El volumen de
crónicas Antípodas, obra del
académico chileno Roberto Castillo Sandoval tiene un móvil más que interesante:
exponer los desencajes y distancias que puede experimentar un expatriado respecto
de lo chileno. Estas crónicas, que cubren un amplio espectro temporal que va
desde los años sesenta hasta nuestros días, son mucho más que una intentona a
lo Coco Legrand o a lo Jorge Alís de definir lo nacional, pues el autor es
sincero y admite la dificultad que los años y la lejanía imponen al desterrado que
quiera tener fresca la película de nuestro país.
Roberto Castillo se sitúa en un
lugar difícil, es uno más de “los de afuera” que intenta comprender lo que
pasa, lo que piensan “los de adentro”. La labor es imposible de cumplir a
cabalidad, pero el autor despliega una muy apropiada muestra de honestidad, y
por qué no decirlo, de valentía para hablar desde sí mismo y no tener ningún
empacho en reconocer al resentimiento como un motor creativo, como la bencina
del pensamiento y un lente con el cual enfocar la actualidad. “Resentidos de mi
país, hagamos chasquear nuestras cortaplumas, salgamos del clóset, porque es
cierto lo que dice el enemigo, el resentimiento es bilis y veneno que carcome
al que lo siente, pero sólo si se reniega de él”. Tras tan inusual declaración
de principios, Antípodas se
desenvuelve revelando el ojo atento de un protagonista de su tiempo, una
revista nacional que inevitablemente se mezcla con la biografía, especialmente
una marcada a fuego por el terror pinochetista, que, al mismo tiempo, marcó y
modificó a Chile de tal forma que el autor ya no sabe cómo lidiar con él.
Castillo apunta hacia el final de su
libro que la construcción de un país se hace aglutinando un millón de
narrativas familiares, historias personales y vestigios de tradiciones. El
autor da en el clavo con ese rescate íntimo, y logra una reunión de retazos
consistentes. Las historias se hilvanan creando texturas diversas, y aunque en
realidad no es gran novedad señalar que la memoria de un país se hace uniendo,
como en un mosaico, un montón de pequeñas memorias (o, como ocurre en este caso,
un montón de entradas de blog), la gracia en el caso de Antípodas es que el autor va hilando ese edredón memorialístico con
una prosa singularmente viva, que nos devela a un cronista que, por momentos,
se acerca en brío, urgencia y lenguaje a Pedro Lemebel. Ambos comparten ese
resentimiento combustible que se enciende en el lenguaje, donde las palabras
salen todas al ruedo, pero nunca sin razón, sin rellenos ni remilgos relamidos.
El autor mira a sus compatriotas: “Lo que llevamos dentro no es un micrero,
sino un escolar. Un estudiante de primero medio acosado por las hormonas, con
el carné extraviado, un ángel cimarrero que anda callejeando cuando debería
estar ayudándole a la madre, un pinganilla que se pasa craneando maneras de
mirarle los calzones a las niñas del liceo, un gordito que se mancha la camisa
con el mismo Bic eternamente reventado, o manosea un berlín podrido en el fondo
de la mochila”.
Castillo
supera a muchos cronistas apoltronados de pensamiento y famélicos en el decir,
y un berlín reventado es su magdalena proustiana en medio de tanta rabia. Antípodas es un descubrimiento, y Roberto
Castillo entrega imágenes sugerentes, registros y tonos diversos, conformando
su pequeña gran historia en un país traumado que, según certeramente ilustra el
autor, es un espacio de enorme soledad.
Roberto Castillo
Sandoval
Antípodas
Cuarto Propio,
Santiago, 2014, 378 págs.
*Reseña publicada: http://bit.ly/AntipodasLUN
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