Entonces, el paso siguiente que diera Marcelo Lillo sería seguido con atención, y, en efecto, se generó expectación en los lectores, en los críticos y en los reseñadores. Expectación que culminó con el reciente lanzamiento de “Gente que baila sola” (Mondadori, 2009), el segundo libro de relatos de Lillo, quien ahora, ya con chapa de escritor –de escritor exitoso, más encima-, tuvo una exposición aún mayor.
Cuestiones mediáticas aparte, los 13 cuentos de “Gente que baila sola” delatan unas cuantas cosas respecto de la evolución escritural de Marcelo Lillo, a partir del revuelo generado por “El fumador”. Las primeras páginas del libro nos dan cuenta de un conjunto que viene ya algo desencajado, dispar. Conviven en él cuentos del cariz del primer libro, y otros que claramente fueron creados teniendo en mente más en remedar el estilo de su libro anterior, antes que perseverar en la creación espontánea y novedosa de nuevos relatos. También es notorio cómo Lillo ya empieza a mostrar los síntomas de quien ha desarrollado rápidamente una conciencia de escritor, es decir, de alguien que, de repente, “se sabe” escritor, un estado habitual en la fase adolescente del narrador, donde la fascinación por el acto de escribir, y esa urgencia por redactarlo, terminan oscureciendo antes que aclarando.
Otro flagrante síntoma de esta fase de rotura de cascarón, del coming of age, es que las lecturas del autor permean tanto su escritura, que terminan notándose en varios de los cuentos. Se habla de Raymond Carver, mejor es decir que Marcelo Lillo tiene unos cuantos parricidios pendientes, y que, si todo está en su sitio, habremos de constatarlos en las siguientes obras del autor, entre ellas, una novela que ya se anunció.
Consecuencias de este estado de sobreconciencia escritural, son algunos rasgos que se ven claramente en varias páginas de este nuevo libro de Marcelo Lillo. Así, vemos en el cuento inaugural, “El artista del barrio”, que Lillo tiene a bien poner en boca del sabihondo e infantil protagonista del relato toda la cocina literaria, esto es, la cocina literaria del propio Lillo. Un innecesario e inútil floreo expositivo de cómo el autor pergeña sus tan exitosos relatos, un desafortunado ejercicio de decir (abundan las frases sentenciosas) y no mostrar, de forzar una máquina que funciona a un ritmo mucho más lento. Lillo explica y complica al lector, y arruina su escritura, denotando que se optó por la reproducción de un malo conocido, antes de crear un bueno por conocer.
No obstante, hay una buena cuota del estilo que encumbró a Marcelo Lillo al pináculo libresco en 2008. “Plegaria por Mustafá” es un buen ejemplo de ello, un entramado donde no se ve ninguna hilacha, en donde se puede avanzar a gusto, y recorrer una exposición de melancólicas postales de la esforzada provincia que son elocuentes por sí solas (aún cuando acá utilizó la carta de los Detenidos Desaparecidos, un añejo conejo que ya salió de demasiadas galeras), pues el autor no forzó un estilo que le granjeó lícita fama, con sus escenarios tristes, sus personajes en zozobra, empapados en la precariedad, jalonados por vivir al borde de
Queda entonces ver cómo será el Lillo de largo aliento, luego de este empate
Marcelo Lillo
“Gente que baila sola”
Ed. Mondadori, Santiago, 2009, 212 págs.
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