Seguiremos esperando.


Álvaro Bisama
“Cien libros chilenos”
Ediciones B, Santiago, 2008, 313 págs.


*Publicado originalmente en El Periodista N° 161, 21 de noviembre de 2008

domingo, 9 de noviembre de 2008

Rumiante superstar

Al leer “La vida de una vaca” (Planeta/Seix Barral, 2008), tercer libro del periodista chileno Juan Pablo Meneses (Santiago, 1969), viene a la mente un sketch del inclasificable y genial actor argentino Alfredo Casero, en el que las hacía de un lector de noticias que debe improvisar en cámara, ante una falla técnica que quema todas las notas del informativo. La primera cosa que a Casero se le viene a la mente es hablar del asado, “una pasión nacional que nos deja atónitos y que siempre estará en el corazón de los humanos”. El libro de Meneses –célebre desde que acompañó a Los de Abajo y sufrió la paliza que les dio la policía argentina en la Libertadores 1996 en cancha de River-, es, quizás, la documentación de esa pasión nacional, de algo que está en el corazón, mente y billetera de los argentinos, un estilo de vida que tiene alcances insospechados, y que van mucho más allá de un pedazo de carne bien jugosa.
Antes de entrar en el texto, cabe hacer alcances formales, bastante llamativos dados la calidad de la pluma del autor y el abolengo de la casa editora. La cantidad de faltas de ortografía, gazapos, y frases mal redactadas es sorprendentemente alta, lo que desde luego es una falta bastante fea, sobre todo ante un autor que ha concebido un texto con un estilo depurado, ágil, sustancioso y entretenido. La labor de edición simplemente no estuvo a la altura. A propósito, el 24 de octubre de 1929 cayó jueves.
El libro cuenta la historia de “La Negra”, una vaca que Juan Pablo Meneses adquirió en Argentina (país donde vive desde 2002) por 70 dólares, para seguir de cerca la evolución del vacuno, el cual, multiplicado por millones, son el émbolo que regula la vida económica y social de nuestros vecinos allende los Andes. En los tres años que el reportero dedica a la investigación, hace un análisis a fondo al peso que tiene la carne para los argentinos, país que eleva al lomo a la altura del fútbol o el tango, y en el que la variación del precio del kilo de asado puede botar a un gobierno de la Casa Rosada.
“La vida de una vaca” es del todo representativo de lo más granado del género crónica, que en el continente latinoamericano pareciera estar floreciendo con singular fecundidad, no sólo por la pasta que muestran los cronistas -corresponsales freelance que han superado las “muletillas” Bukowski o Hunter Thompson, con pantalones largos, la maleta empacada y el pasaporte siempre a mano para partir a donde sea que la historia los guíe-, sino también por el surgimiento de revistas (como Gatopardo, SoHo y Etiqueta Negra, entre otras) y editoriales que dan cabida al trabajo de los periodistas portátiles (como se autodenominó Meneses).
El autor ha creado un libro digno de ser parangonado con la mejor crónica, que no es otra cosa que el feliz y balanceado cruce entre una escritura elegante, sutil y provocativa y una investigación original y concienzuda, plena de datos, información, entrevistas. Un trabajo reporteril transformado con habilidad y novelado con una capacidad singular, a lo que se debe sumar aquellas delicias del periodismo del siglo XXI, la instantaneidad y ese plumazo borrador de fronteras: Internet. Meneses no solamente sembró las revistas latinoamericanas de crónica con las vicisitudes de su rumiante, sino también el crecimiento de “La Negra” pudo ser seguido en tiempo real gracias a las constantes actualizaciones de un blog destinado a tal propósito, donde la principal interrogante –si la vaca terminaría sus días sobre las brasas o pastando hasta la muerte-, fue el gancho que pescó a todo un continente, sacando ronchas entre los vegetarianos recalcitrantes, aguando las bocas de los parrilleros angurrientos y corriendo el velo a una sociedad farsante ante el cotidiano carneo de reses.
Sobre el fin de la vaca, nadie sabe nada a ciencia cierta. El libro no revela su fin y la deja pastando en los campos de La Plata. En un diario colombiano trascendió que “La Negra” se transformó en sabrosos bifes. Nada de esto importa, el juego admite estas y todas las hipótesis, pero lo realmente trascendente es el gran trabajo periodístico de Meneses, notable en el texto, soberbio en los efectos en los lectores. Quedan un gran libro y un hecho harto novelesco: Latinoamérica estuvo pendiente de una vaca pastando.


Juan Pablo Meneses
“La vida de una vaca”
Planeta/Seix Barral, Buenos Aires, 2008, 234 págs.


*Publicado originalmente en Dossier N° 7, octubre de 2008

viernes, 7 de noviembre de 2008

Adiós, muchacho

Ya que los Premios Nacionales están de moda, dada la reciente entrega del máximo galardón de las letras criollas al poeta Efraín Barquero, bien vale detenerse en el comentario respecto de la obra de otro laureado, el desaparecido Volodia Teitelboim (1916-2008).
Teitelboim se llevó el Premio Nacional en el año 2002, y a partir de eso, la Editorial Universitaria, en su excelente colección “Premios Nacionales”, ha reeditado el primero de los tomos de sus memorias, “Un muchacho del siglo XX” (1997). Hijo de ucranianos, Teitelboim es y será recordado tanto por su carrera política, así como por su literatura. Sufrió todos los avatares que los militantes del PC padecieron durante un siglo XX cuya segunda mitad fue particularmente amarga para los militantes de la hoz y el martillo (desde la Ley Maldita de González Videla hasta el 11 de septiembre de 1973), y en lo personal, mucho se habló del bullado “divorcio” que tuvo de su hijo adoptivo Claudio Bunster, quien decidió cortar contacto públicamente con el poeta y ex senador, cuando se enteró en 2005 que Teitelboim no era su padre biológico.
En literatura (su amante clandestina a espaldas de su mujer legítima, la política, según el mismo Volodia) su aporte fue indiscutible, y se inició con la primera gran polémica literaria del siglo pasado, la edición de la “Antología de poesía chilena nueva” (1935) junto a Eduardo Anguita, que sacó chispas entre los pesos pesados de los versos criollos (la tríada guerrillera Neruda-Huidobro-De Rokha) y que fue el inicio, para ambos, de una vida ligada a la escritura al mismo tiempo que fue el principio de una senda que los llevaría a ganarse un lugar destacado en el panteón de los literatos nacionales.
Porque no fue la poesía lo que más cultivó el chillanejo abogado, periodista y novelista Volodia Teitelboim (no se deben olvidar su labor en Radio Moscú y su novela “Hijo del salitre”, respectivamente), sino que fue la crónica su arma más efectiva, su talento más visible, y la contribución social y cultural que más se le agradece. “Un muchacho del siglo XX”, primer tomo de sus memorias, llamadas “Antes del olvido”, es un complejo tejido, en el que el autor entrelaza sus vivencias personales, el relato del momento del Chile de la juventud de Teitelboim (bajo la dictadura de Carlos Ibáñez del Campo, luego la fugaz República Socialista de Grove y Dávila y el nacimiento del Frente Popular), y la agudeza visual recogida en sus viajes, que desencadenan las reflexiones muy a lo Sebald o Magris.
El viaje es el tema central del libro, de hecho el autor cierra así la obra (y así se cierra también este comentario): “Muchacho del siglo XX no has viajado en vano. Tienes a tu lado lo que siempre buscaste. Sumérgete en la claridad de la noche, donde el alma y el cuerpo se encuentran en su hora dichosa. Has desembarcado en el muelle de los sueños, en el punto exacto donde el joven hace el descubrimiento del sentido del viaje. El Norte está en el Sur y el amor es su nombre”.


Volodia Teitelboim
“Un muchacho del siglo XX”
Ed. Universitaria, Santiago, 2008, 538 páginas.


*Publicado originalmente en El Periodista N° 160, 24 de noviembre de 2008

viernes, 24 de octubre de 2008

Inautenticidad, chacota y siutiquería

Camilo Marks Alonso es un crítico literario con no pocas credenciales, al que se le suele dar carta blanca en sus comentarios en el diario El Mercurio. De hecho Marks (que no opina, sino “dispara”) ha forjado un estilo de crítica que es bastante notorio, y que casi puede ser considerado como una marca registrada. Enfrentarse a un juicio de Camilo Marks es observar a un autor que basa buena parte de su ejercicio crítico en confeccionar catastros de errores de los libros que lee, de forma puntillosa, detallista hasta la saciedad, con el dedo acusador casi siempre en ristre ante la menor pifia, ripio o gazapo.

Valga esta introducción, pues es exactamente lo que hace Eugenio Órdenes Calvanesse, el protagonista de “La sinfonía perfecta” (Ed. Mondadori, 2008), un doméstico crítico literario, cincuentón, solterón, alegón y borrachín, cuya tarea cotidiana es enviar cartas llenas de insultos a los autores de libros que ha detestado, mientras profita de los derechos que ha heredado de su madre fallecida, una celebrada novelista y acreedora del Premio Nacional de Literatura. Una de las autoras destrozadas por Marks, perdón, por Eugenio Órdenes, se involucra con él en una tórrida relación. Paralelamente a la anodina vida de Órdenes está Silvia Fernández, madura profesora de literatura, que se enamora de un alumno, hijo de una vecina de Órdenes, integrantes, junto con otros personajes, de sórdidos triángulos amorosos. El libro remata en una suerte de opereta donde Renato Herrera, el educando seducido por Fernández, su amigo Nicolás Insunza, entre otros, cuentan su vidas.


La lectura de la voluminosa tercera novela del telecrítico Marks deja claro que el autor opta por la impostura, por un lenguaje absolutamente artificioso, amanerado por momentos. Este lenguaje casi teatral y poco verosímil, presente en casi todos los actores del libro, le hace un flaco favor al conjunto. Los personajes hacen gala de una voz acartonada, dando como resultado una novela donde quienes hablan actúan como toscas marionetas a las que se les ven los hilos, y son seres con quienes resulta imposible identificarse. El corolario: inautenticidad total. Por ejemplo, dos jóvenes de veinte años (Nicolás y Renato), corrientes estudiantes universitarios, al conversar hablan más o menos así: “surgían flores perfectas, clavelinas, parece que manzanillones, besitos de rosas, lilas, qué se yo, nunca he sido bueno para la jardinería”, (…) “Como sea, prefiero seguir así, contemplándola hasta la eternidad, antes de que se aburra de mí y decida decir sanseacabó”.

Ante este tipo de siutiquerías infumables, de seguro deliberadas, es difícil no preguntarse hasta cuándo se le toma el pelo al lector mediante la entrega de un producto forzado, arbitrario en muchos pasajes (empezando por el título, un homenaje que Berlioz no necesita) y modelado exclusivamente al calor de las veleidades del autor. Si Marks intentó purificar el lenguaje de la tribu, mediante un libro plagado de una prosa añeja, monocorde y recalentada a medias (quizás pensando en la publicación en España antes que en Chile), desprovista de color local, sin el menor sentido del oído, huelga decir que su fracaso es rotundo y con olor a naftalina.
Es claro que los editores de Random House Mondadori consintieron a Camilo Marks con el mismo laissez faire que El Mercurio le da para escribir sus críticas, lo que en ambos casos es del todo cuestionable, cuando no peligroso. Faltó que el propio Eugenio Órdenes (lejos lo mejor del libro) o algún equivalente en la editorial, leyera con cuidado la novela, la descuartizara línea por línea y le enviara a Marks una misiva infamante, enrostrándole una por una las fallas y caprichos que presenta este libro. Órdenes no habría dejado pasar las erratas del volumen, la suficiencia con la que los personajes opinan de todo y cuando se les da la gana, la desconexión total que Marks tiene con el habla cotidiana, la chacota desparpajada de mandarles recados a los alumnos que el autor tiene en la vida real en la U. Diego Portales, y un largo etcétera.
Camilo Marks señaló en la presentación de este libro que “las novelas dan para absolutamente todo y al que no le guste tendrá que tener paciencia”. Pues bien, sorprende a estas alturas que Marks no tenga meridianamente claro que la paciencia del lector tiene límites muy acotados, y que el abuso libresco raramente se tolera. Camilo Marks escribió un libro “a su manera”, pero es indudable que él no es un Frank Sinatra de la literatura, y está muy lejos de serlo.

Camilo Marks
“La sinfonía fantástica”
Ed. Mondadori, Santiago, 2008, 469 págs.



*Publicado originalmente en El Periodista N° 159, 24 de octubre de 2008

viernes, 10 de octubre de 2008

Que duerman los nenes

Como un esperado aguinaldo dieciochero llegó hace un tiempo a las librerías el libro “Los nenes”, segunda novela del director espiritual de The Clinic, Patricio Fernández, y que, para más gazuza del respetable público, llegó editada por el reverenciado sello español Anagrama. Pero la salivación de los lectores (en especial de esos que devoran mechadas palta en el Liguria, crudos en el Lomit’s, o se emborrachan en El Parrón) se vio primigeniamente exacerbada por la promesa de palos, la sangre en el ojo, la venganza implacable que caería sobre el autor Gonzalo Contreras, quien involuntariamente acuñó el dudoso título “Los nenes”, en una invectiva contra el escritor Germán Marín y sus “boys”, a la sazón promotores del autor de “Basuras de Shanghai” al Premio Nacional de Literatura. Supuesto mazazo para Contreras, supuesto sobajeo de lomo para las amistades de Fernández y verdadero palo al bolsillo de la gente, pues la novela, aunque es una edición chilena, cuesta carísima. Una ofensa al ya atribulado bolsillo nacional.
Pero hay que ir al texto, hay que remitirse a la novela. La pobre y localísima chimuchina chilena no tiene la fuerza para impactar en España (menos mal), con suerte trasciende el ámbito santiaguino, así que podríamos descartar al comidillo o al morbo como móvil de publicación. Jorge Herralde se ha caracterizado por tener buen ojo literario y por ser poco sobornable, así que alguna otra cosa debió haber en el libro de Fernández, y que debería residir en el texto. Pero, tras leer el libro se nota inmediatamente que faltó un editor competente, y también un corrector de pruebas. La lista de descalabros de forma y fondo es copiosa.
Vamos viendo. Faltó un editor que le dijera a Fernández que sus personajes no tienen densidad o desarrollo alguno (Iribarren y Miranda juntos no hacen uno). Faltó un editor que le dijera a Fernández que la puntuación de su novela es deplorable (¡cinco carillas sin un punto aparte!) y que su estructura es fallida. Faltó un editor que le dijera a Fernández que la arbitrariedad es habitual síntoma de la ausencia de calidad en un escritor. Faltó un corrector de pruebas medianamente despierto que no dejara pasar gazapos groseros como “Oscar Hahn”, “Eliodoro Yánez”, “yernas”, “entero de gins”, “John Cusak”, “peñiscando”, entre otros. Faltó un editor que le dijera a Fernández que las loas a los hoteles de la cadena NH se ven poco dignas y levantan sospechas, y que mejor debiera haber construido sus personajes antes que piezas de hotel. Faltó un editor que le dijera a Fernández que practicar el product placement en una novela es de pésimo gusto. Faltó un editor que le advirtiera a Fernández el tono desagradable y pendejo de muchos de los gratuitamente soeces diálogos de sus personajes, lo cuestionable que es meterse con nombre, apellido y primera persona en la narración sin “mojarse el potito” y mostrarse como un omnisciente rector del paupérrimo y taquillero anecdotario de sus amigotes, que no prendió con el débil volador de luces pinochetista. Faltó un editor que hiciera notar lo desprolijo que es anteponer artículo a un sustantivo propio (“la” Claudia). Faltó un editor que le soplara a Fernández que el relato de la celulitis de Gastón Miranda, y la pormenorizada y exasperante exposición de la salud venérea de Rafael Gumucio (en adelante “El Rafa”) constituyen una evidente y vergonzosa falta de recursos del autor, amén de una tomadura de pelo al lector. Faltó un editor que le hubiera aclarado al autor que una sarta de desinflados copuchenteos de baja estofa y pegados con moco dista mucho de constituir una novela decente. Faltó un editor que ante este manuscrito hubiera dicho “no, gracias” o “que pase el siguiente”. No sorprende que Germán Marín haya tomado distancias ante este libro. Y no sorprendería que Rafael Gumucio o Roberto Merino también lo hicieran.
Algunas palabras para el sello capitaneado por Jorge Herralde (nadie querrá estar en sus zapatos cuando intente meter este libro en México o Argentina). Circula la noción de que todo lo que hace Anagrama es bueno, casi como un Midas editorial. Falso, pero no por esta descartable novela de Patricio Fernández, pues ya ha habido otros patinazos, generalmente venidos desde Francia. Pareciera que publicar en Anagrama, es también sacar una póliza de garantía contra habladurías, un certificado, un salvoconducto que abra todas las puertas y calle todas las bocas. No es así. Mas es indesmentible que el grueso del catálogo de Anagrama es de sumo interés y de encomiable calidad. Mejor será hablar de “excepciones a la regla”. Mejor será dejar pasar a estos “nenes”.


Patricio Fernández
“Los Nenes”
Ed. Anagrama, Santiago, 2008, 175 págs.


*Publicado originalmente en El Periodista N° 158, 10 de octubre de 2008

lunes, 29 de septiembre de 2008

No sólo de pan… y vino

Ha pasado una nueva entrega del Premio Nacional de Literatura, quizás la premiación más vilipendiada de la historia de nuestro país, de nuestro simpático y particular país. Condecoración que genere y haya generado más pelotera, hay pocas, por no decir ninguna. La maquinaria de prensa, tal como hay que reportear a la primera guagua que nace segundos después de las 12 de la noche del 1 de enero, o (para ponernos a tono con el mes) dónde está la mejor empanada de pino del dieciocho, así también se reportea a la nómina de candidatos a la medallita y sus respectivos méritos. Muchos van más allá y se encargan, como diligentes sabuesos, de inducir la cuña encendida del enemigo de algún nominado –siempre los hay-, o de las viudas de algún obliterado –siempre injustamente-, por las autoridades de turno. Ruido, inevitablemente. En fin, una chimuchina que a los primeros que aburre es a los propios candidatos, quienes todos los años deben soportar (con un estoicismo envidiable, a estas alturas) el puntudo llamado telefónico, el mail indiscreto, el café con el reportero de turno, quien, con discutible entusiasmo, va en busca de la papa caliente, de la cuña que saque ronchas, de los sempiternos balazos contra el medio cultural y literario, de la polémica efectista.
Con estos archiconocidos antecedentes sobre la mesa, se entregó el galardón máximo de las letras nacionales a Sergio Efraín Barahona Jofré, ciudadano chileno que es algo más conocido por su nom de plume, Efraín Barquero (Curicó, 1931). Primero, lo primero. ¿Es merecido este premio? Sí, lo es. La poesía de Barquero, por trayectoria y calidad, lo merece. Pero ahora ¿hay alguno de los aspirantes habituales que no lo merezca, si es que el premio se otorga basado fundamentalmente en la trayectoria? Difícilmente. Una mejor imagen de esta presea, antes que el gallinero que muchos sacan a colación, es la de la sala de espera. Ahora hicieron pasar al despacho a Barquero, le dieron su diploma, su pensión vitalicia, y ya está. Tarde o temprano serán Óscar Hahn, Carmen Berenguer, y muchos otros, que siguen en la sala, aguardando, escribiendo, leyendo el diario, etc.
Las editoriales, importantes e infaltables figurines en este baile de máscaras, coordinan el paso doble con novedades en función del momento en que se vaya a otorgar el estímulo. En este caso, LOM aporta “El pan y el vino” (y demuestra un interesante, aunque incompleto rediseño, pues la diagramación interior y el papel son los mismos, de la prolífera colección “Entre mares”), el último poemario del vate radicado en Marsella, quien en esta edición echa mano a unos elementos que son casi marca registrada en la estética de Barquero, como el pan, el vino, la tierra, la familia, y la santificación y glorificación en el lenguaje de las ceremonias domésticas; tópicos que le han valido dudosos motes como “el poeta de la tierra”; esto porque quedarse con estos pocos signos es no hacerle justicia a un autor bastante más prolífico, y con una escritura que ha recorrido hartas más estaciones que estos banquetes con pan, vino y tierra. Sólo una muestra de la hermosa poesía que hay en “El pan y el vino”: “siempre hay alguien más que nos mira/ es el extraño que al cruzar/ como si hubiera olvidado algo que fue suyo en la infancia/ como si quisiera recobrarlo al verte comer con tanta inocencia una manzana”.
Barquero tiene una poesía mucho más rica de lo que se ha hecho ver, no es heredero ni mentor de nadie, no es continuador ni gurú de generación. Las ceremonias y ritos de Barquero, esas engañosas simplicidades, ¿no son acaso más cercanas a los “hombres, gente de polvo y de toda especie” del épico y esencial Saint-John Perse, que a un prócer latino del Canto General nerudiano o de algún “recado” mistraliano? Es más, ¿acaso versos como los arriba mencionados, no son más parecidos, al empático Pink Floyd (miren a dónde fuimos a parar) de temas como “Echoes” antes que a cualquier poeta chileno?
Este comentario se escapará por la tangente y le señala a usted, querido lector, que descubra la poesía de Efraín Barquero (empiece por la antología editada por el propio sello LOM), que no recibió el Premio Nacional porque le tocaba (bueno, en cierta medida sí), sino porque es un gran y genuino poeta que, aunque suene medio escandaloso, aún hay que descubrir.


Efraín Barquero
“El pan y el vino”
LOM, Santiago, 2008, 63 páginas.




*Publicado originalmente en El Periodista N° 157, 26 de septiembre de 2008

martes, 9 de septiembre de 2008

Las cajas chinas de Lihn

En los últimos años, la industria editorial chilena ha convertido a la obra de Enrique Lihn (1929-1988) en una especie de set de cajas chinas. Cada vez que se destapa un nuevo libro de Lihn, aparece otro que estaba guardado, que estaba oculto. Ya en poesía, las ediciones de la Universidad Diego Portales y otros sellos, como Universitaria, se han encargado de renovar y repoblar el bosque literario con esos milenarios robles lihneanos, que son lo mejor de nuestra foresta poética. En ensayo LOM publicó hace un tiempo ya, el importantísimo “El circo en llamas”, la recopilación de crítica literaria de Lihn, editada por Germán Marín.
La contraparte del “circo” hoy es “Textos sobre arte”, editado por el antedicho sello de la UDP, y que pone al alcance del lector la crítica sobre arte que el autor de “La pieza oscura” realizó durante más de tres décadas, hasta poco antes de morir. La sobria, elegante y contundente edición, a cargo de Adriana Valdés y Ana María Risco, es, como lo señalan las propias editoras, “un texto esperado” (anunciado como una especie de “Pedrito y el lobo” por Pedro Lastra y la propia Ana María Risco), pero además es un texto importante, quizás como todo lo que produjo Lihn a lo largo de su variado trabajo escritural, que en esta ocasión nos devela además a un autor bien preocupado sobre el cine, un agradable plus que ennoblece el conjunto. Cabe señalar también que este libro es el primero de la colección “Pensamiento visual” de las Ediciones UDP, las que siguen creciendo con singular empuje.
Los artículos compilados en “Textos sobre arte” dan cuenta de un observador agudo, pero que no complaciente con la labor artística reseñada. Enrique Lihn no es un voyeur medio extasiado o medio adormilado por la gracia etérea del arte observado o un espectador hiperventilado por estar en el epicentro del arte chileno (algo tan cool que marea a varios), ni mucho menos. Lihn se pone el overol y trabaja lo que mira, lo trabaja con la mente, lo acomete por todos los costados. Como resultado, obtenemos un corpus agresivo, pero asertivo, detallista y concienzudo, compuesto en un período histórico muy particular, tensionado y oscurecido en uno de sus tramos (huelga decir cuál). Lihn, como un animal social tremendamente adscrito a sus circunstancias, absorbe y refleja esas tensiones. Los lenguajes de una época son desautorizados posteriormente, lo que otorga otro valor al libro, el ser una bitácora formativa del Lihn crítico, donde varía el tono –impetuoso y arrojado en un inicio, escéptico y algo burlesco de sí mismo hacia al final, como no podía ser de otra forma con Lihn-, porque la agudeza es denominador común de todo el conjunto. Este libro es, entre tantas cosas, la entrada en gloria y majestad de Enrique Lihn al cuadro mayor de los analistas de arte en Chile, esto porque ahora estos textos tienen un domicilio conocido, al que mucho podrán (y ojalá debieran) asistir. Antes que circular en un circuito reducido, conocido por una cierta elite, hoy estos escritos son parte de un dominio público que los pone a mano. De seguro no será la última novedad editorial que surja sobre el autor, pues este 2008 señala el vigésimo aniversario de su desaparición, pero será difícil que sea de igual calibre que esta artillería pesada del pensamiento de Enrique Lihn.


Enrique Lihn
“Textos sobre arte”
Ediciones UDP, Santiago, 2008, 563 págs.






*Publicado originalmente en El Periodista N° 156, 9 de septiembre de 2008

viernes, 22 de agosto de 2008

La Revolución, güey

Del escritor mexicano Carlos Fuentes (nacido en Panamá en 1928 por la labor diplomática de su padre en ese país) se pueden decir unas cuantas cosas, muchas de ellas ampliamente sabidas. Un ejemplo, que es una de las figuras centrales del llamado boom latinoamericano, quizás el primer fenómeno literariomarketinero de la historia de las letras latinoamericanas.
Pues bien, debate aparte, Fuentes (que este año celebra su octogésimo cumpleaños) es el autor de "La región más transparente", uno de los libros clave del período, y de la narrativa en lengua española de la segunda mitad del siglo XX, y que hoy, tras cumplir medio siglo de vida,es reeditado por Alfaguara. Este libro, ambientado en el DF de los años posteriores a la sabrosísima Revolución Mexicana, que entre 1910 y 1920 se erigió como el primer evento insurrecto en la historia del subcontinente, proceso que Fuentes utiliza para hacer lo que mejor hace en su escritura, dibujar la cara de una nación, auscultar la biografía panorámica de una sociedad, mediante la revisión del mito y la configuración de los símbolos representados por sus personajes, los que no son solamente las personas, sino también lo son ambiente y la urbanidad de la capital mexicana. Un retrato latinoamericano, profuso de lenguaje y floritura pintoresca, tan seductor en el Viejo Mundo, donde fueron catapultados a la fama escritores como Gabriel García Márquez, Julio Cortázar, el propio Fuentes y nuestro José Donoso.

Fuentes, mediante una estructura fragmentada arma un rompecabezas tal como se estilaba en los años de su mayor esplendor (baste recordar a Cortázar y su Rayuela eterna), un rompecabezas cuyas piezas conforman un puzzle multifuncional, de crítica a la sociedad mexicana apelando al presente revolucionario de la obra y al pasado imperial azteca, contraponiendo realidades subjetivas y objetivas, que configuran la pieza maestra del autor de La muerte de Artemio Cruz.

Hoy esta novela renace gracias a la editorial Alfaguara, que ha ido incluyendo en su catálogo de autores a varios representantes del boom,como lo es Fuentes, o bien el niño mimado del sello, el siempre candidato al Nobel, el peruano Mario Vargas Llosa. Publicar a Carlos Fuentes no es una apuesta, es una certeza, es un número puesto en un catálogo de lujo, y un siempre exitoso elemento para mantenerviva una identidad continental.




Carlos Fuentes

“La región más transparente”

Ed. Alfaguara, Buenos Aires, 2008, 554 págs.



*Publicado originalmente en El Periodista N° 155, 22 de agosto de 2008

viernes, 8 de agosto de 2008

El sujeto que enloqueció de amor

La imagen que el chileno de a pie (y también el que no) tiene de Pablo Mackenna (Santiago, 1969) es la de un figurín televisivo mordaz, lenguaraz y audaz, impertinente, osado, sin pelos en la lengua y que en más de una ocasión se ha metido en problemas con la autoridad, convirtiéndose en el comidillo de la prescindible prensa de farándula y ganándose una carcelaria saison en enfer (de la que se sacó provecho editorial, por cierto, dado el personaje y dado su tormento). Sin embargo, detrás de ese tarambana de abolengo, ese calavera disipado con estudios en encopetadas universidades de Chile y Europa, muy pocos sospechan que se encuentra un poeta sensible con más de un libro a cuestas y con una razonable dosis de capacidad como para transformar esa sensibilidad en poesía.
Hoy es la editorial Pehuén la que brinda al público “Anatomía del amor perfecto”, libro que sigue a “Papas cocidas” (2001) que poca resonancia crítica obtuvo (salvo por un comentario encargado por cierto medio online a Armando Uribe, de seguro con afán más morboso que literario).
Por un momento hagamos un saludable ejercicio, posible, pues la poesía es a prueba de biografías. Dejemos totalmente de lado que el autor es un personaje de televisión (no de la mejor, lamentablemente) y concentrémonos en el texto. Pues bien, digamos que “Anatomía…” da cuenta de que su autor maduró desde los poemas de “Papas cocidas”, ha pulido su arte, ha trabajado su palabra (cómo no, si el anterior volumen concentraba poemas adolescentes) y logra hilvanar poemas donde la imagen logra configurarse como debe ser, esto es, a partir de un lenguaje dominado y trabajado, con un tono más subido, divisando por momentos la fatuidad y cierta altisonancia.
Si bien sus temas no son originales (culos, colegialas y jumpers ya fueron abordados por un desternillante y más suelto Bertoni) Mackenna hace un ejercicio primero de sinceramiento de pulsiones y luego de un análisis, de dibujo, de descripción de todo lo que lo mueve; no es un adolescente cachondo, sino un sujeto que viene de vuelta, que ha pasado por el lejano oriente, y que sin amainar sus apetitos, puede hacer de ellos poesía más elaborada, aquilatada, sosegada al recuerdo de haber caído en lo más negro; esto se nota en poemas como “¡guarda con el telón!”: “algo nos traíamos entre manos/ y de tanto echar los dados/ contra el tablero vuelto de la infamia/ caímos heridos, aplastados/ pobres demiurgos, roto el espinazo/ bajo el peso muerto/ del telón púrpura del cielo”.
El libro se abre con el poema “Anatomía del abrazo perfecto”, que escapa a la norma del resto del volumen, puesto que se destierra el yo y comanda todo una voz externa que logra desembarazarse de la carnalidad que abunda en el libro. Ejercicios como aquél son los que denotan primero que Mackenna posee en su ADN el cromosoma Parra, presente en los poetas chilenos de este tiempo, y luego, que su poesía brilla cuando escapa a la calentura, gana su palabra cuando cede la erección y el reposo ayuda a la reflexión.
Hoy “Anatomía del amor perfecto” (si es que existe tal amor) es un mélange de sensibilidad y destemplanza, una batalla en que asoman imágenes balanceadas y correctas entre tetitas y ombligos. Hay esperanza en la poesía Pablo Mackenna, si es que con el tiempo seguirá la depuración su palabra. Si es que en el futuro continúa el proceso de destilación poética, a partir de una cachondez tan humana como su autor, hay esperanza.

Pablo Mackenna
“Anatomía del amor perfecto”
Pehuén editores, Santiago, 2008, 101 páginas.


*Publicado originalmente en El Periodista N° 154, 8 de agosto de 2008

viernes, 25 de julio de 2008

Mortalmente parecidos

En el año 2003, el periodista Pablo Basadre publicó en el diario La Nación, un reportaje titulado “El Salieri de Teillier”, en el que los dardos apuntaron al poeta antologador y docente nacional Francisco Véjar (Viña del Mar, 1967). En el artículo se detalla la devoción que Véjar profesaba por el vate lautarino, a tal punto que, según relatan los entrevistados de la nota, el primero imitaba al segundo hasta en su enfermiza forma de beber. Comentarios como los que se reproducen en la nota fueron, de seguro, el motivo por el cual Francisco Véjar ha optado por mantenerse oculto, silencioso, alejado de un ambiente en el que no poco ruido se hizo en su nombre. Un ejemplo de lo anterior fue la “Antología de poesía joven chilena” de 1999, donde Véjar recibió más de algún palo tanto cuando la publicó y cuando la reeditó años después; pero, cabe señalar, por los mismos motivos que otros compiladores poéticos (como Raúl Zurita o Julio Espinosa Guerra), es decir, criterios de selección, la inclusión de algunos, la exclusión de otros, etcétera.
Más allá que el artículo antes mencionado se desvanecerá con el tiempo, como pasa con toda la chimuchina anecdótica que rodea la vida de los escritores, hoy está “La fiesta y la ceniza” (Ed. Universitaria, 2008) última entrega de Véjar. Antes de entrar al texto, cabe destacar la excelente edición a cargo del tradicional sello y su colección “El poliedro y el mar”, bien cuidada, realizada con excelentes materiales, con una diagramación y tipografía muy agradables a la vista, con orden, sobriedad y calidad.
Pasemos al texto. Si bien no es la idea seguir mentando la cercanía entre Francisco Véjar y Jorge Teillier, la lectura de este libro da más de un ejemplo de que la escritura del autor de “Canciones imposibles” sigue nutriéndose bastante de la poesía de Teillier. El parecido es evidente. Incluso Véjar dedica poemas a los mismos poetas que admiraba Teillier, como René Char y René Guy-Cadou. Hasta el título de este volumen suena parecido al de Teillier, “El Molino y la higuera”. Se habla en literatura del “parricidio”, de “matar” al padre literario, superar sus influencias y sacar la propia voz. Pues bien, varios pasajes de “La fiesta y la ceniza” evidencian que Francisco Véjar aún tiene esa asignatura pendiente. Por otro lado, el libro es prologado con una nota preliminar de Pedro Lastra, que es idéntica a una publicada en la revista “Pluma y Pincel” en abril del 2006 a propósito de “Bitácora del emboscado”, pero en esta ocasión fue reciclada toscamente, reemplazando donde dice “Bitácora del emboscado” por “La fiesta y la ceniza”. Un ejercicio no muy digno que digamos.
Con todo, hay poemas de buena factura, donde un tono melancólico, lento, transitorio, se evidencia con imágenes en las que Véjar escribe, se escribe y se refugia. Su palabra no es grandilocuente, destemplada o enrevesada por símbolos, sino que es la referencia a la simpleza, a lo inmediato, a lo próximo, sensibilidades a la manera de Efraín Barquero y… Jorge Teillier. Todos estos son rasgos que se repiten en las obras pasadas de Véjar, imagen tratada con sutileza, con jazz y playas semivacías; de hecho Véjar recorre sus obras pasadas en este libro, como “El emboscado” y “País insomnio”, convirtiendo a este libro en una especie de antología, si no de poemas, sí de sensibilidades. Una muestra es “Paráfrasis de Jean Tardieu”, también incluido en “Bitácora…”: “Tiemblo al nombrar las cosas/ Pues cada una toma vida/ Y muere en el instante/ En que escribo.// Yo mismo desaparezco/ Como las cosas que señalo/ Dentro de este fuerte tumulto/ De ruidos y gritos”.
La poesía de Francisco Véjar es singular. Tiene referentes claros e identificables, pero avanza con un claro cometido: hacer poesía de lo que nos rodea y nos define, nada más ni nada menos.


Francisco Véjar
“La fiesta y la ceniza”
Ed. Universitaria, Santiago, 2008, 91 págs


*Publicado originalmente en El Periodista N° 153, 25 de julio de 2008

viernes, 4 de julio de 2008

Poesía de baja autoestima

“Higiene” es el título del segundo poemario de Ernesto González Barnert (Temuco, 1978), joven poeta que ha recibido connotados galardones, becas y reconocimientos, poniéndolo como un nombre destacado y más que respetable entre los jóvenes versificadores. Hoy “Higiene” llega a las librerías de la mano de un sello especializado y consolidado en lo que se refiere a poesía joven, Ediciones del Temple, que recientemente ha logrado mantenerse por el sorprendente período de una década publicando poesía. Todo un ejemplo, quizás un récord, de todas maneras encomiable.
Volviendo a “Higiene”, algunas lecturas de los poemas del libro nos dejan cosas en evidencia. La primera de ellas es que el autor domina el lenguaje, echando mano con razonable destreza a un castellano castizo y aparentemente empolvado, de palabras grandes, altisonantes, dando cuenta, al mismo tiempo, de que la poesía joven es diversa y rica en vertientes y formas. Aunque temáticamente González Barnert prueba ser un epígono de Enrique Lihn (como la inmensa mayoría de los vates chilenos jóvenes), el autor hace un esfuerzo de desmarcarse de lo simple o lo vulgar, instalándose idiomáticamente en una zona más cercana a los Rosenmann-Taub, es decir, de trabajo de la palabra y de enriquecimiento del habla de la tribu.
Todo este sustancioso armazón semántico es utilizado por el poeta para transmitirnos el tema que cruza todo el libro, la precariedad, la miseria que encierra la vida del poeta y del ejercicio poético per se. Hay que señalar que el tema no es nada nuevo ni original, pues en nuestra historia poética nacional (Lihn et al.) ya más de uno se ha encargado de poner al bardo en el último nivel del escalafón literario, al mismo rebajándolo a la categoría de ser abandonado a su suerte, que se desvive por un oficio a todas luces inútil, dudoso –y que hace sudar tinta china-, pero irrenunciable, curiosamente.
González Barnert recorre una vez más ese camino, y nos hace llegar un poemario con una autoestima lastimosa, una composición plena de una poesía de alto vuelo, que nos dice que el poeta y su labor no se sostienen en sí mismos, pero que a la vez no es posible “decirle no al ejercicio”. Así, las páginas de “Higiene” nos presentan copiosas referencias a lo anterior, en “sucios legajos”, “erráticas glosas” o “frágiles correrías”, ante las que se ruega disculpar, poniendo al poeta no sólo como un ser frágil, sino que más encima culpable. La construcción de estos versos nos deja claro que el autor demuestra tener dos características esenciales para un feliz desempeño literario: lecturas atentas y dominio sobre la herramienta esencial: el lenguaje, sus múltiples figuras y sus casi infinitas posibilidades.
En este libro hay versos e imágenes de muy buena factura que nos abren el apetito respecto de la futura poesía de Ernesto González Barnert. Si se permite la analogía gastronómica, “Higiene” es como un bistec a lo pobre, bien presentado, bien preparado, con sabrosos ingredientes y aderezos; pero ya sabemos de antemano de qué va el bistec a lo pobre, y si nuestra dieta se compone sólo de bistec a lo pobre, corremos el riesgo de terminar odiando el bistec a lo pobre, lo que sería injusto para con el chef, así como para con el propio bistec a lo pobre.
Solamente hace falta una apertura temática, un nuevo fondo, superar el conocido solipsismo doloroso del poeta que escribe sobre la poesía y sus bemoles, que sienta a la belleza en sus rodillas, la encuentra amarga y la escupe en su texto. Si bien es ya sabido que, tarde o temprano, los poetas caen en la autoevaluación de su oficio y su irresoluto lugar en el mundo, es un estadio que se debe superar, con mayor razón con autores como González Barnert que demuestran pasta y talento para algo grandemente superior que un mero bistec a lo pobre, delicioso, pero bistec a lo pobre al fin y al cabo. Estaremos siguiendo atentamente las próximas entregas del autor, que seguro dará que hablar, y cambiará las “asociaciones” por una “reputación” sólida, pues “la verdad está llena de muchachos sin talento”, pero Ernesto González no es uno de ellos.


Ernesto González Barnert
“Higiene”
Ediciones del Temple, Santiago, 2008, 81 págs.



*Publicado originalmente en El Periodista N° 152, 4 de julio de 2008

viernes, 20 de junio de 2008

Fiesta, drama y derrota

Lo más cercano a una Frida Kahlo que podemos tener en Chile es Violeta Parra, pero cerquita está Cecilia Vicuña (Santiago, 1948), quien hoy se acerca a las seis décadas de existencia, pero que en 1973 era una más de los miles de jóvenes, que con los pechos insuflados de una esperanza revolucionaria y renovadora, un deseo que bordeaba la quimera, y que no dejaba de asustarse con la creciente amenaza del derrocamiento del gobierno de la Unidad Popular.
Esa inocencia, esa candidez y la ciega creencia en un proyecto político que fracasó estrepitosa y dolorosamente, quedan reflejadas en “Sabor a mí” (Ediciones UDP, 2008), libro-objeto de la versátil artista, cineasta y poeta nacional. Este texto tuvo dos versiones previas y fallidas, la primera iba a ser publicada por la PUCV en 1970, por encargo del poeta Alfonso Alcalde, pero los versos muy subidos en el tono erótico truncaron la aparición del libro, que intentaría volver a aparecer en Londres en 1972 e incluiría sus objetos y pinturas, pero la muerte de Salvador Allende postergó ese proyecto para dar paso a la tercera versión, que reedita las Ediciones UDP, y que puede ser visto desde variados ángulos, como un diario de vida, como el termómetro social del momento, como un libro de poemas, como un objeto de arte, un tour de force de alguien que padeció (decir “vivir” es quedarse corto) esa época, o como se prefiera.
La candidez, en ningún caso azarosa, antes mencionada se ilustra en varios pasajes del libro, entre ellos en las primeras frases del “Texto del cuaderno café”: “Durante 3 años (sept 1970-1973) Chile fue el lugar más extraordinario de la tierra (con excepción de Cuba y China”, señala Vicuña antes de explicitar que este volumen constituiría su propia lectura de la atribulada sociedad de ese momento, donde gran parte de la actividad artística se transformó en proselitismo de Estado, y los artistas en meros funcionarios del gobierno de turno. Pero quedarse en lo político (tentación grande) es errar el camino, pues como todo lo que hace Cecilia Vicuña, el arte es su raison d’être, imprimiendo “magia y revolución” a su proyecto artístico, a la sazón (septiembre de 1973) en desarrollo en Londres, becada por el Consejo Británico.
La contraportada de este volumen estipula de que “Sabor a mí” es el inicio de la trayectoria poética de Cecilia Vicuña, y se alude también a su deseo y potencia creadora. Sin duda es con eso con lo que nos encontramos en este libro, con una fuerza pura, casi en estado de gracia, imperturbable e insobornable, nunca a medias tintas; fuerza que ha hecho pasear a la artista por diversos lugares de Estados Unidos, Europa y Latinoamérica, dando clases y exhibiendo su obra, y que ha generado más de dos decenas de libros de poesía repartidos por todo el globo, amén de ese entusiasta y proverbial proyecto artístico-literario llamado la Tribu No, que se propuso romper los cánones, y lo logró en más de una ocasión, por ejemplo con la instalación “Otoño” (rebautizada “Salón de otoño” por Nemesio Antúnez, director de Museo Nacional de Bellas Artes, por esas épocas), registrada en el libro, que fue, dada su factura y formato (el “libro o objeto” o “libro de artista”), también profundamente revolucionario, original y pionero en su época.
Pero no nos olvidemos de los poemas, pues este “Sabor a mí” no es sólo plástico. La poesía contenida en este volumen también nos da cuenta de que Cecilia Vicuña mantiene un lenguaje y temas quizás cándidos, pero honestos y sin dobleces –como en los poemas que dedica a su amor de entonces, Claudio Bertoni-, y aunque también es un poco deudora de la gran tradición poética parriana, con el lenguaje coloquial y otros síntomas antipoéticos clásicos, sí se desmarca con el sabroso condimento erótico, con cierta dulzura de la iniciación adolescente, que puso colorado a los funcionarios universitarios porteños en 1970.
La aparición de este libro es, además de la masificación de un libro escaso por su naturaleza y factura artística, una reparación, en alguna medida, ante la escasa repercusión en Chile de la obra de la Vicuña, radicada en Nueva York desde hace más de un cuarto de siglo. Se dirá que nadie es profeta en su tierra, pero lo que pasó con la obra múltiple y ardiente de Cecilia Vicuña es pasarse de tontos. Suele suceder, tristemente, en todo caso, ya que con esta artista se negó la presencia en nuestro vivir, y si bien no pasaron más de mil años, por fuerza de Cecilia, que tanta vida nos dio, llevamos su sabor, allá tal como aquí.


Cecilia Vicuña
“Sabor a mí”
Ediciones U. Diego Portales, 2008, 156 págs.


*Publicado originalmente en El Periodista N° 151, 20 de junio de 2008

viernes, 6 de junio de 2008

Inteligencia emocional

Comparar las narrativas chilena y argentina es lo mismo que parangonar ambos países en fútbol. Los del Atlántico nos dan cancha, tiro y lado. “Pero, ¿y Bolaño?”, podrá aducirse… pues bien, incluso el autor de “Los Detectives Salvajes” es una golondrina que no hace verano. Como el balompié trasandino tuvo un Diego Armando Maradona, las letras argentinas tuvieron un Jorge Luis Borges. Así de simple. En poesía la cosa cambia, pero eso ya es materia de otra discusión.
Esta poco halagüeña comparación literaria entre Chile y Argentina sirve de introducción al comentario de otro gran exponente de la narrativa de allende los Andes, Juan Forn (Buenos Aires, 1959) cuya última novela “María Domecq” (Emecé, 2008) ya está circulando por nuestras librerías. Esta última entrega del fértil antologador y periodista de Página/12 y editor de Emecé y Planeta, merece un detenido análisis. Primeramente, Forn utiliza en esta novela un expediente medio manoseado, ya utilizado, y ante el que más de un crítico literario frunce el ceño, el incluirse como un personaje dentro del libro. La técnica no es nueva, y la forma en que Forn la aplica es muy similar a otras que ya hemos visto, incluso recientemente, como “Lunar Park”, de Bret Easton Ellis. Tal como el reventado autor de “American Psycho”, Forn se deshace de apodos, alter egos y heterónimos para meterse con nombre y apellido en la trama. Al academicismo sesudo y con más tiempo le cabrá discutir sobre la validez de esta técnica, no a este apurado comentarista.
Más allá de que Forn posiblemente nos esté contando un chiste repetido, o haciendo comulgar al lector con una rueda de carreta, lo cierto es que la lectura de esta novela disculpa con creces el manoseo técnico. Forn confirma en este libro que es un escritor eficiente, y por sobre todo, que es un narrador inteligente, concienzudo y que cuenta bien las cosas. Lo concienzudo y lo inteligente son atributos fundamentales para poder mantener en pie un tinglado tan diverso como el que se presenta en “María Domecq”, pues Forn tiene éxito donde otros han fracasado, al mezclar historia y autobiografía. El autor echa mano a elementos tan heterogéneos como la ópera Madama Butterfly, la Guerra Ruso-Japonesa, las agitadas primeras décadas del siglo XX argentino y un ataque de páncreas, todas piezas que forman parte de un dantesco embrollo que vincula al protagonista del libro, el almirante Manuel Domecq García, bisabuelo de Forn, con la obra magna del compositor italiano Giacomo Puccini, pasando por matanzas civiles, hijos perdidos y personajes que tienen los días contados. Forn logra con maestría mantener arriba todos estos elementos y crear un libro al que no le sobra una sola página.
Un casi ridículamente simple pero irrefutable indicador de la calidad de una novela es si es entretenida (con esa palabra desdeñada por la intelectualidad) o no. Pues bien, Juan Forn ha creado un relato que también es gozosamente entretenido, del aquellos que no se pueden soltar y se leen de un tirón. Casi para libro playero, si esta novela hubiese aparecido con la antelación suficiente, pero con la felicísima salvedad de que es una novela dosificadamente inteligente, trabajada, “reporteada” si se quiere (pues Forn es también un perspicaz periodista), pues nos podemos entretener con un reality o comiendo comida chatarra, pero poco beneficio quedará para nuestra persona.
Con esta novela, Juan Forn se gana el puesto de titular en esa oncena (que también convoca hoy a los Aira, Cucurto, Fresán, Pauls, Piglia y en el pasado a los Borges, Bioy Casares, Puig, Cortázar, Arlt, Saer, Di Benedetto, et. al.) que hoy golea en todos lados, da cátedra y aporta a la literatura en lengua castellana como ninguna otra narrativa lo hace hoy en Latinoamérica.



Juan Forn
“María Domecq”
Ed. Emecé, Buenos Aires, 2008, 236 págs
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*Publicado originalmente en El Periodista N° 150, 6 de junio de 2008

viernes, 25 de abril de 2008

Erección y urgencia

Sucede con los poetas –o con la gran mayoría de ellos-, que pasan por aquello que se da en llamar la “temporada en el infierno”. Y si bien algunos versificadores fingen o insuflan una mala parodia de la miseria para recalentar poemas de poca monta, otros, los buenos poetas, saben transmitir el patetismo de las acerbas circunstancias que vivimos todos los días. Con todo, la vida le ha sonreído por momentos a Víctor Hugo Díaz (Santiago, 1965). Desde “No tocar”, su último poemario publicado en 2003, el autor se agenció ese mismo año el Premio Pablo Neruda (con diploma, medalla y cheque en divisa estadounidense incluido). Pero hay algo que signa la escritura de Díaz, algo que si bien no posee la constancia suficiente como para considerarlo una “marca registrada”, sí nos da cuenta de que existe un desgarro, y más evidente todavía, una carencia que es imposible de disimular o disfrazar. Mal que mal, el autor es un ser humano.
“Falta” (Ed. Cuarto Propio, 2007) es la materialización poética de esa carencia, de ese recorrido honesto, vital e ineludible por circunstancias aciagas o simplemente ignoradas, así como por ese constante análisis urbano que ha realizado Víctor Hugo Díaz en la mayoría de sus libros –en algunos más, en otros no tanto-, de poesía. Vuelta a lo anterior, los malos poetas recalientan sus vicisitudes, pero los buenos son capaces de sacarles provecho, limar la amarga piedra para que reluzca un diamante en medio de la miseria, en medio de lo inadvertido.
Esta última entrega de Díaz (que mantiene su brevísima extensión, poesía a cuentagotas, casi sin querer molestar, que es ya una tónica) conserva un rasgo que retrata la mirada del poeta, su irrenunciable ligazón con lo cotidiano, y su retrato por medio de una palabra medida, compuesta al detalle, jamás desperdiciada, sin importar que circulen por las páginas del volumen la cocaína y el tolueno, pues son parte de esa realidad que es la comezón del poeta, el malestar constante al que no se le da la espalda, sino por el contrario, se acomete con lo más honroso que se tiene a mano: la palabra, hic et nunc, sin más. Sin buscar trascendencia, sino presencia. Botón de muestra, “¿Sabes leer las piedras?/ Yo las he pateado como envases y letras vacías/ camino mirando al suelo./ De vez en cuando, una pausa/ el cigarrillo que espera los labios/ humeante en el cenicero”.
El expediente es el mismo al que nos tiene acostumbrados Víctor Hugo Díaz, es decir, poemas breves, ajustados, donde las palabras no abundan, pero jamás sobran; con esos guiños literarios (Vallejo dice presente) que son un tijeral fuerte, que sostiene un techo que recubre toda una estructura poética, que nos otra cosa que (permítase el floreo filosófico) la versificación honesta, auténtica, comedida y brutal, del ser y las circunstancias del autor, las que son retratadas con una aquilatada capacidad, con un acertado balance entre lo imperecedero visto desde lo cotidiano, con la salvedad de que Víctor Hugo Díaz apuesta por el des-velo, apuesta por la alétheia, y aunque sin hundirnos en ese terreno pantanoso que es Heidegger, sí podemos señalar que el poeta le quita los velos a sus días en este mundo, y los entrega tal cual son (desde su poética) en forma de palabras e imágenes.
Sin embargo, la corta extensión del volumen, la sinceridad, la ausencia total de trámites y ambages que devela la lectura, no debe llevar a pensar que hay poesía de poco peso; muy por el contrario hay versos de altísimo y feliz vuelo. Nada más inaugurado el libro, en el poema “Los allegados” hay una apelación de bienvenida whitmaniana o eliotiana, “¿Conoces el olor de una huelga de hambre;/ golpes de martillo dos pisos más arriba/ o el latir de un corazón apoyado en la mesa/ hacen vibrar el único recipiente con líquido// Vejez y juventud se clasifican por el olor/ no por frescura (…)”.
Sea bienvenida entonces esta “Falta” de Víctor Hugo Díaz, que alcanza al lector sin los manoseados y deslucidos efectos de lo “maldito”, y le alcanza al lector versos de calidad, sin emborrachar la perdiz, sin hacerle perder el tiempo con descomunales fardos, de los cuales el ciudadano de a pie debe extraer lo que valga la pena, tras faenar incontables floreos y olvidables páginas.



Víctor Hugo Díaz
“Falta”
Editorial Cuarto Propio, Santiago, 2007, 47 págs.


*Publicado originalmente en El Periodista N° 147, 25 de abril de 2008

viernes, 11 de abril de 2008

Saliendo del horroroso Chile

Afortunadamente, la cruzada de reedición y rescate de los libros del poeta nacional Enrique Lihn (1929-1988) sigue adelante, firme e indomeñable. Las ediciones de la Universidad Diego Portales, responsables de tan meritoria tarea, entregan el cuarto libro de Lihn (ya fueron reeditados “El Paseo Ahumada”, “La pieza oscura” y “Una nota estridente”). Ya se señaló con anterioridad la utilidad de esta labor, y repetirla sería un derroche de tinta. Que sigan viniendo Lihn, que nadie los detenga.

Yendo al texto mismo, “Poesía de paso” (1966, Premio Casa de Las Américas ese mismo año) es un libro bisagra en la obra de Enrique Lihn. Consagrado ya con “La pieza oscura”, el poeta inicia el ciclo de sus libros de viaje, que rompen con el verso famoso “nunca salí del horroroso Chile”, que aunque está incluido en “A partir de Manhattan”, publicado trece años después de “Poesía de paso”, retrata con la agudeza habitual los sentimientos del poeta, que hasta los 35 años no hubo de usar su pasaporte. En los periplos europeos de Lihn se generan giros interesantes en su obra, uno de ellos es el nacimiento de la misteriosa Nathalie, amour de plume del autor, y como siempre, la personificación del amor-dolor, un amor de recuerdo doloroso, de lecciones aprendidas no sin sangre, de desencuentros que existen solamente en los textos de Enrique Lihn.
Como sucede con la mejor poesía, su lectura siempre revela nuevas cualidades al lector atento. En este caso algo formal, y más que formal, sensitivo, auditivo. Pasa, por ejemplo, con el notable poema “La derrota”, texto que dado su carácter encendidamente antiestadounidense, como era de esperar, llamó la atención de los jueces cubanos que, gracias a su distinción, permitieron la publicación del volumen. Y más allá de consideraciones políticas, la lectura de este poema da la impresión de que se está leyendo un electrocardiograma de un corazón sano, rozagante y vital, que no es un fluir alocado, desorganizado o pedantemente pesado, pues con la introducción de fragmentos reflexivos, frases comunes e impresiones, que no hacen más que configurar una especie de sístole y diástole, un ritmo ordenado y constante, encaminado, perfectamente balanceado con la crónica versada de sus viajes y sus recuerdos de niñez o de incipiente e inocente activista político.
La densidad, el sonido y el sentido se encuentran pletóricos en este poema, que a pesar de contar con una profusión de palabras, no sobra ninguna. Esto se repite en el bellísimo poema “Bella época”, una articulada viñeta de la infancia lihneana, con interesantísimos guiños a Eduardo Anguita, otro peso pesado entre nuestros vates.
El viaje, no solamente físico, sino temporal, que Enrique Lihn testimonia es el verdadero carácter de este libro, su leitmotiv, quizás a la manera de la magdalena de Proust, que desata un vendaval de recuerdos, por cierto harto más extensos que la poesía de Lihn, precisa y delimitada por antonomasia. Esto ya lo apuntó antes la académica y crítica literaria Carmen Foxley, que ha dedicado buena parte –quizás la mejor-, de sus esfuerzos a estudiar la poesía de Enrique Lihn , y no podemos estar en desacuerdo con ella. Foxley agrega que este libro “descentrado y en movimiento, hecho de reiteraciones y contrapuntos (…) es una percepción que se ve contrarrestada por la confianza en la posibilidad de religarse al mundo por el lenguaje”.
La reaparición de los libros va configurando un mapa, un puzzle que va construyendo la imagen de Enrique Lihn a los nuevos lectores. Esta nueva pieza es, también, una nueva prueba de la calidad de Lihn como uno de los poetas tutelares de nuestra literatura. Que siga viniendo.



Enrique Lihn
“Poesía de paso”
Ediciones U. Diego Portales, Santiago, 2008, 65 págs.



*Publicado originalmente en El Periodista N° 146, 11 de abril de 2008

viernes, 28 de marzo de 2008

Pepe paga doble

Uno de nuestros íconos novelísticos más importantes hasta antes del “huracán Bolaño” era José Donoso Yáñez (1924-1996); era la carta nacional en ese primer producto del marketing literario, conocido mundialmente como el “Boom Latinoamericano”, y, más allá de que en ese escalafón -insuflado por la novela norteamericana de Faulkner, Hemingway y Henry James-, estuvo a la sombra de los García Márquez, los Vargas Llosa, los Cortázar o los Carlos Fuentes, por cierto que su obra basta y sobra para incluirlo entre nuestros narradores de peso, de esos que nos enorgullecemos de mencionar afuera, sobre todo afuera.

Parodiando la parafernalia del mentado Boom, “Lagartija sin cola” (Alfaguara, 2007), novela póstuma de Donoso, fue lanzada con no poco marketing, y por el ex presidente Ricardo Lagos (que para el recordado “Pepe” había que estar, pero para la comisión investigadora del Transantiago, ni a palos) en el marco de la Feria del Libro de Santiago. El libro, comenzado en España en 1973, y titulado en principio “La cola de la lagartija”, fue abandonado, y solamente el azar permitió que este fuera encontrado por Pilar Donoso, hija del autor, en la universidad de Princeton, y tras ser revisado por el destacado crítico y académico peruano Julio Ortega, llega a las manos de los lectores, para ofrecer el vigésimo y último suspiro de la prosa cargada de autobiografía del autor de “El obsceno pájaro de la noche”, esa que declinó caer en el tropicalismo húmedo latinoamericano, para volver los ojos a la vieja Europa.


La historia trata del pintor Armando Muñoz-Roa, que no quiere nada más con el arte, hastiado y decepcionado por la decadencia y el mercantilismo de una actividad que ya había abandonado con mucho sus días más gloriosos. El libro tiene otra virtud, aparte de lo oportuno (oportunismo, pensarán algunos) de su publicación, pues es claramente Donoso, esto es, es un revivir de los elementos que cruzan varios puntos de su escritura, así, la relación amorosa que sostienen el protagonista con su prima Luisa, se repite en “Donde van a morir los elefantes” (curiosamente presentado también por el entonces ministro Ricardo Lagos, quien además, en su entonces calidad de ministro de Educación, condecoró a Donoso en 1990 con el Premio Nacional de Literatura), relación que en “Lagartija sin cola” se lleva a cabo en el pueblo de Dors (que representa a Calaceite, pueblo de infancia de Donoso), último bastión resistente a las hordas de turistas que llegan a Cataluña. Incluso hay un episodio homosexual, condición que tanto se le achacó a Donoso, y que estaría supuestamente documentada en unos papeles encontrados en la Universidad de Iowa.


El gran motor de la novela es el choque, el conflicto, el encuentro duro entre realidades opuestas, ambiguas. Por un lado es el escape del protagonista de la gran ciudad, y la llegada a Dors, un poblado por el que pareciera que aún no pasa el tiempo, y ante el cual su intelectualidad se pondrá cara a cara, sin poder entenderse. Esta zozobra, este desencaje, mueve la pluma de Donoso, que pareciera alborozar al pintor Muñoz Roa mediante la contemplación de un paisaje que, se sabe, su integridad tiene fecha de vencimiento.


El rescate de obras literarias siempre es algo riesgoso. En más de una ocasión la voracidad comercial ha puesto en el mercado textos poco cocinados de autores renombrados, en la espera que la altura de los nombres genere vista gruesa por parte de los lectores ante un texto que debió haberse mantenido oculto. Felizmente este no es el caso, y aunque mantiene el rústico carácter de un libro que no contó con el visto bueno del autor, “Lagartija sin cola” cuenta con la suficiente cantidad del ADN de José Donoso, como para darlo a conocer, y entregar al público con toda tranquilidad, esta insospechada última obra.




José Donoso
“Lagartija sin cola”
Alfaguara, Santiago, 2007, 228 págs




*Publicado originalmente en El Periodista N° 146, 28 de marzo de 2008

viernes, 14 de marzo de 2008

El descubrimiento de una realidad distinta

El mexicano Sergio Pitol (Puebla, 1993) es conocido en el mundo de la literatura castellana como uno de las plumas más prominentes de la actualidad, además de ser una de las mentes más lucidas de la intelectualidad latinoamericana de la segunda mitad del siglo XX y de lo que va corrido del XXI. Su más que prolífica obra fue merecidamente premiada el año 1999 con el Premio Juan Rulfo, y en 2005 con el Premio Cervantes, galardones que de seguro se sustentaron en la sobresaliente labor de promoción cultural, traducción (notables son sus versiones de Gombrowicz y Conrad), ensayo y novela. Tanto así que hoy no es descabellado citar a Pitol como el escritor más consolidado de México, lo que en el concierto iberoamericano es bastante que decir.
La editorial española Anagrama lanzó recientemente al mercado la “Trilogía de la memoria”, un volumen que junta tres obras esenciales de Pitol, “El arte de la fuga” (su diario de viaje más allá de la “cortina de hierro” en los ochenta, gracias a sus cargos diplomáticos, pero en un trayecto pendular, volviendo a occidente, Roma, Barcelona, Chiapas), “El viaje” y “El mago de Viena”.
Pitol, abogado de profesión y agnóstico de religión, entrega una escritura elegante, de un estilo delicado, reposado y sutil, pero sustanciosa y colorida, galvanizado con una distintiva inteligencia en su relato, el que se transforma en algo mucho más que una bitácora ingeniosa y entusiasta, sino que es un periplo cultural (en el que no teme ensalzar con justicia lo bello, así como denunciar sin ambages la miseria y la poca cosa de la sociedad soviética), el detalle de las transformaciones del pensamiento y de la intelectualidad, muy a lo Sebald de “Los anillos de Saturno”, es decir, el periplo de un hombre que viaja, pero a su vez un hombre que lee, comprende y comenta la literatura como un excelente lector, antes que como un crítico juzgador y taxativo, como un creador humilde y maravillado antes que un teórico pedante y literatoso. La biografía señala que este estilo se habría forjado en la tormentosa infancia del autor, con una madre que muere ahogada en un río, un padre que fallece de meningitis, una hermana cuya vida sucumbe a la “desesperación”, a lo que se suma una feroz malaria que obliga al niño Pitol a pasar seis años en cama con Dostoievksi, Faulkner y Tolstoi por toda compañía.
La tónica del “Arte de la fuga” se mantiene en los restantes integrantes del conjunto, sin tener ese tufillo a refrito o repetición. En “El viaje”, el punto de partida es una breve travesía a la Unión Soviética en 1986, donde nuevamente la obra se resiste a la clasificación, liberándose de los géneros y haciendo la amalgama que solamente Pitol sabe hacer entre viaje y literatura, entre el repaso a Leningrado, Moscú y Tibilisi, la capital de Georgia, y la obra de sus recordados Tolstoi, Dostoievksi, Nabokov, Pasternak y Marina Tsvietáieva. La gran hazaña de Pitol es que se acerca a este mundo con la misma avidez que aquel niño postrado por la malaria, pero que ahora tiene la agudeza suficiente para retratar una sociedad que está cerca de desaparecer, dada la entonces en ciernes caída del muro de Berlín.
La libertad respecto de los encasillamientos genéricos pareciera demostrar el triunfo más bullado del autor en el tercer tercio del volumen, “El mago de Viena”, un libro que no es un diario de viaje, ni un ensayo, una reseña, un conjunto de perfiles humanos o una crónica, sino un radiante y contento ejercicio de superación de todo lo antes mencionado, donde lo que se trasluce son las claves creadoras del incansable e insobornable Pitol, para quien escribir es “un acto semejante al de tejer y destejer varios hilos narrativos arduamente trenzados donde nada se cierra y todo resulta conjetural; será el lector quien intente cerrarlos, resolver el misterio planteado, optar por algunas opciones sugeridas: el sueño, el delirio, la vigilia”. Por lo bajo, Sergio Pitol es un autor que ciertamente no se puede dejar pasar, y que ha superado con creces antojadizos apelativos que en el pasado lo alejaron del gran público hispano, (léase “escritor de escritores”), pero que hoy casi nadie deja de aplaudir y colocar, con entera justicia, en lo más alto que da la literatura castellana en esta época.

Sergio Pitol
“Trilogía de la Memoria”
Ed. Anagrama, Barcelona, 2007, 654 págs.

*Publicado originalmente en El Periodista N° 145, 14 de marzo de 2008

sábado, 19 de enero de 2008

El poeta atómico

El caso de Mario Markus (Santiago, 1944) biofísico que –como no podía ser de otra forma-, ejerce la ciencia no en Chile, sino que en el Instituto Max Planck, en la ciudad alemana de Dortmund, es uno más de los felices episodios en que sesudos hombres de números, fórmulas y teoremas, optan por utilizar el lado opuesto del cerebro.
Dar un paseo por la biografía de Markus impresiona, encandila. Hasta puede llegar a conquistar los románticos corazones, impresionables por la proeza de tender un puente entre ciencia y arte (hemisferios tan divorciados, supuestamente), para encontrar, en un ejercicio ya algo manoseado, las respuestas que ni las ecuaciones más pintadas pueden explicar.
El entusiasmo que el autor exuda, esa curiosidad insaciable, ese “estar moviéndose” de forma constante (como se puede leer en el profuso archivo de prensa existente en la web del físico) son ingredientes adicionales para que tengamos en Mario Markus a un personaje de tomo y lomo, cuyas “locuras” (como teletransportar seres humanos) son susceptibles de ser publicadas en las biblias científicas de hoy, como lo son las revistas Nature y Science.
Pero hoy llega a nuestras manos algo bastante más aterrizado. Se trata de “Punzadas” (LOM, 2007), primer poemario de este versátil personaje, que ya antes había incursionado en la traducción de poetas chilenos al alemán y el cómic novelado de ciencia ficción. El conjunto -prologado por Raúl Zurita, por supuesto-, desnuda el frenesí de su autor, tanto así que se nota con un poco de exceso el uso de recursos poéticos y neologismos de tufillo vallejiano. Tanto así que Markus se esfuerza, por momentos, en dejar claro que conoce los tropos, pero lo hace de forma tan manifiesta que le quita espontaneidad al texto, lo que en poesía es algo así como la tarjeta amarilla en fútbol. Para decirlo de otro modo, nunca es recomendable ser más papista que el Papa. Esto se desmejora, si tenemos en cuenta que los temas del libro no son otros que aquellos sobre los que se ha escrito poesía desde tiempos inmemoriales, a saber, la muerte.
Sin embargo, Markus logra resarcirse, porque claramente vive en un universo donde todo lo fascina, y del que no quiere perder detalle, ni dejar pasar las interconexiones misteriosas entre todas las cosas del mundo, y de ese denodado esfuerzo por transmitirle ese asombro al lector, algo queda. Esto se traduce en ciertos versos de ingenio, ciertos pasajes destacables e interesantes, complementados con que el autor es un hombre que conoce sus mitos y leyendas, y que por momentos puede plantear un buen diálogo con Pablo de Rokha. Botón de muestra, del arte poético-científica de autor: “Todo se recoge/ de un más allá que está adentro./ Y no son dos dioses/ sino uno, o ninguno,/ que parece/ estar lejos”.
Para Mario Markus ahora queda por delante el mismo desafío que tienen ante sí los poetas aficionados, que los traicionan las ganas de transformar en palabras el pecho henchido y el exceso de revoluciones: la práctica, el perfeccionamiento, el descubrimiento de lo sutil, de lo simple, la forja del oficio necesario, para que los poemas estén compuestos con una expresión refinada, destilada, sin ripios, bien puntuada, lo más pura posible, sin importar tenor o tema. Labor casi tan compleja como escanear a un ser humano y mandarlo por email.


Mario Markus
“Punzadas”
LOM, Santiago, 2007, 89 págs.



*Publicado originalmente en El Periodista N° 144, 18 de enero de 2008