Libros
con nombres de actitudes muchos. Demasiados. Y los seguirá habiendo,
especialmente de poesía. Del que hablaremos en estas líneas se llama La indiferencia (Das Kapital, 2013) y es
el primer poemario de Óscar Orellana (Talca, 1976). La actitud que bautiza este
libro se constata desde la solapa, en la que se provee –estratégicamente- escasa
información útil respecto del autor, dejando la mayor cantidad del espacio a una
mascota muerta. Un preámbulo que encaja con las piezas que componen el libro,
que se abre con un poema, “Reunión con el poeta premiado”, que deja al
descubierto que al autor no le van ni le vienen, por decirlo de alguna manera,
las figuras de autoridad o los reglamentos que impongan, a modo de consejos.
Esa enfoque es la materia prima que utiliza el autor para plasmar su desembarazada
propuesta poética, como se ve en “Comportamiento de los quemadores”: “Escribo
para imitar al hombre inclinado sobre el tiempo que no se encuentra (…) Escribo
frases vacías. La indiferencia escribo”.
Como todo primer poemario, el de Orellana da
la impresión de estar compuesto de estampas sueltas, de imágenes aisladas. Tal
vez también el conjunto demoró algunos años en constituirse en una amalgama editable.
Saltamos de impresiones íntimas al episodio policial sin mayores pantallas. Sin
ser lo anterior un pecado ni siquiera venial, es posible extraer la
problemática que instala Orellana con sus textos, una problemática que, si nos
apuramos un poco, podríamos clasificar de posmoderna, puesto que todo pareciera
dar lo mismo, no hay mucha esperanza en nada, y la belleza, aquello que nos
llevaremos de esta vida, reside, en pequeñas dosis, en cualquier lugar en el
que fijemos la mirada o que experimentemos en el cotidiano pasar. La urgencia
del autor, como la del grueso de los poetas debutantes, estriba entonces en
hablar de esas cosas, rescatarlas y significarlas ante la vorágine impasible de
la vida y el destino, cosas que se quedan en el tintero afiebrado del decir
poético: “Consciente de/ que la fractura se propaga cuando la duda se acelera/
a un punto conocido sólo por uno mismo yo miro la/ caída de las hojas de los
árboles caen tan bien de un/ modo que no se le da a todo el mundo”, “Ni pintura
ni escultura ni arquitectura ni danza/ o música o literatura o teatro o
fotografía/ sólo un salmón a punto de desovar/ único acto que puede ser
diferente a todo el resto”.
La
lectura de La indiferencia va
cargando a quien revisa estas páginas de una sensación de que no hay un destino
en un mundo donde las cosas relucen en su finitud, en su vivir al día; nada
vale mucho y hay que intentar redimir lo más que se pueda antes del fin: “La
mañana como un microondas de cosas que rápido/ se enfrían (…) Queda un registro
de voces que en el aire/ se pierde. ¿Cómo escribir todo esto? ¿Cómo hacerlo?”. A
lo antedicho agregamos otro ingrediente conocido, lo urbano, la ciudad como
espacio apretujado de gente que está sola, que no se encuentra y donde la
muerte de un gato se transforma en una tragedia colosal, decisiva, lo único
importante entre un montón de imágenes y sensaciones que se recolectan día a
día. Es en este punto en que los versos de Orellana pierden vuelo y se quedan
en tierra, encadenados por el lugar común: “Ya no nos queda músculo para tantas
invenciones/ ya los seres vivos no son más un panorama claro/ caminar entre la
gente/ nos produce la sensación de perder algo/ pedazos de nosotros mismos/
aunque no nos toquen/ aunque no nos hablen”. Esta tónica sigue en textos
débiles en los que el autor desata una prosa opaca que pareciera no ir a
ninguna parte, como sucede en “Tu cabeza”: “Sí. Tu cabeza me interesa
enormemente. También lo que está adentro, claro. No es que sólo quiera
llevármela, no, lo que quisiera es meterme dentro de ella, sobre todo meterme
dentro”.
Los
primeros libros son también, en alguna medida, promesas de progreso, prospectos
de los cuales el examen del tiempo dirá si rindieron frutos o no. Así las
cosas, La indiferencia tomará su
sitio en una sala de espera con bastantes libros de su clase, que comparten
nostalgia, apelaciones a la palabra y el lenguaje, un yo constante que invoca a
un tú ausente, imposible. Tal vez los momentos en que Orellana olvida estos
lastres típicos de los que dan los primeros pasos en poesía, logra versos sugestivos,
como el antes mencionado “Reunión con el poeta premiado”, o “Dice Casariego:
todos seremos pianistas si desaparecen los pianos” (los títulos tampoco son el
fuerte del libro). En el primer texto, antes que esta indolencia caótica que es
el sello del volumen, se delinea una sana insolencia a esa monolítica figura
del poeta mayor; en el segundo se desliza una nostalgia genuina y concreta, más
poderosa que el manido malestar posmoderno que es la espina dorsal de estos
versos.
Aparte,
la indiferencia no solamente es una actitud que baña las páginas de este libro,
sino también pasa a llevar la ortografía y la puntuación de algunos textos. En
más de un poema, Orellana puntúa, pero se olvida de la mayúscula en el verso
siguiente. Es necesario cuidar estos aspectos, generalmente desatendidos por
quienes emprenden el test drive del
lenguaje, pisando a fondo el acelerador para surcar la autopista del incómodo
vivir. La indiferencia es un libro de
entramados, de tinglados a la vista, de estructuras semivacías. Hay una
superficie verbal, que da cuenta de una combinatoria y un ingenio presente,
pero corriente, y que es más superficie que profundidad, más dispersión que
sustancia. Poesía que seguirá surgiendo, de las plumas amateur de los jóvenes
sensibles de la patria.
Óscar Orellana
“La indiferencia”
Das Kapital
Ediciones, Santiago, 2013, 110 págs.
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