viernes, 31 de enero de 2014

Deseos arrebatados



No fue un mal 2013 para Alberto Fuguet. Su libro Tránsitos fue número puesto en casi todos los escalafones de los mejores libros del año, y sin querer le ha hecho sombra a su otra entrega, Apuntes autistas, una nueva versión de la antología de las entradas del blog homónimo que Fuguet mantuvo hasta el 2011. El actual Apuntes autistas está organizado en cuatro grandes partes, cada una titulada con lo que Alberto Fuguet hace mejor: viajar, mirar, leer y narrar, nombres genéricos para ordenar sus escritos, sus crónicas de viaje, sus críticas cinematográficas, sus acercamientos reflexivos a la literatura y sus peripecias como escritor, respectivamente.
De inmediato vemos cómo Fuguet instala la duda para despeinar estos textos (incluso llega a ser un tic en casi todo el libro), para desempolvarlo de cualquier solemnidad. No es nada nuevo. Los libros que se basan en apuntes, entradas de diarios, blogs o anotaciones en peregrinas libretas usan la duda explícita como un justificativo para hablar de todo y en cualquier tono. A partir de esto, el autor expone sus gustos, sus manías, sus santitos, sus sospechas, como lo hace en el apartado dedicado al cine, donde Fuguet asume –sin mucha reflexión- que los críticos son directores frustrados y que los críticos de libros son escritores fracasados que esconden novelas en el clóset. Aún cuando esté pegando palos de ciego, Fuguet sí logra algo clave para que este libro funcione: transmite entusiasmos y complicidades. Esa capacidad de empapar las páginas con su frenesí algo angurriento y, de paso, dejar bien establecidas sus opciones y su poética, es lo que permite llegar hasta el final del libro.
Por supuesto, entre tanto entusiasmo desbocado, hay más de algo rescatable. Uno de los pasajes más interesantes es cuando Fuguet se sumerge en el análisis de la narrativa chilena y pega algunos carpetazos logrados, como cuando suscribe la afirmación del escritor Álvaro Bisama, quien dijo que la narrativa local se ha vuelto autocomplaciente. Pero no pasa mucho tiempo y el autor descubre la pólvora al señalar, por ejemplo, que los escritores debiesen leer más. Poco más allá cuaja ese desdén contenido que le tiene a los críticos, achacándoles tareas que corresponden más bien a observatorios del libro o iniciativas de fomento lector: “En vez de fijarse en los autores, la prensa y la crítica podrían fijarse en los lectores. ¿Cuántos existen? ¿Cómo son? ¿Han mutado? ¿Son fieles o cambiantes? ¿Novatos o expertos? ¿Han aumentado o disminuido? ¿Cambiará todo Harry Potter? ¿Por qué un lector compra un libro y luego no lo lee? ¿O por qué un lector que leyó un libro y acaso lo transformó en un éxito de ventas, se desistió de leer el próximo libro del autor?”.
Rebobinando, la sección que se despega más es la primera, que agrupa crónicas de viajes, de habitaciones de hotel, de pueblos improbables, de perderse en las metrópolis. Historias con muchas menos arbitrariedades. Como sea, cuando habla de libros, películas o de su tío perdido, Fuguet lo hace sin temor al riesgo, con pachorra (que llega a ser tirria, como cuando revienta al cineasta Lars von Trier) y con un arrebatado deseo de compartir con el lector una película le voló la cabeza, un escritor lo dejó para dentro, o cómo una calle se transformó en una revelación cercana al éxtasis. Queda a quien lee concordar o disentir, pues Alberto Fuguet no se ha guardado nada y muere con la suya, por muy descaminada que esté.


Alberto Fuguet
Apuntes autistas
Alfaguara, Santiago, 2013, 374 págs.

*Reseña publicada: http://bit.ly/ApuntesAutistas

miércoles, 29 de enero de 2014

Aguafuertes clasemedieros



Alejandro Zambra ha sido encajado en aquello que se ha dado en motejar como “la literatura de los hijos”. Se le otorgado la jineta de capitánia﷽﷽﷽﷽﷽﷽﷽﷽o la capitando encajado en aquello que se ha dado en motejar como " en un equipo de narradores de lo breve, de lo íntimo, de lo económico en el lenguaje, de una mirada enfocada en la clase media (“un problema para escribir literatura latinoamericana”, afirma el autor), donde también juegan Diego Zúñiga, Kato Ramone y Alejandra Costamagna entre otros. Lo cierto es que su última entrega –la cuarta-, el conjunto de cuentos Mis documentos, habla de padres y de hijos, pero también de computadores, gatos perdidos, perros, inspectores de colegio, fumadores y cigarrillos (temática predilecta del autor), series de TV, de Colo-Colo, de gente que se queda sin nada en otro continente, de asaltos. Esta variedad de temas permite confirmar que el autor ha estirado el aliento de sus libros, que –se decía- se podían agotar en un trayecto Santiago-Viña del Mar o en un recorrido completo de la línea 5 del Metro. Los obstinados de la duración ahora podrían llegar al menos hasta Talca con el libro inacabado.
Mis documentos, que logró atropellar por los palos en los listados de mejores libros del 2013, confirma que el sólido proyecto literario de Zambra es capaz de superarse en cada entrega, manteniendo puentes con sus libros previos, marcas distintivas, llenos y vacíos, texturas, atmósferas y actitudes, como la melancolía, la soledad, la inhabilidad de edificar una relación amorosa que supere la fugacidad o la precariedad.
El libro consta de once relatos y está dividido en tres partes, donde la primera parece ser la continuación de su anterior libro Formas de volver a casa. Son relatos de living, de barrio, de familia, de hijos que empiezan a leer. La segunda parte toma bríos y abre con “Instituto Nacional”, un relato descarnado de esa basílica de la educación chilena que más se asemeja al infierno estudiantil. En “Yo fumaba muy bien”, más allá de por qué fumar o no, el autor despliega una honestidad tan drástica como respetable, que deja atrás los discursos callados, en sordina, de una generación en dictadura que empezaba a sacar la voz: “Lo que pasa es que soy cobarde y ambicioso. Soy tan cobarde que quiero vivir más. Qué cosa más absurda, realmente: querer vivir más. Como si fuera, por ejemplo, feliz”.
En la tercera parte del libro Zambra se enfoca en las relaciones amorosas, en vidas prestadas, simuladas. También contiene esta parte las mejores piezas del volumen, como “Vida de familia”, donde un cuarentón sin mucho asunto se le encarga cuidar una casa que enfrasca la vida que él tal vez soñó vivir. Otra cumbre es “Hacer memoria”, donde el autor es consciente de su destreza técnica y el dominio de facultades, desarmando los procedimientos literarios en el relato de una chica que mata a su padre que antes la ha violado.  
            Si en Formas de volver a casa, Alejandro Zambra deslizó mundos posibles, escenografías por dibujar, en Mis documentos las ha dibujado en propiedad, con trazos claros, bien cargados en más de una ocasión. Zambra estampa la dimensión literaria de una clase que ama, sufre, estudia, recuerda, se separa, tiene mascotas, las pierde. Una clase que, sin más, vive, y entiende que quiere recordar.


Alejandro Zambra

Mis documentos

Anagrama, Barcelona, 2013, 205 págs.

viernes, 17 de enero de 2014

Advertencias al lector

El caso del casi nonagenario escritor brasileño Rubem Fonseca (1925) merece cierta atención. A lo largo de su carrera se las ha arreglado para erigir una considerable feligresía que celebra cada uno de sus libros, sus excentricidades, su causticidad, sus misteriosos silencios. Este fanatismo no es para nada infundado. Libros como El gran arte (y cualquiera de las historia protagonizadas por el lúbrico y ahora televisivo abogado Mandrake) y El caso Morel le han dado un nombre y una fanaticada al escritor carioca, que también ha ganado premios como el Juan Rulfo en 2003.
    En Chile la difusión de la obra de Fonseca ha estado casi en exclusiva a cargo de la editorial Tajamar, que recientemente puso en bibliotecas el conjunto de crónicas La novela murió. Antes de entrar en Fonseca, en la previa lectora, las expectativas se llenan del deseo de enfrentarse al desenfado y la extravagancia, a una literatura que no haga concesiones y expanda territorios. Pues en este caso, eso no sucede, por muy rotundo que sea el nombre del libro. La novela murió es un conjunto de crónicas de temática diversa y que Fonseca publicó en la web. Las hay sobre temas cotidianos y actuales, así como reflexiones literarias y artísticas.
    En las primeras páginas, el autor se enfoca en lo pequeño, pero ofreciendo pocas novedades al lector. El libro se abre con un artículo titulado con la pregunta “¿Murió la novela?”, que trata un tema hoy majadero que es la extinción de ciertos medios existentes, ante la aparición de unos nuevos, una temática que han tocado de forma majadera y latera los medios de comunicación al referirse ya sea al libro en papel, los teléfonos de red fija, las novelas, la fotografía, etcétera. Fonseca no innova al decir que los escritores o las novelas no morirán, sino que no hace más que contarnos las noticias de ayer. De inmediato se ve que el traspaso de la electrónica al papel deja mermas. La corrosión muta en una ingenuidad que se queda por momentos entrampada en la trivialidad de los temas que toca.
    Las páginas siguientes del libro empiezan a llenarse de textos de escaso vuelo y poco brillo intelectual, así como de un tic molesto que desarrolla el autor, esto es, el llenar a quien lee de advertencias, muchas de ellas tan didácticas como inoficiosas. En un momento Fonseca dedica páginas a hablar de las palomitas de maíz, discurre que “no existe una unión más perfecta” que aquella del cine y las palomitas de maíz, que hay que comer palomitas de maíz cuando vamos al cine, que tenemos que hacerlo en silencio para no molestar a los demás, y así.
    El panorama se empieza a arreglar cuando el autor se enfoca en su campo, el artístico. Ahí surge la excentricidad que le da sabor al libro. Aún cuando entrega una visión anticuada de Nueva York, detallando, por ejemplo, al archicronicado Hotel Chelsea y su huésped más borracho y manoseado, Dylan Thomas, en otro lugar tiene salidas llamativas, “En materia de lectura soy omnívoro, o polífago, si así lo prefieren. Leo todo lo que se me pone enfrente. Pero mis lecturas preferidas son la poesía y las instrucciones de uso de los medicamentos”. Más allá habla de la masturbación, de Jack, el Destripador y de su visita a Israel.
    “José: Una historia en cinco capítulos” es la más extensa y mejor pieza del conjunto. Acá se ve un Fonseca autobiográfico, desde luego más íntimo, que cuenta su nacimiento en la localidad Juiz de Fora, en Minas Gerais, y su infancia deslumbrada en Río, en tercera persona, implantado cierta distancia, pero no escatimando en detallar el encantamiento del pequeño José con la ciudad maravillosa y su vida cultural y nocturna. En este relato Fonseca está en su elemento, la calle. En el pavimento carioca renace el humor y el brío ácido de la letra de Fonseca. La novela murió es un volumen desigual que nos enseña que un incluso autor reverenciado por décadas también es falible.


Rubem Fonseca
La novela murió
Tajamar Editores, Santiago, 2013, 194 págs.


*Reseña publicada: http://bit.ly/LaNovelaMurio

viernes, 3 de enero de 2014

Las loquillas aventuras de una chica bien



En un rubro donde los egos inflados, las victimizaciones iracundas y una literatura complaciente y pagada de sí misma están a la orden del día, no deja de ser sano que haya autores que opten por dejar de ser el epicentro de su obra y se enfoquen en lo que puede ofrecer el mundo que los rodea. Algo así sucedió con la periodista Leo Marcazzolo, quien le puso una pausa al columnismo liviano y en primera persona (con temas como su matrimonio, su maternidad y su bypass gástrico) en el que se desempeña, para darle relieve a las historias extrañas que rastreó en su carrera reporteril.
De esta forma nace Tesoros perdidos, una compilado de trece crónicas o reportajes (no queda claro), sin fechas o lugares de publicación, y que apela, sin duda, a la curiosidad del lector, a la compulsión por las historias poco comunes y los personajes que encienden morbo como si fuese un interruptor. Marcazzolo aspira a montar un circo de fenómenos que incluye a un boxeador que se queda atrapado en un pantano, un psicólogo criminalista peruano que pierde la chaveta y mata a un sospechoso o vistazos testimoniales a una fiesta swinger.
Hasta ahí todo muy prometedor, pero el panorama cambia al leer el libro, publicado por Calabaza del Diablo. La ausencia de un editor detrás de este volumen es patente. Gazapos por doquier, puntuación deficiente, exceso de muletillas, entre otros ripios abundan. Erratas que no son consignadas acá con un afán de control de calidad, sino que le juegan una pésima pasada a la autora, que a las claras estuvo muy abandonada en esta empresa loable de alejarse de la columna rosa. Digámoslo sin rodeos: Tesoros perdidos es un libro de mala factura, lo que no ocurrió, por ejemplo, en la novela Papá y Mamá, donde la autora sí recibió la respectiva asistencia editorial, requerida con urgencia. En efecto, queda la sensación de que el libro pudo haber sido mucho mejor si es que alguien se hubiese dedicado a trabajar en él, darle una mano a la autora, tenerle algo más de cariño a su trabajo y no dejarla botada con textos que –como cualquiera- necesitan de un pulido. Un ejemplo de esta desinteligencia se ve en la crónica que Marcazzolo dedica a los perros vagos de Valparaíso. Ahí la periodista apunta: “Por la tarde [los perros] toman el sol y por las noches muestran los colmillos cuando aparece la Chevrolet Luv del Servicio Nacional de Salud (SNS), que es su mayor enemigo”; un editor atento habría sido capaz de avisarle a Leo Marcazzolo que el Servicio Nacional de Salud dejó de funcionar en Chile en 1979, y que en realidad el organismo que tenía en mente era el SESMA, y en específico su equivalente a la zona donde ocurre la acción, esto es el Servicio de Salud de Valparaíso y San Antonio. Un editor podría haber evitado que el insuficiente reporteo de la autora (bastaba una pasada por Google) llegase al libro, pero en este caso, ya es tarde.
Con todo, no todas las velas del entierro corren por cuenta de la editorial, la autora del libro también hace otro tanto. Hemos dicho en más de una ocasión del auge que vive la crónica, un vigor que ya se lo quisieran otros géneros flojos, como la narrativa. Sin embargo, los textos que componen este libro carecen de ese vigor. Así pasa, por ejemplo, en “Noches de vino y olvido”, donde Marcazzolo pasa revista a la realidad del pueblo de Graneros, donde escasea el trabajo y sobran los borrachines, las peleas callejeras y los prostíbulos, una historia que no tiene mucho de tesoro oculto o joya rara, cuando esa realidad es pan de cada día en el grueso de los pueblos de provincia, al menos los de la Zona Central de Chile. Asimismo –y ya ciñéndonos a las reglas del oficio periodístico-, se echó de menos una presentación de los personajes, algunas señas que les dieran algo de profundidad, o bien reflexión ante las situaciones descritas –ni hablar de sentido crítico-, que tampoco está en la construcción de las crónicas. La autora no se mete mucho en lo que cuenta, opta por incluir dos o tres cuñas de personajes relacionados con el tema, y con eso, más descripciones ambientales, pareciera que se las arregla. Además, estas crónicas están del todo desactualizadas. Las escasas pistas que la periodista incluye en “Guau no me mates”, indican que este texto canino se publicó hace diez años (Hernán Pinto aparece nombrado como alcalde), ¿qué pasó desde entonces?, ¿murieron esos perros porteños?, ¿siguen siendo los perros vagos un problema en el puerto?, quién sabe. Marcazzolo también dedica un texto a la proliferación de moscas en el poblado de Leyda, por la presencia de la planta de la avícola Champion, texto en el que la autora se limita al efecto, a la imagen nauseabunda de pobladores que se tragan moscas o se les quedan pegadas en las narices. A estas alturas, sólo queda imaginar cómo sería una crónica de Leo Marcazzolo en, digamos, Freirina.
Párrafo aparte merece “La cantina del sexo grupal”, que es un testimonio en primera persona de la asistencia a una fiesta swinger. Acá el carácter de la autora vira desde el reporteo aventurero al conservadurismo rampante, que entra en shock ante la fornicación. Marcazzolo dejar ver la histeria y la repulsa que puede experimentar una mujer pacata al exponerse a una bacanal. Hecha esta salvedad, hay también espacio para la siutiquería: “Y después, agarra a su pareja y le empieza a hacer el amor delante de nosotros. Como cuando sale el sol después de una tormenta”. Al menos Leo Marcazzolo reconoció con apreciable honestidad que este testimonio lo encaró sin ocultar un background conservador y de “colegio de monjas”, según sus palabras. Encaja perfecta esta confesión con la aguda incomodidad que demuestra la periodista ante los cuerpos desnudos, malestar que se ve en el texto dedicado a Playa Luna, donde el pudor que debe haber experimentado Marcazzolo debe haber sido casi agónico, rozando el asco: “Sólo rezo para que no se me acerque. Tiendo mi toalla y al segundo lo tengo parado justo al frente de mí. Le pido que tome asiento para no verle su «cosa»”.
En alguna entrevista radial se deslizó la posibilidad de que estas crónicas no son en realidad fruto ciento por ciento de trabajo periodístico, sino también de la inventiva de la autora, y que el cóctel croniquero que es Tesoros perdidos haya sido adulterado con una dosis de invención. Un juego algo ocioso y de un efectismo desinflado a estas alturas, donde se podrían sacar a colación clichés como referirse a una realidad que ha sido superada por la ficción, pero para qué. Tesoros perdidos es un trabajo periodístico fofo, plano, poco riguroso y cándido en exceso, que, para más remate, tuvo la poca fortuna de carecer de editor.


Leo Marcazzolo

Tesoros perdidos

La Calabaza del Diablo, Santiago, 2013, 126 págs.

Biblioteca de viejo



Hasta hace poco el poeta Óscar Hahn (1938) hacía noticia principalmente por ser un candidato eterno al Premio Nacional de Literatura, hasta que en 2012, cuando obtuvo la medalla, dejó de serlo. Desde entonces, la atención estaría fijada en sus siguientes entregas literarias. La más reciente es Pequeña biblioteca nocturna, un libro que recopila más de 60 textos, entre ensayos y artículos de prensa del autor de Arte de morir, y que publicó la editorial Fondo de Cultura Económica.
            Esta antología de textos difundidos entre 2008 y 2013 -la mayoría de ellos en el suplemento Artes y Letras de El Mercurio- delinea un canon de pensamiento, con temas y autores que Hahn ha tratado en más de una ocasión, a saber Pablo Neruda, Vicente Huidobro, Jorge Luis Borges, la ninguneada literatura fantástica y su reivindicación, la defensa de la poesía y de la versificación, entre otros.
            Dividido en tres “estantes” –un juego que, claro, le sigue la corriente al mozartiano título del conjunto, pero que finalmente resulta algo forzado- este volumen, además de ser algo así como un mapa conceptual de Óscar Hahn, permite deducir una inclinación del poeta a revisar autores que llevan, en su mayoría, medio siglo muertos. Veámoslo de este modo: el lector no encontrará acá referencias a obras nuevas, el estado del arte, o alguna opinión de compañeros de generación o libros de autores recientes, los que, al parecer, no caben en la pequeña biblioteca del autor. Nada de eso está dentro de las preocupaciones de Óscar Hahn, lo que se justificaría a través del salvoconducto de la nota preliminar, donde se estipula que este libro está dirigido a un lector no especializado. Es lo que hay. Son los soberanos gustos del poeta, aún cuando tengan un tufillo a letra muerta.
            De las tres secciones del libro, la que corre con más ventaja es el “Estante II”. Mientras la primera parte contiene columnas atoradas por la camisa de fuerza de la coyuntura y son propensas a caer en lugares comunes y querellas ociosas (como la supuesta muerte de la poesía, las críticas que recaían sobre la literatura fantástica hace 70 años, la preponderancia del castellano traído por Cristóbal Colón, la postergada sexualidad de Gabriela Mistral, entre otros), la tercera se reserva para una ensayística árida y, derechamente, latera en más de un momento.
El mencionado segundo estante –el más enérgico del libro- incluye crónicas de los encuentros de Óscar Hahn con personalidades como Raymond Carver, Mircea Eliade o Borges, así como peripecias cotidianas del propio Hahn. Estas crónicas están escritas desde una sugestiva óptica testimonial, con una adecuada conjunción de recuerdo y emotividad. Éste es el Hahn más rescatable, el íntimo, el que habla de lo que ve o experimenta de primera mano, antes de lo que lee en libros. Un ejemplo esto es el relato que hace el poeta del momento en el que a su clase en la Universidad de Iowa llega una chica tetrapléjica, debido al balazo que le propinó un desequilibrado y brillante alumno chino de posgrado, quien al ver que su tesis doctoral no era premiada como la mejor de su generación, tuvo a bien repartir plomo a diestra y siniestra. También destacan en esta parte las historias sobre Enrique Lihn, de quien Hahn fue cercano. En “Enrique Lihn prevalece”, se nos presenta personaje entrañable, que alberga deseos de ser padre y también sufre el desamor por parte de una alumna joven, todo mientras escribía uno de los libros clave de la poesía chilena de los últimos treinta años, El Paseo Ahumada. Más allá se cuentan las vicisitudes de Lihn en dictadura.
            Pequeña biblioteca nocturna es un libro con altibajos, en el que conviven el paper aburrido y escasamente novedoso, con pasajes de menos desperdicio, momentos más vitales en los que se vislumbra, crónica mediante, a un Óscar Hahn capaz de imprimir a sus vivencias un carácter, digamos, atractivo.


Óscar Hahn
Pequeña biblioteca nocturna
FCE, Santiago, 2013, 303 págs.

*Reseña publicada:  http://bit.ly/OscarHahnLUN