jueves, 26 de enero de 2012

Contra el espectáculo

Se dijo en su momento, y se repite ahora, la crónica y el perfil son géneros que están dando satisfacciones mayores al público lector de estos pagos, y también de los sectores aledaños. Este panorama feliz se confirma tras la lectura de Los malditos (Ediciones UDP, 2011), compilación de perfiles realizados por un granado grupo de escritores hispanoamericanos, usando como premisa el hacerse cargo de la historia de un escritor “maldito”, con todo lo enojoso que puede ser este término para referirse a creadores que padecieron el infierno en vida, que tuvieron siempre acechante el acoso de los fantasmas, y que alejaron sus existencias de ese cauce discutible conocido como “normalidad”.

La apuesta de las ya consolidadas Ediciones UDP era salir del ámbito nacional, instalarse en un continente idiomático, y lo ha logrado. Empezando por quien organiza este volumen, tal vez la periodista de mayor cartel del momento, la argentina Leila Guerriero. Con el plan ya listo, Los malditos es un libro contundente, como contundentes son las plumas que aportan sus visiones. Aun, la armada chilena (lo diremos así) es desigual. Hay portaviones importantes, arrolladores como Óscar Contardo, Alejandra Costamagna y Roberto Merino. Y hay barquitos menores, que igual se mantienen bien a flote, como Rafael Gumucio y Alberto Fuguet. Pero el conjunto logra mantener lo que se le pide siempre a la buena crónica, el ritmo en los relatos, los que la mayoría de las veces se mantienen arriba, discurriendo con una prosa en forma y decidida, anclada en talento escritural y destreza investigadora, lo que no es raro, dado que muchos de quienes componen Los malditos tienen bastantes horas de vuelo en las ligas mayores del periodismo literario a nivel continental.

La apuesta era segura y pagó muy bien, conformando un libro que es casi imposible de soltar y que supera olímpicamente la valla de la manida conmiseración espectacular con la que se ha tropezado a la hora de describir vidas de escritores malditos, cuyos decesos ya han sido abundante carne de showbusiness, o de biografías melosas y sospechosas, como por ejemplo sucede en el caso de Teresa Wilms Montt, aquí saludablemente aterrizada y humanizada por Alejandra Costamagna. Los relatos incluidos acompañan el devenir de vidas difíciles; logran ser testigos y transmitir las tensiones extremas que provocaron en quienes convivieron con los malditos, y las huellas que dejaron en quienes los sobrevivieron.

Con todo, la evidencia de que la perfección es algo casi imposible de alcanzar también se nota en Los malditos. Aún cuando hay tan selectos contenidos, el brazo editorial del asunto tiene patinazos. Por ejemplo, la innecesaria suciedad que tiene la portada del libro, que rompe con esa tersa elegancia que muestran los otros volúmenes que componen la colección “Vidas ajenas” de Ediciones UDP. Se entiende que los autores incluidos en la compilación son muy dignos de destaque, pero tal vez se debió haber considerado la estética, o bien otra solución. Lo otro es que los textos están, por momentos bien descuidados, lo que es particularmente delicado cuando se anuncia con bombos y platillos (con justa razón) que a cargo de la edición del libro está, nada más ni nada menos, que Leila Guerriero. Un ejemplo de esta desatención se puede ver en la crónica que aportó Roberto Merino sobre Joaquín Edwards Bello, donde hay no pocos baches y motes en el texto, que, por cierto, le hacen un flojísimo favor al autor y al conjunto.

Salvo lo anterior, que debiese ser corregido en futuras ediciones, este libro constituye un nuevo acierto editorial, y ahora a nivel continental, que siguen consolidando a uno de los sellos editoriales más valiosos de Chile.


Leila Guerriero (editora)
“Los malditos”
Ediciones UDP, Santiago, 2011, 475 págs.

*Publicado originalmente en Revista Intemperie, 26 de enero de 2012

lunes, 16 de enero de 2012

Irreversible

La literatura de Pablo Torche (Santiago,1974) no es fácil. Corrección, Pablo Torche es un escritor que se esfuerza por plantear una literatura de apuestas. Esto fue particularmente notorio con Acqua Alta (2009), la primera novela de Torche, quien antes se desempeñó en el ámbito del cuento, donde su libro En compañía de autores le ganó la atención del público lector. Volviendo a las apuestas, en esta pasada se trata de Filomela (Emecé, 2011), la última entrega de este autor, que tampoco se la deja fácil al lector nacional.

Todo comienza con la recreación que hace Torche del mito de Procne y Filomela, ambas hijas del rey Pandión de Atenas. Procne, casada con el héroe Tereo de Tracia, tenía deseos de ver a su hermana, por lo que envió a Tereo a Atenas en busca de Filomela para llevarla a Tracia. Tereo se encandila con Filomela y la viola nada más llegar a destino. Esos grandes rasgos los cubre luego la adaptación del mito en clave marginal en el Santiago de nuestros días, donde Tereo es “El Tera”, vendedor de golosinas en micros, marido de Procne y padre del “Iti”. A estos tres personajes, se sumará Filomela, quien reside cerca de Los Ángeles, región del Biobío, y que luego irá a la ciudad, llamada por su hermana, para pasar una temporada.

Volvemos a reflotar lo antedicho sobre la apuesta literaria, puesto que es de suyo delicado trasladar la tragedia griega a nuestros días. La tragedia griega tiene dos características: su destino es inexorable, y todos quienes componen la historia saben que las consecuencias serán funestas, y no pueden hacer nada por evitarlo. Pues bien, trasladado al contexto marginal en que el grueso se desarrolla, podemos sacar en limpio que el autor casi no deja esperanzas a los personajes. Les es imposible escapar de un hado aciago. Considerado este determinismo, Procne no logra que su marido aporte más dinero al hogar, éste –Tereo- cae en la delincuencia, la juvenil y apetitosa Filomela cae en las garras de su cuñado.

Así las cosas, queda por dilucidar claramente qué es lo que nos propone Pablo Torche, tal vez una velada crítica a una sociedad tomada firmemente por el cuello por la obscena desigualdad imperante, o si realmente este escenario chileno de clase baja se repetirá por los siglos de los siglos, sin que nada ni nadie pueda aportar un poquito de ilusión, de fe en el progreso. Notas aparte en lo formal. Es de suyo complicado reproducir el habla popular, dada la rapidez con que cambia este lenguaje, que deja muy atrás al uso en literatura. Baste señalar que hasta hoy persisten dudas sobre cómo utilizar bien en letra impresa la palabra culear, ya sea como insulto o referencia al acto sexual.

Lo que es efectivo es que Pablo Torche no ha querido hacer la gran West side story, y nos entrega más bien un Caluga o menta novelado, una novela que es una suerte de portazo social, donde incluso Dios abandona la escena: “Dios no está ni ahí con nosotros”, señala el Tera en algún momento. Se instala la desesperanza total, un negro determinismo, avalado incluso por los personajes, como Filomela que dice “creo que la gente que sufre es porque, en el fondo, le gusta andar sufriendo”.

Pablo Torche
“Filomela”
Emecé, Santiago, 2011, 96 págs.

*Publicado originalmente en El Periodista N° 211, enero de 2012

viernes, 6 de enero de 2012

Pulgares arriba

La periodista Lídice Varas (1981) es, hoy por hoy, la mejor crítica de cine del Chile actual. Sus comentarios circularon, entre otros lugares, en ese mohoso panteón del periodismo chileno llamado La Nación (medio que durante el actual gobierno involucionó hasta transformarse en otro mediocre sitio web más), y semana a semana, esta joven comentarista del séptimo arte se fue ganando, en la mejor lid, un espacio en un medio bien dado a la ñoñería hiperventilada o al oportunista nerd de ocasión, general y livianamente autodenominado como “cinéfilo”. Muy por sobre este cliché, Lídice Varas ha consolidado una voz madura y una afiladísima y documentada capacidad para analizar el cine, todo entregado mediante una pluma plena de estilo, soltura y calidad, como simplemente no se ve en estos tristes pagos.

La propuesta de Citas de cine es sencilla (hay guiños cinematográficos sencillos pero efectivos, como la tipografía utilizada en el texto), pero no por ello menos eficaz. No hay atosigantes exhortos a ver cierta cantidad de películas “antes de morir”, ni tampoco hay una pretensión de hacer canon, pero el libro no se despega un centímetro de su móvil el amor honesto al cine. En este sentido, de entrada la autora se ahorra un problema, pues en la presentación no se deshace en grandes explicaciones o pastosas fundamentaciones respecto de la selección de películas que revisa el libro (de hecho, no hay ninguna aclaración), ahorrándose también la discusión de por qué esta sí, o por qué esta no (por ejemplo, no figuran varias películas ganadoras del Óscar), discusión válida, pero que con facilidad puede volverse bizantina en manos del nerd de ocasión, que puede transformarla en un insoluble cul de sac. Previsora, Lídice Varas deposita elegantemente la pelota en la cancha del lector.

Así las cosas, lanzar un libro como Citas de cine es lo más parecido a tener plata en el banco en el mundo editorial. A una temática siempre atractiva como el cine, se une la prosa sensata, ágil y vivaz que marca el estilo de la autora; este, combinado con un ojo agudo y un conocimiento enciclopédico –mas no pedante- de las películas analizadas en el volumen, convierte la experiencia de leer Citas de cine, en una experiencia literaria. Y decimos literaria y no cinematográfica, porque es claro que es mediante la narración que el lector puede apercibir el fenómeno artístico del cine. Por cierto que, si bajamos más a la tierra, es posible tener en este libro a un verdadero reservorio de entretención. La casi total ausencia de jerigonza técnica es otro muy saludable rasgo de Citas de cine, subrayando que lo verdaderamente importante son las historias. La maroma tecnicista, irritante costumbre del cinéfilo pasado de rosca, suele estar presente para refregar en el rostro del respetable que el que escribe sabe de cine. No es el caso de este libro, donde la autora, con una sencillez cálida, tiende una mano al lector y le comparte sus impresiones, sus versiones de las películas que reseña.

Curiosamente, las citas son lo menos relevante del libro, lo que pone -sin querer, claro- en entredicho el título del mismo. El auténtico valor del volumen reside en las historias que Lídice Varas celebra mediante sus reseñas, muchas de ellas medallones ostensibles de un estilo crítico acabado y perspicaz, plagado de giros y mandobles de virtuosa vivacidad. Algunos botones de muestra. “Como Rob (personaje de Alta fidelidad), a veces, lo único que tenemos, es el legado de una inmensa cultura popular que nos hermana haciéndonos sentir que no estamos tan solos”; “Hilarante y sentimental, (Chris) Columbus supo ser corrosivo y mantener el tono familiar para decirnos que la verdadera moraleja es que nunca hay que subestimar a un niño”; “Cuando niños es un deber moral elegir a tus héroes”; “Hubo un tiempo en que las comedias románticas sabían de lo que hablaban. Un tiempo donde nadie se avergonzaría de disfrutar de los giros y arrebatos amorosos porque los personajes tenían algo que decir y que decirse”; “(James) Cameron parece decir que el futuro es terrible, pero el presente no tiene por qué ser un rompecabezas”; “Para (Stanley) Kubrick (…) el terror está simplemente en la cabeza de un hombre que, sin otros que le recuerden las reglas mínimas de convivencia social, comienza a mostrar su cruel naturaleza”.

Eso sí: del catastro de películas que analiza Lídice Varas, ni una sola es chilena. Para reflexionar luego de la lectura de un libro que es, sin el menor empacho, un robusto e incontrastable aporte a la crítica en Chile.

Lídice Varas
“Citas de cine”
Ed. Los libros que leo, Santiago, 2011, 163 págs.


*Publicado originalmente en Revista Intemperie, 6 de enero de 2012