viernes, 20 de junio de 2014

Historia de la frivolidad



La moda no incomoda, reza el refrán, y la lectura de Linda, regia, estupenda. Historia de la moda y la mujer en Chile, no hace variar mucho el panorama. La voluminosa crónica, obra del periodista Juan Luis Salinas, cubre un período que va desde los años 50, donde para apreciar el último alarido de la alta costura había que acudir a Los Gobelinos o Gath & Chaves, hasta nuestros días, donde un montón de tribus urbanas hacen de sus pintas alaridos provenientes del núcleo de su interioridad. Con un estilo liviano, cercano,agil﷽﷽﷽﷽﷽﷽ilo liviano, en de sus pintas alaridos sobre su interioridad. prêt-à-porter si se quiere, Salinas conforma, a través de un reporteo profundo y una pluma afanosa, un anecdotario que no se centra puramente en el tema de la moda, sino que logra no caer en la frivolidad total. Esto porque el autor integra a su relato ingredientes como la televisión, tendencias, vistazos a personajes de época y sucesos que jalonaron la historia de un país. De esta forma el libro también se hace cargo de temas como el voto femenino, la escasez de telas durante la Unidad Popular –donde la moda, como casi todo entonces, se transformó en propaganda- o la vorágine ochentera del consumo, donde los desfiles de moda estaban provistos de onerosos refrigerios como canapés de erizo y centolla, algo impensable en la década previa, cuando se le aconsejaba a la dueña de casa hacer durar sus vestidos de temporada.
A medida que avanzan las décadas, el autor devela episodios que van armando el terno nacional con razonable precisión, en especial cuando se trata de traer al último rincón del mundo aquello que estaba a la vanguardia en los epicentros internacionales, casi siempre llegando tarde, con caídas en la improvisación y las malas copias. Un ejemplo de esto es el relato que hace Salinas del mítico festival de Piedra Roja, esa muy artesanal intentona chilena de allegarse al fenómeno hippie. O también cómo el país se subió tarde y mal al carro de la música disco, cuando la noche chilena era un páramo a punta de metralletas y toque de queda, tiempos en que Lucía Hiriart se tomó muy a pecho la labor de reconstruir moral y espiritualmente a las chilenas, premunida con el estandarte de CEMA Chile.
Con todo, el subtítulo del libro es algo pretencioso. Un par de tallas muy grande, tal vez. Antes que la historia de la mujer en Chile, Linda, regia, estupenda es un anecdotario protagonizado por la mujer, más relacionada con el tema de la moda, y donde el repaso de época que hace Juan Luis Salinas carece de riesgo. Hablar de la segunda mitad de la década de los setenta y toda la de los ochenta casi sin usar las palabras “dictadura” o “dictador” es jugar a la segura, bien arropado. A pesar de su subtítulo engañador, pedirle otra cosa a este libro no corresponde, menos aun ﷽﷽﷽﷽﷽﷽﷽ho la labor de reconstruir moral y espiritualmente a las chilenas, con la poderosa herramienta de CEMA hileún cuando el autor entrega una crónica suculenta y entretenida, muy en la línea de autores como Óscar Contardo y Macarena García, cuyo libro La era ochentera combina bastante bien con este volumen.
Situado en su apropiada dimensión, Linda, regia, estupenda divierte bastante. Salinas pespuntea un anecdotario festivo, lleno de datos para alimentar la trivia y desnudar historias indocumentadas, como la prohibición que se decretó en 1969 en la Escuela de Derecho de la PUC, donde las mujeres no podían ir a clases con pantalones, o los entretelones de la realización de Palomita blanca.
El autor cierra su crónica citando a la diseñadora francesa, Coco Chanel, “La moda reivindica el derecho individual de valorizar lo efímero”. Nunca mejor dicho en el caso de este libro.


Juan Luis Salinas
Linda, regia, estupenda. Historia de la moda y la mujer en Chile
El Mercurio Aguilar, Santiago, 2014, 340 págs.

*Reseña publicada: http://bit.ly/LindaRegia

viernes, 6 de junio de 2014

La sopaipilla del destierro



El volumen de crónicas Antípodas, obra del académico chileno Roberto Castillo Sandoval tiene un móvil más que interesante: exponer los desencajes y distancias que puede experimentar un expatriado respecto de lo chileno. Estas crónicas, que cubren un amplio espectro temporal que va desde los años sesenta hasta nuestros días, son mucho más que una intentona a lo Coco Legrand o a lo Jorge Alís de definir lo nacional, pues el autor es sincero y admite la dificultad que los años y la lejanía imponen al desterrado que quiera tener fresca la película de nuestro país.
            Roberto Castillo se sitúa en un lugar difícil, es uno más de “los de afuera” que intenta comprender lo que pasa, lo que piensan “los de adentro”. La labor es imposible de cumplir a cabalidad, pero el autor despliega una muy apropiada muestra de honestidad, y por qué no decirlo, de valentía para hablar desde sí mismo y no tener ningún empacho en reconocer al resentimiento como un motor creativo, como la bencina del pensamiento y un lente con el cual enfocar la actualidad. “Resentidos de mi país, hagamos chasquear nuestras cortaplumas, salgamos del clóset, porque es cierto lo que dice el enemigo, el resentimiento es bilis y veneno que carcome al que lo siente, pero sólo si se reniega de él”. Tras tan inusual declaración de principios, Antípodas se desenvuelve revelando el ojo atento de un protagonista de su tiempo, una revista nacional que inevitablemente se mezcla con la biografía, especialmente una marcada a fuego por el terror pinochetista, que, al mismo tiempo, marcó y modificó a Chile de tal forma que el autor ya no sabe cómo lidiar con él.
            Castillo apunta hacia el final de su libro que la construcción de un país se hace aglutinando un millón de narrativas familiares, historias personales y vestigios de tradiciones. El autor da en el clavo con ese rescate íntimo, y logra una reunión de retazos consistentes. Las historias se hilvanan creando texturas diversas, y aunque en realidad no es gran novedad señalar que la memoria de un país se hace uniendo, como en un mosaico, un montón de pequeñas memorias (o, como ocurre en este caso, un montón de entradas de blog), la gracia en el caso de Antípodas es que el autor va hilando ese edredón memorialístico con una prosa singularmente viva, que nos devela a un cronista que, por momentos, se acerca en brío, urgencia y lenguaje a Pedro Lemebel. Ambos comparten ese resentimiento combustible que se enciende en el lenguaje, donde las palabras salen todas al ruedo, pero nunca sin razón, sin rellenos ni remilgos relamidos. El autor mira a sus compatriotas: “Lo que llevamos dentro no es un micrero, sino un escolar. Un estudiante de primero medio acosado por las hormonas, con el carné extraviado, un ángel cimarrero que anda callejeando cuando debería estar ayudándole a la madre, un pinganilla que se pasa craneando maneras de mirarle los calzones a las niñas del liceo, un gordito que se mancha la camisa con el mismo Bic eternamente reventado, o manosea un berlín podrido en el fondo de la mochila”.
Castillo supera a muchos cronistas apoltronados de pensamiento y famélicos en el decir, y un berlín reventado es su magdalena proustiana en medio de tanta rabia. Antípodas es un descubrimiento, y Roberto Castillo entrega imágenes sugerentes, registros y tonos diversos, conformando su pequeña gran historia en un país traumado que, según certeramente ilustra el autor, es un espacio de enorme soledad.
                        

Roberto Castillo Sandoval
Antípodas
Cuarto Propio, Santiago, 2014, 378 págs.

*Reseña publicada: http://bit.ly/AntipodasLUN