viernes, 11 de enero de 2013

Ahora es de verdad



Empezaremos diciendo que la aparición de El Sur (Los libros que leo, 2012), de Daniel Villalobos es una marca, un hito de renovación, o de ventilación de la narrativa chilena. Estas situaciones suceden periódicamente, aunque no con la frecuencia que se necesita para animar un escenario literario que, por lo general, retoza más bien en la comodidad fácil de los libros que se venden bien, antes de ser remecido por los libros que están bien hechos.
La buena literatura suele surgir cuando el escritor decide mirarse de frente en el espejo negro de la propia biografía, cuando tiene la valentía de hacerlo, y cuando posee, además, las capacidades de articular todo ese registro. Eso es honestidad (una postura ética también) y eso es lo que le falta al grueso de los narradores chilenos de hoy, mucho más tendientes a dorar la píldora y emborrachar la perdiz del prójimo con maromas técnicas de dudoso enjuague, con fines de mundo que no son mucho más que tics, con playlists, setlists, namedropping y demás cornucopia pop. En fin, ejercicios volátiles que sirven para rellenar páginas, pero que provocan el bostezo antes que la admiración y el olvido antes que la retención. Daniel Villalobos hace exactamente lo contrario a lo antedicho en El Sur, un conjunto de crónicas que arrojan al lector a la vena profunda de la Araucanía, los páramos remotos y míseros de Temuco y Puerto Saavedra, al pasado reciente de la que hoy es, todavía, una de las regiones más pobres y desaventajadas de Chile. Y ese carácter se refleja en las primeras páginas del volumen, que dan cuenta de ser un mélange entre Angela’s ashes, The Wall, Mea Culpa y un poco de Fogwill.
El crítico estadounidense Edmund Wilson decía que toda actividad intelectual, sea la que sea, es un intento de darle significado y sentido a la existencia, que no es otra cosa que hacerla más fácil de sobrellevar, hacerla viable. Pues bien, corriendo el enorme riesgo de hablar sobre la existencia de Daniel Villalobos, un libro como El Sur, si no hace más viable una vida, al menos ha de generar la satisafacción en su autor de haber escrito un libro que, en más de un pasaje, es un despliegue de sabiduría epigramática. A saber: “La melancolía, que creo que es una emoción que todos aprendemos muy niños y que no es nada más que nuestra respuesta al hecho básico de que el mundo nunca termina de amoldarse a nuestros deseos”; “Me gusta pensar que, incluso en las situaciones más pequeñas o precarias, la gente hace lo mejor que puede y a veces eso es justo lo que uno necesita”; “Soportar a alguien que no te cae tan bien con miras a disponer de su biblioteca es una de las pequeñas miserias de todo lector pobre”; “A mi se﷽﷽﷽﷽﷽﷽ las pequeñas miserias de todo lector pobre"disponer de su bibliotecaoboso y sentido a la existencia. pues í se me hace que la desmemoria es el regalo que te ofrece el cuerpo cuando te empiezas a dar cuenta de que la vejez no será como te la habías imaginado a los veinte”.
No todo es tan perfecto, como por ejemplo el título del capítulo “El Sur y las novelas Jazmín” no termina de empatar con el contenido del apartado, pero, de todas formas la lectura de El Sur casi no tiene desperdicio. La escritura de Daniel Villalobos tiene un rendimiento sorprendente y, por ello, escaso. Una escritura así de íntegra no deja espacio para desperdiciarlo en floreos de estilo. Repasamos la pobreza, el abandono paterno, el horror puertas adentro del internado, el hambre por leer y ver cine. Aún cuando hay no poca vehemencia en los párrafos de este libro, leerlo como una vendetta o un ajuste de cuentas algo maletero, sería un despiste. El Sur es una historia de la provincia (pero no una más), un bildungsroman espolvoreado de merquén, el relato de un coming of age crudo, pero que, con todo, deja un espacio a la ternura, a la humanidad no edulcorada y maqueteada, sino en su faz más fidedigna.
Ya El Sur ha sido alabado y encumbrado en más de un lugar como el mejor libro del año 2012. Un estatus innegable a estas alturas, e incluso ampliable a un rango temporal de cinco o diez años. Daniel Villalobos ha creado un libro que no solo ha pateado olímpicamente el tablero del quincho literario local, sino que también posee un peso tal que, sin más, pone en entredicho la forma en la que se narra en Chile.

Daniel Villalobos
“El Sur”
Ed. Los libros que leo, Santiago, 2012, 131 págs.

miércoles, 2 de enero de 2013

Artificios



La obra inaugural de Federico Zurita Hecht (Arica, 1973), el conjunto de relatos El asalto al universo (Eloy ediciones, 2012) cumple con las exigencias del zeitgeist actual y local, esto es la configuración, mediante la literatura, de una galería de seres atribulados por las circunstancias que los rodean, solitarios y excéntricos (tristes en el fondo), y que en más de una ocasión despliegan todo su ánimo larger tan life.
Los once cuentos que componen el libro dan cuenta de un autor esmerado. Lo primero que así lo indica es el lenguaje que Federico Zurita emplea en estos cuentos, cuidado, bien poblado, meticuloso. Y desde una mirada más abarcadora, hay un esfuerzo del autor de desplegar una narración interconectada, apelando a algo más que presentar un impreso con cuentos sueltos. Zurita deliberadamente traza líneas entre los diversos relatos del libro, jalona interconexiones imprevistas, despegándose del grueso de los cuentistas nacionales, tendientes más al episodio que nace y se termina de consumir en un determinado puñado de páginas.
Todo lo que contiene El asalto al universo es palmario fruto de la inventiva de Federico Zurita. Otro producto de esta inventiva es que los relatos se quiebren o estén signados por la caída de un rayo. Es acá (o tal vez un poco antes) en que hay algunas cosas que mencionar respecto de este asalto. La primera de ellas es un rasgo que recorre el libro entero, esto es, su notoria artificiosidad, pero una artificiosidad que cojea al estar acompañada de recursos algo gastados, como los cortazarianos nombres anglo o exóticos de los personajes (que incluso llegan a recordar a ciertos caracteres incidentales de Condorito), o la latosa titulación adversativa de los cuentos (característica más bien novata), que los pone en entredicho nada más empezar.
El asalto al universo también está de concierto con los tiempos, puesto que comparte trucos con otras obras, como es el caso de la película Magnolia, del director estadounidense Paul Thomas Anderson. Si en el celuloide fue una lluvia de sapos, acá los relámpagos son el eje y el lazo de las historias del libro. El exceso de efectos especiales también permea los cuentos, que si bien tantean un coqueteo con lo fantástico, se tornan algo ingenuos, incluso modosos y enrevesados. Lo modoso también deviene por momentos en marcas en el texto que no se comprenden, como la separación, mediante guiones, de palabras que no se sabe por qué razón están cortadas, siendo que se ubican en la mitad de una línea (“nacio-nal”), conformando un gesto vacío o bien un error. Este caro celo en el adorno del lenguaje lleva a que falle la lógica y hasta la lateralidad, como ocurre en la página 59: “Se sentaron frente a frente en una mesa para cuatro. Dejaron sus maletines en la silla de sus respectivos lados derechos”. Ahí fracasó el espejeo. Tal vez la sobreprolijidad en el lenguaje provocó este descuido.
Del conjunto, el mejor relato es “La niña de mis ojos o el vacío de Valentina”, y es, precisamente porque Federico Zurita opta por dar un paso más allá del retruécano florido que son estos cuentos y se interna en honduras, en zonas de dolor y de drama oscuro. Pero a poco andar se vuelve a poner de relieve la compulsión del autor, de dejar al descubierto hasta el más mínimo engrane que mueve la insondable maquinaria del destino.
¿Hasta qué punto el lenguaje excesivo y manierista actúa como la cortina de humo que cubre historias de poca enjundia y excesivas en lo rebuscado? ¿Hasta dónde es útil o funcional plantear narraciones que, en vez de ser un tronco que crece en una sola dirección, adrede se conforma como un árbol de ramas muy extendidas, pero que difícilmente puede mantenerse en pie? Son las preguntas que surgen al repasar este conjunto de relatos, no carente de pretensión. Hay también un momento político en el libro, pero que se trata con tibieza.
De todas formas, Federico Zurita conforma un libro que tiene algunos méritos. O, mejor dicho, su autor los tiene, puesto que la intención de conformar un universo literario interconectado ya es una cualidad que lo pone por encima de un montón de principiantes que simplemente cuentan “sus cosas”, sin más artesanía o desafío. Zurita arma una constelación que sucede en Puerto Azola y sus alrededores, pero dibuja un cielo recargado de astros menores y enanas blancas. Tal vez a futuro, el autor deberá trabajar en crear cometas, meteoritos que se estrellen contra la tierra y la sacudan un poco, si es que la idea sigue siendo tomar por asalto cualquier cosa.




Federico Zurita Hecht

“El asalto al universo”

Eloy ediciones, Santiago, 2012, 140 págs.