viernes, 5 de agosto de 2011

Nunca me abandones

A primera vista, la actualidad de Alejandro Zambra (Santiago, 1975) pareciera ser miel sobre hojuelas. El año pasado, la revista Granta lo nominó como uno de los 22 narradores jóvenes hispanoamericanos más destacados. Además, la película Bonsái, basada en su primera novela, dirigida por Cristián Jiménez, se exhibió en el empingorotado Festival de Cannes, y si bien no sacó premio, sí atrajo miradas y elogios. A esto hay que agregar la aparición de su tercera novela, Formas de volver a casa, tercer volumen que publica con el sello Anagrama.
Del texto de Zambra se pueden decir muchas cosas, pero, de elegir alguna, está el hecho de que Formas de volver a casa constituye una vuelta de tuerca en la literatura golpista en Chile. Si en alguna etapa primigenia, la escritura del golpe estuvo centrada en el reporte del trauma del 11 de septiembre de 1973 (en tono de novela de espías o de suspense, incluso), pasando luego a la escritura testimonial del horror dictatorial y del exilio, tanto desde el punto de vista de las víctimas, así como de los victimarios (descollando ahí, cómo no, Roberto Bolaño), la novela de Alejandro Zambra hace el corte de cinta de una nueva atalaya para observar la escara oscura que dejó el aniquilamiento de la democracia por parte de las FF.AA.
Esta fresca mirada es a la vez la reconstrucción de un discurso callado, que se germinó a medida que la generación que creció en los ochenta y que vio la dictadura desde una galería más bien lejana (los “personajes secundarios” como señala Zambra), se fue desarrollando con los años de esta transición que pareciera inconclusa, y que desemboca en la democracia imperfecta que signa al Chile de hoy. La historia es sencilla, un niño crece en una villa del Maipú de mediados de los ochenta, donde traba amistad con una vecina mayor, Claudia, a quien conoció luego del terremoto de 1985, y que, a vuelta de calendario, el protagonista vuelve a encontrar años después para involucrarse amorosamente, mientras revisitan ese pasado común, que aporta más preguntas que certezas respecto de esos años lóbregos. En paralelo, el relato se enfoca sobre un escritor separado -el propio Alejandro Zambra- que da cuenta de la recreación en la escritura de aquellos días.
El relato, desde luego político, abre senderos, desde luego muy literarios (sobre todo de lecturas), pero también muy íntimos del autor. Esto último opera como un perfecto antídoto ante el maniqueísmo que puede surgir al escribir una novela propulsada por el hito que partió a Chile en dos mitades irreconciliables. Morigerada a punta de una cálida intimidad, que surge de la exploración sentimental que el autor brinda, con una prosa medida, ordenada, sin recurrir a recursos equívocos como la puntuación telegráfica.
Haciendo todo sin querer, como parece decir el autor a la hora de referirse a esta novela, Zambra propone una batería de historias posibles, una política, una generacional, otra paternofilial, otra literaria, otra (des)amorosa. Todas latentes, amarradas con el tenue decir exacto que caracteriza la escritura de Alejandro Zambra.

Alejandro Zambra
“Formas de volver a casa”

Ed. Anagrama, Barcelona, 2011, 164 págs.

*Publicado originalmente en El Periodista N° 206, 5 de agosto de 2011

lunes, 11 de julio de 2011

Elegancia y resolución

Pron está ahí, cierto en la literatura que se respira en estos días. Es que Patricio Pron (Argentina, 1975) y sus libros están por todos lados, y cuando decimos por todos lados, queremos decir que están en los anaqueles de las librerías y en los veladores del puñado de lectores agudos que anima ese espacio a veces incomprensible de la intelligentsia nacional. Pero con justa razón. También con justa razón es uno de los integrantes de la bullada selección que hizo en 2010 la revista Granta, donde Pron fue elegido como uno de los mejores narradores jóvenes (Granta entiende por juventud el estar por debajo de los 35 años) en español. Y así con tantos otros reconocimientos más que aparecen detallados en otras notas y que no reproduciremos acá. Sí diremos que tiene un blog más que interesante, llamado El Boomerang.
Patricio Pron –autor de cuatro novelas y tres libros de cuentos- vino como a patear el tablero con su novela El comienzo de la primavera (2008), y ahora pareciera volver a hacerlo con otra novela El espíritu de mis padres sigue subiendo en la lluvia (2011). Nos detendremos en la mortadela de este sánguche novelesco que propone Patricio Pron, esto es en el conjunto de cuentos El mundo sin personas que lo afean y lo arruinan (2011). Los tres libros antedichos (titulados de forma exquisita) fueron editados por la multinacional Random House Mondadori, lo que da para ceños fruncidos entre los lectores antisistémicos, pero que en buenas cuentas confirma que esta rama del conglomerado –Mondadori- saca la cara con literatura de una calidad y frescura que pareciera impropia de un acorazado editorial multinacional.
Ya en materia, la primera extravagancia que se puede notar es que el autor, un argentino de Rosario, nos sumerge en la Alemania profunda y robóticamente eficiente (germanismo visible en El comienzo de la primavera, y que se explica porque el autor vivió ocho años en ese país, donde se doctoró en filología románica), y parece mimetizarse en una cosmogonía tan alejada del río de La Plata (y cercana a la de Thomas Bernhard), de su sensibilidad y su paisaje, que la huella del ADN latinoamericano es virtualmente invisible, pero como señala el propio autor, no es algo que importe demasiado, o nada. Aunque si nos ponemos quisquillosos, el lector podrá captar restos del genoma Bolaño en el libro, como pasa con “Contribución breve a un diccionario biográfico del expresionismo”. Es el gen Bolaño, que viene del gen Schwob, del gen Edgar Lee Masters. Un floreo de erudición que puede caer pesado, lo que lo convierte, precisamente, en apuesta.
Ocurre con los libros de cuentos que ninguno de ellos es 100% probado. Siempre hay un relato que cojea, otro que hace ruido, que es estática antes que sintonía fina. Con Pron sucede lo mismo, desde luego. Así sucede con el cuento “Los peces y las montañas”, donde la casi majadera mención de Martina Gedeck denota un movimiento forzado, oxidado, tosco, que no cierra completamente, dejando ver más de lo apropiado los hilos del show de títeres. Entonces hemos de hablar de porcentajes. De porcentajes de cuentos que funcionan, de cuentos en los que no sobra nada y en el caso de El mundo... este guarismo es alto, más que aceptable, digno de nota. Y estos relatos funcionan porque el autor, ante todo, escribe con una precisión indiscutida, y con una elegancia rigurosa que trasciende su propio ámbito y dota a lo narrado de un sustento, de un piso de elegancia que adorna las tramas y los ambientes, donde flota cierta tristeza, cierta soledad de instantánea, de imagen. Pron crea un léxico para los pequeños desastres íntimos.
Sin ser en exceso solemne Pron logra ser tenue y resoluto. Hay quienes conectan estas cualidades con un supuesto “lenguaje alemán”, una “sintaxis germana”, o salidas por el estilo. Nada puede ser más desatinado, pero a ciertos críticos desocupados les gusta perder el tiempo jugando con el pasaporte de los autores. Así las cosas y de forma insólita, se sigue emborrachando la perdiz del prójimo con discusiones del tipo si la literatura de Bolaño es mexicana o española. Decir que Patricio Pron escribe en alemán es tan desatinado como decir que el delantero argentino-paraguayo Lucas Barrios, ex Colo-Colo, hace goles en alemán porque juega en el Borussia Dortmund. En fin. Pron roza la literatura en “El estatuto particular” (aunque mata al cuento y se trenza con temas como el problema de la página en blanco), se empapa de ella en “Contribución breve a un diccionario biográfico del expresionismo”, donde cachetea géneros literarios y estira la ficción dando pistas falsas que parecen correctas, aún cuando este aspecto no tenga mucha importancia. Y respecto de la muerte del cuento, la artimaña de Pron es eficaz, porque galvaniza aún más un formato que nunca estuvo ni cerca de perecer.
Desde luego Patricio Pron no es una promesa en literatura, sin embargo pareciera arreglárselas siempre para parecer una voz nueva, siempre original.

Patricio Pron
“El mundo sin personas que lo afean y lo arruinan”
Ed. Mondadori, Buenos Aires, 2011, 218 págs.


*Publicado originalmente en Revista Intemperie, 11 de julio de 2011

viernes, 1 de julio de 2011

La gloriosa planicie de todos los días

Dentro de los escritores chilenos, Alejandra Costamagna (Santiago, 1970) no solamente se ha consolidado como una de las plumas más respetadas, sino que ha conseguido superar, a punta de buena literatura, el enojoso encasillamiento de género, o de la pelotuda dificultad de la sucedánea dualidad periodista/escritor. La aparición de Animales domésticos (Mondadori, 2011) no hace más que confirmar que Costamagna, premiada y hace rato consagrada, está en la primera línea de nuestros escritores, lo que puede que no sea mucho, así como tampoco es bicoca.
Autora de una literatura que se sustenta en el pilar de lo no dicho, en los desastres íntimos, en los pequeños cataclismos puertas adentro, como se puede apreciar en libros como Cansado ya del sol (2002) y en la elogiada novela Dile que no estoy (libro que fue finalista del premio Planeta – Casa de América 2007), la última entrega de Costamagna sigue esa línea temática, donde la procesión va por dentro, mientras que por fuera una prosa tenue, elegante y acabada va configurando un decidido panorama emocional, volviendo, tal vez, al ámbito de Últimos fuegos (2005).
En una entrevista a raíz de Dile que no estoy, la autora señaló que le “interesan esas presencias domésticas, las banalidades incluso”, ese interés se mantiene vivo en este conjunto de once cuentos, donde las mascotas, integrantes con ventaja del paisaje casero, son contrapartes de las truncas señas sensibles de los personajes. Están los tropezones, las trizaduras del diario vivir, pero también está el negro absoluto, pues la autora no le hace el quite a temas como la muerte.
Los animales de estos relatos -gatos en una aplastante mayoría- entran en el juego con el afecto de los humanos, juegan con el abandono, las ganas de ser querido. Costamagna propone el contrapunto, hay animales que no encuentran dueño, así como hay personajes que no pueden atar cabos con su sensibilidad. Hay duelos por personas que mueren, y también por animales que mueren, transformando a Animales domésticos, en el reverso serio de otros libros que han abordado las rarezas de la relación hombre-mascota, como Evelyn Waugh.
Puntos altos de este libro, los cuentos “Patanjali” e “Imposible salir de la tierra”, donde, tal como los gatos que pululan mudos por ahí, transita la muerte, parte, como no, de la vida de todos los días, y que alcanza un pináculo en “El único orden posible”.
Fiel a su sana costumbre, Alejandra Costamagna entrega un libro bien hecho, justito, donde no sobra nada. El oficio que le ha valido un nombre en la literatura chilena, hoy también le prodiga a los lectores locales una de las novedades editoriales más importantes de la temporada.


Alejandra Costamagna
“Animales domésticos”
Ed. Mondadori, Santiago, 2011, 143 págs.


*Publicado originalmente en El Periodista N° 205, 1 de julio de 2011

martes, 10 de mayo de 2011

La inmundicia y la furia

Una primera mirada a Canciones punk para señoritas autodestructivas (Das Kapital, 2011), libro de cuentos del profesor de castellano y editor de medios Daniel Hidalgo (Valparaíso, 1983), permite percibir a quien lee una propuesta literaria que no da concesiones, con una fuerza basada en el falta absoluta de pudor, y de poner por escrito los flagelos que asfixian esta sociedad chilena (focalizada en Valparaíso en este caso), como la drogadicción, la violencia gratuita y la pobreza, entre otras obscenidades varias que pintan el diario vivir en la copia feliz del Edén.
Hidalgo abraza esa estética del espanto, y la transforma en el eje de cuentos como “Barrio Miseria 221” (título de una novela del propio Hidalgo, publicada el 2007), sin importar el asco o la náusea del lector, todo en clave punk porteño, haciéndose cargo de una realidad tapada por fea, oculta por repugnante. Hidalgo hace manifiesto ese mundo escondido, dando a su relato una dimensión, digamos, política al visibilizar la desdicha sistémica de una ciudad como Valparaíso, aun sirviéndose de obras existentes, pues en “Barrio Miseria 221” es imposible no reconocer el tributo del autor al libro Ciudad de Dios, o a la película Ciudad de Dios. Tanto el esquema como los personajes son muy parecidos, basta cambiar la samba por rock decadente, o la cachaça por ron o vino en caja. La violencia del gueto es la misma, el poder basado en el tráfico de droga, las ganas de abandonar ese infierno también.
Volviendo a la obra de Hidalgo, este libro contiene siete cuentos que muestran cierta pachorra, cierto desparpajo adolescente. Sin embargo, el recorrido también da cuenta de algunas trabas, donde la más notoria es el estilo. Con cierto desconsuelo se puede decir que Hidalgo no puede dejar atrás la molesta manía de usar en exceso el punto seguido, vicio que casi es una tarjeta de presentación del escritor novel de estos lados del mundo (¿por qué los jóvenes escritores desprecian las comas y las frases más largas?), junto con las frases cortas a renglones seguidos. Por lo tanto el ritmo en varios pasajes del libro se reduce al del telegrama o el de la gotera. Al mismo tiempo que el autor va destapando los cartones del basural material y espiritual que es el Valparaíso de estas Canciones punk, nos va ilustrando con efectismo y cierta prédica adolescente (esto es, arbitraria) el sentir de los personajes.
El mejor cuento del volumen es “Ella era una chica indie”. Acá Hidalgo muestra más soltura, al tiempo que va deslizando dotes de crítica al esnobismo de cierta juventud semiculta de su tiempo. Aunque hay un discurso morigerado por la ingenuidad adolescente y sentimental del narrador, con juicios de un carácter quinceañero, frustrado, vehemente pero a la vez meloso, “el sexo es el mejor de los lenguajes porque no requiere de ningún análisis semiótico, solo entrar y salir, dar y recibir”.
Con todo, Hidalgo no se la deja fácil al lector, la lectura de estos cuentos es lenta, amarga, nada liviana. Por cierto que es una opción del autor, quien elige cargar las tintas en el malestar social, anclado sin solución en la grasa de las capitales como Valparaíso. Este escritor porteño no deja de utilizar el recurso manido de la referencia pop y el namedropping musical, pero esta táctica pareciera no tener mucha razón de ser al interior del libro, puesto que ese floreo pierde piso ante el eje urgente que plantea la miseria humana y urbana, que se toma la escena y se transforma en el nervio del volumen.
Canciones punk para señoritas autodestructivas es un primer intento que no debe ser desechado. Está lejos de la perfección, pero está instalado en ese interregno que puede ser superado por un autor que demuestra condiciones, sí y sólo sí es capaz de superar los vicios y las muletillas que se encuentran en este libro. Temáticamente las opciones de Hidalgo están claras, y por eso hay ahí un camino que vale la pena transitar, solamente basta que el oficio del autor se vaya puliendo y superando las cortapisas –sobre todo estilísticas- que hacen ruido, como por ejemplo ciertas metáforas siúticas (“entro en ella como los gygas (sic) en su iPod. Le pongo el pendrive y libero toda mi información en el puerto USB de sus más bellas emociones”), o una redacción más meticulosa.
Los árboles punk no dejan ver el bosque miserable que es el Valparaíso que Hidalgo quiere mostrar. Por lo tanto, para el futuro, bien vendría que Daniel Hidalgo baje el volumen y deje hablar a la infelicidad que en Chile nunca falta.

Daniel Hidalgo
“Canciones punk para señoritas autodestructivas”
Das Kapital Ediciones, Santiago, 2011, 175 págs.


*Publicado originalmente en Revista Intemperie, 10 de mayo de 2011

lunes, 2 de mayo de 2011

Ese tic llamado chilenidad

Una rápida definición de diccionario del término “tic” nos señala que éste es un movimiento involuntario, que ocurre sin motivo aparente, involucrando a ciertos grupos musculares, que se contraen sin querer. Pues bien, ese ha sido el pie forzado a partir del cual la periodista, académica y magíster en literatura Cecilia García Huidobro se embarca en el siempre espinoso deporte del análisis de lo chileno, de cómo se habla acá, de lo que se dice en la calle, y otras costumbres locales, tal vez intentando ser un epígono de Coco Legrand, quien desde la tarima del escenario es viejísimo zorro en las lides del escrutinio a lo criollo, un crack del deporte nacional del autoexamen en clave humorística.
Una muestra más de esa irrenunciable costumbre es el libro Tics de los chilenos. Vicios y virtudes nacionales según nuestros grandes cronistas, relanzamiento de esta obra de Cecilia García-Huidobro, que publicó originalmente en 1998 la editorial Sudamericana y que diez años después vuelve a circular, corregido y aumentado, de la mano de la editorial Catalonia. Teniendo en cuenta que se lanzaron con sólo meses de diferencia, este libro quizás se alza como el reverso literario y políticamente correcto de Siútico (2008), el prodigioso trabajo del periodista Óscar Contardo, y que dejó la vara bastante alta en lo que se refiere a exploración y análisis concienzudo de lo peor de lo nuestro.
Desde ya recalquemos que el ejercicio de la autoexaminación es siempre bienvenido, porque siempre hay que estar alerta cuando se trata de nuestras zonas erróneas. Al mismo tiempo, esta gimnasia introspectiva y revisionista no es nada nuevo y se ejerce a todo nivel, y con una pantagruélica cantidad de diagnósticos y opiniones (basta parar oreja en las micros), todas ellas muy discutibles, y derechamente equívocas en su mayoría. Esto puesto que acotar las medidas de lo nacional es una empresa titánica por decir lo menos, y los lugares desde los que se opina son tantos como chilenos pisan la faz del planeta. Y tengamos en cuenta también que el autoestudio es patrimonio de todos los pueblos, en todos lados se cuecen las habas espejeantes de la conciencia propia, del lavado en casa de los trapos mugrientos. El intentar responder la eterna interrogante del “cómo somos” es y será siempre una necesidad humana, en la que se puede caer fácilmente en la hiperventilación y la paranoia de ver tics, deslices y trizaduras hasta en la sopa. Volviendo a la antedicha comparación con la obra de Óscar Contardo, hay distancias insalvables entre ese libro y éste, puesto que García Huidobro plantea el juego de espejos de forma bien amable y edulcorada, dejando que sean terceros los que analicen mediante el expediente de la crónica, ciertos atavismos que no dejan de generar curiosidad o extrañeza ante la repetición, resaltando acá más la importancia de cuestiones de estilo o literatura; mientras que el libro de Contardo es, ni más ni menos que un hundimiento hasta los codos en la inmundicia de una sociedad con vergonzosos prejuicios y espantosas brechas sociales, que jalonan los mecanismos y dinámicas más oscuros y permanentes de nuestra sociedad, y, para peor, en franco aumento en el festivo año del Bicentenario.
Digresiones hechas, entremos de lleno a lo que importa, al libro de Cecilia García-Huidobro (que para su gran detrimento, posee una de las portadas más feas y deslucidas que se han puesto en circulación en los últimos años), pensadora de amplias credenciales, premiada editora por años de la Revista de Libros del diario El Mercurio, y que por estos días tiene firmemente agarrado el timón de la Facultad de Comunicación y Letras de la Universidad Diego Portales. García-Huidobro intenta abordar una empresa de suyo peliaguda, pero sortea el obstáculo recurriendo a terceros, echando mano a las crónicas de consagradas plumas nacionales como Joaquín Edwards Bello, Gabriela Mistral, Luis Oyarzún, Vicente Huidobro, Eduardo Anguita, Jorge Edwards y Roberto Merino, entre otros, conformando un cuadro variopinto, cronológicamente extenso y bien seleccionado en su gran mayoría, en donde se hace examen de una variedad de tics, razonables e identificables por parte del ciudadano de hoy los más nuevos, mientras que los más antiguos, catastrados por los escritores más señeros, testigos directos de aquellas taras vernáculas, son más bien añejas fotografías de museo, antes que instantáneas frescas, apelando más a lo arqueológico que al puntilloso análisis de actualidad. Hasta ahí todo bien, sobre todo cuando la crónica chilena demuestra, hoy por hoy, una calidad que da gusto. Sin embargo, al poco andar, hay algunas cuestiones que merecen comentario. La primera es que vemos una sobrepoblación de notas a pie de página (una de ellas ocupa casi la mitad de un folio) que harían mucho menos ruido en un paper académico, lo que es algo contradictorio en un libro que, según se advierte previamente al lector, “no aspira a ser exhaustivo ni completo”. Las notas podrían –y debieran, para mantener la consonancia con el tenor liviano al que aspira el libro- borrarse, sin perjuicio alguno para el libro, sino todo lo contrario.
Es al interior de las crónicas donde reside el gran “pero” de este libro. Para ilustrar este punto, una situación práctica. A casi todos nos gusta ir al cine a ver una buena película, nos gusta instalarnos en la oscuridad y establecer un mágico diálogo con las imágenes proyectadas en la pantalla grande, con la menor cantidad de interrupciones que sea posible; pero de repente quien tenemos al lado se pone a comentar la película, a cuchichear e instalar un fastidioso zumbido cuando lo que debiera imperar en la sala es el silencio en el respetable. La escena no es ideal, sino más bien, algo molesta. Algo por el estilo sucede en más de un pasaje de este libro con la maniobra que hace García-Huidobro al introducir sus frases y comentarios en cursiva en medio de las crónicas. Y donde este no muy agradable ejercicio se nota particularmente disonante es en el apartado de Pedro Lemebel, con largueza el mejor cronista que está en actividad hoy en Chile y quizás en la lengua castellana. El estilo de Lemebel es inconfundible e irrefutable, tiene como signatura una desmesura coral tan bien articulada e hilada que rompe los moldes estilísticos y sobresale de los marcos genéricos sin chirriar nunca. Intervenir tal performance, osar terciar en ese despliegue fenomenal y rítmico del idioma es, a todas luces, un faux pas comparable a entrometerse en un antipoema parriano. El cortocircuito y la voladura de fusibles son inevitables. Porque Lemebel hay uno solo, y cuando habla hay que guardar silencio y escuchar, como cuando hablan los grandes.
Recurriendo al argot de los relatores de fútbol, Cecilia García-Huidobro debió haberse comportado más como los árbitros que dirigen bien los partidos, esto es, que pasan totalmente inadvertidos, casi de incógnito en la cancha, pero sin que se les arranque la brega en ningún momento, con una presencia ausente, y en lo fundamental ordenadora. Esta pugna polifónica por el protagonismo al interior de la obra, este gallito conversacional contrahecho entre la responsable del conjunto y los cronistas reunidos es prescindible (a modo de ejemplo, en el apartado dedicado al escrito de Enrique Lafourcade, la crónica había terminado, sin embargo Cecilia García-Huidobro se quedó con la última palabra), y pudo zanjarse de más de alguna forma, como reemplazar las citas por subtítulos (entendiendo que el propósito de las primeras era enriquecer los escritos, sin alterar su continuidad) y, si era absolutamente imperioso incluirse en el volumen, ampliar las notas introductorias y el prólogo, para que la autora opinase a sus anchas, pero en un lugar menos invasivo.
Con todo, Tics de los chilenos no deja de ser un libro sugestivo y animado, esto porque que una antología de crónicas escritas por autores que tienen trayectoria y un peso específico bien definido es, hoy por hoy, casi lo mismo que plata en el banco. En este sentido, la temática del libro puede pasar a un plano inferior, puesto que están reunidos en un solo volumen casi todos los escritores que marcaron el siglo XX literario en Chile, y a los que más encima se suman los que están llamando la atención en la centuria que comienza. Así, cabe destacar un segundo propósito, más obvio y simple, que también puede haber albergado la autora en sus propósitos: el conformar, sin más, una antología de crónicas de los mejores expositores chilenos del género, relegando al escrutinio de nuestras costumbres al estatus del mero decorado. Con este panorama (que se conforma como una sandía calada), la autora descansa en el conjunto, que, por cierto, está muy bien escrito por los autores incluidos, quienes aunque tratan un tema que es más viejo que un cerro, será siempre pasto tierno para observadores bueyes futuros que, masticando libros como este, rumiarán sobre lo que somos o lo que no somos, lo que decimos o callamos, lo que creemos y lo que descreemos, sobre el eufemismo y el fariseo; en resumen, se rumiará por siempre ese gran tic llamado chilenidad.


*Publicado originalmente en Revista Aisthesis, Instituto de Estética PUC, N°48

viernes, 29 de abril de 2011

Lo máximo

Llegará un día en que la literatura nacional, o al menos sus formas, navegarán y circundarán nuevos océanos, ignotos fiordos, sorpresivos y estimulantes estuarios, etcétera. Pero mientras sigan apareciendo obras como Los sinsabores del verdadero policía (Ed. Anagrama, 2011), la última obra publicada del escritor chileno Roberto Bolaño (1953-2003), seguiremos chapoteando felices y asombrados en la tina tibia –aunque infestada de tiburones- de la literatura del autor de Los detectives salvajes.
Mientras los otros libros póstumos de Bolaño se servían de prólogos para avanzar a un paso razonablemente firme, Los sinsabores del verdadero policía, aunque premunido de prefacio y nota editorial a cargo de la viuda del autor, tiene una autonomía (y por autonomía queremos decir calidad) suficiente para integrar la primera línea de la obra bolañiana, a medio camino, o en medio del camino entre Los detectives salvajes y ese obelisco que es 2666, aún cuando la nota literaria (perfectamente prescindible) nos informa que este libro se gestó a largo de dos décadas, desde los 80, hasta el 2003, año de la muerte del autor.
La historia versa sobre un exiliado profesor de literatura, chileno, Amalfitano, quien con su deliciosa hija Rosa se van a vivir al pueblo mexicano de Santa Teresa, donde tomará un trabajo de profesor, el único disponible luego de perder un empleo en Barcelona, tras un escándalo generado por su relación homosexual con su joven alumno Joan Padilla (memorable es el catálogo, tributario de Los detectives salvajes, de poetas que hace este personaje en la apertura del libro).
Los ingredientes son los mismos, literatura -con la vuelta de Arcimboldi como plato principal-, sexo, violencia, amor, política, la lírica maldita. Y las sensaciones frente al texto son las mismas, una rotundidad incuestionable de encontrarse ante ese mismo Bolaño que a fines de los noventa tomó por el cuello a la novela en castellano, la saludable y modernísima incompletitud de un libro (y que las malas lecturas le cuelgan el sonoro apodo de work in progress) que trata sobre perdedores, sobre derrotados políticos, escritores que pierden su batalla contra las novelas que no pueden terminar de escribir. Esta novela adquiere sus credenciales bolañianas con la introducción del juego, estructura, tiempos distintos, superpuestos y traslapados, más digresiones que sí vienen a cuento, no como las de los copiones de Bolaño, lateros infames. Están aquí también los cabos sueltos que son vasos comunicantes, y que se leen como se podría leer Wikipedia, donde cada historia lleva a otra, encadenada por un pasadizo, con un rastro para que los verdaderos policías puedan seguirlo sin perderse.
Volvemos a ver lo máximo de Roberto Bolaño, buen cierre si es lo último de un escritor que tiene la posteridad por delante, la posteridad de ser considerado como lo mejor que le ha pasado a la narrativa en Chile desde la segunda mitad del siglo XX.


Roberto Bolaño
“Los sinsabores del verdadero policía”
Ed. Anagrama, Barcelona, 2011, 323 págs.

*Publicado originalmente en El Periodista N° 204, 29 de abril de 2011

viernes, 1 de abril de 2011

La patria del poeta

Si nos ponemos cursilones y melifluos, como suelen serlo quienes practican el amanerado arte de la crítica de vinos, diríamos que en La ley de Snell (Ediciones Tácitas, 2010), última entrega del poeta nacional Leonardo Sanhueza, podemos danzar en la fiesta de los taninos de Gonzalo Millán, y no dejar de encontrar las notas de chocolate de Nicanor Parra, entre otras sedas que vagan en el tinto con buen cuerpo que es la poesía de Leonardo Sanhueza. Y esto no es raro, puesto que el viñedo poético del poeta está en un terreno que chupa como ninguno lo leído, pero también las inolvidables brisas de todo lo que hay alrededor.
Y no hay que descartar la maroma vitivinícola del párrafo previo, puesto que la Ley de Snell hace referencia a la refracción de la luz (más precisión en Wikipedia), luz que abunda en estos paisajes de este volumen, donde el lenguaje florece en imágenes, que, sin embargo, se desmarcan de las propuestas de los anteriores libros de Sanhueza. Acá se despliega un racimo léxico más elegante, pero que tiene la marca registrada del autor: no alejarse nunca de la imagen local, propia de un pasado que es común, cercano, fácil de identificar. Así se ve en poemas como “Jaguar, Mustang, etc.”: “en realidad nunca faltó la sirena de alarma/ y aunque la muerte separó a mis abuelos/ fue el dentista quien fundió sus anillos/ para taparles con oro las últimas caries de sus vidas”.
Más adelante hay poemas que alojan ciertas zonas indefinidas, cierta resistencia que se pone de manifiesto con versos más ricos, adornados y complejos, pero sin dejar de alternar con el poema corto, que sostiene una instantánea elocuente, aún con alguna oscuridad, “El que se va a ahogar/ mira a las casas de veraneo/ y a la gente que saluda desde la playa./ No sabe cómo despedirse/ de ese mundo doble, simétrico,/ que tiembla sobre el agua amarga.”
No obstante, tal vez lo más llamativo de La ley de Snell es que en buena parte de sus textos navega un halo de paternidad truncada, de familias que, lejos de ser el ideal, son más próximas a lo que conocemos hoy, un poco disfuncionales, esforzadas, fallidas en muchas ocasiones. Ese carácter es también pan cotidiano en el mundo de hoy, y Sanhueza, lejos de taparlo con caricaturas o de omitirlo con su silencio, lo abraza y lo incorpora a su discurso, a lo que urge decir. El poema “Impronta” es prueba de ello, donde el ambiente es gobernado por una paternidad breve, fugaz, semanal, transformando éste y varios de los poemas del libro en testamentos (colabora a esto el uso de la segunda persona), en mensajes que deben leerse cuando el autor esté lejos, ido.
Una vez más Sanhueza maneja con contundencia los materiales de sus circunstancias y su historia, materiales que en manos inexpertas devienen esfuerzos lastimeros y desechables. El autor carga las tintas familiares, pero las trabaja para poner arriba de la mesa un pan identificable, de sabor común, porque “la memoria sentimental es así:/ un colgadero”.

Leonardo Sanhueza
“La ley de Snell”
Ediciones Tácitas, Santiago, 2010, 82 págs.

*Publicado originalmente en El Periodista N° 203, 1 de abril de 2011

miércoles, 16 de marzo de 2011

Olvidando a José Donoso

Sucede que José Donoso está hecho para ser olvidado. O al menos eso pareciera. Han pasado décadas desde que leí ese viejo ejemplar de Coronación que, por entonces, era parte del inventario decorativo de las casas de la clase media-alta nacional. Ese viejo tomo de Seix Barral, de su biblioteca Formentor, morado como un panqueque de arándanos. Ese libro terminó por perder su encuadernación, la que intenté restaurar embardunando el irregular y herido lomo a la vista con groseros patacones de Stic-Fix. Fue para peor, pues después casi no se podía abrir. Olvidé esa lectura, y ese libro bastardamante reparado.

Luego, hice bajar de un anaquel que en mi adolescencia sólo me limitaba a mirar, la lustrosa edición que Alfaguara hizo de El lugar donde van a morir los elefantes. Lo leí de un tirón –por lo que me acuerdo-, pero también terminé por sepultar esa lectura en el cajón mental de lo que no tenemos memoria. Casi no recuerdo ni una sola línea, y a estas alturas del partido me falta harta buena voluntad para recordar algo más que la obesidad de la protagonista femenina.
Más aún. Había en casa dos libros de cuentos de Donoso. Cuatro para Delfina, y Cuentos, también de Seix Barral. Los leí, pero olvidé todo eso, salvo el penetrante olor a caldillo de congrio que Donoso hace hervir en las páginas de cierto cuento, cuyo nombre me cuesta tanto hacer volver a mi cerebro. Años después, en 2007, cayó en mis manos Lagartija sin cola. La comenté, pero recién me acordé, mientras escribía el párrafo anterior, que había leído esa novela póstuma y que escribí una reseña que seguramente también será olvidada.

A fines del 2009, la editorial Alfaguara tuvo la gentileza de enviarme Correr el tupido velo, el libro que escribió Pilar Donoso, hija adoptiva de José, a partir de los diarios y la correspondencia de su padre. Dejé el libro en un montón informe, compuesto de carpetas, papeles y otros libros que aún me decido a recordar. Lo olvidé, como siempre. Sin embargo fue la reciente aparición de Pilar Donoso en la Feria del Libro de Lima (creo que era de Lima, no recuerdo bien), comentando su obra, y hablando de la inseguridad proverbial del autor de “El obsceno pájaro de la noche”, lo que me hizo meter la mano en esa montaña de papeles abandonados y empezar a leer el libro.

Las cerca de 450 páginas (olvidé cuántas carillas tiene exactamente) que tiene este libro nos revelan muchas cosas. Que Donoso era humano. No es gran cosa esta revelación. Que Pilar Donoso escribe bastante bien. Gran cosa esta revelación, como para no olvidarla y complacerse de que haya sido ella quien confeccionó esta bitácora (que tira más para libro de quejas) de la vida de Donoso, una vida llena de miedo, libros, desconfianza, inseguridad, novelas, viajes, robos, acusaciones de robo, perdones, dramas, alcohol, distancias, amistades, amores, añoranzas.


El punto final

Literatura tras la literatura. El correlato humano, precario, tembleque del escritor que secretamente aspiró a premios, se trenzó con Susan Sontag, amaba y temía por igual a hombres y mujeres, y podemos seguir enumerando las estrellas del universo atrapado en este libro para no olvidarlas. No olvidar que José Donoso se comportó como uno más de esos personajes contrahechos de sus novelas ante el descalabro dictatorial pinochetista, que carcomía con muerte la vida del Chile ochentero. Seguramente no olvidarán los familiares de Donoso la verdadera cara del novelista en su linaje. Menos aún cuando Pilar Donoso respira hondo, se arremanga la camisa, y exhala con oficio singular un texto muy bien escrito, que, rindiendo tributo a un padre, le rinde tributo a un mundo literario como el chileno, que tiene en José Donoso como una medalla que lucir junto a las otras preseas del Boom. Olvidemos al escritor que se pone el overol para parir sus historias. Olvidemos esto y de la frontera instalada entre literatura y vida, para encontrarnos de frente con la certeza de que detrás de las novelas de Donoso hay una vida. Varias vidas, en rigor. Vidas que hacen agua, pero que hacen agua como hacemos agua todos. Pero de eso nadie se acuerda.

Que este libro es honesto y que su autora es valiente. Sí, pero decir esto es quedarse corto. También que el libro es muy bueno. Tal vez será mejor dejar a Correr el tupido velo en un lugar apartado, pero visible. Recordar así a José Donoso hasta transpirar. Leer quizás a partir del razonable morbo que instaló la publicidad de este libro, y terminar leyéndolo simpatizando y tendiendo una mano a un ser humano como cualquiera, constreñido por el opresor oropel de su clase social, y de su familia.

Punto final para José Donoso. O para el José Donoso que conocíamos. Punto final para esa úlcera rebelde que lo atacó mientras escribía El obsceno pájaro... y que cierta liviana historiografía literaria erigió como su exotismo artístico más simpático. Podemos sacar del libro de José Donoso nuevos exotismos, como que le ofrecieron –y quería- escribir una teleserie mexicana de esas cebollientas (no es raro, pues bien folletinesca eran sus libros) que más bien se duermen después de almuerzo, antes que verlas; o que armó un guión sobre Rimbaud mucho antes que Leonardo Di Caprio matara por segunda vez al adolescente incandescente de Charleville en Vidas al límite (olvidé cómo se llamaba esa película en inglés, pero seguramente tenía un título mucho mejor). Olvidemos a Adela Secall que hacía de nana en la Coronación de Silvio Caiozzi. Sin más.

Punto final, pero con golpe de Enter. Para no olvidar.

*Publicado originalmente en 60 Watts, marzo de 2011

viernes, 4 de marzo de 2011

Saldando la deuda

El año 2009 se publicó La deuda, la última novela de Rafael Gumucio (Santiago, 1970). En estas páginas dijimos que tras aquella descaminada novela, lo que Gumucio le quedó debiendo al lector eran unas buenas crónicas literarias. Y a vuelta de calendario aparece La situación. Crónicas literarias (Ediciones UDP, 2010), un compendio de heterogéneos artículos del autor de Invierno en la torre, publicados en los más empingorotados medios de prensa de habla castellana, artículos que le han hecho un nombre a Gumucio en el universo de la opinología literaria. No nos vamos a pasar para la punta y decir que el autor escribió esto a instancias del comentario publicado en este medio, en todo caso.
La revisión del prólogo y de las primeras páginas de La situación, nos dan cuenta de que Rafael Gumucio vuelve a su elemento, vuelve a campear por las llanuras en las que es amo y señor, imagen muy superior a la que exhibió últimamente en campo novelesco, donde su empresa, contrahecha, no acabó de cuajar. En las antípodas del apocado Bernardo O’Higgins que Gumucio encarnó en un recordado sketch del recordado programa Plan Z, hoy el Gumucio cronista cabalga con la pachorra propia del jinete que domina su pingo, y le sabe dar la cantidad justa de rienda para que obedezca todos sus dictados. Esto porque en La situación el despliegue de la crónica cuenta con los ingredientes en la proporción justa para que sea exitosa, esto es arbitrariedad para crear frases contundentes, el conocimiento del tema tratado, para hacer esas arbitrariedades dignas de ser discutibles o de suscitar la reflexión, y el estilo, esencial para que estos postulados sean expuestos con la gracia y el oficio suficientes para contar con valor literario. Así, tal como el autor lo expresa en el prólogo, se encuentra el lector con “una comodidad, una alegría, una coherencia secreta que no esperaba encontrar”.
Gumucio conjuga propiciamente estas cualidades en su libro, tal como antes lo hizo en Páginas coloniales y Monstruos cardinales, demostrando que cuando habla de lo nacional (en este caso de nuestra literatura y nuestros lectores) en clave ficción suena como un saxofonista lerdo que no sabe muy bien cómo o cuándo llevarse el instrumento a la boca, mientras que cuando lo hace desde la no ficción es Charlie Parker, poniéndose a la altura de Juan Forn, Álvaro Bisama o Christopher Domínguez Michael, aún cuando la escritura de Gumucio no se parece a la de Forn, ni a la de Bisama, ni menos a la de Domínguez Michael.
Retomando lo dicho en el momento de abordar La deuda, Rafael Gumucio hace bastante bien al allegarse nuevamente a la crónica literaria, dijimos que es el lugar del que nunca debió haberse alejado, y La situación lo corrobora, muy felizmente.


Rafael Gumucio
“La situación. Crónicas literarias”
Ediciones UDP, Santiago, 2010, 165 págs.

*Publicado originalmente en El Periodista N° 202, 4 de marzo de 2011

viernes, 28 de enero de 2011

Poesía a mil

Un libro que parece un juego, o que al menos lo plantea, esa es la impresión que queda tras revisar Mil versos chilenos (Ediciones B, 2010), compilación poética a cargo de los académicos Marcela Labraña y Felipe Cussen. El prólogo de esta particular antología, a compuesto por Marcela Labraña, transmite optimismo, un entusiasmo a veces ingenuo, casi adolescente, pero desde luego envidiable. Este prístino fervor se basa fundamentalmente en el hecho de que Labraña, a pesar de las cartas credenciales que se detallan en la solapa de este libro, habla desde su experiencia como lectora de poesía y como manipuladora de versos chilenos.
La honestidad de la propuesta se evidencia en la candor de Labraña, quien junto a Cussen han armado este epigramático manual de versos a punta de memoria y recurrencia, “aquellos versos de poetas chilenos que, aunque alteremos su forma, no conseguimos olvidar”, justificando la selección apelando a la archimanoseada metáfora boxeril de Cortázar y los cuentos, o a propósito de un romanticismo que parece deslavado a estas alturas, como el poner la poesía en todas las mesas, o que la escribimos entre todos.
Esta simpleza, lejos ser algo objetable, es la saludable antesala a un trabajo riguroso de selección emprendido por Labraña y Cussen, pero que por su naturaleza y propósitos no tiene mayores pretensiones, cosa bastante rara en resúmenes, conjuntos, colecciones, revisiones, panoramas o antologías poéticas locales, la inmensa mayoría de ellas creadas con el peregrino propósito de clavar las banderas en el territorio de la poesía chilena, o establecer los límites de la comarca poética, y casi siempre con la intención dudosa de erigir al antologador en cartógrafo último y principal de un terreno que no termina de expandirse, y que nunca deja de contar con regiones olvidadas.
Este libro, cuyos contenidos están acertadamente ordenados de forma temática, opera más como un catálogo de poesía chilena, antes que ser antología –con todo lo sano que es eso-; es un muestrario, un compendio de la potencia que han alcanzado en pocas palabras los poetas chilenos a lo largo de la historia, pero sin hacerse la zancadilla inherente a toda selección: el enredo en motivos del porqué están unos o faltan otros. Una cortapisa salvada de forma gloriosa, que resalta un corpus poético que da cuenta de una tradición que dialoga consigo misma
La absoluta falta de pretensión y la amena propuesta de este conjunto, lo hacen totalmente recomendable para diversos usos, entre otros, servir de entrada al universo que encarna la poesía chilena, un universo que hoy se usa como eslogan para vender mejor a Chile como marca en el extranjero, pero que representa, en esencia, un reservorio de nuestro valor cultural más fuerte, la poesía.


“Mil versos chilenos”
Marcela Labraña & Felipe Cussen (compiladores)
Ediciones B, Santiago, 2010, 188 págs.


*Publicado originalmente en El Periodista N° 201, 28 de enero de 2011

jueves, 30 de diciembre de 2010

Otra vez de cero

En este año 2010 que se va, uno de los libros más esperados era “Suites imperiales”, la última entrega de Bret Easton Ellis, que Mondadori trae a los lectores castellanos, con esa consabida e insufrible cortapisa que ello implica: la traducción. Tal como sucede en “Snuff”, de Chuck Palahniuk, es una odisea pelear contra el español de España, aunque en el caso del libro de Ellis es menos fastidioso, dado que no usa tantos localismos ni groserías. De todas formas, Latinoamérica merece una traducción propia, con menos gilipollas, tíos y pringaos.
Easton Ellis escoge volver al principio, y hace de “Suites imperiales” la secuela de “Menos que cero”, la novela que le granjeó un nombre al autor hace 25 años. Escrita en primera persona, “Menos que cero” es el soliloquio amoral del joven, acaudalado y drogadicto Clay, cuya vida sin sentido marcaría el ritmo de la ficción de Easton Ellis, que tuvo su big bang con “American Psycho”, seis años después. En “Suites imperiales”, Clay es un cuarto de siglo más viejo, tiene más dinero, y ahora ha ganado cierta influencia, pues es un guionista exitoso, aún cuando los guionistas en Hollywood pesan menos que un paquete de pop corn vacío. Así las cosas, Clay conoce a Rain, una actriz pésima pero despampanante, con quien transa sexo en profusión (y termina enamorándose) a cambio de un rol en la película para la cual Clay escribió el guión. El elemento perturbador lo provee el acoso que sufre el protagonista, aportando paranoia a la mezcla, que con el sexo, la violencia, las drogas (encarnadas en el dealer, Rip, también resucitado de la novela original) y los cadáveres (como el de Julian, cuya muerte se transforma en el eje del libro), arman la ensalada eastonellisiana, salpimentada con esa consabida denuncia de clase, que ha llevado a algunos a compararlo con Scott Fitzgerald, revelando las miserias tras un mundo de fastuosas fachadas.
Easton Ellis, como ya se ha hecho costumbre, vuelve sobre sus pasos, se zambulle en la metaficción y encuentra en sí mismo el material para seguir escribiendo. De hecho el libro comienza con esta frase: “habían hecho una película sobre nosotros”, una clara autorreferencia al filme “Menos que cero” (1987), a lo que hay que agregar los epígrafes que abren la novela, de Elvis Costello y Raymond Chandler, que ilustran más la trama del chiste. No obstante, en esta pasada se nota que los años han templado algo esa afilada y amoral pluma, dotando de algún significado el ennui -ese vacío, mezcla de tedio y sinsentido, que acarrea el paso del tiempo- presente en esta novela.
Algo se ha avanzado desde drogadictos o asesinos que no pueden experimentar ni una pizca de culpa o remordimiento por sus actos, aún cuando la lectura de estas “Suites” pueda procesarse tan rápido como la novela primigenia que Easton Ellis decidió recalentar. Con todo, “Suites imperiales” no deja de ser la continuación, el déjà vu de la nadería que es “Menos que cero”, donde el decorado californiano es una fachada excitante del baldío, y sigue estando presente el sermón de que en un mundo donde abunda el poder, el dinero y las drogas, sus integrantes pierden toda integridad, algo que Bret Easton Ellis ya nos lo dijo, y de formas no muy distintas a estas “Suites imperiales”.


Bret Easton Ellis
“Suites imperiales”

Mondadori, Barcelona, 2010, 149 págs.


*Publicado originalmente en El Periodista N° 200, 30 de diciembre de 2010

viernes, 24 de diciembre de 2010

Dígalo con música

No vamos a hacer acá un recuento de todo lo que el año bicentenario le trajo a Chile, pero sí bien podemos considerar como uno de los puntos altos del año editorial la edición en castellano de “Nocturnos”, el primer volumen de cuentos del escritor anglojaponés Kazuo Ishiguro (1960), luego de seis novelas que le han valido fama mundial, entre las cuales “Lo que queda del día” puntea por su aplaudida versión cinematográfica, en la que tal vez el mejor Anthony Hopkins encarna al siempre impertérrito y servicial mayordomo Stevens.
El diccionario nos dice que un nocturno es una “pieza de música vocal o instrumental, de melodía dulce, propia para recordar los sentimientos apacibles de una noche tranquila”. Así las cosas, Ishiguro (alguna vez guitarrista y miembro de un coro, él mismo) usa la música como eje de sus relatos, y tal como lo hace en sus novelas, acá la elegancia sensible acompasa los relatos, transformando este pequeño quinteto en una selecta pieza literaria, que se abre con “El cantante melódico”, en donde Tony Gardner, un viejo cantante americano viaja a Venecia con su esposa Lindy. Ahí Gardner contrata a Jan, un guitarrista polaco que no cabe en sí de orgullo, al ser seleccionado por un cantante que admiró en sus años de niñez en la Polonia comunista para cantarle una serenata a su esposa. Así Jan se transforma en el narrador de la historia (una voz que se mantiene pareja en todos los relatos), en la ya conocida modalidad que Ishiguro implantó en su novelística, con frecuentes flashbacks a episodios pasados que, reconstruidos en el presente, revelan mucho más de lo que se quería con el mero ejercicio de recordar.
Sin embargo, de todo el conjunto, la cumbre es “Come rain or come shine”, donde Ishiguro gira el conjunto con un humor, que se intensifica hasta el absurdo en “Nocturno”, protagonizada por un saxofonista abandonado por su esposa, es persuadido por su manager para que se someta a una cirugía estética que lo haga más “marketeable” y levante una carrera de capa caída. En esta historia reaparece Lindy Gardner, quien tal como el saxofonista, se recupera de un lifting en un lujoso hotel
Con antecedentes como “Lo que queda del día”, bien podría pensarse que “Nocturnos” transitaría por derroteros similares, navegando en una melancolía algo deslavada, en la que los pocos momentos de asueto o distracción harían pensar inevitablemente en los momentos perdidos, en las oportunidades desperdiciadas. Sorprendentemente, Ishiguro logra revertir cualquier posible estancamiento en una fórmula conocida introduciendo la farsa, el absurdo y el humor. Si bien hay relaciones que no se concretan, amores que no alcanzan a revivir ni siquiera al calor de las más melosas melodías, es la comedia lo que balancea este conjunto.
A primera vista, este conjunto puede parecer algo inexpresivo, quizás soso porque no hay un gran riesgo formal, pero como sucede con las buenas piezas musicales, las sucesivas escuchas terminan por instalar la melodía en la mente, y cada repaso regala elementos ocultos, notas inadvertidas que enriquecen a cada momento, como la samba de una nota, una secuencia de tonos similares, agridulces, siempre atrayentes. Como un eco. Como una canción querida en un loop imperturbable.


Kazuo Ishiguro
“Nocturnos. Cinco historias de música y crepúsculo”
Ed. Anagrama, Barcelona, 2010, 249 págs.


*Publicado originalmente en Revista Grifo N°20, diciembre de 2010

miércoles, 22 de diciembre de 2010

Más allá de la miseria

El nombre de Rodrigo Olavarría (Puerto Montt, 1979) se movía furtivo por la poesía chilena de los últimos años, aún cuando su trabajo literario ha sido permanente, especialmente en el ámbito de la traducción, la creación de antologías y la orgnización de eventos poéticos. De hecho, poco ruido generó una importante traducción que Olavarría realizó del poema Howl, de Allen Ginsberg, ni más ni menos que por la prestigiosa editorial Anagrama. Un suceso literario que debió haber levantado algo más de polvo del que efectivamente levantó. Sin embargo lo que aún estaba por verse era el debut del autor en un libro publicado, pues poemas suyos han circulado profusamente en revistas y sitios web, pero faltaba el libro de Rodrigo Olavarría en los anaqueles.
Esa espera culminó con la aparición de Alameda tras las rejas (aún se mantiene inédito otro libro de poemas, La noche migratoria), publicado por la editorial Calabaza del diablo. Acá un aparte respecto de la edición del libro. La encuadernación se rompe apenas al abrirlo, lo que da cuenta de que ciertas editoriales como la que alberga el libro de Olavarría descuidan bastante la dimensión material del mismo, privilegiando los contenidos por sobre una edición de calidad, que haga durable el ejemplar.
Ya en el texto, Olavarría presenta un diario de vida, un cuaderno de notas de su tiempo, un ejercicio riesgoso, puesto que es sabido que el diario de vida es el punto de partida de las inquietudes literarias del prójimo, y es ahí mismo donde sucumben muchos sueños librescos ante textos empalagosos, clichés, o bien, insustanciales. La práctica del diario de vida ofrece esa cortapisa, el ser un reservorio bastante dudoso de “nuestras cosas”, que, en buenas cuentas no tienen mayor interés para nadie, salvo para el autor o autora de esos recuerdos, pensamientos, sentimientos o palabras. Nada de eso sucede en el caso de Olavarría, quien presenta un texto suelto, franco y abierto, descarnado por momentos, y absurdamente gracioso por otros, pero siempre recio en ideas, observaciones justas y reflexiones aquilatadas sobre el cotidiano devenir de un hombre, que cae, tropieza, bebe, piensa, lee, escucha música (campo que el autor conoce y domina bastante, a juzgar por los agudos comentarios musicales que ha publicado en más de un lugar), ve películas y chapotea de amor en amor, nunca sin mella. Miles de personas emprenden este ejercicio a diario, pero muy pocos tienen el oficio para que la bitácora diaria logre sobrepasar la línea de flotación. El resto se hunde en un infumable océano de reflexiones de poca monta.
Harto apartado de ese cursi espectro del “Querido diario”, lo que ofrece Olavarría cuenta con más de una virtud. Si bien, el que nos veamos identificados con lo que el autor plasma en la página no es necesariamente un certificado de calidad suficiente de una obra literaria, no deja de ser bienvenida la posibilidad de que quien lee pueda verse reflejado en lo narrado, espejear una humanidad, sin más. Eso sucede con Alameda tras las rejas, en cuya contratapa hay una declaración de intenciones bastante contundente: “A mí no me interesa la literatura, lo que yo estoy haciendo es escribir un libro”. Así, ataduras despejadas, no es raro sentirse interpelado, o bien comprender con facilidad lo que padece el protagonista (nos tomaremos la licencia de llamarlo así) del libro, llegando a hacer reír por momentos, lo que ya es harto pedir en los tiempos que corren.
Más luces al respecto surgen en el texto: “Hice un pacto conmigo mismo, no cambiar una sola línea de lo que estoy escribiendo. No me interesa perfeccionar esto ni mis acciones, me gustaría creer que no siento nostalgia, que no intentaría cambiar nada en el pasado aunque pudiera”. Esta expresión de honestidad se canjea por algo que en este libro abunda y que es su gran tesoro: belleza poética. Si bien, Olavarría intercala versos y textos de otros formatos como e – mails, casi todo el libro cuenta con la rara exactitud, con la balanceada fuerza de lo poético, “Tú amabas la palabra acromegalia y yo aprendí a amarla en tu boca como los idiomas que nacían de ti los sábados por la tarde”; “Dijiste que me ibas a dejar a la micro, acepté pero apenas reconocí el sonido de nuestros pasos juntos te dije que te volvieras, que estabas enferma, que te sentías mal, que no habláramos de amor o de cosas que no se pueden desatar, entonces me alejé caminando, tomé locomoción y lloré todo el camino de vuelta a casa”.
Retomando el antiliterario lema de Olavarría, esta declaración se desenvuelve feliz en un texto directo, contundente, no dejando paso a lo artificioso ni al embeleco gratuito. Si este diario es de vida, es porque sus páginas pujan una honestidad graciosa. Cuando no escribe en una prosa sensible y exacta, o intercala versos, Olavarría echa mano a herramientas como el absurdo, desarmando la lástima que podrían inspirar ciertos pasajes del libro, anulando la inútil compasión que podría surgir en la lectura. Así, diluyendo ese callejón sin salida que es la lástima, abre paso, avanza más allá de la miseria, bosquejando el perfil de un autor que es dueño de sus circunstancias, y aún más dueño de las formas y técnicas para expresarlas y vivificarlas, en belleza, en valentía, componiendo uno de los mejores libros del año 2010.

Rodrigo Olavarría
“Alameda tras las rejas”
Ed. Calabaza del diablo, Santiago, 2010, 101 págs.


*Publicado originalmente en Revista Intemperie, 21 de diciembre de 2010

lunes, 13 de diciembre de 2010

Una piscola desvanecida

Harto alta dejó la vara Alberto Fuguet con su celebrado Missing, que uniformó casi a la totalidad de la crítica literaria local en un solo canto de alabanza ante lo que parecía asomar como el destape de un escritor que siempre da que hablar, pero nunca dio tanto para leer y, al mismo tiempo, aplaudir. Estos antecedentes abrieron el apetito lector de cara a Aeropuertos (Ed. Alfaguara, 2010), su última entrega, y lo que es su vuelta a la ficción que nos tiene acostumbrados Fuguet, o en otras palabras, la evidencia palmaria de que Fuguet no sólo recae en esa ficción desastrosa en la que parece definitivamente haberse quedado pegado, sino que consigue mandar a la porra todo lo bueno que empezaba a proyectar en Missing.
El libro trata sobre las vidas de Álvaro, Francisca y el hijo de ambos, Pablo (en rigor Pablo Honey, un tributo que Radiohead no necesita), a lo largo de un lapso que comprende la concepción del muchacho (mediante sexo quinceañero de desquite) por parte de los entonces adolescentes Álvaro y Francisca, y la milagrosa fuerza del cariño que surge entre el muchacho y su padre, que, muy a lo Marrón Glacé, se materializa cuando el sufrido chiquillo llama por primera vez “papá” su progenitor. En medio de todo esto, el niño nace, vive con la madre y la abuela en Vitacura, después llega a la adolescencia al alero de una madre sufriente y un padre ausente, intenta suicidarse, entre otras yerbas.
No es tan claro que se necesiten raudales de talento para construir ciertos personajes de los libros de Alberto Fuguet, lo que sí hace falta es paciencia o estómago para soportar las cotas de estupidez que pueden alcanzar los caracteres que circulan por Aeropuertos, sin contar lo insoportable que es tratar de navegar por el castellano a las patadas en el que escribe el autor de Mala onda, todo descuidado, telegramático, olvidado de la sintaxis, con términos noventeros o gringos que ya no pinchan ni cortan como cool, freak o la palabra “mal” usada en solitario y atildada; o los diálogos torpes en contenido y construcción (el abuso de los puntos suspensivos da cuenta de ello). Sin olvidar la insufrible manía del autor de nombrar y nombrar marcas y hacer placement (vicio muy a lo Easton Ellis, que más encima copian los desafortunados émulos de Fuguet, como Hernán Rodríguez Matte), al punto que es bien factible creer que el autor debe tener alguna especie de contrato con la farmacéutica que fabrica el ansiolítico Ravotril. Esto coronado por el tic escritural del autor: salpicar el libro de desabridas referencias pop cinéfilas y musicales.
Nos detenemos en los personajes, pobres víctimas de un destino cruel y destructivo como es el tener un hijo fuera del matrimonio en el deep Vitacura, como lo indica el cliché. Álvaro es un pelotudo de campeonato, Francisca no es más que una pobre, sola y pusilánime pájara, y su hijo Pablo es –cae de cajón- un pendejo malcriado. Ninguno despierta la más mínima empatía de tan insustanciales que son. Entre esta galería de maqueteados caracteres, hay también caídas feas, como por ejemplo Álvaro, que le recrimina a Francisca su deseo de comerse una hamburguesa en Viernes Santo (“es pecado”, dice), pero que años antes la hinchó hasta la saciedad para que abortara. Curioso.
En cuanto al argumento en sí, surgen las siguientes preguntas ¿qué clase de lección de vida nos quiere inculcar Fuguet con una novela que oscila por momentos entre campaña contra el aborto, tanda de comerciales, o el refrito de Cuentos con Walkman (1993)?, ¿con qué clase de remezón vital nos quiere zamarrear el autor, si nos presenta un drama añejo y anodino hasta el bostezo?, ¿hacernos creer que la familia que se droga unida, permanece unida?
Es oficial: la piscola noventera que Fuguet preparó ha terminado por desvanecerse casi dos décadas después, dejando nada más que un caldo tibio, insípido y aguachento. La inautenticidad y lo forzado son el gran freno de mano de las páginas de esta fallida novela, partiendo por el título, de incidencia poco reconocible en el texto. Le podrían haber puesto Ravotriles y habría andado mejor. Poco más queda agregar, salvo que Aeropuertos es una total involución de un autor que estaba haciendo la cola para sacar el título de escritor serio, pero que, cual Metrópoli, vuelve a la partida, esto es, a ser un escritor joven, difícil de entender, algo molesto y que de literatura le falta bastante que aprender. Mal.


Alberto Fuguet
“Aeropuertos”
Ed. Alfaguara, Santiago, 2010, 188 págs.

*Publicado originalmente en Revista Intemperie, 13 de diciembre de 2010

lunes, 29 de noviembre de 2010

Cariño malo

Pasó con Álvaro Bisama (Valparaíso, 1975) lo que pasa cuando los escritores deciden descansar un poquito de los apocalipsis reiterativos, de los platillos voladores salpimentados de pop, de las manadas de mutantes o zombies famélicos que se toman la ciudad, y empiezan a escribir libros en serio: lo hacen bien. Esto pasó con “Estrellas muertas” (Alfaguara, 2010), el último libro de este profesor, columnista y escritor porteño.
La historia es esta: una pareja de Valparaíso vive una turbulenta historia de amor (contada por un “él” y una “ella” anónimos que están en trámite de separarse) en los años 90. Ella, llamada Javiera, perteneciente a las Juventudes Comunistas, se une a un muchacho –Donoso- de 18 años. Se van a vivir juntos. Ahí empieza su declive y el desdibujo de todo lo que en algún momento prometió ser el retrato ideal del futuro, pero que termina siendo el plano de una relación condenada a un final atroz. Estilísticamente, la novela es muy propia de su autor, que se ha destacado por forjar un modo escritural suelto y vital, donde trucos como el capítulo corto (al punto que se pierde la numeración de las páginas), la telegrafía del punto seguido (todo un rasgo de la generación de narradores en que el autor se inscribe), la arbitrariedad y la exageración delimitan una identidad que ya es marca registrada. En “Cien libros chilenos” el canon personal de lecturas nacionales que Bisama publicó en 2008, estas maniobras se elevaron a la categoría de arte.
La lectura de esta novela (que mereció una portada mejor) revela que no porque deje de hablar del fin de los tiempos Bisama pierde fuerza. Por el contrario, gana en potencia narrativa al zambullirse en los cataclismos íntimos, que pueden ser tan devastadores como si el universo tuviese a bien estallar en miles de trocitos. El propio autor señaló en una entrevista, a propósito de este libro, que le sale fácil escribir de mutantes, inventarse películas de terror o enumerar decenas de formas en que se acabe el mundo, por tanto se deduce que estas “Estrellas muertas” no fueron bolitas de dulce para el ex Comelibros mercurial. Se nota que así fue, que hubo un trabajo y un atrevimiento de no volar por esos inocuos paraísos artificiales, y en cambio tornar la mirada a un pasado negro, difícil, desencajado y contrahecho. Destruir el mundo de una vez y para siempre es fácil, recordarlo en sus dobleces más escabrosos e interminables puede ser agotador. Acabar, en el texto, con mil vidas de un bombazo puede ser tarea rápida y sencilla, mientras que la descripción de cómo dos personas se van desarmando lentamente requiere de cirugía y coraje. Hacer una apuesta y esperar, sin más.
Bisama gana la apuesta, esto es lo importante. Viendo las entrevistas y testimonios que la prensa recogió del autor, pareciera que pasará un buen tiempo antes de que éste se lance en una aventura literaria de esta estirpe. Ojalá que no sea así, porque sobran en el mercado libros de zombies, marcianos y espectros, pero le faltan novelas recias, corajudas, contundentes y con sustancia, como “Estrellas muertas”.


Álvaro Bisama
“Estrellas muertas”
Ed. Alfaguara, Santiago, 2010, 187 págs.

*Publicado originalmente en El Periodista N° 199, 29 de noviembre de 2010

viernes, 22 de octubre de 2010

El poema de Chile

Ya zanjada esa carrera de caballos llamada Premio Nacional de Literatura 2010 (ganó, al final, la yegua favorita), y aún con la resaca pantagruélica de los festejos del Bicentenario de nuestra curiosa república, es hora de volver a nuestro comentario libresco con un volumen del todo ad hoc para los tiempos que corren, nos referimos a la última entrega de Diamela Eltit (Santiago, 1949). A pesar de que la ex CADA dijo que “no estaba disponible para ningún premio”, haciendo referencia al Premio Nacional de Literatura, esto no impidió que la Universidad de Talca le entregara el Premio José Donoso 2010, ni que la editorial Seix Barral aprovechara la ocasión y publicara “Impuesto a la carne”, la última obra de la autora de “Lumpérica”, y que, para estar a tono con el año que corre, funge también como una metáfora nacional, como una representación, descarnada y sangrienta, de este simpático país que festejó 200 años de que hubiera en él un conciliábulo para determinar cómo autogobernarse.
“Impuesto a la carne” narra la historia de una madre y una hija que tienen 200 años de edad, comparten un cuerpo, y están en un hospital, esperando, y en el que en reiteradas ocasiones se les extrae sangre, se les opera, y se les practica una serie de procedimientos médicos sin mayor sentido, todo como aderezo de la espera de la atención que estas dos personas recibirán del gran médico director del hospital, ausente. Mientras tanto, se trafican sangre y órganos, y las mujeres que comparten sala común con la madre y la hija van muriendo, dejando abierto el final en el que se desprende que la muerte de las protagonistas es también, inevitable.
Como sucede en las demás obras de Diamela Eltit el lirismo está trabajado de forma minuciosa, tanto así que este libro podría perfectamente funcionar como un poema largo. Es la figura poética, el símbolo y el signo los expedientes que Diamela Eltit prefiere en sus obras, y que en este caso se agradece, pues es más efectivo que la digresión pretenciosa y tediosa, el discurso ramplón y bizantino, o el episodio anexo que dispara la trama a la mismísima porra.
Eltit instala su arsenal de símbolos terribles y contundentes, que quizás hacen un poco de ruido presentados en un modo narrativo, y que en un poema de largo aliento habrían estado libres del desacomodo que implica el recurso poético en un medio prosaico, pero ello no resta fuerza a la representación nacional que Eltit nos echa en cara en pleno 2010, el de una patria que se desangra tras el maquillaje, y que puede morir en cualquier momento.


Diamela Eltit
“Impuesto a la carne”
Ed. Seix Barral, Santiago, 2010, 187 págs.

*Publicado originalmente en El Periodista N° 198, 22 de octubre de 2010

miércoles, 22 de septiembre de 2010

Un espíritu chocarrero

Nadie sabe a ciencia cierta el acabado proceso de la formación del escritor, ni siquiera los escritores mismos. Casuística hay de sobra, tanta como escritores han recorrido la faz del planeta, pero los coming of age de las grandes plumas de la historiografía literaria han servido en más de una ocasión para la preparación del recetario, del libro de consejos, sobre todo para el joven soñador que “le gusta leer y escribir”. Así las cosas, un no muy intensivo barrido del mercado editorial actual nos permitiría armar una suerte de kit para el escritor en ciernes, paquete donde irían, por ejemplo, el sempiterno Cartas a un joven poeta de Rainer María Rilke, algún persuasivo texto de Gabriel García Márquez –los Textos costeños son ideales si el chico elige el camino del periodismo-, y algún que otro manual de los varios que circulan hoy. Todos conforman más un regalo del pariente querendón que ve en el sobrino, hijo o nieto a un curioso literato en potencia y desea fomentar –sin saber mucho- su educación sentimental, antes que documentos absolutos sobre cómo cultivar y desarrollar el oficio con fines, digamos, profesionales.

A ese conjunto de textos formativos bien podría agregarse Un arte espectral. Reflexiones sobre la escritura (Emecé, 2008), obra del desaparecido escritor estadounidense Norman Mailer (1923-2007), y que bien podría fungir como un testamento adelantado (el propio autor señala en el prólogo que se apresuró para tener listo el libro el 31 de enero de 2003, día de su cumpleaños número 80). A la sazón, Mailer concibió este libro como un repositorio de sus pensamientos sobre su escritura (no “la”) y los escritores, lo que en trabajo editorial se traduce en una exigente labor de copia y pegoteo de más de medio siglo de entrevistas, ensayos, escritos, etc. de un autor que concebía la literatura como el producto heroico de personajes heroicos, con egos tan descomunales como el Empire State, el edificio de la Chrysler o el puente de Brooklyn.

Mailer no estaba entonces para perder el tiempo, y si no le hizo asco durante su carrera a ningún tipo de riesgo editorial, menos se iba a inmutar por cómo confeccionar su libro sobre el arte espectral, un conjunto arbitrario donde entra de todo, desde Tolstoi, el uso de la primera o tercera persona al narrar, su comparación con Picasso (ni más ni menos), hasta la masturbación. Caprichos aparte, lo que encontramos acá es a un autor que pone sus barbas en remojo, antes que seguir revolviendo un gallinero en el que Mailer fue un gallo mayor.

Quienes conocen más a fondo la obra de Norman Mailer podrán apreciar este relajo, esta especie de tregua, si se quiere, que el autor se prodiga y donde se refocila para hacer los balances de su vida, sin escapar a la autoconmiseración o al autobombo. Desde las alturas de la montaña octogenaria, el autor regala perlas de la experiencia: “escribir un bestseller con la intención consciente de hacerlo, es un estado mental que no deja de tener puntos de comparación con casarse por dinero”; “comprender un poco más sobre los hombres y las mujeres, tal vez ése sea el propósito más importante del novelista de hoy”, o bien reflexiones certeras, aunque no todo lo novedosas que se quisiera: “el mundo editorial de hoy dicta que un editor tiene que aportar libros que hagan dinero. Este casi absoluto tiene que penetrar en los intersticios del pensamiento de un editor joven”, o franquezas como “lo que me duele no es mi ego, es mi maldito bolsillo” o “raro es el escritor joven que no es un pendejo consumado”. Como se dijo antes, nadie sabe a ciencia cierta el proceso formativo de un escritor, y en esta pasada, Norman Mailer entrega sus observaciones sobre el oficio y su “artesanía”; con todo, el principiante hambriento de guía, sediento de un gurú, no verá sus ansias satisfechas, aunque en el prólogo se señala que el libro es “para jóvenes escritores que desean mejorar sus capacidades y su compromiso con las dificultades sutiles y los misterios no cartografiados de la escritura de novela seria en sí misma”. Cuando mucho, Mailer logra traspasar cierto entusiasmo, aún al tratar temas más bien áridos como qué tipo de narrador se debe utilizar en una novela, materias que son, en todo caso, bien debatibles, más todavía cuando Mailer descolló en la no ficción.

Ahora, hay que hacer un alcance a la versión castellana que hoy trae al lector Emecé. Esta versión se une a esa infame pléyade de traducciones deplorables que se han publicado en castellano –pato que suelen pagar los españoles, pero rara vez los latinoamericanos-. Del responsable –o uno de ellos-, Elvio Gandolfo, Internet nos señala que es un prolífico autor argentino de sesenta años, colaborador profuso en multitud de medios de comunicación y traductor de Henry James, Tennessee Williams y Philip K. Dick, entre otros, pero en esta ocasión se comporta como un muy pobre novato, que es irremediablemente traicionado por fiarse solamente del diccionario inglés-español para castellanizar a Mailer. La “traición” de Gandolfo se materializa en un libro donde sólo se realizó una apurada conversión literal del original en inglés. Gandolfo falla torpemente en la identificación de modismos, en el rescate del sentido del habla norteamericana (empezando por el título, que incluso en inglés funciona a medias), en la capital tarea de proveer una redacción adecuada que sostenga un texto que pretende ser material de consulta. En buenas cuentas, Gandolfo ubica este libro al filo del precipicio del pastiche y fracasa en el intento de capitalizar un buen producto editorial a partir de los pensamientos de un escritor que no solamente ganó el Pulitzer, sino que fue acusado de acuchillar a una de sus seis esposas, quiso hacer de la ciudad de Nueva York un estado más de la Unión, fue un enemigo acérrimo de las feministas y le sacó un pedazo de oreja a un actor a quien dirigió en una película, luego de que este lo atacara con un martillo.

Valga esta mención puesto que la traducción de Elvio Gandolfo torna muy difícil de leer un texto que, aún con todas sus veleidades compositivas (de hecho leerlo de corrido se parece a esos paseos en rafting, que alternan cándidos remansos con inesperadas sacudidas), no debiera oponer tanta resistencia a un lector ávido de adentrarse en el intríngulis de un personaje bien provocativo en la historia norteamericana del siglo XX.

Norman Mailer
“Un arte espectral. Reflexiones sobre la escritura”

Emecé, Buenos Aires, 2008, 321 págs.

*Publicado originalmente en Revista Intemperie, 22 de septiembre de 2010

lunes, 23 de agosto de 2010

Viaje visceral al corazón humano

Contrariamente a muchos libros de similar hechura (la llamada prosa poética), “En Grand Central Station me senté y lloré” (Ed. Periférica, 2009), obra de la escritora canadiense Elizabeth Smart (1913-1986) es sencilla de definir. Es poesía, como la mejor. Y en ese sentido podemos ir más allá, pues tal como lo hace el poeta francés Saint John Perse, Elizabeth Smart plantea una épica, una épica del amor tormentoso, del amor imposible pero total, donde el desastre es parte armónica del plan, tal como las tragedias griegas (de hecho, el libro se divide en diez partes, que bien pueden ser rapsodias, tanto por lo épico, así como el eclecticismo al que la autora recurre). Y a partir de esto, es posible tender puentes con otras épicas similares, íntimas y rotundas, como la de Madame Bovary, Mrs. Dalloway, Anna Karenina, hasta llegar a días más cercanos a los nuestros, en los que el cantante inglés Morrisey (tanto como solista, como en su época en The Smiths) se vio influenciado por este libro a la hora de componer.
La historia de la cual arranca el libro (que tiene uno de los mejores títulos de la historia de la literatura universal, inspirado en el Salmo 137, sustituyendo los ríos de Babilonia por la estación de trenes más importante de Nueva York), es manidamente sencilla, rozando el arquetipo. Ambientada en los años 40, una mujer que se enamora perdidamente de un hombre casado, y la imposibilidad de tenerlo entero para sí desata la devastación de un alma sumergida en un amor que es más potente incluso que la muerte misma. Con ese pie forzado surge este robusto poema en prosa, donde las imágenes están entonadas con una sorprendente esmero, y describen aquello que jalona un amor tan enérgico como imposible: la fatalidad, la estrella guía de esta historia y de la vida de Elizabeth Smart, quien constituyó uno de los vértices del triángulo amoroso que sostuvo con el poeta inglés y casado George Barker, de quien Smart se enamoró de forma definitiva en 1937, cuando entró a una librería londinense y leyó uno de sus libros de poemas.
La composición de “En Grand Central Station me senté y lloré” se remonta a inicios de la década de 1940, cuando Elizabeth Smart vivía en una colonia de escritores en Big Sur, California. Publicado por primera vez en 1945, este libro constituye un visceral viaje al corazón humano, al tiempo que articula como pocas cosas en el mundo, el incomprensible calvario en el que se puede tornar el amor, todo con un lenguaje en el que cada oración, cada palabra está cargada de una urgencia y una crudeza que hace que los sentidos del lector permanezcan sin descanso durante toda la lectura. Elizabeth Smart divide el texto en diez capítulos, en los cuales nos va entregando sus revelaciones sobre el amor, y a medida en que se van recorriendo cada una de estas estaciones es posible asistir al paulatino proceso en el que una vida se hace insoportable, instalando como únicas perspectivas válidas para ese sufriente ser enamorado la muerte o un alejamiento radical.
Aún cuando Elizabeth Smart apunta alto con este libro, esto es, a borrar la trillada frontera entre literatura y vida, lo autobiográfico de la obra sí logra dejar en claro que la tragedia del amor es siempre personal, y es desde esa condición que la autora echa mano a la literatura para transformar su experiencia, para articular, con una honestidad ejemplar, la experiencia que Elizabeth Smart ansiaba vivir, y que terminó por padecer.
Fiel al genuino derrotero del artista, Elizabeth Smart despliega, con encomiable valentía, un arsenal de herramientas para transformar el sinsentido del desamor en una manifestación literaria de tomo y lomo, en un objeto artístico parido desde los intersticios del dolor punzante, dotado de una imaginería deslumbrante, y que se conecta con Macbeth, Rilke y el Cantar de los Cantares, entre otros textos, entretejiendo un entramado que recoge el testimonio de la literatura de su época, heredera de obras como la de T. S. Eliot, donde los fragmentos, las referencias y la hipertextualidad conforman un mosaico que enuncia la miseria del desamor.
Tal como en las tragedias griegas, la fatalidad, la devastación del corazón es inevitable. Elizabeth Smart nos presenta este destino manifiesto al poner por escrito un amorío en el que participan tres personas, y que a medida que va avanzando en su desarrollo va dejando en evidencia que la vida se hace insoportable, dejando como salida solamente la muerte, o el alejamiento extremo; escribe Elizabeth Smart: “Yo no pude elegir. Para mí no hay cruce de caminos (…) ¿Cómo puedo hallar el alivio de los pájaros que día a día construyen su nido? La necesidad no me ofrece alas de terciopelo para salir volando. De veras estoy, y mortalmente, herida por las semillas del amor”.
Con el tiempo “En Grand Central Station me senté y lloré” se transformó en un libro de culto y Elizabeth Smart en una misteriosa heroína, considerada un antecedente a escritores como Jack Kerouac, y eternizada como una mujer a quien su musa liberó y a la vez terminó por destruirla.


Elizabeth Smart
“En Grand Central Station me senté y lloré”
Ed. Periférica, Cáceres, 2009, 160 págs

*Publicado originalmente en Hueders N°9, agosto de 2010